CAPÍTULO 32

—«Dichosos los humildes, porque heredarán la tierra.» —murmuré con alegría, dejándome caer sobre el suelo del sendero, dentro del pasillo.

Varias piernas con un par de toneladas de arenas movedizas pegadas a la tela de los pantalones me sobrepasaron con cuidado para, como yo, derrumbarse sobre el camino unos pasos más allá. Nadie dijo nada. Todos nos quedamos profundamente dormidos y, cuando, por fin, al cabo de unas horas, volvimos a despertar, el móvil de Kaspar (porque ya no teníamos relojes) nos informó de que eran las seis de la mañana del lunes, 7 de julio. Habíamos permanecido un día y medio dentro del foso de arenas movedizas. ¡Un día y medio! El barro, ya seco, se desprendía a grandes trozos de nuestra ropa.

No teníamos agua para beber, tampoco comida ni botiquín para curarnos los pies. No teníamos nada salvo las linternas y los móviles, así que, derrotados, emprendimos el camino de regreso hacia la caverna del nimbo para, desde allí, tratar de pedir ayuda a través de Isabella.

Retrocedíamos como almas en pena, cabizbajos, hambrientos, doloridos, agotados y con irritaciones cada vez más grandes en la piel por las rozaduras que nos provocaba la ropa, llena de arena. Sin embargo, no teníamos ni idea de que todo aquello sólo era una insignificante minucia comparado con lo que nos esperaba:

—¡No me lo puedo creer! —exclamó de pronto Kaspar, enfurecido—. ¡Es que no me lo puedo creer!

Su tono de voz dinamitó nuestro abatimiento, poniéndonos otra vez en alerta, pero no hizo falta que dijera nada, podíamos verlo con claridad aunque casi hubiéramos llegado delante sin darnos cuenta. A Gilad le entró la risa nerviosa y empezó a carcajearse como un loco mientras daba unos pasos más y apoyaba sus dos manos en aquel muro de roca —salido de quién sabe dónde— que interrumpía el sendero impidiéndonos totalmente el paso justo donde empezaban las arenas rojizas. En algún momento, sin saberlo, habíamos pisado o pulsado algún resorte que había hecho subir desde el suelo hasta el techo aquel enorme bloque de piedra.

Sabira empezó a llorar silenciosamente, cayendo al suelo, mientras Kaspar daba pasos furiosos a derecha e izquierda como un león enjaulado y Abby trataba de calmarlo. Farag y yo nos abrazamos en silencio sin dejar de escuchar las carcajadas de Gilad, que no paraba de reír como si de verdad hubiera perdido la cabeza.

—¿Vienes conmigo? —me susurró Farag al oído.

—¿Adónde? —le pregunté, tragándome las lágrimas.

—Al foso de arenas movedizas.

—¿Quieres que muramos juntos?

Después de todo, no era tan mala idea. En aquellos momentos sonaba incluso romántica y atractiva. Pero Farag se rió.

—No, no vamos a morir, basíleia, te lo garantizo.

—Entonces, ¿para qué quieres ir?

—Quiero comprobar una cosa y los demás están demasiado agotados como para obligarlos a caminar de nuevo sin saber si tengo razón o no.

—Razón, ¿en qué? —le pregunté.

—¿Vienes? —insistió sin responderme, mirándome a los ojos.

—Claro.

Encendimos una linterna y nos alejamos del grupo con pasos cansados y lentos (a nadie pareció importarle que nos fuéramos), regresando hasta la explanada de las arenas. Dolía volver a ver aquel espantoso lugar. Daban ganas de echar a correr lo más lejos posible de allí.

—No querrás que nos metamos otra vez, ¿verdad? —pregunté cuando nos detuvimos en la entrada.

—No —me aseguró, terriblemente fatigado—. Sólo quiero que no te muevas de aquí y que me ilumines.

—¿Qué vas a hacer? —me alarmé.

