Santa juliana y Todas las AlmasAño 25

De la fragilidad del universo

Narrado por Adán Uno

Mis queridos amigos, los pocos que ahora queden:

Nos queda poco tiempo. Hemos usado parte de este tiempo para subir aquí, al lugar donde floreciera nuestro Jardín del Edén en el Tejado, donde en una era de más esperanza pasamos días tan felices juntos.

Aprovechemos esta oportunidad para morar en la luz en el momento final.

Porque la luna nueva está saliendo, señalando el inicio de Santa Juliana y Todas las Almas. Todas las Almas no se limita a las almas humanas: entre nosotros abarca las almas de todas las criaturas vivas que han pasado por la vida, y se han sometido a la gran transformación, y han entrado en ese estado que en ocasiones llamamos muerte, pero que de forma más correcta se conoce como vida renovada. Porque en este mundo nuestro, y a ojos de Dios, ni un solo átomo que haya existido jamás se pierde del todo.

Querido diplodocus, querido pterosauro, querido trilobite; querido mastodonte, querido dodo, querida alca gigante, querida paloma migratoria; querido panda, querida grulla trompetera; y todos los demás, incontables, que en su momento jugaron en este jardín compartido nuestro: acompañadnos en este momento de juicio, y fortaleced nuestra resolución. Como vosotros, hemos disfrutado del aire y la luz solar, de la luz de la luna sobre el agua; como vosotros, hemos oído la llamada de las estaciones y hemos respondido a ellas. Como vosotros, hemos repoblado la tierra. Y como vosotros, ahora debemos ser testigos del final de nuestra especie y desaparecer del paisaje terrenal.

Como siempre en este día, las palabras de santa Juliana de Norwich, esa santa compasiva del siglo XIV, nos recuerdan la fragilidad de nuestro cosmos, una fragilidad afirmada de nuevo por los físicos del siglo XX, cuando la ciencia descubrió los vastos espacios de vacío que existen no sólo entre los átomos sino también entre las estrellas. ¿Qué es nuestro cosmos sino un copo de nieve? ¿Qué es sino un trozo de encaje? Como nuestra querida santa Juliana expresó con tanta belleza, en palabras de ternura que han tenido eco a través de los siglos:

Vi una cosa pequeñita en la palma de mi mano, del tamaño de una avellana, redonda como una bolita. Pensé, ¿qué será esto? Y se me respondió: «Esto es todo lo que ha sido hecho.» Me maravilló que pudiera mantenerse sin caer en la inexistencia por su pequeñez. Se me respondió: «Se mantiene, y se mantendrá siempre, porque Dios lo ama.»

¿Merecemos este amor mediante el cual Dios mantiene nuestro cosmos? ¿Lo merecemos como especie?

Hemos tomado el mundo que se nos ha dado y hemos destruido con descuido su tejido y sus criaturas. Otras religiones han enseñado que este mundo ha de enrollarse como un pergamino y quemarse para que aparezcan un nuevo cielo y una nueva tierra. Pero ¿por qué iba a darnos Dios otra tierra cuando hemos maltratado tanto ésta?

No, amigos míos. No es esta tierra la que se demolerá: es la especie humana. Quizá Dios creará otra, una raza más compasiva que nos sustituya.

Porque el Diluvio Seco nos ha barrido: no como un vasto huracán ni como una descarga de cometas ni como una nube de gases tóxicos. No, como sospechábamos desde hace mucho tiempo, es una pandemia; una pandemia que no infecta a otra especie salvo la nuestra, y que dejará incólumes a las demás criaturas. Nuestras ciudades están a oscuras, nuestras líneas de comunicación ya no existen. La plaga y destrucción de nuestro Jardín tiene ahora un espejo en la plaga y destrucción que ha vaciado las calles. Ya no hemos de temer que nos descubran: nuestros viejos enemigos no pueden perseguirnos, ocupados como deben estarlo por los tormentos espantosos de su propia disolución corporal, si no están ya muertos.

No deberíamos —de hecho no podemos— regocijarnos en eso. Porque ayer la pandemia se llevó a tres de los nuestros. Ya siento en mí esos cambios que veo reflejados en vuestros propios ojos. Sabemos muy bien lo que nos espera.

Sin embargo, ¡que nuestra partida sea valerosa y gozosa! Terminemos con una plegaria por todas las almas. Entre éstas se hallan las almas de aquellos que nos han perseguido; aquellos que han asesinado a las criaturas de Dios y han extinguido Sus especies; aquellos que han torturado en el nombre de la ley; que no han venerado sino las riquezas y que, para obtener riqueza y poder mundial, han infligido dolor y muerte.

Perdonemos a los que mataron al elefante, a los exterminadores del tigre, a aquellos que asesinaron al oso por su vesícula biliar, y al tiburón por su cartílago, y al rinoceronte por su cuerno. Perdonémosles con libertad, como esperamos que nos perdone Dios, que sostiene nuestro frágil cosmos en Su mano y lo mantiene a salvo por medio de su amor imperecedero.

Perdonar es la tarea más dura que nos tocará realizar. Danos fuerza para ello.

Ahora me gustaría que uniéramos nuestras manos.

Cantemos.

La tierra perdona

La tierra perdona a los mineros

que destrozan y queman su piel;

los siglos vuelven a traer árboles,

y también agua y dentro los peces.

El ciervo al final perdona al lobo

que lo desgarra y bebe su sangre;

sus huesos vuelven al suelo y nutren

árboles con flor, fruto y semilla.

Y bajo esos árboles umbrosos

vivirá el lobo sus calmos días;

y luego le llegará su hora,

se hará hierba, que pastará el ciervo.

Por todas deben morir algunas,

eso lo saben las criaturas;

tarde o temprano, todas transforman

su sangre en vino, su cuerpo en carne.

Mas sólo el hombre busca venganza

y en piedra talla leyes abstractas;

por esa falsa justicia suya,

tortura miembros y aplasta huesos.

¿La imagen de un dios puede ser ésa?

¿Ojo por ojo, diente por diente?

Si venganza moviera los astros,

y no amor, nunca relucirían.

Andamos por una cuerda floja,

son nuestras vidas granos de arena;

el mundo es una pequeña esfera

sostenida en la mano de Dios.

Deshazte de rabia y de rencor,

ten por modelo al ciervo y al árbol;

en el perdón encuentra alegría,

porque sólo él va a liberarte.

Del Libro Oral de Himnos

de los Jardineros de Dios

El año del diluvio
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