61

MAGDALENA OPRIMIÓ EL TIMBRE, golpeó con los nudillos, dio ligeros puntapiés. La taquicardia cronometraba su impaciencia. Empezó a oír unos pasos. Se amplificaron lentamente hasta llegar a la puerta. La mirilla hizo un ruido metálico y en seguida giró el picaporte.

Ella permaneció inmóvil un rato, tratando de controlar su agitación.

El padre Buenaventura la invitó a pasar. Ésta era la iglesia de la Encarnación sobre la que tantas veces había oído hablar en casa de Víctor.

—¿Qué ocurre, hija? —preguntó con desconfianza, al ver su desconsolado aspecto.

—Acaban… de arrestar… a Néstor Fuentes.

—¿Néstor Fuentes? No lo conozco —Buenaventura pensó que esta inoportuna mujer le traía un drama pasional.

—Es… un dirigente estudiantil… Aquí… lo deben conocer.

—¿Un estudiante? Venga, tiene que contarnos —cambió súbitamente de voz. La sostuvo de un brazo y llevó por un breve corredor. Abrió una puerta y entraron en la iglesia, profusamente iluminada. La sorprendió el bullicio: decenas de muchachos y chicas hablaban a la vez, corrían los bancos, extendían mantas en el piso. Buenaventura la hizo sentar y avanzó hacia el centro de la nave. Magdalena miraba hacia todas partes, confundida. De iglesia sólo quedaba el recuerdo y algunos objetos de culto. Ésa era una enorme sala, parecida a la de un extraño club. Buenaventura regresó en seguida, acompañado por Torres.

—El padre Torres —lo presentó.

—¡Padrecito! —lo reconoció Magdalena y le extendió ambas manos. Era el mismo que había ido a su casa, que le escuchó sus confesiones y que había hecho tanto para su miserable barrio de San José.

Carlos Samuel la recordó en seguida. Magdalena del amor, de la carne, del dolor, depravación, resurrección… María Magdalena y su horrible soledad. Tenía la cara, las manos y su chillón vestido manchados con polvo, el pelo transpirado y los ojos levemente enrojecidos por ese polvo de la calle o de su sangre. Magdalena narró excitadamente lo que acababa de vivir. Cómo llegó Néstor, malherido, agotado. Cómo la policía lo arrancó del lecho y arrastró igual que a un animal muerto. Ella lo quiso retener, pero fue golpeada brutalmente.

—Se lo llevaron. Yo corrí… Ese chico vino a pedirme ayuda y se la tenía que dar… Corrí muchas cuadras. Pero el vehículo desapareció tras una nube de tierra… Entonces vine aquí, porque me dijeron que es el mejor centro de estudiantes. Ustedes lo podrán rescatar.

Ambos curas movieron sus cabezas, contritos e impotentes.

—¡Hay que salvarlo! —gritó ella—. ¡Caerá en manos de ese coronel Pérez!

—Son muchos los que deberíamos salvar —lamentó Buenaventura, con voz tan ronca que pareció un largo y triste gruñido.

Olga se acercó corriendo, pálida, con los cabellos flotando tras su nuca.

—¡Suban al campanario! ¡Nos rodean!

—¿Qué dice?

Torres se incorporó de golpe y salió como un torpedo. La noticia se expandió rápidamente por la iglesia. Estupor.

—¡Yo sé quién es Pérez! ¡Hagan algo! —sobresalió el grito de Magdalena sobre el murmullo de perplejidad.

Buenaventura titubeó. Se puso de pie, miró hacia la derecha e izquierda y también se alejó hacia el campanario.

Magdalena se acercó al centro de la nave con el rostro desencajado y obsesionada por una idea.

—¡Ese bestia de Pérez lo va a despedazar!

Algunos estudiantes se aproximaron, sin dejar de mirar hacia la puerta que conduce al campanario. Cierto grado de ansiedad empezó a invadirlos como una molesta ráfaga. Un súbito presentimiento agorero blanqueó sus caras. Durante algunos minutos gobernó la indecisión. Entonces alguien trepó a un banco.

—¡¡No desesperen, compañeros!! —extendió sus manos como alas protectoras—. ¡Estamos en el interior de una iglesia! ¡No se atreverán a ultrajarla! ¡Confiemos con valentía!

Torres volvió de prisa. Se abrió camino entre los jóvenes apiñados. Subió al mismo banco, junto al improvisado orador.

—No perdamos la serenidad —lo apoyó—. Nos han rodeado, es cierto. Pero eso no significa que entrarán. Es un bloqueo y dependerá de quien sepa resistir mejor. Nos organizaremos. Racionaremos los alimentos. Estoy seguro que de algún modo nos llegarán provisiones. Alcancé a telefonear a la prensa. Cortaron las líneas cuando terminó mi mensaje. Aún podemos ganar la batalla.

—¡Yo sé quién es Pérez! —Magdalena le interrumpió con un aullido—. A él no le detiene ni Cristo.

La mujer se arrojó al suelo, presa de un ataque histérico.

Sonó una especie de cañonazo. Automáticamente algunos retrocedieron, como si el impacto hubiese dado en ellos. El estampido se repitió. ¡Forzaban el pórtico con un barreno!

Centenares de ojos desorbitados por la sorpresa apuntaron hacia la entrada de la nave.