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Duelo de mujeres

Madrid, palacio de El Pardo

(10 de mayo de 1795)

...las dos mujeres suben a las habitaciones; la amiga del dueño de la casa, a la que conocen demasiado bien para impedírselo, recorre todos los dormitorios que desea, da con la puerta de hierro, la abre con la llave que le habían dado, encuentra el tesoro y se lo lleva consigo.

MARQUÉS DE SADE

Cuando una mujer tiene miedo de su rival, está perdida.

CONDESA DU BARRY.

Mientras el infante don Gabriel se despachaba en el clavicordio con una partitura de Haydn, el rey tocaba el violín afanándose por seguir a su hermano, que en teoría lo acompañaba. Al mismo tiempo que don Gabriel de Borbón desgranaba su obligación con elegancia, ocurría que su augusto hermano a duras penas daba con las notas y perdía el compás casi constantemente. Para el rey de España no se había hecho el violín, ni Haydn era su fuerte.

—Soberbio, Carlos. —La reina aplaudió entre sonrisas antes de que los demás lo hicieran—. Hoy te has superado a ti mismo. Tu interpretación del segundo movimiento ha sido insuperable; se nota que has ensayado, pues casi has estado a la altura de mi querido cuñado.

—Señor padre —dijo el príncipe Fernando, que también había escuchado la sonata—, soy de la misma opinión que mamá. Escoiquiz me ha dicho siempre que sois un gran músico.

Los invitados, poco más de diez personas de la familia, rompieron a aplaudir y el rey Carlos IV se agachó para dar un beso de agradecimiento a su hijo.

—Gracias, hijo mío. Estoy muy contento de ti y, si sigues por donde te dice tu preceptor, serás un digno sucesor mío.

A María Luisa no le dijo nada; el rey se volvió para saludar a su público con una inclinación de cabeza que todos correspondieron repitiendo los aplausos.

María Luisa se sintió preterida una vez más por su esposo. Carlos IV la quería y la consentía en todos sus caprichos, pero era incapaz de comprenderla y seguirla en sus deseos, se decía molesta. Incluso su cuñado se había marchado con prisas por una puerta disimulada en la pared sin despedirse siquiera de ella. María Luisa sabía de sobra que en Madrid no la querían, que la llamaban «la extranjera», pero eso no le importaba, ni tampoco que la tuvieran en chismes y maledicencias. Lo que la tenía alterada y más susceptible últimamente era que Godoy ya no estaba con ella, al menos como a ella le habría gustado. Manuel de Godoy se excusaba permanentemente pretextando sus muchas ocupaciones en Madrid, «como si El Pardo estuviese en Francia», rezongaba ella. «Mucho trabajo tiene —se quemaba por dentro al pensarlo—, pero el que le dan las faldas, no los papeles del gobierno.»

La reina ya se había malhumorado y quiso retirarse cuanto antes. Se levantó con gesto adusto y, después de despedirse de su marido con una inclinación de cabeza, que al rey le pasó inadvertida, salió de la sala acompañada por la marquesa de Grigny, su camarera personal favorita.

—Pedid que me preparen el baño —le dijo en cuanto se quedaron a solas. Un baño de agua caliente le templaba el malhumor—. Yo me iré un rato a mi gabinete, y decidle a la duquesa de Alba que no es necesario que venga esta noche a mi cuarto.

—Así lo haré, señora. —Y la de Grigny se fue después de la reverencia. Media hora después la reina de España se metía en su bañera.

Fuera porque el agua no estaba a su gusto o porque el celo con Godoy no se le pasaba, el caso es que salió del agua tan enfurecida como había entrado y más desarreglada de ánimo que nunca en semanas, porque desde que Godoy andaba en amores con la Tudó la reina dormía más sola que un cabo de guardia en garita, y eso le daba una desazón que la hacía susceptible en demasía a cualquier contratiempo.

