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El desplante

Madrid, estudio de Francisco de Goya

(15 de mayo de 1795)

...se enamoró locamente y no sólo no se cansó de sus desplantes, sino que se decidió completamente en serio a no levantar el asedio sin haberla conquistado.

Marqués de Sade

—Estoy aquí para que me pintéis el rostro.

El pincel quedó suspendido en el aire, paralizado ante la irrupción de una mujer que miraba al pintor con altanería desde debajo de unas cejas tan firmes como rotundas. Había sido la corriente de aire —una fragancia de nardo y menta— y no la repentina y extraña petición lo que había llamado la atención de Goya, quien, tras un gesto de disculpa que ocultó el escalofrío que le recorrió el cuerpo, señaló a sus oídos recordando a la recién llegada que era sordo.

—Y vos lo sabéis perfectamente, duquesa —añadió el pintor.

Lo que los dos sabían verdaderamente era que, después de la fiesta en casa de la duquesa, sus destinos volverían a trenzarse, pero no esperaba Goya que ese paso lo diera la duquesa tan pronto.

—Me importa un bledo vuestra sordera —respondió la de Alba con toda su sinceridad castiza, acercándose a él—. Lo que necesito es un retrato, y no me iré de aquí sin conseguirlo, y lo quiero pequeño, que me quepa en cualquier sitio. No es mucho lo que os pido, apenas un simple boceto a tinta o carboncillo.

Tras las gesticulaciones que siempre había que hacer para entenderse con el pintor, María del Pilar Teresa Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo había entonado la última frase con ternura, casi con mimo, y la firmó con un mohín de pena que Goya conocía sobradamente.

—Pero, señora, nada me agradaría más que complaceros, que os debo mucho, pero me sorprendéis en mitad de un encargo urgente —se quiso justificar Goya—. Estoy pintando a la reina María Luisa, nuestra señora, que Dios guarde mu...

—¿María Luisa?, ¿esa puta engreída? —cortó Cayetana.

—¡Por Dios, duquesa! —se achicó Goya, a quien la sordera no le impedía leer los labios—. No debéis hablar así de la reina en mi presencia, y menos aún cuando os acaba de conceder el honor de hacerle de sirvienta. Os recuerdo que soy pintor de cámara de la familia real, y que ningún beneficio puede acarrearme oíros.

La puerta del estudio continuaba abierta, y aún se encontraban en el umbral una asustada Remedios —que seguía fiel al servicio del pintor— y Rafaela, la vieja dueña que acompañaba a todas partes a Cayetana y a la que todos se referían como «la Beata» por sus muchos rezos. Goya se encaminó hacia ellas y les dio licencia para retirarse y quien obedeció enseguida fue Remedios, pero no así Rafaela, que esperó a que su señora le indicara lo propio para, entre gestos de disgusto y rezongando, seguir el camino de la criada del pintor. Goya, emocionado y temblando como un crío cuando espera que lo bese su primera novia, cerró por fin la puerta y se dirigió hacia la duquesa, quien por su cuenta y riesgo ya había ocupado una banqueta alta, quizá menos sucia y pintarrajeada que las demás. Antes de que Goya dijera nada, Cayetana reanudó su ataque aprovechando el evidente azoramiento del pintor.

—A fe mía que no sabía que fuerais tan miedoso, Francisco. —El temblor que recreó en su cuerpo con toda la sorna de la que fue capaz agitó los bucles de su larga cabellera de color caoba—. ¿Tanto poder tiene sobre vos esa calientacamas?

—Veréis, ilustre señora. No es tanto miedo como precaución, pues si bien vos sois grande de España y, por ello, de algún modo inmune a las ojerizas reales, yo tan sólo soy un humilde pintor que acaba de ser nombrado director de la Academia y al que no costaría ningún trabajo quitar de en medio.

—¡A otro perro con ese hueso! —exclamó la de Alba, que había pasado el mes de camarera en el palacio pensando en ese encuentro con Goya—. ¿Me creéis idiota? No sólo sois el mejor pintor que se conoce, lo que ya os protege, sino que yo habría de ser ciega para no saber con quién os jugáis los cuartos. Y no sólo ahora, que tanta estima despertáis en palacio, sino desde hace ya varios años. Yo también tengo mis informadores, y posiblemente sean muchos más y estén mejor situados que los que pueda tener esa buscona que tanto daño está haciendo al trono y a España.

