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La muerte de un rey

A mediados de 1184, un grupo de los líderes más importantes partió hacia Europa. El propósito del viaje en épocas tan inciertas consistía en obtener capitales y despertar entusiasmo para una tercera Cruzada.

La misión iba encabezada por el patriarca Heraclio, acompañado por los grandes maestros de las órdenes militares de los templarios y hospitalarios.

El emperador Federico y el rey Luis les recibieron con pompa y ceremonia, y el rey Enrique con muestras de hospitalidad más restringida; sin embargo, Alemania, Francia e Inglaterra tenían ciertas reservas con respecto a unirse en un tercer intento de barrer a los paganos de Tierra Santa.

En vano, los tres persuasivos jefes de Outremer y Outrejourdain intentaron obtener la firma de un compromiso de los tres monarcas. Sólo Ricardo, el príncipe de Inglaterra y heredero del trono, sintió la llamada de las armas en su interior. Ello se debía más al hecho de que el enérgico y voluntarioso príncipe era un hombre de acción, que a su celo religioso como caballero cristiano. Pero él aún no era rey de Inglaterra y, por lo tanto, se mostraba irritado por la restricción que se le imponía. Ricardo era una compleja mezcla de soldado y poeta, un romántico que gozaba de las exigencias físicas de la guerra. Sin duda valiente y un león cuando entraba en acción, de ahí el sobrenombre de «Corazón de León», Ricardo era también un enamorado de la poesía y del misterio romántico del Santo Grial.

Como jefe del culto de los poetas místicos, los trovadores, el príncipe inglés estaba familiarizado con la leyenda arturiana de los Pendragon, de quien se consideraba descendiente directo. Sólo los hombres podían ser miembros del culto cuasi mágico de los trovadores, y creían que al entonar unos cantos poéticos, los hechos descritos en el poema se tornaban más bien reales que no una leyenda.

También creían que aquellas canciones poéticas, entonadas repetidamente a la manera de una invocación mágica, además de ser un relato romántico de gestas pasadas, podían causar de hecho un cambio en el futuro. La poesía es un arte y también lo es la magia, por lo tanto esas creencias no eran infundadas. Un grito de batalla puede animar a las tropas desmoralizadas; una antigua maldición puede afectar a las futuras generaciones; un lema puede conquistar la confianza del pueblo; por lo tanto, según creían, un poema de los trovadores era capaz de afectar el futuro de una nación.

El príncipe Ricardo se veía a sí mismo como un Gawain más que como un Percival, en la jerarquía mística de la Tabla Redonda del Rey Dragón, y anhelaba ser el acicate de la cristiandad.

Heraclio, que lo sabía, trataba de actuar sobre las evidentes susceptibilidades del príncipe Ricardo; pero, hasta que fuese rey de Inglaterra, no cabía esperar que se comprometiese con la tercera Cruzada.

Todos esos esfuerzos agotaron a los tres emisarios de Jerusalén, y los innumerables banquetes rociados con buenos vinos a que se vieron obligados a asistir terminaron por dejarles exhaustos. Ninguno de los grandes maestros cedió a la tentación del vino, pero todos eran comilones, al igual que el patriarca. Además ya no eran jóvenes. El resultado fue que, durante el viaje de vuelta, Arnold de Toroga, el Gran Maestro templario, falleció de un cólico después de una corta indisposición. La misión fue un fracaso.

En Jerusalén, la situación era tensa. Ello no era insólito en el reino de la cristiandad, pero la tensión se agravó a causa de la ausencia de los tres poderosos embajadores, en busca de apoyo para la nueva Cruzada, y de la cercana muerte del rey Balduino IV.

—Que haya vivido tanto es un milagro. Su fuerza de voluntad es extraordinaria —dijo Abraham—. Yo le he visto en varias ocasiones, cuando le visitaba para aliviar sus sufrimientos. Pero aunque los médicos lo han probado todo, hasta la alquimia de un judío, para evitarle al valiente desgraciado tanto sufrimiento, sólo la esencia de amapola y el destilado de la soporífera mandrágora surten cierto efecto.

El proceso de la lepra elimina primero la sensibilidad de las extremidades, antes de paralizar finalmente los órganos vitales. Por lo tanto el dolor en sí no es problema. Pero la frustración causada por la imposibilidad de gobernar, sabiendo que sólo él sostiene las riendas del reino para evitar que se apoderen de ella los codiciosos barones, constituye el verdadero dolor que hace estragos en el espíritu del torturado y joven monarca.

«Tiene sólo veinticuatro años, apenas tres más que tú, Simon. ¿Puedes imaginarte lo que tiene que soportar su pobre alma? Quisiera Adonai que yo pudiese hacer algo más por él.

El filósofo poseía profundos conocimientos acerca de las adormideras, acumulados tras largos años de estudio de las copias de los Herbarios de los sacerdotes egipcios de Isis, un raro papiro que se había salvado del incendio de la biblioteca de Alejandría. Abraham era capaz de descifrar los jeroglíficos de las copias: los originales hacía tiempo que se habían convertido en polvo.

Se los había comprado a un ladrón de tumbas a quien trató de una enfermedad devastadora que seguramente contrajo al saquear alguna tumba. La clave de los jeroglíficos se la había proporcionado una segunda copia en griego, hecha por Apolonio de Tiana, el gran mago del siglo primero, cuya religión de Luz fuera una rival muy cercana al cristianismo.

Al igual que Mitra, otra divinidad rival de Cristo, Apolonio fue martirizado. Mitra, que también nació de madre virgen, fue asimismo crucificado.

