CUADRO PRIMERO
Frontis de «La Postrera»; en lo alto de una loma: estilo colonial, de gruesas y bastas columnas. En el centro, gran puerta que deja ver un zaguán tenebroso a cuya derecha se abre la puerta del salón donde se velan los despojos mortales de Martín Vélez. La ventana derecha, es decir, la del salón, está iluminada por la luz temblante de los cirios. Atardecer pampa. Cuando se descorre la cortina, las mujeres están a la izquierda y los hombres a la derecha.
MUJER 1ª. —¡Hermano contra hermano!
MUJER 2ª. —¡Muertos los dos en la pelea!
MUJER 1ª. —¡Ignacio Vélez, el fiestero!
MUJER 2ª. —¡Y Martín Vélez, el que no hablaba!
(Un silencio).
MUJER 3ª. —¿Dónde los han puesto?
MUJER 2ª. (Indicando la ventana con luz). —Martín Vélez allá, tendido entre sus cuatro velas.
MUJER 3ª. —¿Y el otro?
MUJER 1ª. —No se puede hablar del Otro.
MUJER 3ª. —¿Por qué no?
MUJER 1ª. —Está prohibido. (Un silencio).
LA VIEJA. —Martín Vélez recibió una hermosa lanzada.
MUJER 2ª. —Vieja, ¿cómo lo sabe?
LA VIEJA. —Yo mismo lavé su costado roto. Con vinagre puro, naturalmente. La lanza del indio le había dejado en la herida una pluma de flamenco.
CORO DE MUJERES. (Se santiguan). —¡Cristo!
LA VIEJA. —Eso pensaba yo: como Cristo Jesús, Martín Vélez tiene una buena lanzada en el costado. En fin, ahora está mejor que nosotros.
MUJER 3ª. (Indicando la ventana con luz). —¿Allá?
LA VIEJA. (Que asiente). —Sobre una mesa de pino, envuelto en una sábana limpia.
MUJER 3ª. —¿Y el otro muerto?
MUJER 2ª. —Nadie lo sabe.
MUJER 3ª. —¿Está en la casa?
MUJER 2ª. —No lo hemos preguntado.
MUJER 3ª. —¡Yo le preguntaría!
MUJER 1ª. —Dicen que no se puede hablar del otro muerto.
(Habla el Coro de Hombres. El de Mujeres escucha y se aproxima, con gesticulaciones y movimientos de coro antiguo, según el interés de lo que va escuchando).
HOMBRE 1º. (Jovial). —¡Ignacio Vélez! Lo llamaban «el fiestero».
HOMBRE 2º. (Grave). —Esta noche Ignacio Vélez también andará de fiesta.
HOMBRE 1º. —¡Pero él solo!
HOMBRE 2º. —Él solo, y los pájaros carniceros.
HOMBRE 1º. —Ignacio Vélez pondrá su costillar tendido.
HOMBRE 2º. —Y los caranchos el pico y la garra.
VIEJO. —¿Dónde lo pusieron?
HOMBRE 2º. —¿A Ignacio Vélez? Lo habíamos encontrado en el lugar de la pelea, entre una carnicería de pampas muertos. Entonces lo enlazamos de los pies y lo trajimos al galope, arrastrándolo sobre la polvareda. Lo dejamos allá, en la costa de la laguna, desnudo como estaba.
VIEJO. —¿Muerto?
HOMBRE 2º. —Lucía en la frente un balazo como una estrella. (El Coro de Mujeres está retrocediendo con espanto).
HOMBRE 1º. —No, a Ignacio Vélez no ha de faltarle su velorio esta noche.
HOMBRE 2º. —Los invitados de pico y garra ya se venían por el aire, al olor de Ignacio Vélez y de su carne difunta. El primero se le asentó en la cara y le reventó los ojos a picotazos. (Un silencio).
VIEJO. (Pensativo). —Oigan, hombres. Yo soy tan viejo como esta pampa y tan duro como ella: he visto mucha injusticia, y siempre dije amén. Pero lo de esta casa no me gusta.
HOMBRE 2º. —¿Qué cosa, viejo?
VIEJO. —Que un hermano esté aquí, entre sus cuatro velas honradas, y el otro afuera, tirado en el suelo como una basura. Leyes hay que nadie ha escrito en el papel, y que sin embargo mandan.
HOMBRE 1º. —Así ha de ser. Pero Ignacio Vélez no tendrá sobre los huesos ni un puñado de tierra.
VIEJO. —¿Quién lo ha ordenado así?
HOMBRE 1º. —Don Facundo Galván.
VIEJO. —Señor, ¿por qué?
HOMBRE 1º. —Ignacio Vélez era un mozo de avería, fantástico y revuelto de corazón. Se pasó a los indios, ¡él, un cristiano de sangre!