—Con todo, duquesa —respondió el pintor con humildad—, convendréis conmigo en que éstos no son buenos tiempos para enfrentarse a la reina.

—¡Bah, bobadas! La de Parma sólo piensa en una cosa, y para ello necesita más abrir las piernas que las orejas. Y ahora dejaos de excusas tontas ¡y pintadme el rostro!

Goya miró por un instante esos ojos que parecían chocolate y sonrió. Tampoco hubiera sido muy inteligente negarse a la petición de la más noble de entre las nobles. Y, además, ¿qué iba a negarle a ella? Todo el afecto y hasta el amor que sentía por la duquesa había surgido desde el primer momento en que la vio fugazmente, en el verano de 1783, en la residencia del infante don Luis de Borbón, en su casa de Ávila.

La oportunidad de viajar a Arenas de San Pedro, a aquellos parajes del Tiétar abrigados por los montes de Gredos, había representado para él la primera ocasión de codearse con lo más granado de la corte del rey Carlos III. Pero ninguno de los aristócratas invitados a tan distinguido veraneo le había llamado tanto la atención como esa joven de ojos embrujados que hacía llamarse Cayetana, a secas. Ni siquiera se había fijado en los finísimos labios de la preciosa anfitriona, María Teresa de Villabriga, ni en la mirada transparente de Gaspar de Jovellanos, al que tanto admiraba ahora, ni en el ambicioso semblante del conde de Floridablanca, ni tampoco en el singular arte del maestro Boccherini con el violonchelo, ni en ningún otro de los sesenta ilustres invitados. Sólo se había fijado en ella, en Cayetana.

Pero apenas tuvo tiempo ni de besar su mano, porque, arrastrada literalmente por su esposo, el marqués de Villafranca del Bierzo, la duquesa de Alba desapareció en el sillón trasero del birlocho y se perdió en los pinares, de regreso a Madrid.

Tuvo que esperar nueve años más hasta que se repitió el milagro. Así, una noche de finales de 1792, entre los terribles males que acosaban su cabeza, la atisbo de nuevo. Tenía en una mano una esponja y en la otra una jofaina, y permanecía sentada al borde de su cama, en la casa de su amigo Sebastián Martínez, en Cádiz. Hasta allí había llegado Goya más muerto que vivo desde Sevilla, ciudad en la que contrajo —o en la que se destapó— la extraña enfermedad que tanto iba a atormentar en adelante su cuerpo y su espíritu.

Nadie había sido capaz desde entonces de decirle la clase de mal que le atravesaba las sienes y le había destrozado los tímpanos. El diagnóstico del primer médico que lo atendió en Sevilla, tras caer cuan largo era en mitad de la calle, fue el de insolación —«Apártese del sol y beba mucho líquido»—, visto lo cual, y teniendo en cuenta que era el mes de noviembre, Goya decidió encaminarse inmediatamente a Cádiz, donde, le pareció, no haría falta esforzarse mucho para encontrar un galeno que conociera su profesión o que por lo menos no lo tomara por estúpido.

Sebastián Martínez —masón y una de las escasas personas en el mundo que tenían la cédula real para comerciar directamente con la América hispana— lo recibió con los brazos abiertos y una gran preocupación por verlo tan grave. Incluso tuvieron que sacarlo del coche y subirlo en parihuelas a una habitación, donde quedó hecho un amasijo de lamentos. Poco después desfilaba por allí lo más granado de la medicina gaditana. Uno de los médicos aventuró que el origen de sus desgracias podía residir en el morbo gálico, ya que éste afectaba con frecuencia a los cerebros y los sentidos de los afectados. Sin embargo, le extrañaba que el paciente no tuviera las bubas y las manchas típicas de esta enfermedad.

En sus momentos de lucidez, Goya no consideraba descabellado semejante dictamen. Al fin y al cabo, la sífilis era una enfermedad muy corriente y el artista nunca había sido excesivamente cuidadoso en sus contactos carnales. En un rato en que lo dejaron solo quiso comprobar por sí mismo si una de las partes más queridas de su cuerpo había resultado contaminada por el mal, y, aunque respiró aliviado al no percibir variaciones al respecto, ni siquiera cuando orinó, la idea no se le quitó del todo de la cabeza. Cuando volviera a Madrid, se decidió, tendría que hablar muy en serio con su amigo Leandro sobre las frecuentes excursiones que ambos emprendían a la bodega del Chocante o a la calle Barquillo.

