XIII

Un portón de hierro sin aparatosidad ninguna comunicaba el octavo círculo infernal con el noveno y último. Allí nos despedimos de Samuel Tesler, quien, tras un apretón de manos bastante frío, nos volvió sus espaldas y regresó a la Ciudad del Orgullo. Abierto el portón, Schultze me hizo entrar; y descendimos, el uno detrás del otro, cierta escalerita helicoidal que nos condujo al borde mismo de la Gran Hoya en que terminaba el Infierno schultziano. Me asomé a la hoya, y en su fondo vi estremecerse una gran masa como de gelatina, que daba la sensación de un molusco gigante, aunque no lo era.

—Es el Paleogogo —me advirtió Schultze gravemente.

Volví a contemplar el monstruo, y aunque no le noté forma de maldad alguna, me pareció que las reunía todas en la síntesis de su masa ondulante, y que las abominaciones del infierno schultziano tomaban origen y sentido en aquel animal gelatinoso que se retorcía en la Gran Hoya.

—¿Qué le parece? —me interrogó Schultze al fin, señalando al Paleogogo. Le contesté:

—Más feo que un susto a medianoche. Con más agallas que un dorado. Serio como bragueta de fraile. Más entrador que perro de rico. De punta, como cuchillo de viejo. Más fruncido que tabaquera de inmigrante. Mierdoso, como alpargata de vasco tambero. Con más vueltas que caballo de noria. Más fiero que costalada de chancho. Más duro que garrón de vizcacha. Mañero como petizo de lavandera. Solemne como pedo de inglés.