Capítulo Cinco
Generalmente, en el rito matutino de que cada miembro de la familia relatara sus sueños, Jonás no aportaba gran cosa, porque era raro que soñase. A veces se despertaba con una impresión de retazos de sueño volanderos, pero no era capaz de fijarlos y componer con ellos algo que mereciera ser contado en el rito.
Pero aquella mañana fue distinto. La noche anterior había soñado con gran vividez.
Se distrajo mientras Lily, como de costumbre, refería un sueño muy largo, en este caso una pesadilla en la que ella, transgrediendo las Normas, iba montada en la bicicleta de su madre, y los Guardias de Seguridad la detenían.
Todos escucharon atentamente y comentaron con Lily lo que el sueño parecía indicar.
—Gracias por tu sueño, Lily.
Jonás dijo la frase de rigor automáticamente y trató de prestar más atención mientras su madre hablaba de un fragmento de sueño, una escena inquietante en la que era castigada por una infracción de las Normas que no entendía. Juntos convinieron en que probablemente era resultado de lo que sintió al tener que dictar castigo a aquel ciudadano que había cometido una infracción grave por segunda vez.
Papá dijo que él no había soñado nada.
—¿Tú, Gabi? —preguntó, bajando la vista al capacho donde el Nacido yacía gorgoteando después de su alimentación, dispuesto para ser nuevamente trasladado al Centro de Crianza para pasar allí el día.
Todos rieron. La narración de sueños empezaba al llegar a Tres. Si los Nacidos soñaban, nadie lo sabía.
—¿Y tú, Jonás? —preguntó Mamá.
Siempre le preguntaban, aunque sabían que era muy raro que Jonás tuviera un sueño que contar.
—Yo sí he soñado esta noche —dijo Jonás.
Y cambió de postura en el asiento, frunciendo el ceño.
—Bien —dijo Papá—. Cuéntanos.
—La verdad es que los detalles no los tengo claros —explicó Jonás, tratando de recrear mentalmente el extraño sueño—. Creo que estaba en la sala de baños de la Casa de los Viejos.
—Ahí es donde estuviste ayer —señaló Papá.
Jonás asintió.
—Sí, pero en realidad no era lo mismo. En el sueño había una bañera, pero una nada más; y en la sala de baños verdadera hay muchísimas. Pero el lugar del sueño estaba tibio y húmedo. Y yo me había quitado la túnica, pero no me había puesto la bata, así que tenía el pecho sin nada. Estaba sudando, por el calor que hacía. Y estaba allí Fiona, lo mismo que ayer.
—¿Y Asher también? —preguntó Mamá.
Jonás negó con la cabeza.
—No. No estábamos más que Fiona y yo, solos en la habitación, de pie junto a la bañera. Ella se reía, pero yo no. Yo estaba casi un poco enfadado con ella, en el sueño, porque no me tomaba en serio.
—¿En qué no te tomaba en serio? —preguntó Lily.
Jonás miró a su plato. Por alguna razón que no entendía, sentía un poco de vergüenza.
—Creo que yo intentaba convencerle de que se metiera en la bañera llena de agua.
Hizo una pausa. Sabía que tenía que contarlo todo, que no sólo era lo correcto, sino imprescindible, contar el sueño entero. De modo que hizo un esfuerzo para referir la parte que le inquietaba.
—Yo quería que se quitara la ropa y se metiera en la bañera —explicó rápidamente—. Quería bañarla. Tenía la esponja en la mano.
Pero ella no quería. No hacía más que reírse y decir que no.
Alzó la vista y miró a sus padres.
—Eso es todo —dijo.
—¿Puedes describir la sensación más fuerte del sueño, hijo?—preguntó Papá.
Jonás reflexionó. Los detalles estaban oscuros y borrosos. Pero los sentimientos estaban claros, y ahora al reflexionar volvían a invadirle.
—La de desear —dijo—. Yo sabía que ella no lo iba a hacer. Y creo que sabía que no debía hacerlo. Pero yo lo deseaba terriblemente.
Sentía que lo deseaba con todo mi ser.
—Gracias por tu sueño, Jonás —dijo Mamá pasado un instante.
Y miró a Papá.
—Lily —dijo Papá—, es hora de salir para la escuela. ¿Quieres venir hoy andando a mi lado para vigilar el capacho del Nacido, no vaya a ser que se desate?
Jonás empezó a levantarse para coger sus libros de clase. Le pareció sorprendente que no hubieran comentado su sueño antes de darle las gracias. Quizá les resultara tan desconcertante como a él.
—Espera, Jonás —dijo Mamá con suavidad—. Voy a escribirte una disculpa para el Instructor y así no tendrás que decirla por llegar tarde.