Tampoco quiso cenar y se quedó en su habitación leyendo una obrita de Sade que le había regalado su amiga María Antonieta, la reina de Francia, un par de años antes de que la decapitaran en París. Las páginas de Les 120 journées de Sodome ou L’école du libertinage le servían para desfogar sus instintos, y con ello se serenaba bastante. Esa noche decidió repetir otra vez su lectura porque, desde que Godoy no la servía como ella quisiera, ya se había leído el libro completo en dos ocasiones. Aun esperaba recibir obras nuevas de su admirado marqués, que estaba libre desde 1790, cuando la Asamblea lo había indultado de las penas que cumplía en el hospital psiquiátrico de Charenton, adonde lo habían trasladado desde la Bastilla un año antes.

Esa era la ultima noche de servicio de Cayetana de Alba, y la duquesa estaba harta de una tarea que consistía en acompañar a todas horas a la regia dama, escuchar sus desvarios, mandar que las doncellas le secaran la espalda tras el baño, deshollinar sus oídos si fuese menester, darle razón en todo aquello en lo que osara opinar y, sobre todo, inflar de conversación las aburridas recepciones vespertinas en las que, si no eran tías, eran cuñadas o distantes amigas las que en torno al té despotricaban contra revolucionarios o bandidos, frailes, chulos o todo aquel que tuviera la desgracia de cruzarse en sus conversaciones.

Serían las tres de la mañana cuando María Luisa se despertó sobresaltada. Había tenido una pesadilla que para ella era terrible: se veía sola y encerrada en un convento y una turba de exaltados pedía desde fuera su cabeza, como ella suponía que había sido el final de su amiga María Antonieta de Francia. Las paginas del marqués de Sade, su propio malestar y el miedo a la soledad le habían abierto un foso de angustia que la aterraba. Desconcertada todavía, tocó una de las campanillas de plata de su alcoba, mandó despertar a la de Alba y después, trastabillando, se fue hacia la bañera.

No habían pasado cinco minutos cuando Cayetana de Alba, envuelta en un camisón de seda blanca, con su brillante piel desnuda resplandeciendo bajo las transparencias de la tela, entró asustada en la alcoba de la reina, pensando que algo grave podía ocurrirle a María Luisa, y la encontró llorando, zambullida en la bañera, entre espumas y perfumes de canela.

—¡Qué desgraciada soy, Cayetana!

La de Alba no daba crédito a los reales lagrimones, que perforaban en su precipitada caída la espesa capa de espuma que cubría la bañera.

—¡Por Dios!, ¿qué os pasa, majestad?

—Soy desgraciada, Cayetana. —Y la reina escondía la cara entre las manos mientras hipaba como una cría.

—Tranquilizaos y contádmelo todo, señora. —La duquesa se acercó a la bañera y se sentó en su borde.

—Que soy muy desgraciada de amores —insistía monotemática y obsesiva la egregia llorona.

Cayetana estuvo a punto de estallar en risas porque la escena era de lo más ridícula: la reina de España, de madrugada, desnuda en una bañera, sola y llorando inconsolable porque era «muy desgraciada».

—Majestad, las penas de amor se pasan contándolas y, si no es bastante, empapándolas en licor. Hacedme caso, que sé de lo que hablo. —Cayetana difícilmente contenía ya la risa—. Os traeré un aguardiente, que es lo que os hace falta. ¿Me permitís?

Una especie de ruido, porque casi se atraganta con sus propias lágrimas, salió de la garganta de la Parma. Cayetana entendió que ese gargarismo era un «sí» y corrió como una exhalación al relicario de la alcoba, sacó un aguardiente de Cognac al que la propia reina había arrancado la etiqueta y lo sirvió en una copa de vidrio veneciano.

—Bebed y relajaos —le dijo mientras volvía a la bañera con dos copas en la mano—, que al fin y al cabo sois tan afortunada que cualquiera de nosotras daría la vida por haber nacido reina como vos.

—¿Como yo? ¿Así de fea? ¿Como yo decís, Cayetana? ¿Tan desgraciada como para haber caído en manos de un dormilón atolondrado que sólo sabe rezar? ¿Tan desairada como para que el único hombre que de verdad me hace gozar se aparee con una de esas ramilleras delante de mis narices?

—Más desgraciado es él, alteza, si os referís a Godoy.

—¡Hace un mes que no visita mi alcoba, duquesa! Desde que esa cochina tonadillera se le desvaneció en los brazos en mitad del minué.