Las crisis se sucedían espasmódicamente. Ni el propio Goya sabía cuándo sería la próxima y rezaba para que no llegara jamás. Las pócimas y los ungüentos apenas le hacían efecto, los oídos seguían supurándole y sólo el propio curso de la enfermedad marcaba sus momentos de descanso.

Pero una noche, cuando el dolor más arreciaba, Sebastián Martínez se abrió paso entre las brumas acompañado de una mujer de tez muy blanca, rostro ovalado y largas guedejas de color caoba.

—Es la duquesa de Alba, que se interesa por tu salud —oyó gritar, aunque él lo oía muy bajo, a su amigo y anfitrión— y trae un remedio que puede aliviarte.

—Ya fuera veneno, lo tomaría igual —respondió el martirizado amagando una sonrisa.

La aristócrata, entonces, cogió una palangana, se sentó a su lado, buscó en el interior de un pequeño capazo y de él extrajo un paquete envuelto en un paño que chorreaba agua. Desenvolvió el paño sobre la palangana y al hacerlo aparecieron un montón de pequeñas hojas apelmazadas y arrugadas, que sin embargo aún lucían su color verde.

—Cuando el dolor apriete, coged unas cuantas y masticadlas hasta hartaros. No las traguéis y mantenedlas en la boca hechas una bola. Notaréis el efecto rápidamente, pero no abuséis. No tengo más que este puñado. Y recordad que debéis mantenerlas húmedas a toda costa. Unas horas sin agua y se perderían irremisiblemente.

—Gracias, ilustre señora —susurró el macilento Goya mientras se aprestaba a introducir en su boca cuatro o cinco de esas hojas—. No sé cómo podría pagaros...

—Ilustre señora, ilustre señora... —remedó la duquesa—. Para vos soy Cayetana, de modo que menos zarandajas y tratamientos. Masticad ahora y, si podéis, dormid después, que es lo que más falta os hace. —Dicho lo cual, rehízo el paquete, se levantó y salió junto con Sebastián de la habitación.

El gusto amargo y hasta un poco rancio de las hojas —algunas de las cuales crujían secas en su boca— dio paso a una sensación de acorchamiento en el paladar, los labios y la lengua que fue extendiéndose al resto de su cabeza. Un cierto grado de euforia se apoderó de él cuando vio que, al cabo de un rato, el dolor remitía. Se giró hacia la campanilla que tenía sobre la mesilla y soñó que aquella noche no la necesitaría.

A la mañana siguiente preguntó a Sebastián por su benefactora. Dos veces se había despertado, y las dos veces se había encontrado con su rostro y había sentido sus manos aplicándole agua en la frente.

—Se ha marchado —fue la contestación de su amigo—. Tenía muchos asuntos que resolver y regresó temprano a su palacio de El Rocío. Tengo que reconocer que me dejó atónito que supiera que estabais aquí y enfermo. — Hubo una pausa para una respuesta que no llegó—. Me ha expresado sus deseos de que os repongáis cuanto antes y ya me ha anunciado que volverá pronto. Esperemos que estéis bien para entonces.

Goya siguió sin hablar durante unos segundos, y cuando lo hizo fue para saber si Sebastián había encontrado la correspondencia que llevaba para él y que por culpa de su enfermedad no había podido entregarle personalmente. Después, aliviado con la respuesta, le pidió que cerrara casi por completo las ventanas porque la luz diurna le molestaba. Aunque ¿quién sabe si en aquel momento deseaba volver a la oscuridad sólo por revivir ese instante, aún reciente, en que un ángel había penetrado en el peor de sus infiernos?

—Más pequeño, Francisco; más pequeño. Debe caber en un bolso de viaje.

La sonora voz de Cayetana despertó de sus recuerdos a Goya, que, sin inmutarse, buscó un lienzo aún más pequeño que el que había escogido con anterioridad. No lo había, y tuvo que fabricarlo; lo hizo con tanta destreza que Cayetana de Alba se mostró maravillada.

—¡Qué manos tan fantásticas! Claro que son las manos de un hombre de talento, pero no esperaba que os desempeñarais tan bien con los clavos y el martillo.

