17
El desánimo
Madrid, Casa del Tesoro
(16 de febrero de 1798)
Es peligroso tener razón cuando el gobierno está equivocado.
Voltaire
Las cosas habían cambiado mucho para Goya desde que había vuelto de Cádiz. Fuera por razón de que su sordera era ya muy pronunciada, o porque no se entendía con los alumnos —parte por la dificultad de oír y mucho por su poca paciencia— el caso es que había dimitido como director de pintura de la Academia y se dedicaba sólo a su obra privada, que era lo que más le importaba en aquel momento, o a los retratos que le pedían. En el orden de sus afectos también había cambiado mucho el pintor: seguía carteándose con Cayetana y no sabía pasar un día sin que la duquesa se le fuera de la cabeza. Tal era el grado de su enamoramiento con ella, y la obsesión por su recuerdo, que ya no iba a burdeles, ni frecuentaba las fondas de cante y casi no salía de su taller, salvo que fuera a las tenidas de su logia. Además, apenas hablaba con nadie y se habían deteriorado mucho sus relaciones con Leandro de Moratín. El dramaturgo había pasado mucho tiempo en Italia y había vuelto a España, por Cádiz, en diciembre de 1796, y, pese a que Moratín había visitado a Goya cuando el pintor estaba enfermo en casa de Sebastián Martínez, apenas se habían vuelto a ver desde entonces. Los dos habían cambiado mucho en esos años, y ya no compartían juergas ni coimas, pero lo que verdaderamente los había separado, sobre todo, era la cercana posición de Moratín a Escoiquiz, algo que para Goya era incomprensible en quien se decía hermano, por amigo y por masón.
Goya empezaba a estar harto, también, de su trabajo como retratista. No era ésa la pintura que él quería lograr de su cabeza, porque desde que se había metido dentro de su propia fantasía para sacar adelante sus Caprichos algo había cambiado definitivamente en su interior. Ya no quería ser un retratista; «¡quiero ser pintor!», se decía con frecuencia cuando estaba solo en su estudio repasando las caras de felicidad satisfecha de tantos estúpidos como se le ponían delante. Si seguía en ese oficio ya no era por el gusto de su arte, sino por necesidad de su cuerpo, porque con los treinta mil reales de vellón de renta anual más trescientos ducados para gastos de mantenimiento —al margen de los encargos particulares—, que cobraba como pintor real, podía soportar con comodidad la continua alza de precios a la que estaba sometido el país desde hacía casi diez años —«desde que hundieron a Cabarrús», creía él—. Goya ya había aprendido en propia carne lo que era la corte y sus enredos, y estaba harto de la de veces que había de contener su lengua y sus pinceles para evitarse la ruina. Casi tantas como visitas hacía a las cámaras reales.
Las peticiones de los reyes le sonaban cada vez más absurdas y peregrinas, de modo que el pintor se asombraba de que en España no se hubiera seguido todavía el drástico método que habían empleado los franceses para detener las ocurrencias de Luis XVI. Goya, que de por sí era republicano, admiraba más a Robespierre cada vez que visitaba palacio, y pensaba que, si su pincel pudiera funcionar como cuchilla, muchos de sus clientes —y los reyes los primeros— no necesitarían usar peluca nunca más. Aún tenía reciente la imagen de una vanidosa María Luisa, la reina, cogiéndolo de la mano y exhibiendo, en presencia del rey, sus pálidos brazos, que a ella le parecían perfectos, los más hermosos del mundo. Esos brazos que luego él, que para eso le pagaban, debía retratar en dos lienzos diferentes para adornar el tocador de la augusta intrigante.
—¿No será acaso, majestad —le dijo Goya a la reina, molesto y hastiado ya de tanta estupidez—, que queréis superar la gloria de la incorrupta Santa Teresa legando a la posteridad dos brazos en lugar de uno?
A pesar de estar completamente desdentada —en ese mes de febrero de 1798 ya había tenido diez abortos y once partos— y de que la contemplación de sus carcajadas presagiaba pesadillas, lo cierto era que la condenada se reía con gracia, echándose hacia atrás y palmeando el muslo de su debilísimo esposo.
