67Toby. San Chico Mendes, mártir
Año 25
Salieron del edificio del balneario justo antes del alba. Iban vestidas con chándal rosa, con los pantalones sueltos y la camiseta con la boca de beso y el ojo guiñado delante. Zapatillas de lona rosas de las que las señoras se ponían para saltar a la comba y entrenar con pesas. Sombreros rosas anchos. Olían a SuperD y a SolarNix rancio. En sus mochilas hay monos rosas, para cuando el sol esté bien alto. Si al menos no fuera todo tan rosa, piensa Toby, como la ropa de los bebés o las fiestas de cumpleaños de las niñas. No es un color intrépido. Y es una elección fatal para el camuflaje.
Sabe de la gravedad de la situación, como solían decir las noticias, por supuesto que sí. Aun así, se siente animada. Tiene la risa tonta, como si estuviera un poco borracha. Como si fueran a irse de picnic. Será una inyección de adrenalina.
El horizonte oriental está brillando; la niebla se levanta de los árboles. El rocío brilla en las matas de lumirrosas, haciendo espejo de la tenue luz espectral de sus flores. La dulzura del prado húmedo respira en torno a ellas. Los pájaros están empezando a revolotear y piar; en las ramas desnudas, los buitres extienden sus alas para secarlas. Una pavoceta bate sus alas hacia ellas desde el sur, planea sobre el prado y desciende en picado para posarse en el borde de la piscina, ahora cubierta con una capa verde.
A Toby se le ocurre que puede que no vuelva a admirar esa vista. Es asombroso cómo el corazón se aferra a cualquier cosa familiar, gimoteando: «Es mío, es mío.» ¿Ha disfrutado de su estancia obligada en el balneario de AnooYoo? No. Pero ahora es su territorio: ha dejado las células muertas de su piel por todas partes. Un ratón lo comprendería: es su nido. Despedida es la canción que entona el Tiempo, decía Adán Uno.
En algún sitio, los perros están ladrando. Ella los ha oído a intervalos en los últimos meses, pero hoy suenan más cerca. No le hacía gracia. Sin nadie para alimentarlos, cualquier perro que queda seguro que se ha vuelto salvaje.
Había subido al tejado antes de salir para examinar los campos. No había cerdos, ni mohair, ni leoneros. Al menos a la vista. Qué poco he podido ver, piensa. El prado, la senda, la piscina, el jardín. El linde del bosque. Le gustaría evitar adentrarse entre los árboles. La naturaleza puede ser estúpida como ella sola, decía Zeb, pero es más lista que tú.
Piensa en el bosque, con sus cerdos escondidos y los leoneros. Y también painballers, por lo que sabe. No me obliguéis. Puede que sea rosa, pero tengo un rifle. Y balas también. Tienen más alcance que un pulverizador. Así que largaos, capullos.
El territorio del balneario y su perímetro boscoso están separados de Heritage Park por una valla rematada por alambre de espino electrificado, aunque la electricidad ya no funciona. Cuatro puertas, este, oeste, norte, sur, con senderos serpenteantes que las conectan. El plan de Toby es pasar la noche junto a la puerta oriental. No está demasiado lejos para que Ren camine: todavía no está lo bastante fuerte para caminatas heroicas. A la mañana siguiente, pueden empezar a avanzar de manera gradual hacia el mar.
Ren todavía cree que encontrarán a Amanda. La encontrarán, y Toby disparará a los painballers dorados con el rifle, y luego Shackleton, Crozier y Oates reaparecerán de donde se hubieran escondido. Ren todavía no está libre de los efectos de su enfermedad. Quiere que Toby la cure y que le solucione todo, como si ella fuera todavía una niña; como si Toby fuera aún Eva Seis, con poderes adultos mágicos.
Pasan junto al monovolumen rosa accidentado, doblan la curva de una carretera, otros dos vehículos: un coche solar, otro tamaño todoterreno que tragaba basuróleo. Se percibe un olor oxidado y dulce mezclado con el olor a chamuscado.
—No mires dentro —dice Toby a Ren cuando pasan.
—No te preocupes —dice Ren—. Vi muchas cosas así en las plebillas, cuando veníamos desde el Scales.
Más lejos hay un perro: un spaniel, muerto no hace mucho. Algo lo ha desgarrado: las moscas zumban sobre las entrañas, pero todavía no hay buitres. El animal que lo haya matado seguramente volverá a su presa: los depredadores no desperdician. Toby atisba los matorrales del lado del camino: las enredaderas están creciendo casi audiblemente, bloqueando la vista. Qué montón de kudzu.
—Deberíamos caminar más deprisa —dice.
Pero Ren no puede caminar más deprisa. Está cansada, la mochila le pesa demasiado.
—Creo que me está saliendo una ampolla —dice.
Se detienen bajo un árbol para tomar un trago de Zizzy Froot. Toby no puede sacudirse la sensación de que algo está agazapado en las ramas, esperando a saltar sobre ellas. ¿Los leoneros pueden trepar? Se obliga a calmarse, a respirar más profundamente, a tomarse su tiempo.
—A ver esa ampolla —le dice a Ren.
Todavía no es una ampolla. Rasga un trozo de su mono y lo usa para envolver el pie de Ren. El sol está a las diez. Se ponen los monos y Toby embadurna sus caras con más SolarNix; luego las rocía con SuperD.
Ren empieza a renquear antes de que lleguen a la siguiente curva de la carretera.
—Atajaremos por el prado —dice Toby—. Es más corto por aquí.