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El domingo siguiente al Día de de era el Día de San Jacques Cousteau. Corría el año 18, el año de la ruptura, aunque Toby todavía no lo sabía. Recuerda que estaba atravesando las calles del Sumidero de camino a de Estética para asistir a la reunión dominical ordinaria del Consejo de Adanes y Evas. No tenía ganas de que llegara el momento: últimamente esas reuniones habían derivado en peleas.
La semana anterior se habían pasado todo el tiempo discutiendo problemas teológicos. La cuestión de la dentadura de Adán, para empezar.
—¿La dentadura de Adán? —había soltado Toby.
Tenía que esforzarse en controlar esas expresiones de sorpresa, pues podían interpretarse como críticas.
Adán Uno había explicado que algunos de los niños estaban inquietos porque Zeb había señalado las diferencias entre los dientes para morder y desgarrar de los carnívoros y los dientes para machacar y mascar de los herbívoros. Los niños querían saber por qué —si Adán había sido creado como vegetariano, de lo cual no cabía duda— los dientes humanos tenían características tan mezcladas.
—No debería haber sacado el tema —había mascullado Stuart.
—Cambiamos en el momento de —había propuesto alegremente Nuala—. Evolucionamos. Una vez que el hombre empezó a comer carne, bueno, de un modo natural...
Eso sería poner el carro delante del caballo, dijo Adán Uno; no podían lograr su objetivo de reconciliar los hallazgos de la ciencia con su punto de vista sacramental de la vida simplemente pasando por alto las reglas de la primera. Les pidió que reflexionaran sobre este acertijo y que propusieran soluciones en una fecha posterior.
Luego volvieron al problema de la ropa de piel de animal que Dios había proporcionado a Adán y Eva al final de Génesis 3. Las problemáticas «túnicas de piel».
—Los niños están muy preocupados con eso —había dicho Nuala.
Toby entendía por qué estaban tan consternados. ¿Dios había matado a una de sus amadas criaturas para hacer una de esas túnicas de piel? Si era así, esgrimió un muy mal ejemplo para el hombre. Si no fue así, ¿de dónde habían salido esas «túnicas de piel»?
—Quizás esos animales murieron de muerte natural. —Eso lo apuntó Rebecca—. Y Dios no quiso desperdiciar. —Rebecca era inflexible con lo de aprovechar los restos.
—Tal vez eran animales muy pequeños —había apuntado Katuro—. De vidas breves.
—Es una posibilidad —había dicho Adán Uno—. Dejémoslo por el momento, hasta que se nos presente una explicación más plausible.
Al principio de su condición de Eva, Toby había preguntado si realmente era necesario hilar tan fino con semejantes cuestiones teológicas, y Adán Uno le había explicado que sí lo era.
—La verdad es que a la mayoría de la gente no le importan las demás especies cuando los tiempos se ponen difíciles —había dicho—. Lo único que les preocupa es su próxima comida, lo cual es natural: hemos de comer o morir. Pero ¿y si es Dios quien se preocupa? Hemos evolucionado para creer en dioses, así que esta desviación de creencia nuestra debe aportar una ventaja evolutiva. El punto de vista estrictamente materialista (que somos un experimento que la proteína animal ha estado haciendo por su cuenta y riesgo) es mucho más duro para la mayoría y conduce al nihilismo. Siendo ése el caso, hemos de conducir el sentimiento popular hacia una dirección respetuosa con la biosfera, señalando los peligros de molestar a Dios traicionando Su confianza en nuestra gestión.
—Lo que quieres decir es que con Dios en la historia hay un castigo —dijo Toby.
—Sí —dijo Adán Uno—. También hay un castigo sin Dios en la historia, huelga decirlo. Pero la gente es menos proclive a creerlo. Si hay un castigo, quieren un castigador. No les gusta la catástrofe sin sentido.
Toby se preguntó cuál sería el tema del día. ¿Qué fruta comió Eva del Árbol del Conocimiento? No podía haber sido una manzana considerando el estado de la horticultura en ese momento. ¿Un dátil? ¿Una bergamota? El Consejo había deliberado largo y tendido sobre esa cuestión. Toby había pensado en proponer una fresa, pero las fresas no crecían en los árboles.
Mientras caminaba, Toby era consciente, como siempre, de los que iban por la calle. Veía lo que tenía delante de ella y lo que había a los lados, a pesar del sombrero de jipijapa. Aprovechaba las pausas en los umbrales, los reflejos de las ventanas para ver a su espalda. Sin embargo, nunca lograba sacudirse la sensación de que alguien se le acercaba a hurtadillas, de que una mano la agarraría por el cuello, una mano con venas rojas y azules y un brazalete de calaveras de bebé. No habían visto a Blanco en desde hacía mucho tiempo —aún estaba en Painball, decían algunos; no, en el extranjero, trabajando de mercenario, decían otros—, pero era como la niebla: siempre había moléculas suyas en el aire.
Había alguien detrás de ella: lo notaba, como un picor entre los hombros. Se metió en un umbral, se volvió para mirar a la acera y respiró aliviada: era Zeb.
—Eh, cielo —dijo—. Menudo calor.
Caminó a su lado, cantando para sí:
A nadie le importa un bledo,
a nadie le importa un bledo,
por eso estamos en este enredo,
porque a nadie le importa un bledo.
—Tal vez no deberías cantar —dijo Toby con voz neutra.
No era buena idea llamar la atención en la acera de una plebilla, y menos en el caso de los Jardineros.
