I

En el portón abierto de la glorieta «Ciro», con los ojos vagabundos y el alma presa de honda melancolía, Ciro Rossini, ¡el grande Ciro!, hilaba el copo de sus otoñales pensamientos. Había escrutado ya el cielo de medianoche, y al advertir el escuadrón de mierdosas nubes que lo amenazaban por el este, se había dicho, sin ocultar su alarma:

Viento del este,

agua como peste.

Y como si el viento quisiera responder a la íntima reflexión de Ciro, Una ráfaga traidora llegó de pronto y alborotó la melena de los árboles callejeros, arrancándoles al pasar un torbellino de hojas cobrizas que planearon 01 el aire y se abatieron al fin como alas muertas.

Diavolo!—murmuró Ciro Rossini, librándose de las dos o tres hojitas que acababan de aterrizar en sus cabellos renegridos por la virtud colorante del agua «La Carmela».

Pero la melancolía de Ciro tomó una forma visible cuando sus ojos recorrieron la glorieta solitaria. ¡Gran Dios, cuan desierto y triste le parecía entonces aquel recinto, escenario ayer de tanta locura veraniega! Ciro miró los reservados agrestes, ahora silenciosos como tumbas, resonantes ayer de palabras y risas; y un suspiro inacabable desinfló su tórax de barítono aficionado. En seguida paseó su mirada sobre la infinidad de mesas vacías que llenaban el recreo, y la detuvo al fin en el palco de la orquesta, donde un piano en su funda, un bombo en su mortaja y tres violines en sus ataúdes Anunciaban la muerte de la música; entonces el gran Ciro, el triste Ciro, volvió a un lado y otro su cabeza, evocando la multitud sonora que se había reunido allí noche tras noche y bajo un cielo más favorable. ¿Dónde estafen ahora los compadritos de pañuelo blanco, las muchachas con sed, los vecinos exultantes en sus piyamas de colores, las gordas mujeres que reían al amor de chorreantes parrilladas? ¡Ah! Se los había llevado el mismo viento que ahora barría ese montón de hojas en la calle Triunvirato.

Sólo cinco ánimas en pena se mantenían fieles aún, y Ciro Rossini las consideró, no sin ternura: eran el payador Tissone, el Príncipe Azul y los tres humoristas del conjunto «Los Bohemios», cinco fantasmas taciturnos que se movían lentamente junto al palco, entre un revoltijo de guitarras y bandoneones.

—¡Pobres muchachos! —reflexionó Ciro—. Mañana trabajarán en los fondines, por un café con leche.

Apartó sus ojos de tanta desolación, y con trágico ademán se alborotó los cabellos renegridos por el agua «La Carmela». Ciertamente, aquello era el otoño definitivo; y los días de la glorieta ya estaban contados. Pero, ¿qué había en el tono funeral de Ciro? ¿Acaso el plañir de la Avaricia en quiebra, junto a una caja registradora que suspendería en adelante su alegre tintineo? ¡No, per Bacco! Ciro Rossini, el grande Ciro, estaba exento de tan bajas pasiones; y los que alguna vez habían gozado la dicha incomparable de oírlo en «Una furtiva lacrima» o en «Celeste Aida», no vacilaban en admitir que sólo un destino cruel había podido robar a la gloria el estro de un alma tan sublime. Lo que Ciro lloraba en esa medianoche otoñal era el ocaso del júbilo; porque Ciro Rossini, propietario y animador de la glorieta «Ciro», era en el fondo un genio festival que trabajaba en la alegría del hombre como en una obra de arte, y que, de haber nacido en la Hélade feliz, habría organizado el cortejo de Dionisos o las danzas de Coré la resurrecta.

Pero el grande Ciro no llevó muy lejos el curso de sus otoñales elegías, pues, en el momento en que por segunda vez estudiaba los síntomas de la noche, sintió que dos brazos le oprimían el cuello y que algo semejante a un chambergo descomunal apretaba su rostro hasta dificultarle la respiración. Maravillado en extremo, Ciro Rossini correspondió al abrazo del vehemente desconocido; y cuando, no sin esfuerzo, logró desasirse de él y verle la cara, una exclamación gozosa brotó de sus labios:

Carissimo!

En el incógnito viajero que le traía la medianoche acababa de reconocer a su amigo Adán Buenosayres, el cual, solemne ahora, se volvió hacia el grupo de hombres que lo seguían y les anunció, mostrándoles a Ciro con el dedo:

—Ciro Rossini, ¡un alma grande!

Luego, volviéndose a Ciro que lo miraba reverentemente, Adán Buenosayres inició las presentaciones de estilo:

—El señor Schultze, astrólogo; el señor Amundsen, globe trotter; el señor Tesler, filósofo dionisíaco; el señor Pereda, criollósofo y gramático; el señor Bernini, moralista, polígrafo y boxeador.

A medida que Adán los nombraba, cada uno de los forasteros tendía tus brazos a Ciro y lo apretaba contra su corazón. Y el grande Ciro (que si bien distinguía en el aliento de aquellos hombres la evidencia de conocidos elixires espirituosos no dejaba de saborear la dulzura de tan cordiales efusiones) recibía en su pecho a todos y cada uno de los nombrados, y exclamaba, con la respiración jadeante:

Giovinezza! Giovinezza!

Eran los mismos viajeros que habían contemplado esa noche la cara del terror y de la muerte. Un tranvía Lacroze, destartalado y gimiendo hasta por el menor de sus tornillos, acababa de traerlos desde Saavedra, la remota. Y habían descendido en la esquina de Triunvirato y Gurruchaga; y bajo la tutela de Adán Buenosayres llegaron al portón de la glorieta «Ciro», donde aguardaban ahora, con los ojos llenos aún de abominaciones nocturnas. Estaban todos, menos el guía Del Solar (tempranamente alejado por el descontento que le inspirara la conducta de algunos heterodoxos en cierta cocina ilustre). Y Ciro Rossini, que ya veía en aquellas frentes el signo invisible del arte, preguntó al fin:

—¿Todos artistas?

—Todos artistas —le respondió Adán, clavándole una orgullosa mirada.

Tembló el grande Ciro, como el noble corcel de pelea que oye un toque de clarín; y alzando sus ojos a las alturas:

—¡El arte! —suspiró—. ¡El arte!

Su arrobamiento duró un segundo. En seguida, volviendo a la realidad y apostrofando cariñosamente al grupo:

—¡Santa Madonna! —gritó—. ¿Qué hacen ahí parados? Avanti!

Aquel grito fue una señal. Tumultuosos y alegres, con Ciro Rossini a la cabeza, los visitantes irrumpieron en la glorieta «Ciro». Y todo pareció reanimarse desde aquel entonces, hasta los desiertos reservados y el sauce llorón que agitaba en el fondo sus crenchas amarillas. Visiblemente sorprendidos ante aquella invasión, los cinco fantasmas taciturnos y el mozo decadente que ahora les tendía la mesa junto al palco volvieron sus ojos hacia los forasteros y se quedaron inmóviles, hasta que Ciro los abordó, al frente de su tropa.

