18
La amistad
Aranjuez, palacio real de verano
(5 de marzo de 1798)
Un hermano puede no ser un amigo, pero un amigo será siempre un hermano.
Benjamín Franklin
—Las manos, señor, las manos. Haced el favor de no moverlas.
Y razón tenía Goya en quejarse, porque su modelo no cesaba de hojear un expediente de los muchos que tenía encima de la mesa, y parecía que le quitaba la atención para posar. Era un memorándum que le acababa de pasar al despacho su secretario con la recomendación de que lo atendiera con urgencia.
—Disculpad, maestro. Soy un pésimo cliente, ¿verdad?
—Vos no sois un cliente, don Gaspar. Vos sois un amigo, y el más admirado de los que tengo.
Goya estaba pintando a Gaspar Melchor de Jovellanos en su despacho oficial del palacio de Aranjuez. Para el pintor era un honor que su amigo le reclamara un retrato y no pensaba defraudarlo. Quería ofrecerle el retrato más cuidado de los que habían salido de sus manos y ya era la sexta sesión en que Jovellanos hacía un hueco en sus obligaciones para posar ante su amigo. El cuadro lo había preparado Goya en su estudio de Madrid y ahora lo remataba en el despacho del político, para coger de allí los detalles.
—Don Gaspar, por favor, procurad no moveros ahora —insistía Goya—. No me importa que leáis, pero os ruego que no os levantéis por un momento.
Jovellanos no escuchó las palabras de su amigo; estaba abstraído en el informe que leía cuidadosamente, y a cada rato se levantaba para coger de su mesa algún papel que al rato dejaba en el mismo sitio. Lo que lo tenía tan ocupado era un informe de Francisco de Cabarrús, que ahora estaba destinado como embajador en Francia, y en el que lo ponía al corriente de que Barrás, que dominaba completamente el Directorio, estaba enfrentado otra vez con Godoy. El nuevo y tercer marido de su hija le informaba cómo el gobierno francés vería bien la salida de Godoy del gobierno de España.
La situación había cambiado mucho desde que Godoy se había aliado con Francia en agosto de 1776 mediante el tratado de San Ildefonso, donde España retenía la Luisiana hasta que Inglaterra devolviera Gibraltar, y declaraba la guerra contra Inglaterra. Las cosas no le habían salido como deseaba al flamante Príncipe de la Paz, y Nelson había destrozado la escuadra española delante del cabo de San Vicente. Con ello había obligado a España y a Francia a deponer las armas y firmar la paz con Inglaterra, ante la desastrosa situación económica de los dos aliados. Desde entonces las relaciones de Godoy con el Directorio se degradaban por momentos.
Además sucedía que, desde que Godoy había formado su gobierno con los más significados liberales españoles, el partido aristocrático de los Alba, Osuna, Medinacelli o Infantado —todos ellos fervientes partidarios de Inglaterra— se le había echado encima acusándolo de todo lo divino y humano que le pudieran imputar. Que en ese gobierno estuviera Jovellanos en el ministerio de Gracia y Justicia, Saavedra en Hacienda, o que Meléndez Valdés, como fiscal de la Sala de Alcaldes de Casa y Corte de Madrid, y Luis de Urquijo tuvieran puestos principales convertía a Godoy, a ojos de los aristócratas de siempre, en el introductor de una posible revolución a la francesa. La de Alba era, precisamente, una de las principales instigadoras contra el valido, que, pese a todo y mientras se supiera respaldado por la reina, como creía estarlo, seguía capeando el temporal.
—Así está perfectamente —aplaudió Goya cuando aprovechó un momento de quietud de Jovellanos para encajar en el cuadro el gesto de la mano del ministro.
Goya estaba retratando a quien tenía por su mejor amigo, pero también quería meter en el lienzo al hombre de Estado, y quería que el cuadro fuera el equilibrio de esos dos enfoques. Para disponer la composición del lienzo, el pintor había recurrido a la misma estructura que había utilizado para componer su Capricho 13, y por eso Jovellanos aparecía apoyado en una mesa sobre la que Goya había dispuesto plumas y papel. Y, si bien en su capricho era una lechuza, símbolo de Minerva, quien ofrecía una pluma al pintor, en el cuadro era una estatuilla de la misma diosa quien parecía mirar a Jovellanos y extenderle la mano. Goya, que conocía perfectamente a su amigo, quería que la postura abandonada de Jovellanos fuera el reflejo de la melancolía que le era tan propia al carácter reservado del asturiano, un hombre que marcaba mucho las distancias con los que estaban cerca y que raramente se permitía una expansión improvisada de sus sentimientos. Tanto, que al principio ni siquiera aceptaba posar en esa postura por considerarla «poco oficial» y hubo de ser Goya quien lo forzó a ello sacando a relucir sus mejores artes en la convicción. En lo que sí hizo hincapié Jovellanos era en que Goya dibujara «en algún sitio» el escudo del Real Instituto Asturiano de Náutica y Mineralogía, que había fundado el propio ministro. Goya, por cumplir con ello, apoyó el escudo a los pies de Minerva, y Jovellanos se dio por contento.