—No puedo evitarlo —dijo Zeb con alegría—. Es culpa de Dios. Incorporó la música en el tejido de nuestro ser. Te escucha mejor cuando cantas, así que ahora mismo está escuchando esto. Espero que lo disfrute —añadió con voz piadosa, imitando a Adán Uno—, una voz que usaba mucho siempre que Adán Uno no estuviera cerca.
Insubordinación al acecho, pensó Toby. Está harto de ser el chimpancé beta.
Desde que la habían nombrado Eva, había empezado a comprender mejor el estatus de Zeb entre los Jardineros. Cada jardín en el tejado y cada célula trufa se cuidaba de sus asuntos, pero cada medio año enviaban delegados a una convención central, que por razones de seguridad nunca se celebraba dos veces en el mismo almacén abandonado. Zeb siempre era delegado: estaba bien preparado para atravesar las plebillas más complicadas y burlar los puntos de control de Corpsegur sin que lo atracaran, lo rodearan, lo mataran con un pulverizador o lo detuvieran. Quizás ésa era la razón de que le permitieran interpretar de un modo tan laxo las reglas de los Jardineros.
Adán Uno rara vez asistía a las convenciones. El viaje era peligroso, y la lectura implícita decía que Zeb era prescindible, pero Adán Uno no. En teoría, la sociedad de los Jardineros no tenía jefe, pero en la práctica su líder era Adán Uno, fundador reverenciado y gurú. El martillo suave de su palabra tenía mucho peso en las convenciones de los Jardineros, y como rara vez estaba allí para usar el martillo por sí mismo, Zeb lo blandía por él. Y eso tenía que ser una tentación: ¿y si Zeb se deshacía de los decretos de Adán Uno y los sustituía por los suyos? Con esos métodos habían cambiado regímenes y se habían derrocado emperadores.
—¿Tienes alguna mala noticia? —le preguntó Toby a Zeb en esa ocasión.
La canción era la pista: Zeb era optimista hasta lo irritante cuando había malas noticias.
—La cuestión —dijo Zeb— es que hemos perdido contacto con uno de nuestros infiltrados en Complejolandia, nuestro chico correo. Se ha oscurecido.
Toby había conocido la existencia del chico correo al convertirse en Eva. El joven había llevado las muestras de la biopsia de Pilar y había traído el diagnóstico fatal: las dos cosas dentro de un tarro de miel. Pero era lo único que sabía de él: la información se compartía entre los Adanes y las Evas, pero sólo en la medida de lo necesario. La muerte de Pilar se había producido años atrás: el chico correo ya no sería un chico.
—¿Oscurecido? —dijo ella—. ¿Cómo?
Se había hecho una pigmentación. Seguro que no se trataba de eso.
—Estaba en HelthWyzer, pero ahora ha terminado el instituto y se ha trasladado al WatsonCrick, y ha desaparecido de nuestra pantalla. Aunque no es que tengamos una gran pantalla —añadió.
Toby aguardó. Con Zeb, no tenía sentido insistir ni tratar de pescar información.
—Entre nosotros, ¿vale? ——dijo al cabo de un rato.
—Claro —dijo Toby.
Sólo soy una oreja, pensó. Un compañero fiel, como un perro. Un pozo de silencio. Nada más. Después de que Lucerne se hubiera largado cuatro años antes, se había preguntado si en algún momento podría haber algo más entre ella y Zeb. Pero no había surgido nada de ese anhelo. No soy su tipo, pensó. Demasiado musculosa. No cabe duda de que a él le gusta lo que tiembla como un flan.
—El Consejo no sabe nada de esto, ¿vale? —dijo Zeb—. Que haya oscurecido sólo los pondrá nerviosos.
—Olvidaré que lo he oído —dijo Toby.
—Su padre era amigo de Pilar. Ella estaba en Híbridos Botánicos en HelthWyzer. Yo los conocía a los dos allí. Pero él se enfadó cuando descubrió que estaban incubando a gente con enfermedades transmitidas con esas píldoras de complementos suyas: los usaban como animales de laboratorio en libertad, luego cobraban los tratamientos para esas mismas enfermedades. Un chanchullo ingenioso, cobrar sus buenos dólares por algo que ellos mismos habían causado. Le remordió la conciencia. Así que el padre nos pasó datos interesantes. Luego tuvo un accidente.
—¿Accidente? —dijo Toby.
—Cayó por un paso elevado en hora punta. Estofado de sangre.
—Es muy gráfico —dijo Toby—, para un vegetariano.
—Lo siento —dijo Zeb—. Suicidio, se rumoreaba.
—Supongo que no lo fue —dijo Toby.
—Lo llamamos corpicidio. Si estás en una corporación y haces algo que a ellos no les gusta, estás muerto. Es como pegarte un tiro.
—Ya veo —dijo Toby.
—En fin, volvamos a nuestro joven. La madre trabajaba en Diagnóstico en HelthWyzer y el chico había pirateado su código de acceso al laboratorio. Podía conseguirnos material del sistema. Era un hacker genial. La madre se casó con un capitoste de la central de HelthWyzer y el chico fue con ella.
—Donde está Lucerne —dijo Toby.
Zeb no hizo caso.
—Se pasó unos firewalls, se preparó unas cuantas identidades en pantalla y volvió a contactar. Tuvimos noticias suyas durante un tiempo, luego nada.
—Quizás ha perdido interés —dijo Toby—. O puede que lo pillaran.
—Quizá —dijo Zeb—, pero es jugador de ajedrez tridimensional, le gustan los retos. Es muy ágil. Además no tiene miedo.
—¿Cuántos como él tenemos? —preguntó Toby—. ¿En los complejos?
—Ningún hacker tan bueno —dijo Zeb—. Este tipo es único.