—No hay progreso sin humildad, señora —respondió el pintor.

—¡Y dale con lo de señora! ¿Seréis capaz algún día de llamarme por mi nombre? Cayetana, ¡Cayetana!

—Disculpad, pero me parece un atrevimiento, y si ahora me hacéis el favor —Goya había acelerado el ritmo de sus palabras—, os colocáis ahí junto a la ventana. Queréis sólo el rostro, ¿no es así? Bien; ahí. Eso es, tardaremos poco.

Goya situó a su modelo donde mejor le daba la luz de aquella ya entrada primavera de 1795 y comenzó a abocetar el retrato con rapidez. Por un instante pensó en preguntarle para qué lo quería con tanta urgencia, pero decidió que era mejor ser prudente.

Cayetana movía los ojos, dentro del rígido gesto que había adoptado su rostro, observándolo con interés. Al fin y al cabo, a sus treinta y tres años, posaba nada menos que para el pintor de cámara de los reyes y flamante director de Pintura de la Academia de San Fernando, el artista de más fama en la España de aquellos días y también el más disponible de los hombres, por lo que podía deducir del modo en que ella había visto que se desprendía de su bella cantante en el salón de su casa.

Goya, que la miraba intermitentemente antes de zambullirse en nuevas pinceladas, trataba de disimular el nerviosismo, pese al vicio que tenía su pulso en acertar los trazos. La duquesa lucía un talle y una tez que envidiaba —o deseaba, según se mire— toda la corte. El, que le sacaba dieciséis años, no podía olvidar que era costumbre entre lo más granado de la aristocracia femenina arramblar con cuanto semental apareciera por la villa. Preferibles, claro está, aquellos que lucieran galones, botas de caña alta y pantalón ceñido. Y al menos la duquesa procuraba ser discreta en sus amoríos, lo que no podía decirse de muchas otras, incluida la propia reina. La augusta, además de presumida, indiscreta y tal vez algo pervertida, no sólo se había enamorado de un patán extremeño de su propia guardia —como decían sus damas—, sino que lo había encumbrado hasta dejar en sus manos las riendas de un imperio gigantesco que ahora empezaba a desmoronarse.

«Ni adrede se atrevería la historia a dar a luz a otro hombre que progresara tanto, en tan poco tiempo y con tan escasos méritos de cuna y oficio», se dijo Goya mientras retocaba con la yema del dedo meñique los párpados y la nariz plasmados en el dibujo. Miró de nuevo a Cayetana —ella quieta, mágica— unos segundos, y volvió a pensar en el valido, en Godoy. No pudo evitar una sonrisa. En el fondo, aquel cabrón le caía simpático. Desde luego, lo que pudiera tener entre las piernas sabía manejarlo bien. Tanto como para perder una guerra contra la Francia revolucionaria y encima resultar condecorado; y para maniobrar de tal modo que, en lugar de ser enviado a presidio por ceder la isla de Santo Domingo, resultaba agraciado con el título real de Príncipe de la Paz.

—En este país manda un clérigo y una taleguilla da las órdenes —musitó ella procurando no mover los labios.

—¿Decís? —Goya miró a la duquesa, como si no hubiera oído lo que había dicho. Fingió tomar nuevos apuntes mentales de su rizado cabello, o tal vez de sus mejillas, y se aplicó de nuevo al cuadro.

—Ese choricero cabrón de Godoy, que ahora estará beneficiándose a tu Pepita —dijo Cayetana a las claras—, no sólo perdió una guerra que el general Castaños tenía prácticamente ganada, sino que invirtió la tradición de las alianzas. ¿A quién se le ocurre pactar con los ingleses para atacar a un país que es más fuerte que nosotros? ¿A quién se le ocurre meter a España en una guerra así?

Goya no contestó, hizo como que no la había oído, y siguió pintando.

—¿Qué opináis de Picornell? —preguntó Cayetana otra vez cambiando el tercio.

—¿Quién? —La pregunta era sorprendente.

—Además de sordo no os hagáis el lelo, Francisco. Juan Antonio Picornell, el de la conspiración de San Blas.

—Señora, por favor, será imposible pintaros si os movéis así.

La duquesa, afectada por la reprimenda técnica de Goya y el quiebro por la tangente, cerró de nuevo la boca, adoptó la posición que antes tenía y quedó hierática, sin mover más que los párpados de cuando en cuando. Pero apenas aguantó así unos minutos.