—Tranquilizaos. Todos los hombres son iguales, majestad. Los hurgas en la entrepierna y les descubres el seso.

—¡Pero yo soy la reina, a mí no se me hace eso!

La de Parma se puso en pie en la bañera, desplazando en su grotesco movimiento el equivalente a varias cántaras de agua, y se irguió cuan larga era, su culo suculento y fláccido, la tierna carne de la cintura desbordada hasta más allá de las caderas, los pechos alicaídos, como resbalando sin ganas sobre su hinchado vientre, y el manantial de lágrimas surcando su deformado rostro.

—Tomad el licor francés, alteza, os hará bien.

La reina tomó de un trago la copa, y pareció que resucitara en sus adentros el varón fanfarrón que habita en algunas damas.

—¡Lo mandaré a galeras! —dijo.

—Más tonta seríais vos, que perderíais la oportunidad de aprovecharos de él —apostilló la duquesa—. Disculpadme el atrevimiento, pero nada hay que represente peor castigo para un hombre que la indiferencia. Dejadlo, ya necesitará de vos. ¿O qué pensáis, que la Tudó colmará su vanidad eternamente? Por ahora sí, porque una muchacha así lo hace sentirse joven, porque tiene un recodo donde apoyar ese talento que tan pronto está empinado como adormecido. Pero, ¿y cuando vea que esa boba no vale más que para darle calenturas y en todo caso hijos?

La reina salió del baño, se arropó en una toalla blanca y grande que llevaba bordada en una esquina las flores de lis y se tumbó desnuda y boca arriba en su cama.

—Veréis, alteza —continuó la de Alba sentándose a su lado—. Yo me casé con mi primo, el marqués de Villafranca, siendo sólo una niña y sin amarlo, y con el tiempo he comprendido que no hay suerte mejor que no querer a quien te atormenta con ronquidos. Servidora despacha con quien quiere, donde quiere, sin que a nadie le importe, y él, mientras tanto, se ocupa de contabilizar los réditos de nuestras haciendas, de pelearse con los criados y doncellas, y supongo que, de cuando en cuando, tendrá sus más y sus menos en mancebías y burdeles, aunque es tan fino que no le pega nada ¿Pero qué me importa a mí, si estando con él no le hago ninguna falta y yo dispongo de cuanto deseo?

—Pero vos sois bella como ninguna, Cayetana... y yo... mirad qué avejentado aspecto, qué triste pasaporte...

—No olvidéis que sois reina, María Luisa.

—Para lo que me vale...

—¡Cómo que para lo que os vale! Ya quisiera yo la realeza antes que el plante que vos decís que tengo.

—Y lo tenéis, Cayetana, vaya si lo tenéis...

—¿Y para qué me sirve? ¿Acaso visteis en la fiesta que alguien se fijara en mí? Ni siquiera vuestro pintor de cámara, al que habéis hecho director de la Academia, se entretuvo en mirarme. ¡Y bien que está el galán, y talento que tiene!

—¿No decís que son todos iguales? —replicó la reina.

—Y lo son. ¿Para qué pensáis que puede a mí servirme un pintor sino para retratarme y para que yo presuma de los lienzos, ya me cueste encamarme una o más veces con él o con quien sea?

—¿Y es eso todo lo que os atrae de él?

—¡Por Dios, alteza! La fama que tiene ese hombre repartiendo añadidos no la tiene todo el mundo. En las lindes de palacio se habla mucho de su vigor aragonés, aunque seguramente sea en el fondo un desagradecido, como todos.

—Pues igual que mi Manuel... Le he dado tantos títulos como me ha pedido y ved cómo me lo paga.

—Ya os digo que todos resultan iguales. Cuando el vigor de la entrepierna los traiciona, les falla también la memoria y son desagradecidos. Pero por naturaleza intrínseca, por bobería, ni siquiera por calculada maldad.

—Y tanto que son iguales —asintió la de Parma—. Hasta mi Fernandito me llama con desprecio «coliflor de rellano». Con lo joven que es y ya dice que ha tenido mala suerte de salir de una madre tan arrugada. Dice que quiere más a su padre, porque le cuenta cuentos y lo tiene consentido. ¡Pobre hijo! —exclamó la reina con un suspiro—. Si él supiera...