—¿Lo has oído, Carlos? No escucharía a un grillo que estuviese dentro de su cabeza, pero sigue siendo ingenioso y atrevido como el que más.
El rey sólo había girado los ojos para observarlo. Ni siquiera el cuello parecía haberse movido. Tras esos ojos azules vivía un hombre afable pero compungido, tan fuerte de constitución como débil de voluntad, sensible, aunque dotado de la más atroz abulia y un cierto y manifiesto apocamiento, debido tal vez al peso ingrato de las astas que soportaba su testuz.
Hubo un tiempo en que el rey, dos años más joven que Goya, cuando todavía era príncipe, era dado a los festejos y solía vérselo en los patios de armas, e incluso en los de caballos, desprovisto de camisa y poniendo en juego con bastante éxito su destreza muscular y su fortaleza contra marineros, criados o palafreneros. Una actividad que alteraba los nervios de la princesa y sobre todo de su padre, siempre tan circunspecto; y también tan ignorante como para no comprender que, junto a la caza —en la que participaba siempre con gusto—, esas exhibiciones con sirvientes y soldados eran la única salida para una existencia desgarrada por la pérdida de su madre. Aunque esa madre, María Amalia de Sajonia, siempre hubiera mostrado sus preferencias por su hermano Fernando, el único al que citó en su testamento.
Luego todo fue distinto. Tuvo que aceptar la corona como el campesino acepta el pedrisco en verano, y echar sobre sus espaldas el peso de una responsabilidad para la que su padre nunca lo había preparado, quizá por pensar que no lo lograría por mucho que lo intentara. El último consejo que Carlos III le dio, ya en su lecho de muerte, fue que contuviera las aspiraciones políticas del conde de Aranda, que al frente del partido aragonés quería evitar el centralismo borbónico y del que sospechaba que había sido fundador de la primera logia de masones en España, y que confirmara como jefe del gobierno a Floridablanca. Y así lo hizo el pobre heredero, al que no se le podía ocurrir otra cosa. Por otra parte, la refriega antimonárquica de allende los Pirineos con la que se inauguró su reinado alteró los escasos planes de renovación que pudieran rondar por su cabeza, y en esas circunstancias, que se añadieron a su natural pusilanimidad, Carlos IV abandonó el timón del país. No sólo porque fuera tonto o cobarde, sino porque estaba harto de problemas. Por eso había dejado las riendas en manos de su ansiosa y casquivana esposa, la cual, por cierto, fue la encargada de presidir la primera reunión del Consejo de Estado tras la muerte de Carlos III. Para que fueran tomando nota los prebostes.
—Sí, tiene su gracia el amigo Goya —apuntó el rey como si hablara consigo mismo—. Aunque tal vez pudiera ser que considere el pintar tus brazos como una labor de poco provecho artístico.
Goya pensó, por ese comentario, que el monarca no era estúpido del todo...
—¡Pero qué dices, Carlos! Con lo mucho que nos quiere, si nos lleva en el corazón. —Y con la mano se señalaba el lugar donde debería haber tenido la víscera, de no ser tan arpía y egocéntrica—. ¿No es así, querido Goya?
Apuros como ésos eran los que sacaban de quicio al pintor aragonés. En esa casa poco importaba el talento y todo se supeditaba a la voluntad real: no podía desplazarse de la corte sin permiso, debía estar atento a satisfacer las más extrañas peticiones y, para colmo, no le quedaba más remedio que fingir un afecto que en realidad no sentía. En aquella situación, como en otras, había salido bien del trance, pero presentía que algún día, en el momento menos esperado, estallaría y escupiría toda la rabia y el desprecio acumulados durante casi dos lustros.
Había estado a punto de rebasar la frontera del comedimiento poco después de la muerte de Carlos III, en 1789, precisamente cuando el sucesor lo nombró pintor de cámara y le pidió estrenarse con una serie de varios retratos de las reales personas para la coronación. Estaba dedicado a ellos, cuando tuvo noticia de un hecho que todos calificaron de escandaloso: en un zaguán del palacio se habían encontrado numerosas obras de desnudos. Que hubieran surgido de las manos de Tiziano, Rubens o Rembrandt, daba igual. Eran cuadros obscenos que el mojigato de Carlos III había ordenado descolgar de las paredes y que su hijo acababa de contemplar con cierta aversión.