—Mis artistas —declamó Ciro, presentando a los cinco fantasmas. Irresistible fue la ola de cordialidad que arrastró entonces a los visitantes: Adán, Pereda y Schultze abrazaron a los componentes del trío «Los Bohemios», que no salían de su asombro; lleno de la bravura que una experiencia heroica muy reciente le había encendido, Samuel Tesler estrechó la mano del payador Tissone; a su vez Franky se arrojó al cuello del Príncipe Azul, el cual, digno y hosco, no pareció recibir con entusiasmo aquella efusión de ternura.

—¡El arte popular! —exclamó al fin un Adán Buenosayres lloroso, palmeando aún a su bohemio.

—Mester de juglaría criollo —tronó Pereda sin abandonar al suyo—. ¡Y Del Solar se lo ha perdido, el muy imbécil!

Con recelosa preocupación los del trío se miraron entre sí, furtivamente: ¿sería una cachada? Y el Príncipe Azul, que tras el abrazo de Franky adivinaba el de Bernini ya próximo:

—¡Che! —les rezongó—. ¡Avisen!

Pero el grande Ciro, bien que sublimado, no era hombre de olvidar sus deberes. Por lo cual, dirigiéndose a su amigo Buenosayres:

Bravissimo! —aplaudió—. Bravissimo! ¿Dónde les hago tender la mesa?

—¡Cómo! —le respondió Adán, severo—. El arte popular y el erudito acaban de darse un abrazo. Comeremos aquí, en la mesa de los señores —y señaló a los cinco fantasmas.

Ecco! —aprobó Ciro, sin consultar a los fantasmas ya resignados.

Y sacudiendo al mozo decadente que lo seguía:

Súbito!—le gritó—. Dos mesas juntas.

Luego contó a los circunstantes.

—Once personas —calculó—. Benissimo!

—Mal número para un banquete —rezongó Schultze.

—Cierto —admitió Adán, preocupado—. El número de las Musas, y dos comensales que sobran.

La cuestión, al parecer baladí, que planteaba el astrólogo antes de aceptar el convite dio margen a un conflicto serio entre Schultze, emperrado en no sentarse a la mesa con un número de comensales superior al de las Musas; Franky Amundsen y el petizo Bernini, que según lo dijeron con pintoresca energía se recontracagaban en Pitágoras y en cada uno de sus discípulos; Adán Buenosayres, conciliador, los cinco fantasmas, boquiabiertos, y Ciro Rossini, que adoptaba un aire de profunda inteligencia. Dos mociones fueron presentadas al fin, tendientes a solucionar el conflicto: una de Franky Amundsen y otra de Adán Buenosayres. La de Franky Amundsen, que mereció un sonoro rechazo, consistía en elegir por sorteo a dos víctimas propiciatorias, las cuales, asadas en la parrilla de Ciro, servirían de alimento a los nueve comensales restantes. Pero Adán tuvo mejor fortuna, pues aconsejó que Ciro Rossini fuese invitado a la mesa, con lo cual se tendría doce comensales, número armonioso y a su entender altamente significativo. Aceptó Schultze el doce, por considerarlo número de la plenitud, como lo demostraba el hecho de ser doce los signos del zodíaco y doce las divinidades olímpicas. Y como Ciro aceptara un lugar en el convite (no sin antes declararse absolutamente indigno de tan fabulosa distinción), la armonía se hizo al punto, y los comensales tomaron asiento alrededor de la mesa.

La elección de los manjares a engullirse no presentó dificultad ninguna, pues la mayoría de los convidados optó, no sin cierta ferocidad, por una gigantesca parrillada mixta en la que deberían intervenir los trenzados chinchulines, la tripa gorda, la ubre materna, las genitales creadillas, los chorizos criollos y el asado de costillar, todo eso abundantemente regado con un vinito de la costa, que Franky puso por las nubes. Pero el astrólogo Schultze, en nombre de la minoría, rechazó desdeñosamente aquel manjar de cafres, asegurando que se contentaría con examinar las entrañas de las víctimas, a fin de ver si los dioses eran o no propicios al banquete. Y como se levantara, sin más ni más, para dirigirse a la cocina de Ciro, Adán Buenosayres, tomándolo por los hombros, le rogó que desistiera de su intento, conseguido lo cual, y sintiéndose presa de un hondo fervor latino, Adán se volvió al grande Ciro y le preguntó si le quedaban aún dos o tres botellas de cierto vino siciliano y algunos higos rellenos con almendras que había saboreado allí no pocas veces. Halagado en su amor propio nacional, Ciro Rossini contestó afirmativamente y dio una orden al mozo entredormido, afirmación y orden que llenaron de música virgiliana el corazón de Adán Buenosayres, como asimismo los de Schultze y Pereda, súbitamente aficionados al cibus pastoris que Adán acababa de proponer.

Todo se cumplió al fin. Desde la mesa rústica el olor de las entrañas humeantes ascendió hasta el Olimpo y acarició las benévolas narices de los dioses; el vino criollo y el siciliano corrieron en yunta de las botellas a las copas y de las copas a los cerebros; oyóse durante cinco minutos el rumor de activas dentaduras; y fue dado ver cómo, paulatinamente, las jetas pringadas encendíanse de satisfacción, sobre todo las del trío «Los Bohemios» (tres caras verdosas de nocturnidad), la del payador Tissone (beatífica y modesta), y la del Príncipe Azul, que no abandonaba, empero, su aire chucaro y desdeñoso.

Una tregua se produjo al fin entre los comensales; y entonces fue cuando Adán, con su copa en la diestra y un puñado de higos en la siniestra, se dirigió amablemente al payador.

—¿Conque usted —le preguntó— había sido el famoso payador Tissone?

Sonrió el payador, nadie supo nunca si modestamente glorioso o gloriosamente modesto.

—Vea —respondió—. Tanto como famoso…

—¡No se me achique! —le censuró Adán—. Y dígame, ¿qué sabe cantar?

—Mi repertorio gaucho.

—¡Hum! —comentó Adán—. ¿Toca la guitarra?

—¡La pregunta! —dijo Tissone, señalando el estuche de su instrumento.

Samuel Tesler, que desde cierto zapatillazo famoso no disimulaba su debilidad por las musas populares, abordó entonces al payador.

—Supongo —le dijo— que sabrá payar de contrapunto.

Lo miró Tissone con el gesto de quien piensa: «Es un caído del catre.» Y al fin, entre socarrón y alegre:

—¡Vaya! —le contestó—. ¡Si es mi especialidad!

—¡Malo! —gruñó Adán Buenosayres—. ¡Malo!

—¿Por qué? —dijo Tissone.

Adán le señaló a Franky Amundsen.

—Porque —respondió sin disimular su inquietud— ese que ve allí es el mentado payador Amundsen, el Toro Rubio de Saavedra, como le llaman. Y a lo mejor se topan.

—¿Y de ahí? —cacareó Tissone, medio alterado.

En este punto Franky torció la jeta, sacó pecho y dejó caer sobre Tissone una fría mirada.

—No se me altere —le insinuó en tono compadre—, quiero alvertirle una cosa. Yo soy así: donde no me alcanza la vigüela me sobra el cuchillo. Nada más.

Al oír aquellas palabras amenazadoras el payador Tissone agachó la frente, se miraron con inquietud los tres bohemios y una ola de malestar corrió por el vasto círculo de los comensales.

—Peleas no —advirtió Ciro Rossini, volviendo su noble perfil hacia el perfil arisco del payador Amundsen.