La de Alba quedó asombrada por el extraño comentario de la reina, quien, volcada ahora boca abajo, desnuda, se frotaba sin vergüenza el pubis medio pelado entre los casuales promontorios de la lana desaliñada del colchón.

—Soy una desgraciada, Cayetana. Soy fea... —Y la reina seguía ocupada en trillar su entrepierna mientras hipaba sus lamentos.

Cayetana pensó que lo más prudente era cambiar el tercio y llevar el agua a su molino, porque el espectáculo masturbatorio de la reina le producía cierta repugnancia, y no por lo que hiciera al sexo, ni al decoro, ni siquiera a la decencia. Lo que Cayetana no podía soportar era la fealdad y la chabacanería.

—No os preocupéis, alteza. Yo tengo un remedio que mejorará vuestro aspecto y os hará irresistible.

—Decidme —dijo María Luisa cesando en su trabajo inguinal—, ¿cómo una mujer como yo, desdentada y con las carnes caídas por todos lados, puede atraer a algún hombre?

—Proponiéndooslo, señora. Os rodean unos mancebos soberbios y si os faltan en la cama es porque vos queréis.

—En eso tenéis razón. Pero, al que yo quiero, hace más de dos meses que no lo veo y no me da más que excusas. ¿Para eso lo he favorecido tanto? —Cayetana cubrió a la reina con una sábana, porque el espectáculo de sus carnes le repugnaba—. ¡Estúpido gañán! ¿Se cree que lo hacía por su valía? ¡Lo hacía para tenerlo a mi lado!

—No puedo creerlo... —mintió Cayetana fingiendo sorpresa. Necesitaba ganarse la confianza de María Luisa para seguir adelante con su plan.

—Bastante soporto los ronquidos y rezos del panzudo de Carlos para no buscarme mayores alegrías —fue confesando la reina, ya más tranquila, y más borracha—. Esa pelandusca de Pepita me lo tiene atrapado, pero no sabe ninguno de los dos que les puedo romper ese idilio cuando yo quiera. Me basta destituirlo y mandarlo al destierro.

—No lo hagáis, majestad. Imponedle una boda, y tendrá que aceptarla para no disgustaros y enfrentarse con el rey. Ésa será vuestra venganza y, de paso, la forma de alejar a la tonadillera de su lado.

La reina lanzó una mirada llena de asombro a la duquesa.

—Lo pensaré.

Cayetana vio en el brillo de sus ojos que podía refinar aún más la humillación a la reina.

—Quiero mostraros, como amiga, de qué forma podéis atraer a vuestro lecho al hombre que queráis. Sólo hay que rejuvenecer un poco.

Los ojos de la reina, bastante cegados por el coñac, que ya llevaba cuatro copas, apenas dejaban sitio para otra cosa que no fuera la sorpresa. Con cinismo, para no dejar entrever su alegría, preguntó:

—¿Creéis sinceramente que tengo todavía posibilidades de mejorar mi físico? —María Luisa quería esconder su esperanza y fingía cierto distanciamiento que las ventanas dilatas y convulsas de su nariz negaban a gritos.

—Si supierais los milagros que hace una crema especial que tengo en mi poder, no lo dudaríais. Vedme a mí, cómo me mantengo. —Y se dejó caer del hombro el tirante del camisón para que un pecho perfecto y turgente se iluminara por las velas de la mesilla—. La vida, alteza, hay que vivirla con plenitud o no vivirla.

—¿Qué tengo que pagar, Cayetana? Pedidme lo que queráis; quiero conseguir un cuerpo como el vuestro.

Cayetana comprendió que la reina se había tragado el anzuelo hasta el fondo del estómago. Había llegado el momento de su venganza de mujer.

—Permitid que me acerque a mi habitación. Allí tengo la pócima milagrosa.

—Id de prisa, que aquí os espero. —Y se arrebujó en la sábana retozando sobre la cama. Otra copa de coñac le entró en el cuerpo cuando la duquesa salía de la estancia.

No había pasado un minuto y Cayetana ya estaba de vuelta.