—Creo que este foso —y lo señaló con la mano— tiene un borde, un margen hasta la pared, algo así como el brocal de un pozo o la orilla de una maceta, y creo que podemos llegar andando hasta la fuente de allí enfrente.

—¿Y por qué crees eso?

Farag volvió a sonreír y, agachándose dolorosamente, hundió una mano en el barro y tocó el borde real del foso mientras que ponía el dorso de la otra en la esquina donde comenzaba el pasillo. Entre sus dos manos la separación era de unos treinta centímetros. Como la arena del pasillo y la arena seca de la explanada estaban a la misma altura, no se notaba que, en realidad, el borde del foso estaba unos dos o tres centímetros más abajo, y que las arenas movedizas rebosaban precisamente para permitir la formación de la capa seca hasta las paredes. Es decir que, aparentemente, caminando con la espalda pegada a la piedra, disponíamos de un angosto pasillo semicircular de unos treinta centímetros de ancho, ligeramente inclinado y peligrosamente resbaladizo que podía llevarnos hasta el otro lado. Qué gran suerte llevar aquel calzado llamado pies de gato porque, deslizarse desde aquel borde significaba volver a hundirse en el foso y no había espacio ni sujeción para que los demás pudieran echar una mano, un pie o lo que fuera a quien se hubiera caído. Más bien todo lo contrario.

—No quiero que vayas por ahí tú solo, Farag —le dije.

—Pero, basíleia, debo comprobarlo, entiéndelo —me pidió—. Si lo consigo, tú avisas a los demás y me seguís. Yo, mientras, os esperaré bebiendo el agua de aquella fuente antes que nadie.

Terminó la frase riéndose pero yo veía su cara demacrada a la luz de la linterna y sabía que estaba más allá del agotamiento y que sus pies estaban tan débiles como los míos y que, si resbalaba, moriría en el intento. No iba a dejarlo solo por muy terco y cabezota que se pusiera.

—Te voy a explicar lo que vamos a hacer —le advertí con mucha paciencia—. Vamos a volver con los demás y les vamos a contar lo de la pasarela hasta el otro lado. Luego, venimos todos hasta aquí y emprendemos la marcha juntos.

—Pero ¿y si no existe tal pasarela? ¿Y si el brocal que imagino está roto o partido en algún lugar y no podemos seguir?

—Pues ya veremos lo que decidimos entre todos. No me gustan los héroes vanidosos que se sacrifican por el grupo. Ya sabes lo que digo cuando sale alguno así en las películas: que intenta destacar demostrando que es el más generoso y abnegado, pero que, en realidad, busca ser el centro de atención y el más admirado.

Tenía que manipularlo como fuera para que no se lanzara solo a aquella peligrosa aventura. Me negaba a verle morir. Pareció reflexionar sobre lo que le había dicho.

—De acuerdo —admitió, al final—. Hagámoslo a tu manera.

—Si sabes que siempre tengo razón —repliqué caminando de nuevo hacia el interior del pasillo—, ¿por qué te molestas en llevarme la contraria?

—Porque me gusta.

Le oí reír y me sentí feliz.

Para cuando regresamos, Kaspar se había calmado bastante pero Sabira aún lloraba y a Gilad se le veía desesperado. Sólo Abby, dentro de su inmenso cansancio, parecía entera.

Les contamos lo que había descubierto Farag y una chispa de esperanza brilló en los cuatro pares de ojos que nos contemplaron con asombro. La idea de llegar hasta la fuente resultaba increíblemente tentadora, porque cuando la sed aprieta, que se quiten de en medio otras tonterías. Pero también era una esperanza y por la esperanza hacemos cosas que pueden parecer muy tontas, pero las hacemos igual.