—No hay cuidao —rezongó Franky—. Yo no me como a la gente cruda.

—Yo tampoco —dijo el payador Tissone con un arresto de coraje.

Alguna tirantez quedaba todavía en el convivio, y Luis Pereda la disipó cuando, volviéndose a los dos payadores, los invitó a sacrificar sus pequeñas vanidades en bien de la tradición, del arte nativo y de la patria. Tocado a fondo, el payador Amundsen tendió una mano cordial a su antagonista; y como el payador Tissone se la estrechara vivamente, una salva de aplausos dio fin a la incidencia. Mas el banquete recobró la plenitud de su alegría sólo cuando Ciro Rossini, con lágrimas en los ojos, insinuó la conveniencia de un brindis general por el advenimiento de la concordia, por la glorieta «Ciro» y por el bel canto. Nadie se negó a participar en un brindis tan ardientemente requerido, y el mosto volvió a humedecer aquellas gargantas magníficas. Entonces Luis Pereda, señor y arquitecto de la paz, estudió al payador Tissone con indecible ternura.

—¡Un criollo de ley! —le gritó al fin—. Tissone, ¡un apellido que huele a trébol y a gramilla!

—Eso no —protestó Ciro—. Nombre italiano, y bien italiano.

El payador intervino aquí, lleno de bonhomía.

—Sí —admitió—. Mi viejo era de Italia.

—¡Imposible! —tronó Pereda, clavándole dos ojos desconcertados—. Y aunque así fuese, usted ha nacido en la pampa, se ha enterrado Insta la verija en la tradición, ¡no me lo niegue, aparcero Tissone!

—Vea —repuso Tissone ya confundido—. Nací en La Paternal, y nunca salí del barrio, ¡me caiga muerto!

—¡Aja! —le reprochó Adán Buenosayres—. ¿Nos hará creer que no sabe jinetear un caballo, ni hacer un nudo potreador, ni echar un pial de sobre lomo, ni mancornar un novillo?

En la turbación de su rostro pudo verse que Tissone ignoraba esas disciplinas criollas. Entonces Luis Pereda, que leía en el payador como en un libro abierto, descargó un puñetazo en la mesa, y envolviendo a los comensales en una mirada significativa:

—¡Señores —exclamó—, fíjense qué país es el nuestro, qué carácter el suyo, qué fuerza la de su tradición! Este hombre, italiano de sangre y aborigen de La Paternal, sin haber salido nunca de su barrio, sin conocer la pampa ni sus leyes, ¡toma un buen día la guitarra y se hace payador! ¡Señores, esto es grande! Colosal —afirmó Adán Buenosayres muy serio.

El entusiasmo de Pereda se hizo contagioso; y no tardaron los comensales en tejer las más intrincadas conversaciones. Todos tenían un elogio que añadir y un ejemplo que traer: el petizo Bernini trataba de iniciar al trío «Los Bohemios» en cierta doctrina suya referente a un misterioso Espíritu de la Tierra; pero los tres bohemios no lo atendían mucho, solicitados a la vez por Samuel Tesler que les narraba su propio caso, a saber, el de un hombre que, semítico de origen (aunque de familia sacerdotal), y habiendo nacido en la fabulosa Besarabia, descubría, siempre que se miraba en el espejo, un parecido bárbaro entre su fisonomía y la del mitológico Santos Vega. Por su parte, Ciro Rossini, honrado con la atención reverente del astrólogo Schultze y de Luis Pereda, lanzaba una diatriba feroz contra los gringos que solían hablar pestes de una tierra tan generosa como la que habitábamos; e ilustraba su disertación con el relato de mil acciones bélicas realizadas por él mismo contra los gallegos maldicientes, en las plataformas de los tranvías Lacroze. Pero, ¡ay!, entre los comensales era dado ver a uno que, lejos de unirse al fervor general, se atrincheraba en un mutismo sarcástico bien manifiesto en la luz de sus ojos y en el rictus de su boca. Era el Príncipe Azul. Desde hacía rato, Adán Buenosayres lo estudiaba, lleno de curiosidad; y aprovechó un instante de silencio para interpelarlo en alta voz:

—Y usted, Príncipe —le dijo—, ¿también cultiva la tradición nacional?

El Príncipe Azul no disimuló su descontento al sentirse blanco de todas las miradas.

—Vea —estalló al fin—, ¡yo me río del pacsado! Me imporcta un picto, ¿sabe?

—¡Oh, ése! —murmuró Ciro Rossini—. ¡Una lata!

—¿Qué hace? —le preguntó Adán, estudioso.

—Versos —gruñó Ciro—. Los recita en la glorieta.

Con el entrecejo fruncido, y atusándose la melena torrencial, el Príncipe Azul dio a entender que seguía en el uso de la palabra.

—Lo que me interecsa es el presente —añadió—. Yo soy un poecta de ahora.

—¿Qué género? —le preguntó Samuel.

—¡No me venga con pamplicnas! —contestó el Príncipe—. Yo pongo mi arte al serviccio de las maesas.

—¡El muy bructo! —susurró Franky en la oreja de Adán.

Y añadió, para todos:

—Conozco a esta laya de personaje. En Saavedra doy una patada en el suelo y salen mil. Este señor es de los que alborotan a todo el mundo, pidiendo a gritos la lira en cualquier ocasión y por cualquier pavada. Y cuando les dan ese anacrónico instrumento, dicen que lo «pulsan», y que lo hacen para castigar a los tiranos. ¡Gran Dios! Pero, ¿dónde habrán visto a un tirano, en los días que corren?

No obstante, Adán, estudioso, gratificó al Príncipe Azul con una sonrisa.

—Ah!

—Bien —le dijo—, ¿podría darnos una muestra de su arte?

—¡Hum! —gruñó el Príncipe, casi halagado—. Ahí tienen mis déccimas: «Noche de Julio», que apareccieron en «El Alma que Canta». Describo a un micserable, muñéndose de frío en el umbral de un lujocso palaccio, mientras adentro los burguecses derrochan el oro en infacme orgía.

—¡Bravo! —exclamó Adán—. ¡Muy verdadero, Príncipe, muy exacto! Pero vea: el arte no se propone lo verdadero, en tanto que verdadero, sino en tanto que hermoso.

Permitíame —le retrucó el Príncipe—. Yo no la voy con gramácticas. ¡Al público hay que hablarle dereccho viejo!

Adán se dirigió entonces a Ciro Rossini.

—¿Y el público lo aguanta? —le preguntó.

—¿Como?—respondió Ciro—. No bien el Príncipe abre la boca, todo el mundo se pone a charlar. Ecco!

¡Burguecses!—refunfuñó el Príncipe, magnífico en su desdén.

—Sin embargo —dijo Pereda, encarándose con Ciro—, usted lo tiene contratado al Príncipe. Y alguna razón habrá.

—¡Peste! —admitió Ciro—. Cuando el Príncipe habla del hambre, lo pinta con tanta veritá que al público le agarra un apetito furioso. Y la parrilla no da abasto.

