Capítulo Ocho
Se notaba que el público estaba incómodo. Aplaudieron a la última Misión, pero fue un aplauso desflecado, ya no una ola de entusiasmo unánime. Había murmullos de confusión.
Jonás juntaba las manos palmoteando, pero era un gesto automático, vacío, del que ni siquiera era consciente. En su mente se habían apagado todas las emociones anteriores: la expectación, el nerviosismo, el orgullo, hasta la feliz camaradería con sus amigos.
Ahora sólo sentía humillación y terror.
La Presidenta de los Ancianos esperó a que bajara el aplauso vacilante y entonces tomó otra vez la palabra.
—Ya sé —dijo con su voz vibrante y benévola— que todos ustedes están preocupados. Que les parece que he cometido un error.
Sonrió. La Comunidad, aliviada muy ligeramente de su incomodidad por el tono amable de aquella declaración, pareció respirar con más calma. Había un gran silencio.
Jonás alzó los ojos.
—Les he causado un desasosiego —dijo la Presidenta—. Pido disculpas a mi Comunidad.
Su voz se extendió sobre la multitud reunida.
—La disculpamos —dijeron todos a coro.
—Jonás —dijo ella, mirándole—, te pido disculpas a ti en particular. Te he angustiado.
—La disculpo —replicó Jonás con voz temblorosa.
—Haz el favor de subir ahora al escenario.
Aquel día, mientras se vestía en su casa, Jonás había practicado el paso seguro y decidido con que esperaba poder subir al escenario cuando llegara su turno. De nada de eso se acordó entonces. Sólo la fuerza de la voluntad le hizo levantarse, mover los pies sintiéndolos pesados y torpes, avanzar, subir los escalones y cruzar el estrado hasta la Presidenta.
Ella le tranquilizó poniéndole un brazo sobre los tensos hombros.
—Jonás no ha sido asignado —informó a la gente, y a él se le cayó el alma a los pies.
Pero ella siguió hablando.
—Jonás ha sido seleccionado.
Él parpadeó. ¿Qué quería decir eso? Sintió desde el público un runrún colectivo, interrogante. También ellos estaban perplejos.
Con voz firme, imperiosa, la Presidenta anunció:
—Jonás ha sido seleccionado para ser nuestro próximo Receptor de Memoria.
Entonces oyó la boqueada de asombro, el trago de aire súbito de cada uno de los ciudadanos sentados. Vio sus caras; vio sus ojos muy abiertos por la admiración.
Y siguió sin entender.
—Esta selección es muy, muy infrecuente —explicó al público la Presidenta—. Nuestra Comunidad tiene un único Receptor. Es él quien forma a su sucesor. Nuestro Receptor actual viene siéndolo desde hace mucho tiempo —continuó.
Jonás siguió la dirección de sus ojos y vio que miraba a uno de los Ancianos.
El Comité de Ancianos se sentaba en grupo y ahora la Presidenta tenía puesta la vista en uno de ellos, que estaba sentado en el medio, pero parecía extrañamente apartado de los demás. Era un hombre en el que Jonás no se había fijado nunca, un hombre con barba y ojos claros.
Estaba mirando a Jonás con gran atención.
—En nuestra última selección fallamos —dijo solemnemente la Presidenta de los Ancianos—. Fue hace diez años, cuando Jonás era muy pequeño. No voy a detenerme en aquella experiencia porque a todos nos produce un terrible malestar.
Jonás no sabía a qué se estaba refiriendo, pero notó la incomodidad del público, que se revolvió inquieto en las butacas.
—Esta vez no nos hemos precipitado —continuó la Presidenta—. No podíamos arriesgarnos a otro fracaso.
—A veces —siguió diciendo, ahora en un tono más ligero, relajando la tensión del Auditorio— no estamos del todo seguros sobre las Misiones, ni aun después de las observaciones más detenidas. A veces nos queda la preocupación de que la persona asignada no llegue a desarrollar, a través de la formación, todas las condiciones necesarias.
Al fin y al cabo, los Onces son niños todavía. Lo que vemos como jovialidad y paciencia, las condiciones para ser Criador, en la madurez podrían revelarse como mera falta de cordura y pasividad. Así que seguimos observando durante la formación y modificando el comportamiento cuando sea preciso.
—Pero al Receptor en formación no se le puede observar, no se le puede modificar. Así está establecido con toda claridad en las Normas.
Tiene que estar solo, aparte, mientras el Receptor actual le prepara para el puesto de más honor de nuestra Comunidad.
¿Solo? ¿Aparte? Jonás escuchaba con inquietud creciente.
—De ahí que la selección tenga que estar bien hecha. Tiene que ser una elección unánime del Comité. No puede haber dudas, ni siquiera pasajeras. Si durante el proceso uno de los Ancianos comunica un sueño de incertidumbre, ese sueño tiene el poder de eliminar a un candidato al instante.
