61

Doblamos esquinas y enfilamos callejones para mezclar nuestras huellas. Las pisadas eran un problema —había una capa de barro ceniciento—, pero Shackie decía que la lluvia las borraría y, además, los del Equipo Dorado no eran perros, y no podrían olernos.

Tenían que ser ellos: los tres painballers que habían destrozado el Scales, la primera noche del Diluvio. Los que habían matado a Mordis. Me habían visto por el intercomunicador. Por eso habían venido al Scales: para abrir el Cuarto Pringoso como una ostra para llegar a mí. Habrían encontrado herramientas. Puede que hubieran tardado un rato, pero al final lo habrían logrado.

Pensarlo me dio un escalofrío, pero no se lo conté a los demás. Ya tenían bastantes preocupaciones.

Había mucha basura acumulada en las calles: cosas quemadas, cosas rotas. No sólo coches y camiones. Cristal, mucho cristal. Shackie decía que había que tener cuidado con los edificios en los que entrábamos: ellos habían estado al lado de uno cuando se derrumbó. Debíamos mantenernos alejados de los altos porque los incendios podían haberlos debilitado y si las ventanas de cristal te caían encima, adiós cabeza. Sería más seguro estar en un bosque que en una ciudad. Que era lo contrario de lo que la gente solía pensar.

Eran las pequeñas cosas normales lo que más me molestaba. El diario viejo de alguien, con las palabras fundiéndose en las páginas. Los sombreros. Los zapatos: eran peor que los sombreros, y era peor si había dos zapatos iguales. Los juguetes. Los cochecitos sin el bebé.

La ciudad entera era como una casa de muñecas volcada y pisoteada. De una tienda salía un rastro de camisetas brillantes, como enormes huellas de ropa que recorrían la acera. Habían entrado destrozando la ventana y habían saqueado el lugar, aunque ¿por qué pensaban que un montón de camisetas iban a servirles de algo? Una tienda de muebles vomitaba brazos de sillón, patas de silla y cojines de piel en la acera, y vi una tienda de gafas con monturas de moda, doradas y plateadas: nadie se había molestado en llevárselas. Una farmacia: la habían destrozado por completo en busca de drogas recreativas. Había un montón de contenedores de BlyssPluss vacíos. Creía que estaba en fase de pruebas, pero al parecer allí lo vendían en el mercado negro.

Había montones de ropa y huesos.

—Ex humanos —dijo Croze.

Se habían secado y los habían picoteado. No me gustaban las cuencas oculares. Ni los dientes. Las bocas tenían mucho peor aspecto sin labios. Y el pelo era muy nervudo y de quita y pon. El pelo tarda años en descomponerse; eso lo aprendimos en Compostaje con los Jardineros.

No habíamos tenido tiempo de llevarnos la comida del Scales, así que fuimos a un supermercado. Había montones de basura en el suelo, pero encontramos un par de Zizzy Froots y algunas Joltbar, y en otro sitio había un congelador solar que todavía funcionaba. Contenía semillas de soja y bayas —nos las comimos de inmediato— y hamburguesas de SecretBurger, seis en una caja.

—¿Cómo vamos a cocinarlas? —preguntó Oates.

—Mecheros —dijo Shackie—. ¿Los ves?

En el mostrador había un expositor de mecheros en forma de rana. Shackie probó uno y la llama salió por la boca de la rana y sonó algo parecido a un croar.

—Coge unos cuantos —dijo Amanda.

En ese momento estábamos cerca del Sumidero, así que nos dirigimos a la vieja Clínica de Estética, porque era un lugar que conocíamos. Esperaba que hubiera algunos Jardineros dentro, pero estaba vacía. Hicimos un picnic en nuestra vieja aula: encendimos una hoguera de escritorios rotos, pero sin un gran fuego. No queríamos enviar señales de humo a los painballers dorados, aunque tuvimos que abrir las ventanas, porque estábamos tosiendo demasiado. Asamos los SecretBurgers y nos los comimos, y la mitad de las semillas de soja —no nos molestamos en cocinarlas— y nos bebimos el Zizzy Froots. Oates no dejaba de hacer que el mechero rana croara hasta que Amanda le dijo que parara porque estaba desperdiciando combustible.

La adrenalina de la huida ya se había vaciado. Era triste volver a estar en el mismo lugar donde habíamos sido niños: aunque no nos hubiera gustado siempre, me sentía muy nostálgica por eso ahora.