Con un sonoro golpe de hilaridad celebraron los comensales la explicación de Ciro, el cual rió a su vez, no poco asombrado ante aquel éxito. La risa general subió de punto cuando el Príncipe Azul, con aire de majestad ofendida, volvió sus espaldas a la asamblea y exhibió su notable perfil, en el que se destacaban su mentón hundido entre los dos alones de una corbata voladora su melena profesional, lloviendo torrencialmente sobre un roñoso cuello palomita. No se habían quedado atrás los componentes del trío: antes bien, en sus caras verdosas campeaba ya un regocijo sin inocencia.

—¡Bah! —recapituló Adán Buenosayres, observando al trío y señalándolo con su índice—. Prefiero a los humoristas: al menos es gente seria.

Per Boceo!—elogió Ciro—. Ésos valen la pena. ¡Hay que oír las macanas que dicen, y cómo hacen reír a la gente!

¡Ricsas!—exclamó el Príncipe Azul con amargura—. ¡La tiesa del payacso!

—¡Zas! —dijo entonces uno de los Bohemios—. ¡Ahora estamos de turno!

—¿Cantan o recitan? —le preguntó Adán.

—Cantamos.

—¿Qué?

—Disparates. Cosas que no tienen pie ni cabeza. —¿Por ejemplo? —insistió Adán.

Sin hacerse rogar mucho, y poniéndose de acuerdo con la mirada, los tres Bohemios ladraron lo siguiente:

La pampa tiene el ombú

y el puchero el caracú.

Sacudíme la persiana,

que allá viene doña Juana.

Cinco por ocho cuarenta,

pajarito con polenta.

¿Quién te piantó de la rama,

que no estás en el rosal?

—¡Ira de Dios! —rezongó Franky al oír aquel engendro—. ¡Y pensar que no los han matado todavía!

—¡Eso es dadaísmo puro! —exclamó Pereda, sin ocultar su deleite.

Adán Buenosayres, que había escuchado el engendro con la mayor sangre fría, tomó la palabra y dijo:

—Eso no es un disparate. ¡Bah! Tiene demasiada lógica para serlo. A decir verdad, el disparate químicamente puro no existe ni es posible.

Los tres Bohemios, en el colmo de la sorpresa, lo miraron con tamañas bocas.

—Escuchen —insistió Adán—. Cuando yo digo, verbigracia: El chaleco laxante de la melancolía lanzó una carcajada verdemar frente al ombligo lujosamente decorado, hay en mi frase, a pesar de todo, una lógica invencible.

—¡No, no! —protestaron algunas voces.

Adán se mandó a bodega un vaso repleto de mosto latino.

—Veamos —expuso a continuación—. ¿No puedo, acaso, por metáfora, darle forma de chaleco a la melancolía, ya que tantos otros le han atribuido la forma de un velo, de un tul o de un manto cualquiera? Y ejerciendo en el alma cierta función purgativa, ¿qué tiene de raro si yo le doy a la melancolía el calificativo de laxante? Además, y haciendo uso de la prosopopeya, bien puedo asignarle un gesto humano, como la carcajada, entendiendo que la hilaridad de la melancolía no es otra cosa que su muerte, o su canto del cisne. Y en lo que se refiere a los ombligos lujosamente decorados, cabe una interpretación literal bastante realista.

La tesis de Adán produjo consternación en los Bohemios y en Tissone, acentuó el gesto desdeñoso del Príncipe Azul y embarcó al gran Ciro en arduas cavilaciones, mereció el asentimiento incondicional de Schultze y despertó graves dudas en Luis Pereda y Franky Amundsen.

—¡Hum! —dijo Franky, rebuscando en su cerebro—. ¿A ver? El exquisito anacoreta le pegó un botón adolescente a la llanura de tres pisos… ¡No! Demasiado lógico.

A su vez Luis Pereda hizo una tentativa:

El estornudo a pedal no es indigno del armario soluble con dentadura postiza… ¡Hum! Tampoco.

Ergo —concluyó Adán—, el disparate no es de este mundo.

—¿Y por qué? —le interrogó Bernini con mucha gravedad.

—Nómbreme, por ejemplo, dos cosas que nada tengan que ver entre sí, y asócielas mediante un vínculo que sabemos imposible en la realidad. De primera intención, en esos dos nombres la inteligencia ve dos formas reales, bien conocidas por ella. Luego viene su asombro al verlas asociadas por un vínculo que no tienen en el mundo real. Pero la inteligencia no es un mero cambalache de formas aprehendidas, sino un laboratorio que las trabaja, las relaciona entre sí, las libra en cierto modo de la limitación en que viven y les restituye una sombra, siquiera, de la unidad que tienen en el Intelecto Divino. Por eso la inteligencia, después de admitir que la relación establecida entre las dos cosas es absurda en el sentido literal, no tarda en hallarle alguna razón o correspondencia en el sentido alegórico, simbólico, moral, anagógico…

—¡Bárbaro! —rezongó Franky, tapándose los oídos.

—Y de ahí resulta —explicó Schultze— que el único disparate absoluto es el creer que la inteligencia humana sea capaz del absoluto disparate. ¡Bah! El disparate absoluto pertenece al orden angélico.

Franky Amundsen clavó una mirada lastimera en el payador Tissone, su absorto rival.

—¡Aparcero Tissone —le dijo—, es mucha ciencia para un cristiano solo!

—Eso, eso —aprobó Tissone, devolviendo al payador Amundsen la mirada triste que acababa de recibir.

Pero Adán Buenosayres, en cuyos ojos ardía ya una inspiración incontenible, bien que fermentada y embotellada en el itálico suelo, no dejó enfriar el cobre y se volvió a los comensales:

—Señores —les dijo—, vean ustedes cómo, al formular una tesis del disparate, nos hemos acercado a la poética. Jugar con las formas, arrancarlas de su límite natural y darles milagrosamente otro destino, eso es la poesía.

—¡Un ejemplo! —exigió Franky.

Per Boceo—lo apoyó Ciro—. ¡Un ejemplo!

Adán reflexionó un instante.

—Si ustedes comparan un pájaro con una cítara —dijo al fin—, la cítara, rompiendo sus límites naturales, entra en cierto modo a compartir la esencia del pájaro, y el pájaro la esencia de la cítara. Vean: si no es un disparate absoluto, la poesía es casi un disparate.

—¡Está justificando sus escandalosas metáforas! —gritó Franky.

Rió el petizo Bernini, rieron los del trío, rió el payador Tissone. Y de pronto Adán evocó una risa igual, escuchada en Saavedra y en boca de muchachitas frutales, mientras Lucio Negri recitaba, en son de burla:

Y el amor, más alegre

que un entierro de niños…

Con todo, aquella evocación dolorosa no se detuvo en su mente. Y Adán insistió, a pesar de la tormenta que ya se insinuaba entre los comensales:

—El poeta —dijo— está obligado a trabajar con formas dadas, y, por lo tanto, no es un creador absoluto. Su verdadera creación…

Pero el repicar de los cuchillos en los vasos, las exclamaciones airadas, las risas y chiflidos ahogaron su discurso. Franky Amundsen y el petizo Bernini capitaneaban a los insurrectos, y Adán los increpó duramente.

—¡Bestias! —les gritó—. ¡Escuchen!

—¡No, no! —corearon los rebeldes.

Era inútil: la discordia señoreaba ya en todos los pedios. Y Adán, que bien lo comprendía, tomó dos botellas con una mano y la fuente de higos con la otra; hecho lo cual se alejó de la mesa, gritando:

—¡Que me sigan los que tengan uñas de guitarrero!