—¡A mí me da pena!

—¡Y a mí rabia, señora!

Goya se arrepintió de inmediato de haber dejado que el temperamento se le saliera por la boca. En los últimos diez años, desde que había sido nombrado pintor del rey, el clima político había empeorado de tal guisa que la discreción y el disimulo —o simplemente el silencio— se habían convertido en una disciplina indispensable para la supervivencia, especialmente desde la llegada a palacio de su íntimo enemigo, el siniestro canónigo Escoiquiz, como gustaba decir. De hecho, antes de que el Santo Oficio lo acusara por primera vez de francmasón —donde se había metido sin saber adonde iba—, todavía creía en la nueva era de la fraternidad y la prosperidad, esa quimera que auguraban las luces de la razón y que habían aprendido en Francia algunos españoles, como el conde de Aranda o el propio Jovellanos. Sin embargo, el sueño se había tornado en pesadilla a medida que la ceguera de los gobernantes cortaba toda posibilidad de una reforma sensata del Estado; incluso los propios desmanes de la revolución francesa habían sacado a la luz monstruos que amenazaban con bañar en desgracias el viejo continente. Y los dos años de guerra contra Francia, todavía vivas sus brasas y sin enterrar sus víctimas, habían mostrado el rostro mezquino y sanguinario de esos monstruos que la sordera progresiva del pintor agrandaba en su cabeza. El odio a lo extranjero y a lo nuevo, prédica diaria de tantos curas y frailes que soliviantaban al pueblo con sus retrógradas soflamas, aconsejaba una especial prudencia, en especial a quienes como Goya eran asalariados de esa sangrienta farsa.

—Delante de mí podéis hablar con absoluta confianza, Francisco. —La duquesa abandonó la banqueta, se acercó a Goya pavoneándose de los prodigios que ocultaba en el pecho, por cierto, tersos y de una redondez casi perfecta, y cuando tuvo sus labios a menos de una cuarta de los del pintor, agregó—: Yo hubiera seguido a ciegas a Picornell y a sus hombres. ¡Esos sí son revolucionarios...!

—Y estaríais en La Guaira, como ellos, a pan y agua detrás de los barrotes —pronosticó en voz baja Goya—. ¿Creéis que vale la pena conspirar contra el trono para eso?

—¿Acaso es mejor vivir así, al arbitrio de esa cochina caprichosa y de su amante, viendo cómo nos matamos unos a otros y los liberales infestan España?

—Por Dios, señora...

—Cayetana —dijo con aires de maja; y silabeó después—: Ca-ye-ta-na, ¿de acuerdo?

—Sentaos, Cayetana, o nunca acabaré el retrato.

Goya se zambulló de nuevo en los colores y meneó la cabeza mientras hacía los últimos retoques sobre la tela.

—Ya está —exclamó al tiempo que giraba el lienzo hacia la duquesa—. Espero que sea de vuestro agrado.

—¡Magnífico, Francisco! ¡Magnífico! —Cayetana miraba el retrato con admiración—. Siempre he dicho que sois un genio. Sobre todo desde que os vi trabajar en casa de Sebastián Martínez. ¿Os acordáis? Y cuando vi aquella serie tan... —la duquesa dudó— tan peligrosa. Alguien podría cortaros el cuello si supiera de su existencia, Francisco. —El índice alrededor del gaznate acompañó a la frase.

—Todo lo recuerdo perfectamente, duquesa. Como si fuera ayer. Pero a vos no podía ni puedo negaros nada. Hasta el punto de que, si no recuerdo mal, acepté algunas de vuestras sugerencias. Y quizá fueran éstas las más atrevidas.

A pesar de las dificultades que acarreaba comunicarse con Goya, no había duda de que Cayetana sabía explotar bien los recuerdos. Sobre todo si eran los ajenos. La mujer avanzó hacia el pintor y se quedó clavada frente a él, mirándolo con fijeza a los ojos. Había en ellos un brillo que delataba tanta ternura como tristeza.

—Aquéllos fueron buenos días, ¿verdad? —dijo ella.

—Sí, lo fueron. Pero usasteis el engaño conmigo. No lo merecía.