—Majestad, esta crema que os voy a dar no la conoce nadie en el reino. —Y le enseñaba un tarro de porcelana blanca del tamaño de un puño, que había cogido al azar de entre los muchos que había en su tocador—. La fabricaba un mago que acaba de morir en Italia el mes pasado y, por eso, ya no tiene precio. Es irrepetible, ya no hay nadie que la pueda elaborar.

—Decidme el nombre del artista, Cayetana. —María Luisa, casi borracha, pronunciaba como si fuera una niña chica—. Os lo suplico...

—Es Cagliostro, alteza. Lo frecuentaban en toda Europa por hacer verdaderos milagros para que las mujeres nos conservemos jóvenes.

La cara de María Luisa cambió en un instante. Parecía como si hubiera salido de un letargo.

—Ya había oído hablar de él, incluso sé quién lo conoce —dijo con un punto de nostalgia—. Una vez me regaló esa crema un hombre que me amó y que, tal vez, haya sido el único al que yo he amado profundamente.

—¿Lo conozco, alteza?

—Nunca lo sabréis, Cayetana —dijo María Luisa en un arranque de firmeza y recuperando cierta lucidez—. Ese hombre me descubrió como mujer y supo sacar de mí lo que yo tenía escondido dentro y que ni siquiera yo misma alcancé nunca a imaginar que desearía. Ese hombre me supo guiar por donde yo quería ir y por donde nunca me hubiera atrevido a internarme, ni soñar siquiera; pero hace más de diez años que se cerró nuestro camino y desde entonces no he encontrado a nadie que tenga su maestría, sólo simples aprendices.

—¿Y Godoy?

—Un gañán al lado suyo, un pobre macho satisfecho y egoísta.

Cayetana, mientras hablaba con la reina, le quitó la tapa al tarro de la crema y jugueteaba con el cierre, un tapón de corcho rematado por una esfera de cristal de roca, que cada poco se iba restregando, muy suavemente, por las mejillas y el cuello. La mixtura exhalaba un perfume magnífico que con sólo olerlo hacía perder el sentido.

—¿Me permitís, alteza?

Y Cayetana pasó el corcho por la frente de la reina.

—¿Cómo debo usarla?

—Alteza —le fue contestando muy despacio la duquesa—, este tarro tenéis que guardarlo en secreto, con vuestras cosas más íntimas, y es delicado como un animal de fábula. Tiene sus leyes.

—Decídmelas, querida amiga. Que nunca os lo podré agradecer bastante.

—La primera es que a la pócima nunca la podrá alumbrar la luz del día —comenzó a mentirle—; no le debe dar la luz del sol, porque sólo podréis destapar el frasco y aplicaros su producto por la noche.

—¿Como ahora?

—Exactamente. La segunda regla hace a la Luna —siguió mintiendo—. Esta crema es para nosotras, que somos mujeres y por ello criaturas de la Luna. Si os la aplicáis en fases de Luna creciente veréis que sus efectos se multiplican, y si es en día de Luna llena os hará un servicio veintiocho veces más intenso que en día de Luna nueva, tantas veces como días tiene nuestro ciclo de sangre y el de la Luna.

—¿Son sólo dos reglas?

—No, alteza. Todo en la magia gira en torno al número tres, el más importante, y ahora viene la tercera y última regla, la más trascendental. —Cayetana quiso concluir así la fabulación, la cual, a juzgar por la cara que ponía María Luisa, le estaba entrando en la cabeza como si fueran las Tablas de la Ley—. Debéis absteneros durante tres meses de cualquier acto de placer con vos misma o provocado por mano ajena. Es importante que la castidad acompañe a la impregnación de la crema, para que sus efectos sean milagrosos.

—No me lo dijo así mi amigo entonces —rezongó María Luisa, que recordaba todavía sus apasionadas sesiones de sexo bajo las palabras del divino marqués.

—Sería otra crema —improvisó la duquesa—. Han pasado diez años, decís, y el maestro ha depurado la fórmula cada vez más. ¿No os sentís distinta desde que os he puesto una pizca del milagro en la cara?