Así se produjo el cisma en aquel grupo tan armonioso. Luis Pereda, el astrólogo Schultze y Ciro Rossini se pusieron de pie al oír el reclamo de Adán Buenosayres, y lo siguieron hasta una mesa redonda que bajo el sauce amarillento se les ofrecía, diez pasos adelante; Samuel Tesler, que sin duda los hubiera imitado en otras circunstancias, permaneció entre los insurrectos, hundido, ¡ay!, en un éxtasis báquico del que no saldría en todo lo que aún restaba de la noche. Por su parte, dueños exclusivos de la mesa, Franky Amundsen y su hueste apretaron filas.

Y el lector, a su vez, deberá elegir ahora entre los dos bandos; y quedarse, o en la mesa cuadrada de los locos o en la redonda mesa de los cuerdos. En la primera ya vuelve a correr el vino áspero, ya las guitarras desnudas abandonan sus estuches, ya el payador Tissone, solicitado a gritos, puntea y canta:

En el pingo del amor

quise jinetear un día,

creyéndome que seria

solamente escarceador…

En la mesa redonda, sobre la cual es dado ver las dos botellas, la fuente de higos y el vaso único que los exiliados lograran salvar en su fuga, están el astrólogo Schultze, Adán Buenosayres, Luis Pereda y Ciro Rossini: el astrólogo acaba de llenar el vaso, y no sin antes derramar unas gotas en honor del iniciático Hermes, lo vacía de un trago, lo vuelve a llenar y convida ritualmente, de izquierda a derecha, a todos y cada uno de sus convivios. Concluida tan piadosa libación, el diálogo comienza bajo el sauce cuyas ramas de oro, sacudidas por el viento nocturno, rozan las frentes de los interlocutores:

PEREDA

(Se dirige al metafísico bardo villacrespense Adán Buenosayres, quien se ha quedado absorto, al parecer, en hondas reflexiones.)

Si, como decías recién, el poeta se ve obligado a trabajar con formas naturales —rosa, pájaro, mujer—, su actitud no es la del creador, sino la del imitador.

ADÁN

(Tuerce y retuerce una rama de sauce.)

Hay mucho que distinguir en eso. Es necesario considerar al poeta en relación: 1º) con la materia que trabaja; 2°) con su modo de operar, y 3º) con el resultado de su operación, es decir, con la obra poética. Si les parece bien, seguiremos ese orden.

(Asentimiento de Schultze y de Pereda. El grande Ciro adopta un aire solemne.)

PEREDA

Yo me referí a la primera relación.

ADÁN

En lo que se refiere a la primera, ya dije que, por trabajar con formas dadas, el poeta no es un creador absoluto.

SCHULTZE

(Encabritándose.)

Creación absoluta es la que se hace de la nada. Y sólo el Artífice Divino puede crear absolutamente.

ADÁN

Eso quería decir yo.

PEREDA

Luego, el poeta es un «imitador de la natura», como enseñaba el viejo.

CIRO

¿Qué viejo?

PEREDA

Aristóteles.

ADÁN

(Irónico.)

Eso es. Pero el significado que la palabra «natura» tenía para el viejo no es el mismo que tiene para Luis Pereda y otros naturistas ingenuos.

PEREDA

(Retobándose.)

¡Compadradas filosóficas no!

ADÁN

Para el viejo Aristóteles, la «natura» del pájaro no es el pájaro de carne y hueso, como se cree ahora, sino la «esencia» del pájaro, su número creador, la cifra universal, abstracta y sólo inteligible que, actuando sobre la materia, construye un pájaro individual, concreto y sensible.

SCHULTZE

¿Algo así como la «idea» platónica?

ADÁN

Eso es. Pero que desciende a este mundo para unirse con la materia y fecundarla. Los antiguos dan a ese número creador el nombre de «forma substancial», y esa forma es la que imita el arte.

PEREDA

(Combativo.)

¡Eso es especular con fantasmas! No entiendo un pito.

CIRO

(Perplejo.)

;Corno!

ADÁN

(A Pereda.)

¿Y qué culpa tengo yo si tus profesores de Ginebra te convirtieron en un agnóstico de bolsillo?

PEREDA

¡Compadradas filosóficas no! Imitar un pájaro, o la forma de un pájaro, ¿no es lo mismo en definitiva?

ADÁN

No es lo mismo. El pájaro es un compuesto de materia y forma: por lo que tiene de material, está sujeto a todas las limitaciones del individuo, a sus contingencias, a la corrupción y la muerte. La forma, en cambio, libre de la materia por el trabajo abstractivo del entendimiento, goza en éste de una existencia universal y durable. Por eso, al imitar el pájaro en su forma, el artista no crea «un pájaro», sino «el pájaro», con un granito de la plenitud maravillosa que tiene el pájaro en la Inteligencia Divina.

(Schultze aprueba con una insolente sonrisa de iniciado. En su carácter de agnóstico irredento, Luis Pereda gruñe sordamente. Ciro Rossini, absorto, se alborota el pelo a manotazo limpio. Se hace una pausa que Adán aprovecha para refrescar su garguero con el mosto siciliano. Risas inextinguibles llegan del otro sector: voces descompuestas, acentos de guitarra.)

SCHULTZE

¿Y luego?

ADÁN

(Acaricia los flancos de la botella, como en busca de inspiración.)

Luego, el título de «imitador» conviene al poeta, en cuanto al material con que trabaja, es decir, en cuanto a las formas o números ontológicos que no ha inventado él, sino Dios. Pero también le conviene, y con mayor exactitud, en cuanto a su modus operandi y a su gesto creador Todo artista es un imitador del Verbo Divino que ha creado el universo: y el poeta es el más fiel de sus imitadores, porque, a la manera del Verbo, crea «nombrando».

(Baja la voz, indeciso y como preñado di misterio.)

Ahora bien, las consecuencias de tal afirmación son incalculables y terribles; porque, si el modo creador del poeta es análogo al modo creador del Verbo, el poeta estudiándose a sí mismo en el momento de la creación, puede alcanzar la más exacta de las cosmogonías.

PEREDA

(Se dirige a Schultze, azorado y en voz baja.)

¿Habrá que retirarle la botella?

SCHULTZE

(Imponiéndole silencio.)

¡Chist! La cosa está poniéndose interesante.

ADÁN

(Que ahora vacila, dudando sobre si aventurara o no una confidencia.)

Pues bien, ¡yo he mirado en el fondo de mí mismo! Voy a revelarles el secreto de la inspiración y la expiración poéticas. (Enigmático.) ¡Nada más que eso! Los que sean capaces de dar el salto analógico, que lo den. ¡Yo me lavo las manos! (Tartamudea.)Y… si no fuese… por el vino, ¡ni esto! (Hace chasquear la uña del pulgar en sus dientes.)

PEREDA

¡Bien por el mosto siciliano:

(Le llena y alcanza el vaso, que Adán acepta con mucha dignidad)

SCHULTZE

El vino simboliza todo lo iniciático. Por eso…

ADÁN

(Lo interrumpe majestuosamente)

Hablare, pero con una condición, me guardarán el Secreto.

PEREDA

Tiende un brazo al cenit

¡Lo juro!