Regresamos a la explanada algo más animados. Supongo que, en el fondo, todos temíamos que aquella última oportunidad no saliera bien, pero había que intentarlo. Antes de que Farag abriera el camino por el supuesto brocal, Kaspar le dijo:

—Asegúrate de apartar el barro con el pie al pisar porque, aunque vuelva a cubrirse enseguida de fango, al menos podrás ver si hay borde debajo.

—Y cuando llegues a la zona seca —le dije yo—, no te fíes. No la pises creyendo que está pegada al borde. Rómpela para asegurarte de que no hay arenas movedizas debajo ni, como dice Kaspar, un hueco que te haga caer.

Farag asintió y sonrió. Creo que estaba tan cansado que nos decía que sí a todo con tal de que le permitiéramos empezar de una vez. Caminó hasta la esquina del pasillo, pegó la espalda a la pared y empezó a apartar hacia un lado el barro húmedo del brocal para despejar el suelo donde debía pisar a continuación. Kaspar, Gilad y yo le iluminábamos para que se sintiera seguro y para que viera con claridad. Cuando estaba a punto de llegar a la zona seca, en la que parecía que paredes y suelo eran sólidos y uniformes, yo le di también la espalda a la pared de la explanada y seguí el camino emprendido por Farag. Hasta donde él estaba había borde, así que sólo tenía que apartar un poco la arena mojada para no resbalar. Los pies de gato funcionaban de maravilla y daban mucha seguridad. Gilad nos siguió, y luego Abby y Sabira. Kaspar fue el último.

Las linternas no nos molestaban demasiado porque no podíamos usar las manos para sujetarnos a la pared, hasta que, en un momento dado, Sabira descubrió un pequeño borde en el muro que teníamos en la espalda en el que podíamos encajar las puntas de los dedos. También aquello estaba hecho a propósito, no cabía ninguna duda. Entonces nos pusimos las linternas bajo las axilas, como los viejos termómetros de mercurio. Total, para sujetarnos teníamos que llevar los brazos absolutamente pegados al cuerpo.

Farag, desobedeciendo lo que yo le había aconsejado, no rompió en terrones el suelo de arena seca cuando llegó hasta allí. Siguió avanzando, asiéndose al muro con los dedos y, por suerte para él (y para mí), el suelo resistió. Si caminando despacio y cuidadosamente habíamos conseguido llegar hasta el centro de la explanada, me dije intentando calmarme, seguramente Farag había pensado que, como avanzábamos de la misma forma, la capa de arena apelmazada aguantaría.

Y aguantó. Mi marido alcanzó la fuente de agua tan feliz y orgulloso como un estudiante que ha obtenido una matrícula de honor pero, en lugar de pararse a beber, la sobrepasó y se detuvo en la abertura que daba al nuevo pasillo y que era idéntica a la del otro lado. Una vez allí, se quedó quieto, tendiéndome la mano para hacerme saber que me esperaba.

Todos llegamos sanos y salvos. Todos bebimos hasta hartarnos, lo que nos reanimó mucho, y, a continuación, de uno en uno o de dos en dos (dependiendo de la relación de intimidad) nos quedamos en la fuente para lavarnos y lavar nuestras ropas con aquel agua fresca, suave y deliciosa. Teníamos rozaduras y quemaduras por todo el cuerpo pero el agua nos calmó el dolor y no nos importó volver a ponernos la ropa mojada porque estaba libre de arena y de sudor y nos refrescaba las abrasiones. Bien es verdad que no teníamos jabón, pero con el agua, en aquel momento, nos parecía suficiente. Cuando la ropa se secara nos sentiríamos limpios y, eso, no tenía precio.

Nuestros pies heridos, que conservaban las capas de suturas y que por la forma de esas babuchas de pies de gato habían permanecido a salvo de las arenas movedizas, estaban bastante bien, curados casi por completo. Las cicatrices aún se veían un poco tiernas pero no teníamos solución salina para secarlas ni podíamos dejarlas al aire libre porque debíamos continuar. De todas maneras, estábamos bastante seguros de que su aspecto era bueno y de que no iban a darnos problemas mientras no tuviéramos que saltar o correr.