—Sí, Cayetana —replicó la reina—. Creo que empiezo a sentirme mareada.

—Sabed que ése es el primer efecto —inventó Cayetana—. Primero sus efluvios penetran en el cuerpo por el olor. No os preocupéis si con las primeras dosis que extendáis sobre vuestra frente y vientre, que habrán de ser ínfimas, notáis que la piel se os irrita. Eso es síntoma de que la magia de la pócima está funcionando en vos. Pero sobre todo es su olor el que obra el milagro.

María Luisa entornaba los ojos y a duras penas lograba mantenerlos abiertos. Tal era su sugestión que se creía embriagada por la crema de su amiga, cuando en verdad lo que le pesaba en los ojos era el coñac que llevaba trasegado esa noche.

—Tapa la esencia, Cayetana. No quiero que se derroche su aroma.

Y la de Alba cerró el tarro mientras la reina se iba quedando amodorrada.

—Ahora decidme, alteza. ¿Dónde deseáis que guarde el milagro?

María Luisa, que ya estaba más dormida que despierta, señaló torpemente con el dedo índice hacia un mueble que había enfrente de la cama, cerca de la puerta.

—Abre la gaveta principal y en la parte superior encontrarás un resorte que está disimulado.

Cayetana fue hacia allí con el tarro. Después de hurgar y tantear el fondo del cajón dio con el mecanismo.

—Ya lo he encontrado —dijo Cayetana—. Se ha abierto una portezuela en el tablero de la derecha.

—Detrás de esa puerta hay dos compartimientos. —Las palabras de la reina se hacían confusas por momentos—. Guárdalo en el de la derecha, que es donde guardo lo más importante de mi vida.

Cayetana introdujo la mano en el compartimiento y palpó unos sobres, tres exactamente. Sobre uno de ellos dejó el bote con la crema.

—Alteza, ya está guardado.

La reina ya no la oía. Dormía profundamente... y roncaba.

Cayetana no pudo evitar reírse sin disimulo. La reina nunca sabría que la crema era inocua, una vulgar crema hidratante de pepinillos y cerveza, y que el milagro nunca sacaría de ella nada que hubiera perdido. La magia del elixir era sólo la capacidad de fomentar la fantasía de una mujer acomplejada y poseída por la estupidez y la ambición.

—¡Zorra estúpida! —le escupió Cayetana cuando volvió a la cabecera de la cama a recoger su chal.

La duquesa estaba exultante, había conseguido su venganza. No sólo había logrado que María Luisa de Parma no fornicara ni se masturbara durante tres meses, que era lo que le iba a durar el frasco, sino que además la tendría desquiciada todo ese tiempo esperando todos los días delante del espejo que se obrara el milagro imposible de Cagliostro.

La puerta secreta de la gaveta seguía abierta, y Cayetana corrió a cerrarla; todo tenía que quedar como lo había dejado para que su añagaza diera resultado. Empujó el resorte y sonó otra vez el clic del roce de dos trozos de madera de caoba al accionar un oculto mecanismo, pero la gaveta seguía sin cerrarse. Sucedía que los sobres se habían desplazado hacia el exterior y asomaban limpiamente fuera de su escondite. Cayetana los empujó para llevarlos a su sitio pero de repente se paró. Su curiosidad podía más que la prudencia y, con mucho cuidado, los sacó del todo de la acanaladura donde se habían atascado. Tomó las tres cartas en la mano y le sorprendió el sello en el lacre: lo conocía de sobra.

Por un instante dudó sobre lo que debía hacer, pero un sexto sentido le dijo que tenía que abrirlas, y así lo hizo con la primera de ellas. Lo que leyó la hizo tambalearse y la dejó sin resuello. De repente no sabía qué hacer: lo que tenía en las manos era increíble.

Dudó sólo un instante y, sin esperarse a leer el final de lo que había escrito en la primera, cogió también las otras dos y se las guardó en el pecho, debajo del camisón. El corazón le latía a toda prisa; estaba muy asustada.

—Cayetana, ¿estas ahí? —preguntó la reina en sueños, entre ronquido y ronquido.

Unos pasos rápidos y el ruido de una puerta a medio cerrar fueron la única respuesta.