Schultze de su palabra de honor y Rossini se declara como una tumba.

ADÁN

(Solemne)

Veamos el primer tiempo: el de la inspiración poética. (Gran expectativa) En un momento dado, ya sea porque recibe un soplo divino, ya porque ante la hermosura creada, siente despertar en sí una entrañable reminiscencia de la hermosura infinita, el poeta se ve asaltado por una ola musical que lo invade todo, hasta la plenitud, a semejanza del aire que llena los pulmones en el movimiento respiratorio.

SCHULTZE

¿Es realmente una ola musical?

ADÁN

Digo musical por analogía. Es una plenitud armoniosa, verdaderamente inefable, superior a toda música.

PEREDA

(Victima de confusos recuerdos)

Me parece recordar que Schiller, ¿era Schiller? definió a el estado poético como una vaga disposición musical.

ADÁN

(Con infinita modestia.)

Schiller no era un metafísico: yo voy más lejos que Schiller. En esa plenitud armoniosa que adquiere el poeta durante su inspiración, yo diría que resuenan a la vez todas las músicas posibles: resuenan todas ya, y ninguna todavía, en cierta unidad extraña que hace de todas una y de una todas las canciones posibles, y en cierto «presente» de la música por el cual una canción no excluye a la otra en el orden del tiempo, porque todas hacen una sola canción inefable…

PEREDA

(Rezonga.)

¡Eso es el caos!

ADÁN

(Lo mira con sorpresa y desconfianza.)

¿Quién se lo ha dicho? ¡Es el caos, justamente! Así como en el Caos primitivo, antes de la creación, todas las cosas estaban, sin diferenciarse ni combatirse, así están todas las canciones juntas en el caos musical de la inspiración poética.

PEREDA

(Visiblemente confundido.)

¡Ahora resulta que soy un metafísico por carambola!

SCHULTZE

(Misterioso.)

¿A que no saben lo que significa, etimológicamente, la palabra «Caos»?

ADÁN

¿Que significa?

SCHULTZE

El tacto del bostezo.

ADÁN

¡Y a mi qué!

SCHULTZE

(A todos, autoritario.)

A ver, ¡bostecen ustedes!

(Adán, Pereda y Ciro, intimidados, ensayan un bostezo de imitación.)

ADÁN

(Con un asombro alegre.)

¡Notable! ¡El bostezo es una inspiración profunda!

SCHULTZE

(Triunfante, pero sin abusar de su triunfo.)

Eso quería demostrar.

ADÁN

¡Formidable, Schultze! Y ahora recuerdo que la inspiración poética viene acompañada en mí de una inspiración física muy honda.

SCHULTZE

¿Y de qué más?

ADÁN

¿A ver? (Imita otro bostezo.) Y de un entrecerrarse de párpados, como cuando uno se duerme.

SCHULTZE

Así es. El caos es la concentración y el sueño de todas las cosas que todavía no quieren manifestarse. ¿Y después?

ADÁN

(Sombrío.)

Después llega el segundo tiempo, la expiración poética, ¡la gran caída!

PEREDA

¿Por qué una caída?

CIRO

(Con aire polémico.)

¡Diavolo, sí! ¿Por qué?

ADÁN

Fíjense ustedes. El poeta, como he dicho, esta gozando de una inspiración en la cual saborea toda la plenitud de la música. De pronto, un movimiento íntimo —necesidad o deber— lo induce irresistiblemente a manifestar o expresar, en cierto modo, aquel inefable caos de música. Y entonces, entre las posibilidades infinitas, que lo integran, elige una y le da forma, con lo cual excluye a las otras posibilidades, baja de la inspiración a la creación, de lo infinito a lo finito, de la inmovilidad al suceder. Así nacerá un poema, otro luego, veinte, ciento. Y así caerá el poeta en la multiplicidad de sus cantos, afanándose por manifestar, con lo múltiple, aquella unidad, y con lo finito aquella infinitud que lleva en sí durante su inspiración. ¡Es la primera caída!

PEREDA

¿Cómo? ¿Hay otras?

ADÁN

Son dos caídas. El poeta, como has visto, cae primeramente al elegir una entre la infinitud de formas posibles que puede asumir su canto. Pero aun se trata de una creación ad intro, de una creación interna con toda la amplitud que le confiere todavía su espiritualidad y su inmaterialidad. Luego viene la creación ad extra, y esa forma que ha elegido el artista en la intimidad de su alma sale al exterior para encarnarse en una materia, el idioma, que a su vez le impondrá nuevos limites. A este otro tiempo de la creación poética le llamo yo «segunda caída»

PEREDA

(Refunfuñando)

Si, esto último está claro.

CIRO

(Que aun esta en ayunas)

¡Claro como el acqua!

SCHULTZE

(Capcioso)

¡Hum! ¿Nos habla de una caída en el sentido de «pecado»?

ADÁN

No. Quiero significar un descenso que la necesidad creadora impone al artista: un descenso sin el cual no sería él un creador, precisamente, sino un contemplador.

SCHULTZE

(Tirándose a fondo.)

Pero usted nos habló recién de alguna correspondencia entre la creación del artífice y la creación divina. ¡Cuidado! ¿Habrá que suponer en Dios una necesidad y un descenso parecidos?

ADÁN

(Se turba de pronto y vacila.)

Dios… es el principio inmóvil: ni desciende ni asciende. Es el Omniperfecto: está libre de necesidades. (Inquieto, vuelve a torcer y retorcer la rama.)

SCHULTZE

¿Y entonces?

PEREDA

(Imperioso.)

Eso es, ¿y entonces?

CIRO

(exaltado.)

¡Cristo! Eso digo yo.

ADÁN

Es una perfección infinita, eterna y simple. De toda eternidad se conoce a si mismo y se manifiesta en su Verbo interior, que por ser una entrañable expresión de la divinidad participa de la esencia divina y hace uno con Dios. Y siendo así, ¿qué necesidad podría tener Él de manifestarse luego por las criaturas exteriores?

SCHULTZE

Con todo, se ha manifestado.

ADÁN

No queda sino admitir un acto libre de su voluntad: creo porque quiso, cuando quiso y como quiso. Acto de amor le llaman los teólogos.

SCHULTZE

En cambio, el poeta crea por necesidad. ¿No es eso?

ADÁN

También el suyo es un acto de amor, pero no libre.

SCHULTZE

¿Un acto de amor forzoso?

PEREDA

¡Bah!

CIRO

¡Ah!

ADÁN

Yo lo concibo así: toda criatura que ha recibido alguna perfección debe comunicarla, en cierto modo, a las criaturas inferiores. Es la económica ley de la caridad. Si yo les explicara el mecanismo del ángel…

PEREDA

(Escandalizado.)

¡Epa! ¡Sólo Schultze puede hablar de los angeles!

CIRO

Los ángeles. ¡Peste!

SCHULTZE

(Severo.)

¡No es chacota!

ADÁN

…verían en el ángel dos movimientos difuntos: uno circular, alrededor de la luz eterna, para iluminarse a si mismo; y otro descendente, hacia el ángel que le es inferior en jerarquía, para comunicarle algo de la luz alcanzada. Como hay tres jerarquías de ángeles, la primera se comunica con la segunda, la segunda con la tercera y la tercera con el hombre. Y como también hay jerarquías entre los hombres, cada uno recibe y da (o debería dar) en la medida que recibe. Ahora bien, el poema recibe algo en el momento de su inspiración, y debe hacer partícipes de lo recibido a los que nada recibieron. El suyo es un acto amoroso; pero, como las demás criaturas que ofrecen algo, el poeta sólo es un instrumento del Primer Amor.