HOMBRE 2º. —¡Y ha regresado anoche con este malón! Ha muerto peleando contra su gente.
HOMBRE 1º. —Ignacio Vélez quería regresar como dueño a esta casa, y a este pedazo de tierra y a sus diez mil novillos colocados.
VIEJO. —¡Era lo suyo!
HOMBRE 1º. —¿Y quién se lo negaba? Suyo y de sus hermanos. «Esta tierra es y será de los Vélez, aunque se caiga el Cielo», así ha dicho siempre Don Facundo Galván. ¿Es así, hombres?
CORO DE HOMBRES. —Así lo ha dicho.
HOMBRE 2º. —Don Facundo es un hombre como de acero. Él ha defendido a «La Postrera» desde que murió su dueño, aquel Don Luis Vélez que sólo montaba caballos redomones.
VIEJO. —Luis Vélez: yo lo conocí. Murió sableando a los infieles en la costa del Salado.
HOMBRE 2º. —Y Don Facundo Galván se quedó en esta loma, con los hijos de Don Luis, que todavía jugaban. Su consigna fue la de agarrarse a este montón de pampa y de novillos, hasta que Ignacio y Martín Vélez pudieran manejar un sable contra la chusma del sur y un arado contra la tierra sin espigas.
HOMBRE 1º. —Recuerdo su amenaza: «Los enemigos de “La Postrera” son mis enemigos».
HOMBRE 2º. —Martín Vélez cayó defendiendo a «La Postrera».
HOMBRE 1º. —Por eso está él aquí, entre sus candeleras de plata.
HOMBRE 2º. —Ignacio Vélez desertó, y ha vuelto como enemigo.
HOMBRE 1º. —Por eso está solo y desnudo, allá, en el agua podrida.
MUJER 1ª. (Con pesar, a los Hombres). —¿Nadie le cavará una sepultura junto al agua?
HOMBRE 1º. —Está prohibido enterrar a Ignacio Vélez.
MUJER 2ª. —¿No tendrá ni una cruz en su cabecera de barro? ¿Ni dos ramitas de sauce cruzadas en el pecho?
HOMBRE 1º. —¿Y quién se las llevaría? No se puede salir de la casa: los infieles han rodeado la loma.
HOMBRE 2º. —Los pampas no encenderán fuego esta noche: se comerán sus yeguas crudas. Pero estarán afuera, con el ojo abierto.
HOMBRE 1º. —Y al nacer el sol nos darán el asalto.
MUJER 1ª. —¿Y si fuera esta noche? Será de luna grande.
HOMBRE 1º. —Nosotros estaremos junto a los cañones.
MUJER 1ª. —Nosotras, junto al muerto. (Al Coro de Mujeres). Vamos a rezar por Martín Vélez.
MUJER 3ª. —¡Y por el Otro! De los labios adentro, las palabras no sufren ley: van donde quieren.
MUJER 2ª. (Sombría). —¡Las mías estarán con el otro muerto, en el barro y la noche!
(Lentamente, las Mujeres se dirigen a la casa y entran en el zaguán. Al mismo tiempo los Hombres hacen mutis por la derecha. Oscuridad total. Luego, redobles de truenos lejanos, y aparecen las tres Brujas iluminadas con un proyector en el centro de la escena. Contra lo convencional, serán tres mujeres jóvenes, espigadas y bellas a lo maligno: sus voces han de ser naturales, entre irónicas y proféticas).
BRUJA 1ª. (Alargando sus manos a un fuego invisible). —«¡Lindo fuego!», «¡Lindo fuego!», decía una vieja. ¡Y se le quemaba el rancho!
BRUJA 2ª. (A la 1ª). —¡Me da un airecito, comadre!
BRUJA 1ª. —¿Por dónde?
BRUJA 2ª. —Por el lado de montar, yo diría.
(Las dos Brujas ríen sonoramente).
(La 3ª gruñe, friolenta).
BRUJA 3ª. —¡No hay fuego esta noche!
BRUJA 1ª. (A la 3ª). —Comadre, ¿tiene frío?
BRUJA 3ª. —El que me calienta los pies está lejos. ¡Y no hay fogón!
BRUJA 2ª. —¿Quién lo dijo? Esta noche se ha de parecer a una gran olla tiznada, con un gran fuego debajo.
BRUJA 1ª. (Intencionada). —¿Y adentro qué se cocinará?
BRUJA 2ª. (Con entusiasmo). —¡Una maldad sabrosa! ¡Una maldad con hueso y todo!
BRUJA 1ª. —¿Quién te lo dijo?
BRUJA 2ª. —El sapo Juan. ¡Es muy cuentero! (Risa de ambas).