Afortunadamente, la temperatura en aquel nuevo pasillo era cálida, a pesar de no existir canales de agua caliente. Seguramente, dijo Sabira (y Kaspar se mostró de acuerdo), debíamos encontrarnos a la altura de la misma falda de la montaña, ya que, como habíamos entrado por la tumba de Hillel, que se encontraba a unos seiscientos metros sobre el nivel del mar y a, más o menos, la mitad de la altura del propio monte Merón, que medía mil doscientos ocho metros, lo lógico era pensar que, aunque nos halláramos rodeados por kilómetros de roca a nuestro alrededor, sólo teníamos esos mil doscientos ocho metros de montaña sobre nosotros y, de alguna manera, el enorme calor que hacía en el exterior, en pleno julio israelí, era recogido por la tierra y llevado hasta donde nos encontrábamos.

Kaspar intentó establecer comunicación con Isabella para hacerle saber nuestra situación y posición aproximada, pero no pudo. La señal, por muchos miles de kilovatios que tuviera y por muchos nodos y mallas de redes de nodos de los que dispusiera, no atravesaba la inmensa anchura de la falda de la montaña.

De modo que, al cabo de unas horas y de varios litros más de agua —ingeridos y también eliminados—, rehidratados, limpios y sintiéndonos descansados aunque hambrientos, emprendimos el camino que nos marcaba el nuevo pasillo. No era muy largo, un par de kilómetros a lo sumo y allí, al final, una abertura diminuta nos obligó a entrar en un sinuoso y estrecho pasadizo bastante claustrofóbico —cosa que a mí, en particular, no me hizo ninguna gracia— en el que, encorvados y golpeándonos los hombros contra las paredes y las cabezas contra el techo, dimos unas vueltas muy raras sin aparente sentido que nos hicieron temer lo peor: nos habíamos metido en un laberinto e íbamos a perdernos. Empecé a notar la falta de aire y a ponerme bastante nerviosa, pero, afortunadamente, no era un laberinto. El minúsculo pasadizo terminó en el lugar más grande en el que habíamos estado hasta entonces, incluso más grande, en superficie, que la explanada de las arenas movedizas y también redondo, pero en lugar de una cúpula, sencillamente no tenía techo. Era un tubo. Literalmente, un tubo altísimo al que, por algún lugar muy lejano, llegaba luz del exterior. Una luz escasa, mezquina, pero que, una vez que apagamos las linternas y nos acostumbramos, nos permitió vernos unos a otros bastante bien.

Sin embargo, no era la luz el detalle más destacado de aquel lugar. A la altura del suelo daba inicio un extraña escalera tallada en los muros del tubo para lo cual éstos habían sido cuidadosamente retranqueados. Los escalones ascendían hacia lo más alto girando como una espiral en la pared sin que pudiéramos ver dónde terminaban. El problema era que resultaban muy estrechos, de medio metro como mucho y no tenían barandilla. Es decir, que si te caías, te matabas.

—Si conserváramos las mochilas —se lamentó Kaspar— podríamos atarnos unos a otros con las cuerdas y, si alguien resbalara, sujetarle entre todos.

—Olvida las mochilas, Kaspar —le advirtió mi marido, dándole un golpecito en el hombro—. No las tenemos y ya está. Al menos conservamos las linternas.

—Entonces, ¿empezamos a subir? —pregunté, dirigiéndome hacia la escalinata.

—Adelante —me animó Gilad—. Toda tuya.

—Déjame pasar primero —me pidió Farag reteniéndome por la cintura.

—¡Así me gusta! —se rió Kaspar, que aprovechó para tomar a Abby de la mano y empezar ellos el ascenso—. Vosotros ya fuisteis delante en el foso de arena. Ahora nos toca a nosotros.

—¡Judas! —le insulté, pero le dio igual.