Supongo que así es como será el resto de mi vida, pensé. Huyendo, gorroneando sobras, en cuclillas en el suelo, cada día más sucia. Lamenté no tener ropa de verdad, porque todavía llevaba el vestido de pavoceta. Quería volver al sitio de las camisetas para ver si quedaba alguna dentro de la tienda que no estuviera húmeda y mohosa, pero Shackie dijo que era demasiado peligroso.

Pensé que tal vez deberíamos tener sexo: habría sido una cosa amable y generosa. Pero todos estaban muy cansados, y sentíamos timidez los unos con los otros. Era el entorno: aunque los Jardineros no estaban allí en cuerpo, estaban en espíritu, y era difícil hacer algo que ellos habrían desaprobado si nos hubieran visto haciéndolo cuando teníamos diez años.

Nos fuimos a dormir en una pila, uno encima de otro, como muñecos.

A la mañana siguiente nos levantamos y había un enorme cerdo en el umbral, mirándonos y olisqueando el aire con su hocico húmedo de boxeador. Habría entrado por la puerta y recorrido el pasillo. Se volvió y se alejó cuando nos vio mirándolo. Quizás olió las hamburguesas cocinándose, dijo Shackie. Dijo que era un recombinado mejorado —Loco Adán se había enterado del experimento— y que tenía tejido de cerebro humano.

—Sí, claro —dijo Amanda—, y está estudiando física superior. Te estás quedando con nosotras.

—Es cierto —dijo Shackie, un poco enfurruñado.

—Lástima que no tengamos un pulverizador —dijo Croze—. Hace mucho tiempo que no pruebo el beicon.

—Basta de ese lenguaje —dije con un tono de voz propio de Toby, y todos reímos.

Antes de que saliéramos de de Estética entramos en el Salón del Vinagre para echar un último vistazo. Las grandes cubas aún estaban allí, aunque algunas tenían un hachazo. Se notaba un olor a vinagre, y también a lavabo: la gente había estado usando una esquina de la sala para eso, y no hacía mucho tiempo. La puerta del armarito donde guardaban las botellas de vinagre estaba abierta. No había botellas; pero sí algunos estantes. Estaban en un ángulo extraño, y Amanda se acercó y tiró de una esquina. Los estantes giraron.

—Mirad —dijo—. ¡Hay una habitación entera aquí dentro!

Entramos. Había una mesa que ocupaba casi toda la sala, y algunas sillas. Pero lo más interesante era un rutón, como los viejos de nuestros Jardineros, y un puñado de contenedores de comida: sojadinas, garbanzos, bayas de goji secas. En un rincón había un portátil apagado.

—Alguien más ha sobrevivido —dijo Shackie.

—No es un Jardinero si tenía portátil —dije.

—Zeb tenía un portátil —dijo Croze—, pero había dejado de ser Jardinero.

Salimos de de Estética sin ningún plan claro. Fui yo quien propuso ir al balneario de AnooYoo: podría haber comida en el Ararat que Toby tenía en el almacén; me había dicho el código de la puerta. También podía haber algo creciendo en el huerto. Incluso me pregunté si Toby no estaría escondida allí, pero no quería alimentar esperanzas vanas y no lo dije.

Pensamos que estábamos siendo realmente cautos. No vimos a nadie en ningún sitio. Fuimos a Heritage Park y nos dirigimos hacia la puerta occidental del balneario, quedándonos en el sendero del bosque, bajo los árboles: nos sentíamos menos visibles de ese modo.

Íbamos en fila india. Shackie iba el primero, luego Croze, después Amanda, detrás yo; Oates iba el último. De repente sentí un escalofrío, y miré detrás de mí, y Oates no estaba allí.

—¡Shackie! —dije.

Y entonces Amanda dio un bandazo hacia un lado, saliendo del camino.

Luego hubo un tramo oscuro como ir entre zarzas: todo era doloroso y embrollado. Había cuerpos en el suelo, y uno de ellos era el mío, y debió de ser entonces cuando me golpeé.

Cuando volví a levantarme, Shackie, Croze y Oates no estaban allí. Pero Amanda sí.

No quiero pensar en lo que ocurrió a continuación.

Fue peor para Amanda que para mí.

El año del diluvio
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