Después de retirarse un momento para observar toda la composición, Goya volvió a acercarse al cuadro y, como el ministro seguía enfrascado con sus papeles y no se movía, el pintor aprovechó para adelantar el retrato lo más posible. Goya trabajaba deprisa porque había convenido con su amigo que terminaría el cuadro esa mañana, ante la imposibilidad de Jovellanos de librar más huecos para el posado.
Goya notaba a Gaspar preocupado por algo, pero no quiso interrumpirlo en su lectura; eso le daba un aire más interesante aún. Le convenía para su obra y no dijo nada. La luz era buena y él se aplicaba a la tarea. Le quedaba ya muy poco.
—Estoy preocupado —dio Gaspar de Jovellanos levantando los ojos de sus papeles—, y me temo, querido Goya, que no me estoy comportando con vos como debiera hacerlo un buen modelo, ¿verdad?
A Goya le sorprendió la confidencia respecto a su preocupación.
—Todo lo contrario, amigo. Como pintor agradezco esa preocupación en el semblante, porque ilustra mejor vuestro retrato; pero como amigo no puedo decir lo mismo. Eso me disgusta. Pero ¿puedo saber lo que os preocupa?
—Como liberal y masón sabes que estamos de enhorabuena con tres ministros en el gabinete. Tanto Saavedra, como Bernardo de Iriarte o yo mismo hemos tomado la responsabilidad de modernizar la vieja maquinaria del Estado heredada del rey Carlos III, cargada de oficinas y estamentos inútiles, pero esa labor política pasa, también, por unas buenas relaciones internacionales y, en especial, con quienes están más cerca de nosotros en todos los aspectos, los franceses.
—Siempre hemos pensado así, y más desde que Francia es republicana. —Goya creía sinceramente en los valores revolucionarios, más por instinto y corazón que por reflexión de pensamiento, y con Jovellanos se sentía en la suficiente confianza para expresarlo.
—En efecto, pero lo que estaba leyendo en estos papeles es muy grave y afecta a ello.
Y Jovellanos puso a Goya en antecedentes respecto al informe de Cabarrús. Le explicó que Teresa Cabarrús iba perdiendo influencia en la política francesa y que Barrás maniobraba para forzar la destitución de Godoy, y que eso lo estaba enfrentando también con su suegro, que se encontraba en una posición cada vez más delicada en su puesto como embajador.
—Entonces —quiso concluir Goya—, las cosas pintan mal para Cabarrús en París y, tal vez, también para Godoy en Madrid...
Y algo de eso había, porque Godoy se iba encontrando cada vez con más enemigos dispuestos a unirse contra él. El valido había ido muy perspicaz al aliarse con los liberales españoles, con los que personalmente simpatizaba mucho más que con las influencias conservadoras capitaneadas en la corte por Escoiquiz, y meterlos en su gabinete, pues así se ganaba puentes con Francia, pero esa política le fallaba desde el momento en que su hombre en París ya no le servía, los partidarios de Escoiquiz eran cada vez mas fuerte y, para colmo, habían surgido diferencias técnicas con Jovellanos y Saavedra dentro de su gabinete, quienes ya habían empezado a maniobrar para sustituir al valido. Las cosas se le podían ir de las manos a Godoy en cualquier momento y más desde que tenía a Barras enfrente.
El conde de Barras, un antiguo militar que había participado ya en la toma de la Bastilla, era el paradigma de la traición y el oportunismo, tal vez el más inmoral de los revolucionarios franceses. Miembro del club de los jacobinos, alcanzó en 1772 el acta de diputado en la Convención y votó la condena a muerte de Luis XVI, tras lo cual procuró la caída de los girondinos, lo que le valió el nombramiento de comisario de la Convención en el sur de Francia. En el ejercicio de esa autoridad, que desempeñó con una crueldad desmedida, lo mismo contra realistas que contra federales, protegió el inicio de la carrera de Napoleón, que por entonces era capitán en Tolón, y, pese a su filiación radical, conspiró contra Robespierre y fue uno de los organizadores del golpe de Estado de termidor, que puso fin a la dictadura del Comité de Salvación Pública en 1794; él mismo detuvo personalmente a su antiguo jefe e, inmediatamente, nombró a Napoleón jefe del ejército para controlar los disturbios subsiguientes. Con la ayuda de Napoleón, sofocó en 1795 la insurrección realista de vendimiario en París, y ese mismo año fue elegido miembro del Directorio, desde donde promovió, entonces, el ascenso de Bonaparte, su envío al mando de la campaña de Italia y su matrimonio con una antigua amante suya, Josefina de Beauharnais, cosa que Napoleón aceptó. Con el golpe de fructidor, en 1797, eliminó a los otros directores y pasó a ejercer una especie de dictadura personal. Desde ese momento su prestigio iba decayendo debido a su venalidad y sus devaneos con los realistas. Tener enfrente a Barras era muy peligroso para Manuel de Godoy.
