46
Al día siguiente era el Día de San Aleksander Zawadzki de Galitzia. Era un santo menor, pero uno de los predilectos de Toby. Había vivido en tiempos turbulentos —¿cuándo hubo tiempos no turbulentos en Polonia?—, pero había seguido sus propios impulsos pacíficos y ligeramente descabellados de todos modos, catalogando las flores de Galitzia, identificando sus escarabajos. A Rebecca también le gustaba: se había puesto su delantal de mariposas bordadas y había hecho galletas en forma de escarabajo para el aperitivo de los más pequeños, adornando cada una de ellas con una A y una Z. Los niños habían compuesto una cancioncita sobre él: «Aleksander, Aleksander, te sube un escarabajo por la nariz. Échalo en tu pañuelo, no seas infeliz.»
Era media mañana. Pez Martillo seguía durmiendo bajo los efectos de la adormidera del día anterior: Toby se había pasado, pero no se sentía demasiado culpable, y así disponía de un rato para sus tareas habituales. Se había ataviado con los guantes y el sombrero con velo de apicultura y había encendido el brasero con su fuelle: como había explicado a las abejas, pretendía pasar la mañana extrayendo panales enteros. Sin embargo, antes de que empezara el ahumado, apareció Zeb.
—Malas noticias —dijo—. Tu colega de Painball ha salido otra vez.
Como todos los demás Jardineros, Zeb conocía la historia del rescate de Toby de las garras de Blanco por parte de Adán Uno y los Capullos y Flores: formaba parte de la historia oral. Zeb también percibía el temor de Toby, aunque habían hablado de ello.
Toby sintió un escalofrío. Se levantó el velo.
—¿En serio?
—Más viejo y más peligroso —dijo Zeb—. Ese capullo retorcido debería haber sido pasto de los buitres hace mucho. Pero debe de tener amigos en las altas esferas, porque otra vez está dirigiendo el SecretBurgers de
—Mientras se quede allí —dijo Toby. Trató de que su voz sonara más fuerte.
—Las abejas pueden esperar —dijo Zeb. La cogió del brazo—. Has de sentarte. Fisgonearé. Tal vez se haya olvidado de ti.
Se llevó a Toby a la cocina.
—Cariño, pareces hecha polvo —dijo Rebecca—. ¿Qué te pasa?
Toby se lo contó.
—Oh, mierda —dijo Rebecca—. Te prepararé un poco de Rescue Tea, tienes pinta de necesitarlo. No te preocupes, el karma de ese tío lo matará algún día.
Sin embargo, Toby pensó que «algún día» era un momento demasiado distante.
Era por la tarde. Muchos de los miembros ordinarios de los Jardineros se habían reunido en el tejado. Algunos estaban volviendo a atar las tomateras y a levantar las matas de calabacín que había tumbado la tormenta, una más violenta de lo habitual. Otros se habían sentado a la sombra, ocupados tejiendo, atando, arreglando. Los Adanes y las Evas estaban inquietos, como siempre sucedía cuando albergaban a un fugado, ¿y si habían seguido a Pez Martillo? Adán Uno había apostado centinelas; él mismo estaba al borde del tejado en pose de meditación, con una pierna apoyada en la pared, manteniendo la mirada en la calle de abajo.
Pez Martillo se había despertado, y Toby la había puesto a trabajar cogiendo caracoles de las lechugas; les había dicho a las bases de los Jardineros que era una nueva conversa, y tímida. Habían visto ir y venir a muchos nuevos conversos.
—Si tenemos una visita —dijo Toby a Pez Martillo—, cualquier cosa como una inspección, bájate el sombrero y continúa con los caracoles. Actúa como si estuvieras en segundo plano.
Ella estaba ahumando las abejas, basándose en la teoría de que era mejor seguir actuando como si tal cosa.
Entonces Shackleton, Crozier y el joven Oates llegaron haciendo ruido por la escalera de incendios, seguidos por Amanda y luego por Zeb. Fueron directos hacia Adán Uno. Éste hizo un gesto con la barbilla a Toby: ven con nosotros.
—Ha habido una escaramuza en —dijo Zeb después de que se agruparan en torno a Adán Uno.
—¿Escaramuza? —dijo Adán Uno.
—Sólo estábamos mirando —dijo Shackleton—. Pero él nos vio.
—Nos llamó putos ladrones de carne —dijo Crozier—. Estaba borracho.