PEREDA

(Escéptico)

¡Hum! ¿Y si el poeta solo trabajara por ambición?

ADÁN

¡Ambición de que: ¡Generalmente cosecha en este mundo mas espinas que flores!

PEREDA

Digamos ambición de gloria.

ADÁN

Tal al vez. Dante suele hablar de la gloria que ha de valerle su trabajo. Y lo hace con tanta seriedad, que uno adivina en él, no su confianza en algún premio humano, sino mas bien su esperanza en algún premio divino.

PEREDA

¿Premio a qué?

ADÁN

(Vacila, y se atreve de súbito.)

Digamos a su «fidelidad» como imitador del Verbo y como agente del Primer Amor.

SCHULTZE

¿Está seguro de que sea tan grande su fidelidad?

ADÁN

El verdadero poeta lo sacrifica todo a su vocación. (Dramático.) ¡Oigan bien, hasta su alma!

SCHULTZE

(Directo.)

¿Usted escribiría, si en la tierra no quedara nadie para leerlo?

PEREDA

¡Bravo, Schultze!

CIRO

Ecco! Ecco!

ADÁN

(En el colmo de la exaltación.)

Vea, Schultze. Imagínese un rosal a punto de abrir una rosa en el instante preciso en que la trompeta del ángel anuncia el fin del mundo. ¿Se detendría el rosal?

SCHULTZE

(Asombrado.)

Creo que no.

ADÁN

(Sublime.)

¡Así es el poeta!

(Se hace un silencio elocuente. Ciro Rossini, que sin entenderlas ha paladeado el sabor de tan grandes palabras, da señales de sufrir en arrebato lírico, pues tortura furiosamente sus cabellos teñidos con agua «La Carmela». Muy preocupado, Luis Pereda vuelve su atención al otro grupo, donde los tres Bohemios cantan ahora y gesticulan entre un huracán de risas homéricas. El astrólogo Schultze es una estatua.)

PEREDA

Baudelaire tenía ese mismo concepto desmesurado. ¿No ha dicho que Dios reserva un lugar al poeta, entre sus ángeles:

ADÁN

(Sombrío.)

Yo no me fiaría mucho…

PEREDA

Y sin embargo, recién decías…

ADÁN

(Empeñado ya en la lucha interior que ha de resolverse luego en estallido. Los tambores de la noche redoblan en su alma, pero lejanos todavía)

Me refiero a otra cosa. El poeta es un imitador del Verbo en «el orden de la Creación» pero no en el orden de la Redención.

SCHULTZE

(Le clava dos ojos helados.)

¿Qué nos quiere decir?

ADÁN

(Cada vez mas fuerte redoblan en su alma los tambores nocturnos.)

Que si para mí es fácil imitarlo en el orden de la Creación, me resulta difícil hacerlo en el orden de la Redención. (A borbotones, con angustia creciente.) ¡En ese orden sólo el santo es su imitador perfecto! ¿Y saben lo que es un santo? ¡Lean la vida de Santa Rosa, por ejemplo! Algo terrible, monstruoso, repugnante.

PEREDA

(Ya inquieto)

¡Che! ¡Che!

CIRO

¡Peste!

SCHULTZE

Lo sospechaba desde hace tiempo.

ADÁN

(No los oye y prosigue como hablando consigo mismo)

¡Es absurdo! Uno está navegando en ciertas aguas oscuras, y de repente se da cuenta que ha mordido un anzuelo invisible. ¿Comprenden? (Los tambores redoblan en un crescendo ensordecedor) Y uno se resiste, forcejea, trata de agarrarse al fondo! Es inútil: ¡el Pescador invisible tironea desde arriba! (Se han desfondado los tambores. Adán Buenosayres deja caer su frente sobre la mesa, y al hacerlo derriba con estrépito el vaso único)

CIRO

(Asustado, a Luis Pereda.)

¡Santa Madonna!

¿Qué tiene?

PEREDA

(Recogiendo el vaso caído.)

¡Un peludo negro!

(Con extraordinaria dulzura, Ciro Rossini palmea los hombros de Adán; y el bardo villacrespense, obedeciendo a esa muda solicitud, levanta la cabeza y cumple los gestos que siguen: mete su diestra en un bolsillo y saca el Cuaderno de Tapas Azules; lo vuelve a guardar precipitadamente y en son de alarma; busca en otro bolsillo y da con un pañuelo de color indefinible que no tarda en llevarse a los ojos; guarda el pañuelo, y acepta un vaso de vino que Luis Pereda le tiende con el ademán de la buena Samaritana; sonríe al fin, avergonzado y tímido)

ADÁN

¡Noche absurda! (Suspirando.) No es nada.

CIRO

Ecco! Así me gusta.

PEREDA

Hermano, creí que te daba la pataleta.

ADÁN

Ya pasó. (Recobrándose.) Veamos ahora el tercer punto.

SCHULTZE

¿La obra de arte?

ADÁN

Eso es, la obra de arte. (Suspirando aún.) ¿Saben ustedes lo que es un «homologado»?

(Schultze se dispone a contestar, pero fuertes voces que llegan del otro sector lo dejan con la palabra en la boca.)

BERNINI

(A voz en cuello, desde el otro campo.)

¡Eh, ustedes! ¡Vengan todos!

PEREDA

(Gritando a su vez.)

¿Qué hay?

BERNINI

¡Se han desafiado!

PEREDA

¿Quiénes?

BERNINI

¡El payador Tissone y Franky!

El incidente había ocurrido no bien los tres Bohemios dieron fin a su número. Acallados los aplausos, y en medio del silencio general, el payador Amundsen, cuyos ojos chispeaban, había lanzado su brutal desafío al payador Tissone; y el payador Tissone, súbitamente pálido, advirtió que todas las miradas convergían en él, como aguardando su respuesta; visto lo cual, y sintiendo que una ola de coraje lo arrebataba, no había tardado en responder con acento sublime:

—¡A mi juego me llamaron!

Las condiciones del lance fueron estipuladas inmediatamente: el payador Amundsen formularía una pregunta difícil al payador Tissone, el cual debería responder según el alcance de su ciencia. Dicho payador se acompañaría en su propia guitarra; mas el payador Amundsen, que no se hallaba «en dedos» aquella noche, tendría como acompañante a uno de los tres Bohemios. Los oyentes, constituidos en Jurado, concederían el triunfo al campeón que a su juicio lo mereciese. Las apuestas en favor del uno y del otro quedaban prohibidas, ya que, según lo aclaró Franky dignamente, no estaban en un reñidero de gallos ni en un match de box, sino en un certamen criollo de primera categoría.