—No es el mejor momento de don Manuel. Y, pese a que le tengo afecto y que en política es de lo mejor que puede haber ahora al frente de un gobierno, hay cosas de él que me repugnan.
Jovellanos se refería a la situación de bigamia pública del valido. Fue Godoy, cuando invitó a almorzar en su casa a Jovellanos, quien forzó la situación al sentar a sus dos mujeres en la misma mesa que su invitado y ponerlo en la penosa situación de aceptar por cortesía algo que se escapaba de los principios morales del asturiano. No dejaba de ser curioso que los liberales españoles, influidos por los principios revolucionarios franceses, fueran más estrictos que la aristocracia realista en las cosas concernientes a la moral privada. La apreciación de los nuevos valores morales de corte burgués —la fidelidad matrimonial era uno de ellos—, algo específicamente revolucionario, ponía en solfa el libertinaje carnal tan característico de la política versallesca de Luis XVI y María Antonieta y, por extensión, de todo el periodo rococó. La intransigencia puritana y jacobina pequeñoburguesa difícilmente podía cohonestarse con el libertino mundo galante de una aristocracia ajena a lo que estaba pasando en Francia en esos años, y para los cuales la Revolución era un mal ante el que esconder la cabeza. Y no sólo esa materia separaba a Jovellanos de Godoy sino que, también, Jovellanos se había enfrentado ya con Godoy en asuntos de gobierno y tenía con él a la mayoría de los miembros del gabinete.
Mientras Goya iba rematando el retrato y Jovellanos se había vuelto a enfrascar en sus papeles, un secretario de despacho llamó a la puerta y anunció la visita del ministro de Agricultura, Comercio y Navegación, que acudía acompañado por otra persona. Jovellanos, sin levantar la vista de sus cosas, hizo un gesto para que pasaran.
Un instante después se abrió la puerta de la sala y por ella entraron el ministro, Bernardo de Iriarte, y su acompañante, que no era otro que Leandro Fernández de Moratín.
A Goya casi se le cayeron los pinceles cuando se encontró allí a Moratín: era lo último que se esperaba. Desde que el pintor había tenido el encontronazo con Escoiquiz algo le decía que no podía fiarse ya de Moratín; incluso sospechaba que él fuera uno de los confidentes del canónigo dentro de la hermandad. Y, aunque no pudiera probarlo, había algo en aquella cara que lo hacía ponerse en guardia instintivamente. No se sentía suelto en su presencia. No le pasaba así con el ministro de Agricultura, que era un hombre que irradiaba confianza. «¿Qué pinta Leandro con Iriarte?», se preguntó Goya, sorprendido de ver a su antiguo amigo en compañía del ministro. Lo que no sabía el pintor era que, desde que Moratín había vuelto de Italia, se había ganado la confianza de Godoy y enredaba en todos sitios de parte del valido.
Hacía de confidente con Escoiquiz y trasladaba a Godoy cuanto sacaba de esa cercanía, con lo cual el literato era perejil de todas las salsas de la corte.
Jovellanos se levantó a saludar a su compañero de gabinete y a Moratín, y Goya hizo lo mismo, aunque con el dramaturgo hubo poco más que una inclinación de cabeza.
—¿Qué te trae por aquí, Bernardo?
Jovellanos ofreció asiento a su visita y él se acomodó cerca, en un tresillo al lado de la ventana. Goya seguía dando los últimos retoques al retrato y así se evitaba entrar en la conversación.
—Lo que te anticipé ayer por carta: el asunto de Malaspina.
El caso del almirante Malaspina, muy comentado en la corte por esos días, era un claro ejemplo de cómo rodaban las cosas en España. El 30 de julio de 1789 Alejandro Malaspina, un marino italiano al servicio de la Armada Española, había salido del puerto de Cádiz para realizar una gran expedición científica y política, algo muy propio de la época. El propósito del italiano, que había presentado su proyecto al ministro de Marina, Antonio Valdés, no sólo era un proyecto geográfico, al modo de los que habían realizado Cook o el conde de La Pérouse, a fin de procurar el dibujo de cartas hidrográficas para las regiones más remotas de la América, y de derroteros que pudieran guiar con acierto la poca experta navegación mercantil sino, sobre todo, un proyecto político que pretendía investigar el estado general de las colonias en América, tanto en lo que concernía a sus relaciones con España como con las demás naciones extranjeras.