Farag y yo les seguimos y Sabira y Gilad nos siguieron a nosotros. Obviamente, resultaba imposible subir de dos en dos, así que, al poco, la fila de hormigas se alargó y se estiró.

Tres horas después, y aunque los escalones se subían cómodamente porque no eran muy altos, hubiera cambiado aquella maldita escalera por la otra empinada de techo abovedado por la que habíamos bajado hasta el pasillo de agua fría desde la cueva de las piedras preciosas. Subir no era lo mismo que bajar, ni muchísimo menos, y, además, no había que olvidar que, desde que bajamos, habíamos estado a punto de desangrarnos, habíamos pasado casi dos días luchando en arenas movedizas y llevábamos tres días sin comer, desde el desayuno del viernes en la caverna del nimbo. Y ya era lunes, cerca del mediodía.

Otras tres horas después no podía con mi alma. Me dolían los músculos de las piernas una barbaridad y estaba mareada de cansancio y debilidad. No quise decir nada para no preocupar a Farag ni a los demás, a pesar de que sabía que me estaba comportando irresponsablemente al no decirlo. La altura a la que nos encontrábamos era impresionante, ya no se veía el suelo, y si me mareaba más y perdía el conocimiento, caería y me mataría porque el medio metro de anchura de aquellos escalones no daba para desmayarse teatralmente como en las películas.

Por suerte, minutos después Abby nos preguntó si podíamos parar un rato. No se encontraba bien. Tenía dolor de estómago y de cabeza.

—Eso es hambre —diagnosticó Farag, y su voz rebotó contra las extrañas paredes de aquel tubo—. Porque yo estoy igual.

Tratando de no mirar hacia abajo para evitar el vértigo, me giré hacia atrás, hacia Sabira, que estaba pálida como una muerta, y me senté en un escalón absolutamente convencida de que por fin habíamos llegado al lugar en el que íbamos a morir. Cerré los ojos y vi muchos fuegos artificiales de colores disparándose en todas direcciones. Tenía una hipoglucemia terrible, la fatiga y la náusea me dominaban, pero no había nada que llevarse a la boca.

—Creo que, de manera oficial —anunció Kaspar con voz potente, jugando con el eco del tubo—, ya estamos en la cuarta Bienaventuranza, la de los hambrientos. ¿Alguien la recuerda exactamente?

—«Dichosos los que tienen hambre, porque serán saciados» —susurré, apoyando la frente en las manos.

—No esperemos ser saciados fácilmente —se lamentó mi marido, sentándose detrás de mí y poniéndome las manos en los hombros—. Supongo que esto no ha hecho más que empezar.

—Pues yo no voy a aguantar —dijo la débil voz de Abby.

—¿Quién se encuentra con fuerzas para continuar subiendo un poco más? —preguntó Kaspar.

—Yo —escuché decir a Gilad.

—Y yo también —escuché decir a mi marido.

—No, Farag, tú no —le rechazó Kaspar—. Tú quédate con ellas. Estás demasiado cansado. Iremos Gilad y yo.

—Kaspar, no puedo llegar hasta dónde tú estás —avisó Gilad.

Se hizo un pequeño silencio.

—Los que nos quedamos —ordenó mi marido—, vamos a tumbarnos con mucho cuidado boca abajo sobre los escalones, pegándonos todo lo que podamos a la pared para dejar paso a Gilad.

A mí también me dolía el estómago, como si una garra de tigre me lo estuviera desgarrando desde dentro hacia fuera. La idea de enderezarme, girarme hacia la pared y tumbarme sobrepasaba mis capacidades en ese momento, pero no había alternativa. Las quejas, para los buenos momentos. En los malos hay que apechugar. Levanté la cabeza de las manos y, antes de darme la vuelta, miré hacia arriba, hacia la parte alta del tubo iluminada por esa extraña luz de origen incierto. Y entonces vi la abertura, la puerta. Estaba a mi derecha, dos giros de espiral más arriba.