Pronto llegó la noticia hasta Goya: el flamante rey había dispuesto que al anochecer se hiciera una pira con todos ellos para que no escandalizaran más a nadie. Indignado por el despropósito, y acompañado por su cuñado, Goya se dirigió a las estancias reales para conseguir que el monarca cambiara de idea. Un chambelán se cruzó en su camino con una curiosidad excesiva para el gusto de Goya, quien, tras un empellón y la amenaza de sus influencias —«que podrían conduciros a alguna garita del norte de África o incluso de las Filipinas»—, penetró en el recibidor que daba paso al salón donde se encontraba parte de la familia real. Allí, dos guardias de Corps les impidieron el paso por no tener concedida audiencia, pero Goya, sin arredrarse, comenzó a gritar:
—¡Quiero ver al rey! ¡Tengo que ver al rey!
El escándalo hizo que se abriera una puerta y que alguien preguntara por lo que estaba alterando de tal modo el real descanso. Bayeu, en ese instante, atrajo hacia sí de un tirón a su cuñado, obligándolo a callar, y dio cuenta del asunto que, como pintores de cámara, los llevaba allí. Poco después, ambos se encontraban ante Carlos IV y María Luisa de Parma, que los miraban intrigados. Bayeu, a su vez, miró a Goya con dureza para que fuese cauteloso. El favor real era tan voluble como el amor de una ramera y no convenía agitarlo en demasía.
—¿Qué son esas voces? —preguntó la reina, mirándolos alternativamente—. ¿A qué viene tanto escándalo a estas horas?
A gusto de Goya, que ardía de rabia por la decisión real y le costaba contenerse, el cuñado flaqueó un tanto en la exposición de los motivos sobre los que se fundaba su inesperada visita, ya que se distrajo en interminables circunloquios y expresiones rimbombantes. Pero su esfuerzo no debió de ser en balde, porque María Luisa, tras una última ojeada a sus pintores —y eran «sus» pintores—, se volvió hacia su marido y, para asombro de Goya y Bayeu, que no esperaban que aquello terminara en una riña conyugal, le espetó:
—¿Desde cuándo se queman cuadros en esta casa, Carlos? Sabes que amo el arte, que el arte es lo único que me atrae intensamente —nadie se rió—, y tú quieres quemar cuadros de grandes maestros sólo porque las figuras andan un poco ligeras de ropa. ¿Es que acaso prendo yo fuego al rabo de tus perdigueros sólo porque tienen pulgas?
El argumento, si no muy elocuente, sirvió al menos para que los cuadros se salvasen, aunque el rey, quizá herido en su amor propio a causa de los reproches públicos hechos por su mujer, no dejó que volvieran a colgarse y ordenó que se guardaran en la misma habitación oscura en la que aún permanecían.
«Ésta es la clase de gente a la que me debo —se quejó Goya en su interior, mientras repasaba mentalmente estos acontecimientos—. Mala peste los lleve.»
Acababa de llegar a la Casa del Tesoro desde la Fábrica de Tapices —sita en la calle de Santa Isabel y para la que de vez en cuando seguía haciendo cartones— y su humor se hallaba bastante maltrecho: en mitad de la empinada cuesta de Atocha una rueda del birlocho que lo llevaba se había atascado en un agujero lleno de fango y no le había quedado más remedio que bajarse y, muy a su pesar, ayudar al cochero; algunas salpicaduras de barro le llegaban incluso a la casaca. Sin embargo, desde lejos supo que no le daría tiempo a cambiarse porque un joven soldado ya lo estaba esperando para indicarle que Godoy lo llamaba a su presencia.