La aquiescencia real para la expedición se dio en octubre de 1788; y, como en la práctica totalidad de las expediciones ilustradas, el único móvil público sería el científico, porque los informes políticos tendrían el carácter de secreto. Así que, una vez aprobada la empresa, se construyeron dos nuevas corbetas, la Descubierta y la Atrevida, y se consultó a quienes tenían experiencia en viajes transoceánicos. Los españoles Antonio de Ulloa y Casimiro Gómez Ortega, los franceses François de Lalande y el abate Raynal, el inglés sir Joseph Banks y el italiano Lazzaro Spallanzani opinaron sobre los propósitos científicos —los únicos conocidos— del viaje; la Académie des Sciences, la Royal Society y el Observatorio de Cádiz también formularon su juicio al respecto. Se obtuvo la mayor información posible de los archivos estatales, se revisaron los fondos de Indias, el perteneciente a los expulsos jesuítas y el fondo de Temporalidades. Con todo eso partió la expedición bajo el mando compartido de Alejandro Malaspina y José Bustamante y Guerra, que llevaban a sus órdenes a dieciocho oficiales, dos médicos cirujanos, dos capellanes, un cartógrafo, tres naturalistas, cuatro pilotos y seis dibujantes, además de ciento setenta marineros.
El 21 de septiembre de 1794, más de cinco años después de su partida, las corbetas fondeaban en la bahía de Cádiz. En su travesía habían atracado en treinta y cinco puertos y, aunque la expedición no había dado la vuelta al mundo, como sí habían hecho las de sus referentes, Cook y La Pérouse, sí había cumplido la mayor parte de sus cometidos: su colección de cartas hidrográficas era importantísima; se habían llevado a cabo una serie de trabajos sobre el magnetismo terrestre; se evaluaron las minas de México y Perú, tasando sus recursos y sus sistemas de explotación; los naturalistas formaron una excelente colección de pliegos de herbario y reunieron bastantes muestras mineralógicas, un número nada desdeñable de animales y una colección de materiales etnográficos, y los dibujantes realizaron un completo trabajo iconográfico. Casi un millar de imágenes entre plantas, animales, paisajes, tipos etnográficos, ritos y tradiciones; un inmenso álbum de los territorios coloniales, pertenecientes a la corona española. Pero, sobre todo, se recopiló una amplísima información sobre las relaciones comerciales y el gobierno de la América española.
Cuando Alejandro Malaspina fondeó en España era un hombre tan celebrado que incluso se evaluó su nombre como posible ministro de Marina, pero una intriga cortesana, urdida en los salones del Palacio Real y de la que el navegante no supo resguardarse, haría que Manuel Godoy, que no se había enterado del asunto con detalle, lo confinara, en abril de 1796, en el castillo de San Antón, en La Coruña. Sus escritos, al parecer, eran «demasiado adictos a las máximas de la Revolución y la anarquía», según rezaban los informes de la secretaría de Godoy.
—Vengo a consultarte una solución para un buen amigo encarcelado, Gaspar —le dijo Bernardo de Iriarte tomando el toro por los cuernos—, Alejandro Malaspina me ha escrito una carta desde el castillo de su prisión. Se considera injustamente encarcelado y quiere que le permitamos salir y retirarse a Lunigiana, en su Italia natal.
—Y tiene toda la razón, Bernardo —asintió Jovellanos apesadumbrado—. Ese hombre nos ha reportado más satisfacciones y honores en los mares que ningún otro en este siglo que termina.
—¿Entonces...?
—Entonces nada, Bernardo. Concederle la libertad nos enemistaría aún más con Manuel de Godoy. Me temo que no vamos a poder atender lo que pide, aunque sea justo y tenga todo el derecho a salir de presidio. Intentaré, no obstante, que se le rebaje la pena.
—Permíteme, Gaspar, que no esté de acuerdo —protestó Bernardo de Iriarte, cordial pero firme. Moratín callaba como un muerto y miraba para otro lado, como si el asunto no fuera con él—. Yo estoy dispuesto a hacer todo lo que pueda por él, porque sabes que siempre me parecieron una infamia las acusaciones de revolucionario que la camarilla de Godoy lanzó contra Malaspina.
—Tú sabes que el problema era otro... —apuntó Jovellanos.
—Sí, el de siempre: las dichosas colonias. Tenemos que empezar a comprender los territorios americanos de otra manera, y nosotros los primeros. La libertad allí es imparable y Alejandro sólo apuntó lo que es evidente.