Jonás se dejó caer otra vez en el asiento, perplejo. Papá y Lily se fueron llevándose a Gabi en su capacho y les dijo adiós con la mano.
Contempló a su madre mientras ella recogía los restos del desayuno y sacaba la bandeja a la puerta de delante para que se la llevasen los del Equipo de Recogida.
Por fin se sentó a la mesa junto a él.
—Jonás —dijo con una sonrisa—, ese sentimiento que has descrito como deseo, eso ha sido tu primer Ardor. Papá y yo ya esperábamos que te ocurriera. Le ocurre a todo el mundo. Le ocurrió a Papá cuando tenía tu edad. Y me ocurrió a mí. Algún día le ocurrirá a Lily. Y es muy corriente —añadió Mamá— que empiece con un sueño.
Ardor. Ya había oído antes esa palabra. Recordó que se decía algo del Ardor en el Libro de Normas, pero no sabía qué. Y de vez en cuando lo mencionaban los Locutores.
«ATENCIÓN. RECORDAMOS
QUE TODO ARDOR DEBE SER NOTIFICADO PARA SU
TRATAMIENTO».
Nunca había hecho caso de esa Comunicación porque no la entendía, ni le había parecido que tuviera nada que ver con él. Como la mayoría de los ciudadanos, no hacía caso de muchas de las órdenes y recordatorios que leían los Locutores.
—¿Tengo que notificarlo? —preguntó a su madre.
Ella se echó a reír.
—Ya lo has hecho al contar el sueño. Basta con eso.
—Pero, ¿y el tratamiento? Los Locutores dicen que hay que administrar el tratamiento.
Jonás se sintió muy mal. Justo cuando llegaba la Ceremonia, su Ceremonia del Doce, ¿iba a tener que ingresar en algún sitio para que le trataran? ¡Y todo por un sueño estúpido!
Pero su madre volvió a reír de una manera cariñosa que le tranquilizó.
—No, no —dijo—. Son simplemente las pastillas. Ya tienes que tomar las pastillas, no es más que eso. Ése es el tratamiento para los Ardores.
Jonás se animó. Conocía las pastillas. Sus padres las tomaban todas las mañanas. Y sabía que algunos de sus amigos también las tomaban. Una vez iba para la escuela con Asher, cada uno en su bici cuando el padre de Asher gritó desde la puerta de su casa: «¡Asher, no te has tomado la pastilla!». Asher soltó un suspiro resignado, dio media vuelta con la bici, y al poco volvió a donde Jonás se había quedado esperándole.
Era del tipo de cosas que no se preguntaban a los amigos porque podía entrar en la incómoda categoría del «ser diferente». Asher tomaba una pastilla todas las mañanas, Jonás no. Siempre era mejor, menos descortés, hablar de las cosas en las que se coincidía.
Cogió la pastillita que le daba su madre y se la tragó.
—¿Nada más? —preguntó.
—Nada más —repuso ella, guardando otra vez el frasco en el armarito—. Pero que no se te olvide. Yo te lo recordaré las primeras semanas, pero después tendrás que ocuparte tú. Si se te olvida, volverá el Ardor. Volverán los sueños de Ardor. A veces hay que ajustar la dosis.
—Asher las toma —le reveló Jonás.
Su madre asintió sin dar muestras de sorpresa.
—Y probablemente muchos de tus compañeros de grupo. Los chicos, por lo menos. Y pronto las tomarán todos. Las chicas también.
—¿Y cuánto tiempo las tengo que estar tomando?
—Hasta que ingreses en la Casa de los Viejos —explicó ella—.
Durante toda tu vida de adulto. Pero llega a ser una rutina; al cabo de un tiempo no tendrás ni que pensarlo.
Mamá miró su reloj.
—Si sales ahora mismo ni siquiera llegarás tarde. Corre.
Y añadió cuando él ya se dirigía a la puerta:
—Y gracias de nuevo, Jonás, por tu sueño.
Pedaleando velozmente por el camino, Jonás sintió un extraño orgullo por haber ingresado en el número de los que tomaban las pastillas. Pero por unos instantes volvió a recordar el sueño. El sueño había sido placentero. Aunque las sensaciones eran confusas, pensó que aquello que su madre llamaba Ardor le había gustado. Recordaba que cuando se despertó tenía ganas de sentir otra vez el Ardor.
Luego, de la misma manera que su casa desapareció tras él cuando dobló una esquina con la bici, también el sueño desapareció de sus pensamientos. Muy brevemente, sintiéndose un poco culpable, trató de recuperarlo. Pero las sensaciones se habían desvanecido. El Ardor ya no existía.