—¡Mirad! —dije, señalándola—. ¡Allí!

Todos alzaron la mirada, buscando.

—¡Una puerta! —exclamó Kaspar—. ¡Abby, mira, una puerta!

—Tenemos que llegar hasta allí —propuso Farag.

—Espera un momento —le pidió la Roca—. Deja que vaya yo primero, no sea cosa que…

—¡No me gustan los héroes! —exclamé, llevándome las manos al estómago. Hubiera necesitado otras dos para llevármelas también a la cabeza, y otras dos para taparme los ojos—. ¡Vamos todos! Sólo hay que hacer un último esfuerzo. ¡Venga, Sabira, levántate! Abby, venga, demuestra que no eres una debilucha.

Kaspar continuó la subida llevando a la pobre Abby de la mano. Farag, en cambio, se pegó a la pared y me cogió por los brazos.

—Pasa delante de mí —me ordenó—. Quiero verte subir.

Sentía náuseas y no sabía por qué, puesto que mi estómago estaba vacío. Necesitaba vomitar una comida que no había comido y la garra de tigre, una vez desgarrado el estómago, ahora atacaba hacia adentro llegando hasta la espalda. Recuerdo que me sorprendió que un dolor de estómago pudiera convertirse también en un terrible dolor de espalda. Me sentía peor que mal. Hubiera dado lo que fuera por tirarme en el suelo y no moverme.

—¡Venga, basíleia, venga! Un pequeño esfuerzo, amor mío.

No sé cómo realicé aquel giro de baile para ponerme delante de Farag, y casi mejor no saberlo porque debí de pasar el cuerpo entero sobre el abismo, menos los pies, que apoyaba contra el suelo, y los brazos que Farag me sujetaba fuertemente.

Aquellas dos últimas vueltas en la escalinata fueron uno de esos hitos de la vida que recuerdas para siempre. Cuando el sitio en el que deberías estar es una cama de hospital y, en cambio, tienes que subir escalón tras escalón sin fuerzas, con angustia, mareo, intensos dolores musculares, de estómago y de espalda, y sin saber si ese esfuerzo tiene algún sentido sino que sólo te mueve la esperanza de poder dejarte caer en algún lugar para perder a gusto el conocimiento sin precipitarte desde una altura de casi quinientos metros, no puedes olvidarlo nunca, por muchos años que pasen.

Kaspar llegó a la puerta con Abby y encendió la linterna. Ambos desaparecieron en el interior. Luego llegué yo seguida por Farag, que también encendió su linterna. Antes de entrar por la abertura en la roca vi que allí terminaban los escalones, que ya no se podía subir más por aquel tubo que, aunque seguía hacia arriba, se iba cerrando sobre sí mismo en forma de cono. De allí procedía la luz. La parte derecha de ese cono debía de coincidir con alguna ladera de la montaña y allí formaba una especie de celosía, de rejilla de piedra desde la que caían largas raíces y plantas que habían crecido hacia abajo pero que dejaban pasar resquicios de luz y de aire. De inmediato, tuve la absoluta certeza de que esa parte de la montaña, en el exterior, coincidía con alguna zona boscosa e impracticable que nadie había pisado jamás. Quizá desde aquel nuevo lugar pudiéramos conectar con Isabella.

Sólo recuerdo que Farag y yo entramos detrás de Kaspar y Abby y que aquel lugar era otra cueva, igual de espaciosa que la de las piedras preciosas pero con una fuente a la izquierda, una fuente idéntica a la de las arenas movedizas, y que el techo, el suelo y las paredes tenían un color grisáceo. Y también me llamó la atención que no hubiera salida, que no hubiera otra abertura clausurada por una rueda de piedra. Pero ya no recuerdo nada más. Farag me ayudó a tumbarme en el suelo y perdí el conocimiento.