—Pareces Aranda, Bernardo. Me recuerdas al conde y su empeño en convertir en reinos a las colonias. No creo que ahora sea el mejor momento de poner eso sobre el tapete, ¿no crees?
—Puede que tengas razón, Gaspar —consintió Iriarte—, pero tampoco es tiempo de que Malaspina siga en la cárcel. —El ministro no quería dar el brazo a torcer—. Donde debiera estar ese hombre es en el ministerio, sentado en mi despacho, que sería mejor ministro que yo...
—Posiblemente, Bernardo. Pero ése no es el asunto ahora. El momento no está para aumentar la tensión en cosas que, a lo mejor, podemos resolver pronto con menos esfuerzo. De ese tema mejor no comunicar nada a Godoy, al menos de momento.
Y con un gesto dejó claro que zanjaba el asunto. Bernardo de Iriarte hizo una mueca de resignación y, sorprendentemente, fue Moratín quien tomó la palabra.
—Por la libertad de que gozamos en este despacho —dijo Moratín dirigiéndose a Jovellanos—, me atrevo a decir que no sería nada acertado molestar a Godoy con este asunto. Malaspina está donde debe estar.
—Me sorprenden vuestras palabras, Leandro —le respondió molesto Iriarte—. Malaspina es un liberal y un hombre de las luces, como nosotros. Él también conoce la acacia.
Bernardo de Iriarte había utilizado la expresión habitual entre masones para referirse a un hermano.
—Me consta —otorgó Moratín—, y eso nos honra a todos, a él y a nosotros —«Será descarado», se dijo Goya—. Pero creo que las colonias no son materia negociable para la monarquía española, y ésa es la postura que defienden tanto Escoiquiz como Godoy.
Aunque por razones bien distintas, el canónigo y el valido coincidían al respecto. Para Escoiquiz la materia no era negociable per se, por el derecho divino de los Borbones a gobernar esas tierras; para Godoy, sin embargo, era un asunto de oportunidad: sabía que abrir la crisis sobre la naturaleza mudante de las relaciones políticas entre la metrópoli y la corona era la espita por donde se podría abrir el grifo de la revolución política de todos los territorios del reino, incluyendo la posible revisión de la forma del Estado. Lo que para Escoiquiz era nunca, para Godoy era no, por el momento. Esa era la diferencia.
—Cualquier intento de libertad allí contará con la oposición del rey. Y todos ustedes lo saben —sentenció el dramaturgo como queriendo dar más peso a sus palabras.
Goya se iba indignando por momentos. No podía dar crédito al descaro de Moratín, convertido en vocero del canónigo y diciendo barbaridades que nunca se le hubieran consentido en la logia. Como si quisiera calmar la ira que le subía por momentos del corazón a la cabeza, Goya apretó el pincel contra su paleta cargándolo de pasta oscura para perfilar un cortinaje que obraba como fondo del retrato. Este cortinaje, como un palio, quería que protegiera la cabeza de quien era para él uno de los más activos y sinceros pensadores de esa época.
—¿Debo entender entonces que estáis a favor de la política del valido y en contra de nuestras pretensiones? —preguntó Jovellanos a Moratín encarándose con él. Jovellanos guardaba dentro alguna de las posiciones federalistas de Aranda.
—En modo alguno, don Gaspar —aclaró, melifluo, el dramaturgo—, pero tenemos que ser pacientes y esperar mejores oportunidades. Todavía no es nuestro momento. Veníamos comentando en el carruaje —y señaló a Bernardo de Iriarte, que también lo miraba con cara de pocos amigos— que el momento actual es poco propicio para Godoy, y que aumentar la tensión actual con un asunto que no es capital para nosotros puede entorpecer la estrategia que debemos delinear en próximos días.
—No será capital para ti, Leandro —Iriarte estaba cada vez mas airado—, pero sí para muchos de nosotros. Si bien es cierto que dices cosas prudentes, no lo es menos que la fraternidad está por encima de la prudencia... ¡Y no se te olvide! —le dijo amenazador—, que desde que eres secretario de Lenguas del Consejo del rey y trabajas para Escoiquiz, te veo flojo en nuestra lucha por las libertades, Leandro.
—Calma, amigos —terció Jovellanos—. Ya tenemos bastantes personas hostiles fuera de este despacho para que surja la discordia entre nosotros.
—Permitidme que os diga, don Gaspar —le dijo Moratín a Jovellanos usando un tono sorprendente de absoluta seguridad en lo que iba a decir—, que, desgraciadamente, la libertad del pueblo español depende más de las arbitrariedades de don Manuel de Godoy que de los intentos que podamos emprender nosotros para conseguirla.
Este cambio de tono en la conversación alarmó a Goya, que se disponía a representar unas veladuras en la parte derecha del cuadro.