—O sí, Francisco, o sí. No sé si el agradecimiento que decíais deberme fue lo que hizo que os mostrarais a veces con un exceso de pasión que a mí me resultaba indigesto, al menos entonces —le dijo insinuante—, pero, salvo por esos pequeños ataques de amor desmandado, fuisteis un buen compañero. —Y la duquesa le sonrió con dulzura—. Y aún lo sois.

Goya sonrió a su vez y pensó que Cayetana tenía razón; él nunca la había olvidado y, desde que la había visto en su casa, cuando la mascarada con Godoy y Pepita, la pasión se le había vuelto a encender como nunca había sentido con ninguna hembra.

—Tres años son muchos años para volver ahora a esas palabras —dijo Goya mirándola a los ojos.

—¡Pero, Francisco! —exclamó Cayetana, y la o final se perdió entre sus risas—. No puedo creer que aún me guardéis rencor.

—En verdad no os lo tengo. O al menos no lo tengo por vuestras falsas promesas de amor o porque no contestarais a mis cartas. A lo largo de estos años he aprendido a vivir con vuestra indiferencia. Pero ¿sabéis? Al despecho de aquellos primeros instantes le sucedió una razón fría y calculadora que siempre me planteaba la misma pregunta. Una pregunta para la que creo que sólo vos tenéis respuesta: ¿por qué me amasteis si sabíais desde el principio cómo iba a ser la despedida?

El semblante de Cayetana albergó por un instante algo parecido a la congoja.

—Francisco, os juro por lo más sagrado que os aprecio, y que aquellas jornadas en Cádiz se han convertido en uno de mis recuerdos más queridos. Pero nunca debéis mezclar el cariño, la pasión, e incluso el amor con, ¿cómo diría?, la estabilidad de una posición como la mía. —Y se señaló el medallón de familia que le colgaba del pecho—. Vos lo hicisteis, y de algún modo, al hacerlo, me obligasteis también a marcharme.

—Yo no podía estar tampoco como un simple pasmarote, casi como un ama de compañía, yendo con vos a todas partes y sin poder siquiera tocaros un hombro.

—¿Lo veis? —La duquesa enseñaba los dientes abiertamente—. Ya estáis de nuevo. Sois incorregible. Además, ¿olvidáis que ya entonces andabais con la Pepita Tudó, de la que según me confesasteis estabais tan enamorado?

—Pero ahora ya no estoy con ella.

—Ya lo sé, truhán, la has vendido al choricero delante de mí —repuso la duquesa tuteándolo por primera vez—. Pero yo no estoy sola... todavía. —Cayetana se acercó a él muy despacio, y sus enormes ojos se entornaron hasta convertirse en los de una oriental.

Un silencio cargado de intenciones se hizo entre los dos. Cuando Goya estaba a punto de abrazarla fue ella quien dio un paso atrás.

—Ya me dirás lo que te debo por este trabajo. No mandes la nota a mi casa, pero no te quedes corto en el precio.

Cuando Goya iba a protestar por esa salida de tono, la duquesa le tapó la boca con sus dedos.

—Calla, que te pagaré la próxima vez que nos veamos. Y es posible que sea muy pronto. —La duquesa se quedó pensativa, mordiéndose el labio inferior—. Sí, creo que a partir de ahora, que voy a residir en Madrid casi todo el año, tendremos más oportunidad de vernos.

—Estaré impaciente, Cayetana —contestó Goya con la boca seca.

—¡Vaya! Parece que ya nos vamos entendiendo. Me alegro de que sea así.

Cayetana abrió el ancho bolso de raso que llevaba, de él extrajo un abanico y luego metió el cuadro en su interior.

—Cuando quieres eres un hombre muy divertido. Un hombre —y esto lo dijo mirándolo fijamente y cubriéndose los labios con el abanico— al que cualquier mujer podría desear.

La duquesa se encaminó hacia la puerta, la abrió y desde allí llamó con una voz a la criada, que apareció de inmediato. Le cedió el bolso y se giró con la mano extendida hacia Goya, quien la besó con comedimiento. Después, entre un revuelo de gasas y perfume, salió del estudio con una rapidez imposible de alcanzar por su vieja sirvienta, dejando a Goya con el sabor agridulce de sus recuerdos y la certeza de que, en el fondo, no habían sido las ganas de tener un retrato a las que habían guiado hasta él los pasos de Cayetana de Alba.