—Borracho no, colocado —dijo Amanda con autoridad—. Trató de golpearme, pero le hice un satsuma.
Toby sonrió un poco: era un error subestimar a Amanda. Se había convertido en una amazona alta y fibrosa, y había estado estudiando Limitación de Derramamiento de Sangre Urbana con Zeb. Igual que sus dos esbirros devotos. Tres si se contaba a Oates, aunque éste se hallaba simplemente en el nivel de enamoramiento imposible.
—¿De quién estáis hablando? —preguntó Adán Uno—. ¿Dónde ha sido eso?
—En SecretBurgers —dijo Zeb—. Estábamos comprobándolo, oímos que Blanco había vuelto.
—Zeb le hizo un unagi —dijo Shackleton—. ¡Impecable!
—¿Tenías que ir personalmente? —dijo Adán Uno, un poco de mala manera—. Tenemos otras formas de...
—Entonces lo rodearon los Asían Fusión —continuó Oates con excitación—. ¡Tenían botellas!
—Él sacó una navaja —dijo Croze—. Hirió a un par.
—Espero que no haya daño duradero —dijo Adán Uno—. Igual que deploramos la existencia de SecretBurgers y las depredaciones de este..., de este desgraciado individuo, desaprobamos la violencia.
—El puesto tumbado, carne por el suelo... Las únicas heridas que tiene son cortes y hematomas —dijo Zeb.
—Esto es desafortunado —dijo Adán Uno—. Es cierto que en ocasiones hemos de defendernos, y hemos tenido problemas con este..., hemos tenido problemas con él antes. Pero en esta ocasión, ¿me da la impresión de que hemos atacado primero? —Frunció el ceño mirando a Zeb—. ¿O hemos provocado un ataque? ¿Es correcto?
—El capullo se lo merecía —dijo Zeb—. Deberían ponernos una medalla.
—Nuestras maneras son las maneras de la paz —dijo Adán Uno, torciendo aún más el gesto.
—La paz no lleva a ninguna parte —dijo Zeb—. Hay al menos cien especies más extinguidas desde el mes pasado. ¡Se las comen! No podemos quedarnos aquí sentados viendo cómo se van apagando las luces. Había que empezar en alguna parte. Hoy SecretBurgers, mañana esa puta cadena de restaurantes gourmet. Rarity. Eso ha de terminar.
—Nuestro papel respecto a los animales es dar testimonio —dijo Adán Uno—. Y salvaguardar el recuerdo y los genomas de los difuntos. No puedes combatir a la sangre con sangre. Pensaba que estábamos de acuerdo en eso.
Hubo un silencio. Shackleton, Crozier, Oates y Amanda estaban mirando a Zeb. Zeb y Adán Uno estaban mirándose el uno al otro.
—Da igual, ahora es demasiado tarde —dijo Zeb—. Blanco está furioso.
—¿Cruzará los límites de las plebillas? —preguntó Toby—. ¿Hará una incursión aquí, en el Sumidero?
—Con el humor que gasta ahora, no cabe duda —dijo Zeb—. Los tipos comunes de las mafias ya no le dan miedo. Es un painballer reincidente.
Zeb advirtió a los Jardineros reunidos, apostó una fila de observadores en torno al tejado, y situó a los más fuertes al pie de la escalera de incendios. Adán Uno protestó, diciendo que actuar como tus enemigos era ponerse a su altura. Zeb dijo que si Adán Uno quería organizar las cuestiones de defensa de alguna otra manera era libre de hacerlo, pero en caso contrario debería mantenerse al margen.
—Hay movimiento —dijo Rebecca, que estaba vigilando—. Me parece que vienen tres.
—Pase lo que pase —le dijo Toby a Pez Martillo—, no eches a correr. No hagas nada que llame la atención. —Se acercó al borde del tejado para mirar.
Había tres pesos pesados mostrando músculos en la acera. Llevaban bates de béisbol, pero no pulverizadores. No eran de Corpsegur, pues, sólo matones de las plebillas buscando venganza por el destrozo en SecretBurgers. Uno de los tres era Blanco: Toby podía localizarlo desde cualquier ángulo. ¿Qué iba a hacer? Machacarla allí mismo hasta matarla, o llevársela a rastras para matarla más lentamente en otro sitio.
—¿Qué pasa, querida? —dijo Adán Uno.