Cuando Luis Pereda, Ciro Rossini el astrólogo Schultze y Adán Buenosayres llegaron a la palestra, el cuadro que se ofreció a sus miradas era impresionante. Los dos contendores ya estaban sentados frente a frente, graves y dignos como la circunstancia lo requería. El payador Amundsen, con un dedo en la sien, escuchaba muy atentamente los dos o tres compases de música que su Bohemio le hacía oír para que se ajustase a ellos cuando cantara: lo asistían el petizo Bernini y otro de los Bohemios, animándolo con voces y palmadas en las que se traducía una devoción incondicional. Samuel Tesler, el Príncipe Azul y el tercer Bohemio acompañaban al payador Tissone, el cual, con la guitarra entre sus brazos, permanecía indiferente a todo, sin oír siquiera el discurso confidencial que Samuel Tesler le dirigía con lengua pegajosa, ofreciéndole a voz en cuello el auxilio de su ciencia, si la pregunta de Franky lo colocaba en apreturas.

Deseoso de ganar tiempo, Franky Amundsen, que ya centralizaba la general expectativa, se volvió al payador Tissone y le dijo:

—¡No se me asuste, aparcero!

—No hay cuidao —le respondió Tissone con una pachorra que bien revelaba su temple.

Todavía sucediéronse algunos instantes de silencio. Repentinamente la cara de Franky se iluminó, y una sonrisa indescriptible amaneció en sus labios.

—¡Ahí va! —dijo.

Rasgueó con furia su guitarrero, y Franky, dirigiéndose al payador Tissone, cantó lo siguiente:

Aparcero don Tissone,

ya que me lo pintan franco

dígale a este servidor:

¿Por qué el tero caga blanco?

Exclamaciones de asombro, significativas miradas cambiaron entre sí los oyentes; como que la pregunta de Franky era brava y se metía en los más profundos arcanos de la naturaleza. El payador Tissone, al oírla, pareció conmoverse hasta sus cimientos.

—¡La preguntita se las trae! —dijo Bernini.

—El diablo mismo no la contestaría —opinó uno de los Bohemios.

Pero al instante, ya repuesto de su marasmo, el payador Tissone afirmó la guitarra en su muslo, y con dedos nerviosos preludió largamente. Acabado el preludio, abrió la boca: todos contuvieron la respiración. ¡Ay, ningún sonido brotó de aquellos labios! Y los oyentes empezaron a mirarse. Con la frente lustrosa de sudor, Tissone volvió a preludiar, llegó a la parte del canto, abrió la boca; y nuevamente se quedó en silencio, provocando entonces un murmullo sordo entre los testigos del lance. Y cuando todos lo daban por vencido, cuando Franky sonreía ya seguro de la victoria, cuando Samuel agachaba su frente como bajo el peso de una insufrible humillación, he ahí que el payador Tissone, tras haber preludiado violentamente y como a la desesperada, miró a Franky Amundsen y le chantó su respuesta:

Caga blanco el tero-tero,

ya lo ha dicho el payador,

porque, de juro, no sabe

cagar en otro color.

¡Sombra errante de Santos Vega! ¡Espíritu musical del gaucho Fierro! ¡Trovadores australes, almas gloriosas de ayer, sobre cuyas osamentas gravita hoy la pampa, madre de centauros guitarreros! ¡Yo vi cómo descendisteis hasta el payador Tissone, para dejar en su frente la corona del triunfo; y vi también cómo la frente del payador se inclinaba, tal vez al peso de aquel lauro invisible! Al mismo tiempo los oyentes prorrumpían en exclamaciones entusiastas: Franky Amundsen, lleno de fuego, se arrojó sobre Tissone, y abrazándolo estrechamente confesó a gritos la inmensidad de su derrota; por su parte, y mientras el vencedor pasaba de abrazo en abrazo, Samuel Tesler abominó en público de la ciencia erudita que profesaba, y anunció que sólo escucharía en adelante las voces del saber gnómico, infuso en los humildes por el muy alto y muy escondido Tetragramaton.

Aquel instante, que señalaba el apogeo del convite, dio al mismo tiempo la señal de su fin. Y así lo entendió el grande Ciro: lo advirtió primero en la silenciosa laxitud que se apoderó de los comensales; luego en el mozo fúnebre que se llevaba los restos del festín (grasas frías en platos roñosos, botellas enjutas, vasos llenos de impresiones digitales); después en los músicos que guardaban sus instrumentos en fundas y estuches. Por fin se levantaron todos. Y como cierto aire de adiós los envolvía ya, Ciro Rossini tornó a nublarse.

Diavolo!

La despedida tuvo lugar en el portón de la glorieta, bajo el fuerte viento que deshojaba los árboles. El Príncipe Azul se alejó primero, rumbo al oeste, agrio, frío y rumiando tal vez una larga diatriba contra los magnates; los tres Bohemios, despidiéndose a la escapada, echaron a correr detrás de un tranvía Lacroze que avanzaba penosamente hacia La Chacarita; por último el payador Tissone levó anclas, y muchos ojos enternecidos lo siguieron, mientras la noche se lo comía con guitarra y todo.

—¡Pobres muchachos! —comentó Ciro—. Se les acabó la glorieta.

Pero el grande Ciro llegó al extremo de su melancolía cuando sintió que las manos de Adán Buenosayres buscaban las suyas. Conmovido hasta en las raíces de su ser, abrazó entonces al poeta villacrespense y luego a todos los hombres de su comitiva, aferrándose a cada uno como a la tabla de un naufragio.

Giovinezza!—lloriqueó—. Addio, addio!

El grupo se arrancó finalmente a la emoción de aquella despedida, y echó a caminar en desorden. Pero en la esquina de Triunvirato y Gurruchaga volvió a detenerse, como indeciso: la noche otoñal se les entregaba desnuda y llena de posibilidades tenebrosas; enloquecido el viento parecía gritar un llamado al aquelarre; todo los invitaba en aquel instante a los furtivos movimientos de la culpa. Mientras deliberaban sus compañeros, Adán oyó los bronces de San Bernardo que tañían las dos y media de la madrugada, y vio el reloj amarillo como la cara de un muerto, allá, en lo alto de la torre. ¿Sería ya la hora del regreso? Entonces fue cuando Samuel Tesler, cuyos pasos vacilaban desde que salió de la glorieta, pegó sus labios al oído de Franky Amundsen y le confió en secreto algunas palabras.

—¡Libidinoso israelita! —exclamó Franky, tapándose las orejas como escandalizado.

—¡Es la Venus Terrestre! —insinuó Samuel en tono persuasivo—. ¡La Venus demónica o popular!

—¿Qué andan tramando por ahí? —les interrogó Luis Pereda.

Franky señaló a Tesler con un dedo acusador.

—Es el filósofo —dijo— que anda por tirar la chancleta.

No obstante, reveló en público los designios de Samuel; y como a nadie parecieran descabellados, el petizo Bernini dio la señal de la marcha.

—¡A la calle Canning! —ordenó con misterio.

Irresoluto aún, Adán Buenosayres volvió a mirar el reloj fantasmagórico de San Bernardo y la desierta calle Gurruchaga por la que debería regresar. Evocó luego el trabajo que le aguardaba en su laboratorio de torturas, allá, bajo la lámpara maldita y entre objetos estúpidamente familiares. Entonces experimentó un escalofrío de terror que lo hizo aferrarse otra vez al grupo ebrio, a la nave de locos en que venía navegando:

—¡Noche absurda! —volvió a gritar en su alma—. ¡Noche mía!

Y avanzó entre los demás, como si huyera de sí mismo.