Dos personas hablaban al contraluz de los ventanales cuando Goya entró en el gabinete del Príncipe de la Paz. Una de ellas, la que lucía traje talar y crucifijo en el pecho, abandonó la estancia tan pronto como vio al pintor y sin dirigirle la palabra ni mirarlo. La otra, con los solapones de la casaca repletos de medallas, tomó asiento en su mesa de despacho y, sin mediar palabra, sacó una talega de monedas de la faltriquera y las esparció en su escritorio. Eran más de ocho mil reales de vellón, todos ellos relucientes y de nuevo cuño, que formaban una pequeña montaña sobre la mesa del valido. Dinero sobrado para pagar los dos nuevos lienzos que el valido quería encargar al pintor de cámara.
Goya parecía no reparar en tan impresionante suma, pese a tratarse de una propina inusual por los encargos que recibía en la corte.
—¿Te parece suficiente dinero? —preguntó el valido por todo saludo. La costumbre de tutearse la conservaban desde que Goya había pintado por primera vez al valido, y no la habían perdido.
Goya respondió por otros derroteros:
—Deberías advertir al monje que sea más discreto en lo que a ti respecta.
—¿Te refieres a Juan de Escoiquiz?
—¿A quién si no? Al que acaba de salir de aquí.
—¿Le oíste algún comentario inoportuno?
—¿Alguno? —replicó Goya—. Deberías preguntar si de la boca de ese maldito mentor, que llegó a la corte declarándose «rendido servidor» tuyo, sale algo que pueda ser oportuno. No hace otra cosa que amariconar al príncipe y predisponerlo contra ti.
—¿Contra mí? —preguntó Godoy.
—Contra ti el primero, Manuel. Dice que no tienes más argumento que el que guardas en la entrepierna y que la reina piensa con la cabeza del mismo argumento.
El general Godoy cerró los puños, frunció las cejas y se sonrojó aún más de lo que su tez rubicunda —o simplemente acalorada, según la cifra de tragos que le daba su oficio— acostumbraba exhibir de por sí. A continuación, trató de cambiar de tercio.
—¿Entonces aceptas el encargo que te pedí? Las quiero exactamente iguales a las que me enseñaste la otra noche en tu casa, pero, eso sí, con rostro. Las pondré las dos aquí —dijo señalando un enorme marco hueco colgado en la pared que quedaba detrás de su escritorio—. Una tapando a la otra. Según a quién tenga por visita, la maja estará sin ropa o con ella. Colocaré un cordón de la misma guisa del que tienes tú puesto —y señaló un cordel granate que desde los visillos de uno de los ventanales se perdía con disimulo por detrás del marco—. ¡Y se hará el milagro!
—Descuida, que ya veré la forma de resolver ese asunto. Pero permíteme que antes te proponga un trato.
—No soy hombre de conjuras, Francisco, y lo sabes de sobra.
—Todo, como la culpa, es subjetivo —respondió Goya sin inmutarse—. Lo que parece conjura puede ser, según se mire, simple ejercicio del poder que te confiere lo que te cuelga. —Y le señaló las medallas del uniforme, sin por ello escaparse del doble sentido—. En otras palabras, Manuel, saca a Juan de Escoiquiz de la corte y te regalaré las majas desnudas, vestidas y como me las pidas. Ese gesto vale más que todo tu dinero.
Godoy, postrado en el sillón de su despacho, hundió la cara entre las palmas de las manos y permaneció un buen rato así, tratando mentalmente de colocar las piezas de la insólita jugada. Al fin y al cabo, él mismo había recomendado en su día los servicios del clérigo para que se ocupara de la educación espiritual del príncipe Fernando. Aún recordaba el primer ofrecimiento que llegó a la corte, coincidiendo con la coronación de Carlos IV: una misiva lacrada, que provenía de Zaragoza, y en la que Juan de Escoiquiz ofrecía sus talentos a la corte alegando que los aires de Aragón le dañaban el estómago y que aún podía ser útil en Madrid, ya que decía leer el francés con igual perfección que el castellano y tener una mediana inteligencia del italiano y el inglés. Ya desde antes de su nombramiento como secretario de Estado, Godoy había encontrado en él a un solícito seguidor y consejero, y durante los difíciles años del ejercicio del poder Escoiquiz se había encargado de difundir a diestro y siniestro una imagen suya cargada de virtudes y cualidades para llevar el timón del país. Ante el partido aristocrático y contrarrevolucionario, los amigos de la de Alba, lo presentaba como adalid de la monarquía y la fe, mientras que a ojos de arandistas y liberales lo mostraba como el «protector nato del ramo de la educación pública» y, en una oda laudatoria que le había dedicado recientemente, lo comparaba con los mismísimos héroes de la antigüedad clásica. Dos años antes, en 1796, el valido había firmado, de su puño y letra, aquella orden que, sin poder saberlo, iba a influir de manera trascendental en la historia de España: «Su alteza Carlos IV lo nombra como maestro de Geografía y Matemáticas del príncipe».