—Es él —dijo Toby—. Si me ve, me matará.
—No te aflijas —dijo—. No te va a hacer nada malo.
Pero, puesto que Adán Uno pensaba que incluso las peores cosas ocurrían por razones en última instancia excelentes aunque insondables, a Toby no le resultó tranquilizador.
Zeb le dijo que era mejor que escondiera a su invitada especial, por si acaso, así que se llevó a Pez Martillo a su cubículo y le dio una bebida calmante, con mucha manzanilla y un poco de adormidera. Pez Martillo se quedó dormida, y Toby se sentó a su lado con la esperanza de que no terminaran las dos arrinconadas. Se dio cuenta de que estaba buscando armas. Supongo que puedo atizarles con la botella de adormidera, pensó. Pero no es muy grande.
Volvió al tejado. Todavía llevaba su traje de apicultora. Se ajustó los pesados guantes, cogió el fuelle y se bajó el velo.
—Quedaos a mi lado —dijo a las abejas—. Sed mis mensajeras.
Como si pudieran oír.
La lucha no duró mucho. Después, Toby oyó a Shackleton, Crozier y Oates narrando la historia completa a los más pequeños, a los que se había llevado Nuala. Según ellos, había sido épico.
—Zeb estuvo brillante —dijo Shackleton—. ¡Lo tenía todo planeado! Debieron de pensar que como somos tan pacifistas y tal, podían venir y... En fin, fue como una emboscada: retrocedimos por la escalera, con ellos persiguiéndonos.
—Y entonces, y entonces —dijo Oates.
—Y entonces, arriba, Zeb dejó que el primer tipo se le echara encima, y entonces cogió el extremo del bate de béisbol del tipo y lo lanzó, y el tipo casi aplastó a Rebecca, y ella tenía esa horca de dos dientes, y bueno, el tío cayó gritando desde el borde del tejado.
—¡Así! —dijo Oates, agitando los brazos.
—Entonces Stuart pulverizó al siguiente con el hidratante de plantas —dijo Crozier—. Dice que funciona con los gatos.
—Amanda le hizo algo, ¿no? —le dijo Shackleton con cariño—. Como algún movimiento de Limitación de Derramamiento de Sangre, un hamachi o, no sé lo que hizo, pero también se cayó por encima de la barandilla. ¿Le diste en los huevos o qué?
—Lo realojé —dijo Amanda recatadamente—. Como a un caracol.
—Luego el tercero echó a correr —dijo Oates—. El tipo más grande. Todo rodeado de abejas. Eso lo hizo Toby, fue genial. Adán Uno no nos dejó perseguirlo.
—Zeb dice que la cosa no ha terminado —dijo Amanda.
Toby tenía su propia versión, en la cual todo se había movido muy rápido y muy despacio al mismo tiempo. Ella se había situado detrás de las colmenas, y luego los tres aparecieron justo allí, emergiendo del último rellano de la escalera. Un hombre de rostro pálido con un mentón oscuro y bate de béisbol, un Redfish con cicatrices, y Blanco. Blanco la había localizado inmediatamente.
—Te he visto, culoseco —gritó—. ¡Te haré carne picada!
Su velo de apicultora no era ningún disfraz. Blanco había sacado el cuchillo; estaba riendo.
El primer hombre se había enredado con Rebecca y había pasado de algún modo por encima de la barandilla, gritando en la caída, pero el segundo todavía estaba acercándose. Entonces Amanda —que se había quedado a un lado, con aspecto etéreo e inofensivo— había levantado el brazo. Toby había visto un destello de luz, ¿era cristal? Pero Blanco casi estaba encima de ella: no había nada entre ambos salvo las colmenas.
Toby derribó las colmenas, tres. Ella llevaba el velo, pero Blanco no. Las abejas salieron zumbando con rabia y fueron a por él como flechas. Blanco huyó corriendo por la escalera de incendios, aleteando y dando palmadas, seguido por una nube de abejas.
Toby tardó un rato en volver a poner las colmenas derechas. Las abejas estaban furiosas y picaron a varios Jardineros. Toby pidió disculpas a las víctimas, y ella y Katuro las trataron con calamina y manzanilla; pero ella se disculpó más profusamente con las abejas, una vez que las hubo ahumado lo suficiente para adormilarlas: habían sacrificado a muchas de las suyas en la batalla.