BRUJA 1ª. (Súbitamente seria). —¡Que Antígona Vélez no se duerma esta noche!
BRUJA 2ª. (Ídem). —¡Antígona Vélez no dormirá. Tiene su corazón afuera!
BRUJA 1ª. —¿Dónde?
BRUJA 2ª. —Junto a dos ojos reventados que miran la noche y no la ven.
BRUJA 3ª. (Restregándose las manos). —¡Hace frío, y Morrongo está lejos!
BRUJA 1ª. (A la 3ª). —Yo lo ataría con las tres plumas del gavilán.
BRUJA 3ª. (Doliente). —Morrongo no quiere ser atado. ¡Le gusta salir de noche, a buscar la sangre fresca!
BRUJA 2ª. (Fatídica). —¡Ya encontrará la sangre!
BRUJA 1ª. (Ídem). —La encontrará, si es que Antígona Vélez trabaja esta noche.
BRUJA 2ª. —¡Trabajará! ¡Trabajará! Ella cavará esta noche, lejos y hondo, hasta encontrar la vertiente de la sangre.
(Oscuridad total. Enseguida, luz en el escenario anterior, pero más atardecido. Entran por la izquierda las tres Mozas, y por la derecha Antígona y Carmen Vélez, las cuales se detienen en el foro para escuchar).
MOZA 1ª. (Elegíaca). —Martín Vélez era como un árbol; fuerte, derecho y mudo. Pero daba sombra.
MOZA 3ª. (A la 1ª). —¿Te quería?
MOZA 1ª. —Nunca me lo dijo.
MOZA 2ª. (Vibrante). —Ignacio Vélez era como la risa: ¡le bailaba en el cuerpo a una!
MOZA 3ª. (A la 2ª). —¿Te habló alguna vez de amores?
MOZA 2ª.—No.
MOZA 1ª. —Martín Vélez ahora está en el salón grande, tendido y sin voz.
MOZA 2ª. (Con amargura). —¡Ignacio Vélez está en la sombra de afuera y en el barro de nadie!
MOZA 3ª. —¡Dónde habrá quedado su risa!
MOZA 2ª. (Firme). —En el oído y en la sangre de quien la recuerda.
(Antígona se adelanta, seguida de Carmen, y enfrenta de pronto a las tres Mozas).
ANTÍGONA. (Con imperio). —¿Qué hacen aquí, muchachas?
LAS TRES MOZAS. (En sobresaltos). —¡Antígona!
ANTÍGONA. (Indicando el salón). —¡Debieran estar en el salón, cosidas a las polleras de sus madres! (Irónica). ¡Están rezando por el alma de Martín Vélez, el elegido! Dicen que la muerte es igual a una noche oscura; pero a Martín Vélez no le importa. Él tiene cuatro luces: dos en la cabecera y dos en los pies.
MOZA 1ª. (En son de reproche). —¡Antígona, era tu hermano!
ANTÍGONA. (Prosigue, sin escuchar). —La muerte no es limpia; yo he visto en la llanura su asquerosidad tremenda. Pero a Martín Vélez lo han lavado con agua de rosas y lo han envuelto en una sábana sin estrenar.
MOZA 1ª. —¡Era tu hermano, Antígona!
ANTÍGONA. (En un grito). —¡El Otro también lo era! ¿Y dónde me lo han puesto? (Se le quiebra la voz). El barro no es una sábana caliente.
MOZA 3ª. —Nada sabemos del Otro. Pero aquí hay uno, Antígona, que también es tu carne.
ANTÍGONA. (A la Moza 3ª). —Si tuvieras el corazón partido en dos mitades, y una estuviese aquí, entre ojos que la ven llorando, y la otra tirada en la noche que no sabe llorar, ¿qué harías, mujer? (La Moza 3ª no responde, y Antígona insiste en un grito). ¿Qué harías?
MOZA 2ª. —No sabemos dónde buscar a Ignacio Vélez.
ANTÍGONA. —¡Yo sí!
LAS TRES MOZAS. (Avanzando un paso). —¿Dónde lo han puesto?
ANTÍGONA. —¡No! ¡No! (Tiende su mano al salón). ¡Ustedes allá, junto a Martín Vélez! Hay luz en su cabecera y buen olor en sus manos.
LAS TRES MOZAS. (Insisten). —¡Antígona!
ANTÍGONA. (En son de amenaza). —¡He dicho que allá!
(Las tres Mozas, intimidadas, obedecen. Antígona las sigue con los ojos, hasta que desaparecen en el zaguán).
CARMEN. (Hablará en una eterna quejumbre). —¡Tengo miedo, Antígona! ¡La casa está muerta, pero lo demás no!