—No entiendo qué ganas en todo esto —decía el valido sin comprender todavía la jugada.
—Gana el país, Manuel. El siglo termina; pero, mientras Escoiquiz domine la voluntad de la corona, esta pesadilla promete continuar. —El pintor hizo una pausa y añadió—: Y sobre todo ganas tú. Has de saber que ya se rumorea el nombre de Francisco de Saavedra para quitarte el cargo y que será difícil evitar el relevo sin el apoyo de esos liberales a los que detesta el clérigo.
Godoy iba a reaccionar con virulencia, pero se contuvo cuando observó un gesto de la mano del pintor que le pedía paciencia. Francisco de Goya y Lucientes palpó los bolsillos de su casaca y extrajo de uno de ellos una cartulina arrugada.
—¿Quieres que te lea lo que anoche se le cayó de la sotana a Escoiquiz, mientras husmeaba en mi taller el retrato de Jovellanos en el que estoy trabajando?
—Escucho —dijo la voz conturbada del valido.
Goya desplegó el papel, miró fijamente a Godoy y, tras aclarar que a su juicio se trataba de reflexiones íntimas sobre su alteza —doña María Luisa de Parma—, tomadas al dictado de Escoiquiz por el príncipe Fernando, leyó: «A sus brillantes cualidades exteriores junta un corazón naturalmente vicioso, egoísmo extremado, astucia refinada, hipocresía y disimulo increíbles y un talento que, aunque claro, dominado por sus pasiones, no se ocupa más que de los medios para satisfacerlas».
Goya hizo una breve pausa y devolvió la mirada hacia Godoy, quien permanecía sumido en una suerte de indignada ensoñación.
—¿Sigo? —preguntó el pintor. Y siguió sin esperar respuesta de su amigo—: «La reina mira como un tormento intolerable toda aplicación de cualquier asunto verdaderamente útil o serio, obligándose a fiar a las manos del favorito más inexperto las riendas del gobierno, siempre que él sepa aprovecharse del ascendiente absoluto que, a falta de amor, le da el vicio sobre su alma corrompida».
—¿Me llama «favorito inexperto»...?
—Lo que sigue —aclaró Goya— debo suponer que son opiniones que el clérigo ha recabado en las recepciones de la corte. «Dice la duquesa de Abrantes que la reina es mujer ridículamente presumida, egoísta y altanera.
Y a juicio del embajador Bourgoing —prosiguió el pintor—, la reina es hipócrita y ninguna mujer miente con mayor aplomo ni tiene la perfidia más concentrada.»
Godoy mostraba el rostro inflado como el de los sapos, los ojos casi fuera de las órbitas y una excesiva transpiración en la frente.
—¿Quieres saber lo que decían las octavillas que circulaban anoche en la fonda de San Sebastián, donde, como tú sabes, se reúnen literatos y pintores?
Godoy apretaba el tablón del escritorio por el filo y bajo la mesa movía insistentemente la bota que le colgaba de sus piernas cruzadas.
—No son panfletos revolucionarios. Son cartas —continuó Goya—. Al parecer, las escribió la reina y están dirigidas a ti. Una, en la que habla de sus varices y hemorroides, dice así: «Mi evacuación es de sangre dura y me cuido como puedo»; en otra puede leerse: «Ando con lavativas de aguas frescas, y mañana empiezo los caldos frescos que sabes que suelo tomar cuando así me ardo...».
—¡Cállate, por Dios! —interrumpió el valido mientras rebuscaba la correspondencia en sus cajones—. De modo que ese cabrón roba en mi escritorio...