—Conozco bien a Manuel —afirmó Jovellanos con afán conciliador— y coincide con nosotros en su interés sincero por la libertad de los españoles de una parte y otra del Atlántico.
—Y la reina ¿opina como vos y como Godoy? ¿Estáis seguro, don Gaspar? —Moratín apostaba fuerte.
—Godoy no puede jugar con la libertad de un reino por el vuelo de unas faldas.
—No estéis tan seguro, don Gaspar —replicó Moratín que, pese a la común condición de masones, no se apeaba del tratamiento de respeto a Jovellanos—, y no me refiero sólo a las augustas faldas de doña María Luisa, que hace tiempo que no las visita. Me refiero a las de Josefina Tudó. Es más inquietante la liaison que mantiene don Manuel que cualquier noticia alarmante que podáis recibir de Francia o de nuestro amigo Cabarrús, quien, por cierto, ya no es el que era. Godoy no puede seguir paseando a la Tudó como si fuera su mujer, que lo es en verdad pues se casó en secreto con ella en julio del año pasado, en la capilla de El Pardo. Los informes de Escoiquiz no dejan ninguna duda a este respecto.
—¡Eso es imposible! —dijo Iriarte ante la cara de sorpresa de todos los asistentes—. El está casado desde entonces, es cierto, pero con la prima del rey, María Teresa.
—Sí, querido amigo —le respondió Leandro—. Eso es lo que todos creéis, pero antes se casó con la tonadillera. Una acusación probada de bigamia puede retirarlo del cargo que ocupa sin que el esfuerzo para anularlo sea excesivo. Y la reina María Luisa, que lleva unos días muy alterada porque María Teresa de Borbón no quiere seguir viviendo con Godoy y se quiere marchar de su casa, está dándole vueltas al asunto. Don Manuel no se da cuenta, o no quiere hacerlo, pero sus días al frente del gobierno pueden estar contados.
—Yo no le doy tanta importancia a esos detalles como se la dais vos, Leandro —dijo Jovellanos muy circunspecto—. Los líos amorosos siempre han estado presentes en la corte desde que murió don Carlos III. Tanto la reina como Manuel son muy venales y hoy se disgustan y se distancian para que el reencuentro de mañana sea más apasionado. Lo hemos visto antes...
—Pues creedme, don Gaspar, la tiene y con un peso mayor del que creéis. Los asuntos amorosos son una razón de Estado para la reina. Y os diré que Escoiquiz se frota las manos y no hace nada por evitar este bochorno que vive la reina de una persona que tanto le debe.
Las veladuras en la parte derecha estaban listas y ahora Goya remataba los lomos de unos libros. «Los libros, siempre los libros», se decía el pintor para sus adentros. Gaspar de Jovellanos no podía pasar sin ellos. Eran su verdadera luz y el mejor bálsamo para paliar los dolores de un espíritu como el suyo, siempre atormentado al ver la situación de un país que, pese a las riquezas de sus dominios, no lograba despegar y colocarse entre las potencias europeas. A Jovellanos le dolía una nación donde los asuntos de faldas iban más allá de la cama y ascendían a categoría de interés nacional porque las apetencias sexuales de la reina o de Godoy tenían más en jaque al reino que los intereses de España en Europa o con las colonias.
—La reina doña María Luisa —continuó Leandro— no está dispuesta a consentir que la jerarquía eclesiástica cargue de nuevo con las iras de Godoy, que está Escoiquiz detrás para evitarlo —aclaró—. No está dispuesta a consentir otra vez que el rey firme más decretos como el que costó su cargo al arzobispo de Toledo, el cardenal Lorenzana, cuando se opuso al matrimonio de Godoy. Sepan vuesas mercedes —apuntilló Moratín muy ceremonioso— que el nuevo inquisidor general, advertido por donjuán Escoiquiz, vigila constantemente a don Manuel de Godoy y rinde también sus informes a la reina.
Goya observaba y veía con claridad la mirada que había retratado en su amigo Gaspar de Jovellanos: la pura melancolía; un atributo principal de su espíritu. Precisamente por eso el ministro siempre tenía unas palabras animosas, pensaba Goya mientras terminaba de dibujarla en sus pupilas, para todo el que se acercaba a consultarle cualquier problema, por insignificante que pudiera parecer. Gaspar siempre sabía destacar la parte positiva del asunto y relacionarla con el conjunto de otros detalles que parecían no venir al caso pero que, explicados por él, situaban el problema y daban su correspondiente solución.
—Insisto, Leandro —volvió a decirle Jovellanos, no muy convencido—. Todo este asunto de los devaneos de Godoy me parece irrelevante. ¿Qué más da que tenga o no papeles con la Tudó? ¿Acaso los tiene con la reina? Pero, ya que estáis en asuntos de rumores..., ¿qué sabéis vos de un asunto del que me han informado y que hace, también, a la real alcoba?