—Jonás se perfiló como posible Receptor hace muchos años. Le hemos observado escrupulosamente. No ha habido sueños de incertidumbre. Ha mostrado todas las cualidades que tiene que tener un Receptor.
Con la mano aún firmemente apoyada en su hombro, la Presidenta enumeró esas cualidades.
—Inteligencia —dijo—. Todos sabemos que Jonás ha sido un alumno sobresaliente a lo largo de todos sus años escolares.
—Integridad —dijo después—. Jonás, como todos nosotros, ha cometido transgresiones leves —y le sonrió—. Contábamos con ello. Pero esperábamos que se presentara con prontitud al castigo y siempre lo ha hecho.
—Valor —prosiguió—. Sólo uno de los que estamos aquí reunidos ha pasado por la severa formación que se requiere en un Receptor. Es, por supuesto, el miembro más importante del Comité: el Receptor actual.
Fue él quien señaló a nuestra atención, una y otra vez, el valor que se necesitaba.
—Jonás —dijo volviéndose a él, pero empleando una voz que pudiera oír la Comunidad entera—, la formación que se te exige implica dolor.
Dolor físico.
Él sintió que el miedo le corría por dentro.
—Tú eso no lo has experimentado nunca. Es verdad que te has desollado las rodillas al caerte de la bicicleta. Es verdad que el año pasado te magullaste un dedo con una puerta.
Jonás asintió, recordando el incidente y lo mal que lo pasó.
—Pero lo que ahora te espera —explicó con cariño la Presidenta— es un dolor de una magnitud que ninguno de los que estamos aquí puede imaginar, porque escapa a nuestra experiencia. El propio Receptor no ha sido capaz de describirlo, sino únicamente de señalarnos que tendrías que soportarlo, que necesitarías un inmenso valor. Para eso no te podemos preparar. Pero tenemos la certeza de que eres valiente —añadió.
Jonás no se sentía nada valiente. En aquel momento, nada.
—El cuarto atributo esencial —dijo la Presidenta— es la sabiduría.
Jonás no la ha adquirido aún. La adquisición de la sabiduría le llegará a través de su formación. Estamos convencidos de que Jonás tiene la capacidad de adquirir sabiduría. Eso fue lo que buscamos.
—Finalmente, el Receptor debe tener una cualidad más, y ésta yo sólo la puedo nombrar, pero no describir. Yo no la comprendo.
Ustedes, los miembros de la Comunidad, tampoco la comprenderán.
Jonás quizá sí, porque el Receptor actual nos ha dicho que Jonás ya tiene esa cualidad. El lo llama la Capacidad de Ver Más.
La Presidenta miró a Jonás con una interrogación en los ojos.
También el público le miraba sin decir nada.
Por un instante se sintió paralizado, hundido en la desesperación.
Él no tenía aquello, lo que ella había dicho. No sabía qué era eso.
Ahora era el momento en que tenía que confesar, decir: «No, no lo tengo. No puedo», y abandonarse a la piedad de todos, pedirles que le perdonaran, explicar que había sido mal escogido, que no era ni mucho menos la persona adecuada.
Pero cuando miró a la gente, a aquel mar de rostros, volvió a ocurrir aquello. Lo mismo que había ocurrido con la manzana.
Cambiaron.
Parpadeó y el efecto pasó. Sus hombros se enderezaron un poco.
Brevemente sintió una chispita de seguridad en sí mismo por primera vez.
Ella seguía mirándole. Todos seguían mirándole.
—Creo que sí —dijo entonces a la Presidenta de los Ancianos y a la Comunidad—. No lo comprendo aún. No sé qué es. Pero a veces veo algo. A lo mejor es Ver Más.
Ella retiró el brazo de sus hombros.
—Jonás —dijo, dirigiéndose no sólo a él sino a toda la Comunidad de la que él era parte—, vas a ser formado para ser nuestro siguiente Receptor de Memoria. Te damos gracias por tu infancia.
Dicho esto dio media vuelta y se fue del escenario, dejándole allí solo, allí plantado frente a la multitud, que espontáneamente inició el murmullo colectivo de su nombre.
—Jonás.
Al principio fue un susurro: sofocado, apenas audible.
—Jonás. Jonás.
Luego más fuerte, más deprisa:
—JONÁS. JONÁS. JONÁS.
Jonás sabía que con el cántico la Comunidad le estaba aceptando y aceptando su nuevo papel, dándole vida, como se la habían dado al nacido Caleb. Su corazón se ensanchó de gratitud y orgullo.
Pero al mismo tiempo se llenó de miedo. No sabía lo que significaba su selección. No sabía qué tenía que llegar a ser.
Ni qué iba a ser de él.