—Jamás he dicho eso. Sólo digo que estáis los dos en boca de todo el mundo, que no se habla de otra cosa que no sean vuestros líos, que incluso dicen que pegas a la reina y la obligas a actos deshonrosos. Hasta os hacen coplas que los ciegos cantan bajo los soportales de la plaza Mayor. —Goya comenzó a canturrear con cierta sorna uno de aquellos pareados—: «Entró en la Guardia real / y dio el salto mortal. / Con la reina se ha metido / y todavía no ha salido. / Y su omnímodo poder / viene de saber... cantar».
—¡Ya basta, Francisco!
Godoy se incorporó de su sillón y contempló el esplendor agradecido que rodeaba su sitio. No había un hueco entre los muebles de su despacho que no luciera adornos de mucho valor, ni pulgada en la pechera de su casaca donde faltara una estrella, ni sitio de las paredes en el que los retratos no dieran cuenta de su ascendente e inexplicable progresión de poder: su primer empleo como miembro de la Real Compañía de Guardias de Corps, su ascenso, tan pronto como María Luisa se hizo reina, al cargo de garzón como cadete supernumerario de la brigada de palacio, su veloz tránsito por los empleos de ayudante general, brigadier, mariscal de campo y teniente general de la Real Guardia, su posterior nombramiento como primer secretario de Estado, su designación como superintendente de Correos y Caminos, su cargo como comendador de la Orden de Santiago, su ascenso a general de los ejércitos... y, por fin, su ennoblecimiento, con los títulos de duque de Alcudia, grande de España y Príncipe de la Paz. Tampoco había nada capaz de resistirse al millón de reales de vellón que percibía como salario cada año, riqueza a la que se juntaban las encomiendas que poseía en Valencia, la casa que había comprado en Almodóvar del Campo y el fabuloso palacete de doña María de Aragón.
—¿Es cierto que se quiere nombrar a Saavedra en mi lugar? —preguntó con un gesto torvo.
—Eso se dice, pero tú lo sabrás mejor, que eres el jefe de los soplones. He podido saber que ayer mismo despachó en privado con los reyes, por supuesto acompañado por Escoiquiz. El clérigo entregó a su majestad don Carlos una memoria titulada Sobre el interés del Estado en la elección de buenos ministros; yo mismo la tuve entre mis manos. Al parecer, se la ordenó redactar la propia reina.
—¡Será zorra!
—Tienes que entenderlo, Manuel. La reina está dolida de oírte presumir de tus romances ante cortesanos y embajadores. Y en especial de los comentarios que circulan a propósito de tu historia con Pepita Tudó desde que te casaste con la prima de su marido...
Y así era, porque Godoy había dado un paso más en su relación con la Tudó, que ya era su amante oficial a todos los efectos. Tanto, que el año anterior Godoy le había concedido los títulos de condesa de Castillofiel y vizcondesa de Rocafuerte y se la había llevado a vivir a su casa, y con la Tudó habían llegado también su madre, Catalina, y sus hermanas Magdalena y Socorro.
Y como la reina María Luisa, pese a estar en esos meses separada de cama con Godoy, no estuviera conforme con el público concubinato de su protegido, forzó las cosas, tal vez recordando lo sugerido por la duquesa de Alba, y propuso —casi exigió— que su ministro casara con una prima de su marido, María Teresa, la hija del infante don Luis de Borbón. La niña, que tenía 18 años y estaba en un convento, encontró en la boda la oportunidad de salir de su encierro y la familia, de paso, la posibilidad de mejorar su posición en la corte.