Leandro Fernández de Moratín perdió su poco color cuando oyó eso de labios del ministro de Gracia y Justicia.
—Decidme, don Gaspar. No sé a lo que os referís —mintió Moratín, pretendiendo un aplomo que los demás notaron que se le había ido en un momento.
—Me refiero a ciertas cartas que, según lo que se dice de ellas, dañan gravemente el prestigio real.
Moratín se quedó desconcertado. El sabía algo de esas misteriosas cartas por Escoiquiz, quien, cómo no, sabía de ellas por alguna fuente que no había querido revelar a su secretario. Pese a todo, Moratín había sacado en claro que algo tenía que ver la duquesa de Alba en ello, pues algo así le había insinuado el canónigo en cierta ocasión cuando, después de visitarla en su casa de Madrid —antes de enviudar—, volvió a su despacho desproticando contra Godoy y los liberales y haciendo referencia por primera vez a las tan celebradas cartas. Pese a que Moratín apenas supiera más que eso, decidió sorprender a su audiencia llevando el agua a otro molino.
—Poco o nada sé de ese asunto, don Gaspar. Pero está aquí alguien que os podrá informar cumplidamente de ello. Nadie mejor que el hermano Goya para iniciarnos en ese secreto. —Y Moratín señaló al pintor con el dedo índice.
La verdad era que Moratín había decidido disparar a ciegas basándose, que no era poco, en que si Cayetana de Alba estaba al cabo de la calle también tendría que estarlo su antiguo amigo, desde el momento en que pintor y duquesa compartían, al decir de los mentideros, más que palabras desde que Goya había vuelto de Sanlúcar.
Goya no había escuchado nada de lo que había dicho Moratín. Enfrascado en su pintura, daba con el pincel fino unos toques finales a su propia firma en la carta que llevaba Jovellanos en la mano derecha. Prácticamente había terminado el cuadro y estaba satisfecho, concentrado en su trabajo. Un último repaso sobre la mesa y habría concluido el retrato. Sobre la escribanía había hecho destacar carpetas y papeles, como correspondía a un hombre trabajador y responsable que se ocupa en los asuntos de Estado, como Jovellanos tenía por devoción más que por obligación, y porque Goya quería decir con ello que su amigo era un hombre responsable y trabajador. Incluso, para acentuar esa imagen de responsabilidad, había puesto en su mano un documento, como si lo acabara de estudiar, y tenía a su modelo en el instante en que los ojos se habían separado de esa lectura. Goya había captado ese instante en su retrato, como sintiendo importunar a Jovellanos en sus reflexiones.
—¿Habéis oído lo que dice Leandro? —dijo Iriarte avisando a Goya mediante una palmada en el hombro.
—No, estaba firmando el cuadro. Decidme qué es.
—Gaspar está preocupado por unas cartas que, se dice, comprometen seriamente a los reyes, y Leandro afirma que vos debéis de saber de eso mucho más que todos nosotros.
—No tengo ni la menor idea de lo que habláis, amigos. —Y Goya procuró que no se le notara la mentira. Porque, aunque ciertamente no supiera nada del contenido, bien sabía de la existencia de las cartas y en qué manos estaban—. Y conste que no quiero evadir ninguna respuesta.
—Me es difícil creerlo —le respondió Moratín, en verdad incómodo—. Vuestra amistad con la duquesa de Alba es la clave en todo este asunto de la misteriosa correspondencia.
—Pero ¿qué cojones tiene que ver la duquesa con tus puñeteras cartas, Leandro? —Goya estaba a punto de perder los nervios—. Sigo sin entender qué quieres...
Jovellanos e Iriarte se miraron sorprendidos ante la airada reacción de su amigo.
—¿Nunca os ha hablado, vuestra amiga Cayetena —le dijo Moratín con una ironía que Goya no escuchó, pero que sí vio reflejada en el rictus de sus labios—, de unas cartas que desaparecieron de la habitación de la reina cuando ella, y no otra, desempeñaba las funciones de camarera real?
—Desconozco totalmente ese asunto —respondió Goya, que había comprendido la pregunta leyendo los labios del dramaturgo y, por ello, la expresión del pintor era más que elocuente. Sus ojos, tan oscuros, manifestaban a las claras su profunda indignación por ese modo de interrogatorio descarado.
—¿Seguro, Francisco? —insistió el dramaturgo, sin saber dónde se estaba metiendo.