ANTÍGONA. —¿Lo demás?
CARMEN. —¡Hay en todas partes ojos que miran y orejas que andan escuchando! Parecería que la noche se negase a entrar y dormir.
ANTÍGONA. —No se niega. ¡Es que no puede! Hoy no dormirá la noche: anda con un remordimiento.
CARMEN. —Un remordimiento. ¿Cuál?
ANTÍGONA. —El de Ignacio Vélez, tirado en su negrura. Y la noche, ¿qué culpa tendría?
CARMEN. (Aterrada). —¡Más bajo! ¡Más bajo! ¡Está prohibido nombrar a Ignacio Vélez! ¡Y hay oídos abiertos en todas partes!
ANTÍGONA. —¡Era mi hermano y el tuyo! ¡Gritaría su nombre: lo tengo atravesado en el pecho! Si lo gritara, dormiríamos la noche y yo.
CARMEN. —Dicen que traicionó a su casa.
ANTÍGONA. —¡No lo sé ni me importa! Que lo digan los hombres, y estará bien dicho. Yo sólo sé que Ignacio Vélez ha muerto. ¡Y ante la muerte habla Dios, o nadie!
CARMEN. —¡Se fue con los, pampas, y nos ha traído este malón! Así dicen allá los hombres de cocina.
ANTÍGONA. —Ya tiene su castigo. ¡Y está bien! Lo que no está bien es que lo hayan tirado afuera, y que lo dejen solo en la noche, ofrecido a los pájaros que buscan la carne muerta. ¡Sus ojos, hermana! ¡Sus pobres ojos cavados!
CARMEN. (Se oculta el rostro con las manos y grita). —¡No!
ANTÍGONA. —¿Gritaste? Yo no gritaré. Los dos ojos vacíos de Ignacio Vélez no serán mañana una vergüenza del sol.
CARMEN. —¿Qué vergüenza?
ANTÍGONA. —La de la luz, que siempre vio esos ojos tan llenos de risa.
CARMEN. —¡Tengo miedo! ¡La casa está muerta, pero lo demás escucha!
ANTÍGONA. (Sin oírla). —¡Y sus manos! ¡Sus manos de esquilar ovejas y herrar novillos! ¡Sus manos de agarrarse a la crin de los potros y acariciar las trenzas de las muchachas! ¡Sus cinco dedos, que ahora se clavan en el barro frío! ¡No, la luz de otro amanecer no sabría cómo aguantar el dolor de aquellas manos tiradas en el suelo!
CARMEN. —¡Basta! ¡Basta!
ANTÍGONA. —¡Y sus pies, hechos a talonear caballos redomones y a levantar polvaredas en el zapateo del «triunfo»! ¡Sus pies helados en la noche, sus pies que ya no bailarán! ¿Te parece que no serían una vergüenza para los ojos que ayer los vieron pisar la tierra justa? Yo te aseguro que ni la luz de Dios ni el ojo del hombre verán mañana esa derrota de Ignacio Vélez.
CARMEN. —¿Y qué podrás hacer, Antígona?
ANTÍGONA. —La tierra lo esconde todo. Por eso Dios manda enterrar a los muertos, para que la tierra cubra y disimule tanta pena.
CARMEN. —¡Está prohibido enterrar a Ignacio Vélez!
ANTÍGONA. —Lo sé. Pero yo conozco una ley más vieja.
CARMEN. —¡Tengo miedo, Antígona!
ANTÍGONA. —¿De qué?
CARMEN. —¡De lo que puedas andar tramando!
(Antígona, se encoge de hombros, y hace mutis lento por la izquierda, seguida de Carmen que se persigna temerosamente.
Oscuridad total. Luego las tres Brujas en Primer plano y centro de la escena. Se oyen lejanos galopes y relinchos de caballos).
BRUJA 1ª. —¡Antígona está despierta!
BRUJA 2ª. —¡Y la noche también!
BRUJA 1ª. —¿Quién dormiría en esta llanura, con un muerto sin tapar?
BRUJA 2ª. (Ríe). —¡Yo no!
BRUJA 3ª. (Ríe). —¡Yo no!
BRUJA 1ª. —¡Es demasiado hermoso, para dormir!
BRUJA 2ª. (Enigmática). —Al pie del cuarto sauce hay una pala.
BRUJA 3ª. —Si alguien la viera, no pensaría gran cosa.
BRUJA 1ª. (También en enigma). —Esta noche alguien perderá un carretel de hilo negro.
BRUJA 2ª. —¡Y alguien lo encontrará!
BRUJA 3ª. —¿Qué haría un muerto con un carretel de hilo?
BRUJA 2ª. —Nada.
BRUJA 1ª. —Pero Antígona Vélez está despierta.
TELÓN