Todo se apañó entre los reyes y el hermano de la novicia, entonces arcediano de Talavera, quien exigió el título de princesa de la Paz para su hermana, la recuperación del apellido Borbón por parte de los tres hermanos, la elevación de los tres al rango de grandes de España de primera clase, el arzobispado de Sevilla, la mitra toledana y la solicitud del cardenalato para Luis María, el traslado a El Escorial de los restos del infante don Luis, diez mil pesos de renta para María Luisa —la viuda del infante—, que carecía de heredamientos, el pago de la dote de María Teresa y, finalmente, que Godoy se deshiciera de Pepita Tudó. Convenido todo, Manuel Godoy y Álvarez de Faria, duque de Alcudia y Sueca y Príncipe de la Paz se casaba en El Escorial con María Teresa de Borbón y Villabriga, la prima del rey Carlos IV. Como quiera que a ese matrimonio se opusieran, por considerarlo inmoral, los obispos de Toledo y Sevilla, se los obligó a renunciar a sus mitras y, luego, fueron desterrados.
Godoy, que había pedido cinco millones de reales como dote —que los tuvieron que pagar los reyes— sacó de su casa, semanas antes de su boda, a la Tudó y su familia, y poco más de un mes después, cuando ya había cobrado la dote, las hizo volver obligando a su esposa a convivir con la Tudó en la misma casa.
—¿Cómo?
—Manuel, aquí todo se sabe cuando no se es discreto. Y bien está que apenas lleves un año casado con María Teresa de Borbón, pero que al mismo tiempo que te beneficias del trono vivas amancebado con la Tudó y mantengas a otras tantas amantes... Por eso no sé hasta qué punto la reina verá una provocación que cuelgues aquí, precisamente, las majas.
Godoy contestó rabioso:
—¡No lo creerá, Francisco, lo será! ¡Será una provocación! ¡Ahora más que nunca quiero que termines las majas! Dejo a tu criterio a quién quieres usar como modelo.
Goya se incorporó, cabizbajo, y recogió el puñado de reales que el valido había esparcido en la mesa. Los metió de nuevo en la talega de cuero de Godoy y los guardó en uno de sus bolsillos.
—¿Te parece bien que a los cuerpos que viste de las majas —Goya se refería a unos bocetos de desnudos de Cayetana que le había tomado en El Rocío y que Godoy conocía— les ponga el rostro de Pepita Tudó?...
—Ella te lo agradecerá, sin duda... Haz lo que quieras —replicó Godoy.
—Así será, entonces. Te devolveré cada una de las monedas cuando acabes con Escoiquiz. Eso sí, confío en que jamás le digas a Pepita que el cuerpo de las majas corresponde a quien tú sabes.
Godoy no escuchaba. Caminaba a un lado y otro de su inmenso despacho, con los puños cerrados y la mirada errando por todos los rincones.
—Dime, Francisco, ¿qué haría la reina si yo tuviera por amante a esa mujer, a la mujer que ella más odia?
—Te mandaría ahorcar, Manuel. No lo dudes.
—¿No crees que me confirmaría en el cargo si le prometiera serle fiel y no volver a estar con ninguna otra?
—Dudo que te crea a estas alturas.
—Favor por favor, Francisco. ¿No crees que la duquesa de Alba sea la mujer a quien más odia la reina?
—No sé si la odia, pero sí que la envidia.
—Óyeme, pues. Tú que tienes una relación íntima con la duquesa, ¿aceptarías traerla a mi alcoba a cambio de la destitución de Escoiquiz?
—¿Quieres repetir la historia? —Goya recordó cómo la Tudó había pasado de sus manos a las del valido—. No creo que te favorezca un desafío semejante a la reina.
—¿Me traeríais a la de Alba?
—¿No te basta con el retrato de su cuerpo en tu gabinete? —Goya no estaba dispuesto a ceder a ningún precio a Cayetana.
—¡También! —exclamó tras vacilar un instante—. También quiero el retrato de su cuerpo con el rostro de la hembra que más amo. —Ahora rió con fuerza la malvada ocurrencia—. También. Pon el precio.
Goya no movió ni una pestaña.
—El precio ya te lo he dicho. —Dio media vuelta y, con el picaporte de la puerta asido todavía entre sus manos, se volvió hacia Godoy y dijo—: Tan pronto como termine de retratar a Jovellanos tendrás aquí las majas.
—¡Tráeme primero a la duquesa! —repitió el valido.
—Te la cambio por el cura —mintió Goya.
—¡Tú, tráela! Ya me ocuparé yo de que esa reina pervertida se entere de quién es Manuel Godoy.