—Más te tendrías que preocupar tú —le espetó Goya, visiblemente molesto. El había acudido allí a pintar, no a ser importunado por las preguntas de alguien como Moratín: un traidor a sus ojos— de lo que se dice de nuestra hermandad por algunos traidores que hay dentro. Eso sí que es grave, y no los cotilleos que te traes sobre esas puñeteras cartas.
Moratín, de natural cobarde y escurridizo, hubiera rehuido esa imputación tan clara y evidente, si no fuera por los testigos que había delante. Pero en el despacho de Jovellanos y delante de Iriarte no le quedaba más remedio que apechar con el asunto. Así que frunció el ceño, asustado, y apretó las mandíbulas, buscando una fuerza de la que era huérfano, para contestar a esa imputación tan directa del pintor.
—¿Me acusas de traidor a la Orden, Francisco?
—Tú dirás, Leandro... —lo retó el pintor.
—Esa es una imputación muy grave y no creo que estés en posición de poder probar lo que dices.
Goya se sentía mal, porque su pasión lo había vuelto a llevar a un callejón sin salida. No había medido bien sus palabras, pero ahora no estaba dispuesto a recular.
—¡Ni falta que me hace!
—Mira, Francisco. Te conozco bien y sé qué carácter tienes y por ello, y por la amistad que te tengo, estoy dispuesto a pasar por alto lo que has dicho —le dijo conciliador Moratín, que quería salir del asunto cuanto antes, aunque no pensaba soltar la presa—, pero te voy a dar un consejo por tu bien. Es a ti a quien más le interesa averiguar dónde están esas cartas para salvar tu honor y, si me apuras, la vida —le dijo amenazador—. Tu amistad con Cayetana te compromete si fuera ella la implicada principal en ese asunto. Pídele explicaciones cuanto antes y todos saldremos ganando, y tú el que más.
—¡Señores, calma! —pidió Jovellanos, preocupado por el cariz que había tomado la conversación—. Los asuntos de faldas son privados y allí deben quedar, porque en los dormitorios no se deben cocer los asuntos del Estado. Si las cartas existen, lo cual dudo, ya se averiguará qué ha sido de ellas y cuál es la responsabilidad en ellas de la reina, si la tuviere. Y demos el asunto por zanjado, hermanos.
El pintor concedió con la cabeza, no muy convencido, y Moratín asintió con un gesto, aliviado por la intervención de Jovellanos.
Goya, de vuelta al caballete, cogió un pincel fino y terminó su firma en el papel que su amigo sujetaba en la mano derecha. Mientras Jovellanos e Iriarte se acercaban a la escribanía del ministro, donde el anfitrión le pasó unos documentos al de Agricultura y comentaron algo en voz baja, Moratín se aproximó al caballete mientras Goya, en silencio, seguía rematando su trabajo.
—Te ruego me disculpes si te he ofendido, Francisco. —Y Moratín le brindó su mano derecha, dispuesta para el saludo entre masones en el grado de maestro—. Ni era mi intención, ni me lo puedo permitir.
A Goya le hacía poca gracia esa componenda del literato, porque nadie lo iba a convencer a esas alturas de que Moratín no era un traidor, pero comprendió que mejor sería hacer las paces, al menos en apariencia, que dejar la herida abierta.
—Sea, Leandro. —Y Goya le correspondió al saludo, aunque de inmediato volvió a sus pinceles.
Moratín se quedó a su lado contemplando cómo trabajaba Goya. Al cabo de un par de minutos el pintor dejó el pincel en un tarro y, mirando fijamente a Morartín, se limpió las manos con un paño empapado en aguarrás.
—He terminado, don Gaspar —anunció Goya y con un gesto ofreció el cuadro a su amigo.
Iriarte y Jovellanos también se acercaron a la pintura. Los tres se quedaron en silencio mientras Goya iba recogiendo sus pinceles y cerrando los tarros de los colores.
—Habéis sabido captar mi alma, Francisco —dijo Jovellanos, admirado—. Realmente sois un genio. No me extraña que todo el mundo desee un cuadro vuestro.
—Favor que me hacéis, don Gaspar —respondió Goya mientras miraba cómo Bernardo de Iriarte y Leandro Fernández de Moratín se aprestaban a abandonar la estancia. Todos se despidieron y Goya se quedó recogiendo sus trastos mientras Jovellanos volvía a su escritorio.
Antes de que Moratín cerrara la puerta tras él, cruzó su mirada con Goya. Para el pintor quedó claro que Moratín no era persona de fiar y que el verdadero motivo por el que había acompañado a Iriarte, que era mucho más ingenuo que el de Agricultura, había sido sondear a Jovellanos acerca de la crisis que estaba tramándose contra Godoy y saber, de primera mano, cuál era la posición de la Orden al respecto. Los dos hombres se dijeron con los ojos lo que no se habían terminado de decir con palabras.