La religión que rendía culto a Mitra la practicaban muchos legionarios romanos en tiempos de Herodes, mientras que los seguidores de Apolonio fueron confiados a los sabios de Oriente y sus discípulos. Todos fueron gnósticos.

—¿Son muchos los eruditos capaces de leer la escritura pictórica de los antiguos egipcios? —le preguntó Simon a su maestro.

—Cada año son menos; pero yo pasé algún tiempo en esa tierra maravillosa, y un sacerdote de Isis, que aún practicaba la antigua religión, me enseñó lo poco que sé. Estos rudimentos se limitan a las hierbas y raíces que usaban los médicos reales del Faraón. También sé lo suficiente sobre los antiguos dioses de Egipto como para darme cuenta de que el origen de su panteón es zodiacal. Tolomeo, el gran matemático, que, como faraón, pasó la mayor parte de su vida estudiando los astros, nos dio muchos motivos para estarle agradecidos. Mis sencillos conocimientos sobre los cielos nacen principalmente de la utilización de los métodos de ese astrónomo.

La humildad de Abraham era tan auténtica como todos los demás aspectos de su carácter. Era un verdadero erudito.

La corte de notables de Jerusalén toleraba al sabio y astrólogo judío, porque todos deseaban saber cuándo moriría su soberano. Todos aquellos buscadores de poder, en ausencia de Guy de Lusignan en Ascalón, maniobraban para obtener la supremacía en la futura lucha por el poder. Si alguien hacía un movimiento en el momento equivocado, arriesgaría lo que el destino le tuviese preparado. Si actuaban demasiado pronto, mientras el atormentado rey aún estuviese con vida, corrían el riesgo de perderlo todo; inversamente, si actuaban demasiado tarde, se presentarían como uno de los últimos contendientes para apoderarse del tambaleante reino.

—¡Es un asunto asqueroso! —dijo Belami—. Como observar a los buitres dando vueltas sobre un león moribundo.

Simon le dio la razón con sumo disgusto. En estos momentos ya no se hacía ilusiones sobre la integridad de la nobleza franca.

—Siempre ha sido así —observó Abraham—: cuando el jefe de la manada agoniza, sus seguidores esperan anhelantes para recoger sus huesos.

Mientras el joven yacía en la cama, el olor de su carne putrefacta superaba el de los costosos perfumes. Afortunadamente para él, sus órganos olfativos habían sido destruidos por la terrible enfermedad, de manera que al menos no tenía que soportar el hedor de su propia putrefacción. Eso y las pociones soporíferas de Abraham evitaban que su cordura se precipitara en el abismo.

Había confirmado a Raimundo de Trípoli como regente, pero también había nombrado al conde de Joscelyn, su tío, como tutor personal de su heredero, que aún era sólo un niño.

Por fin, la fracasada misión regresó de Europa, llevando el cuerpo momificado del fallecido Gran Maestro, Arnold de Toroga. Ello significaba que el Gran Capítulo en Jerusalén tenía que elegir a su sucesor.

—Será Gerard de Ridefort —sentenció Belami—. Él es el único templario mayor capaz de empuñar la Maza del fallecido Gran Maestro. —Tenía razón, pero estaba inquieto con respecto al futuro—. Puede ser que De Ridefort no sea suficientemente experimentado en cuestiones bélicas —dijo Belami.

En marzo de 1185, el joven rey Balduino fue finalmente liberado de su prolongado martirio.

Aunque el triste acontecimiento hacía tiempo que se esperaba, una nube de tristeza se abatió sobre Jerusalén. El heredero real fue llevado a la iglesia del Santo Sepulcro y, en brazos de Balian de Ibelin, fue coronado por el patriarca recién llegado, Heraclio.

El acto fue una farsa, pues pocos de sus «leales» cortesanos creían que el niño viviría lo suficiente como para mantener el poder dentro del reino. O bien la lepra de su tío le reclamaría como su víctima o bien le envenenaría alguno de los pretendientes al poder. Por esa razón, Joscelyn se mostró reacio a aceptar la responsabilidad de la tutela del niño, y se sintió aliviado cuando el moribundo Balduino le encargó la arriesgada tarea a Balian de Ibelin. Este caballero era un hombre valiente y honrado, pero de ninguna manera poseía la astucia política de los demás.

«Joscelyn teme que si algo le ocurre al heredero, le culparán a él. Ahora puede depositar esa responsabilidad en Balian, si llegara a suceder lo peor».

Las palabras de Abraham fueron proféticas.

Esos sucesos mantenían a Jerusalén sobre ascuas y aumentaba la sensación de inminente desastre que pendía sobre la Ciudad Santa. Complots y contracomplots, alianzas y conspiraciones secretas bullían entre los nobles. Saladino habría sido un imbécil si no hubiese aprovechado aquel caótico periodo en Tierra Santa.

Las fuerzas de la naturaleza también parecían confabuladas. El hambre asoló la tierra a causa de la sequía. La situación era grave y aterradora.

Afortunadamente, Saladino vio que el momento era propicio para renovar la tregua y ceñirse a los términos generales de un pacto de no agresión, cuando los emisarios de los angustiados barones llegaron hasta él.

El líder sarraceno aún tenía sus propios problemas. Tenía que convertir el Islam en un arma más poderosa que aquella con que había fracasado al querer destruir Kerak. Precisaba tiempo, y lo compró con la tregua.

Se firmó el tratado. Saladino brindó grandes cantidades de grano de Oriente, y la cristiandad se salvó de ser asolada por el hambre.

Sin embargo, Belami no era demasiado optimista.

—Ese astuto sarraceno no lo hace por caridad, por compasivo que sea. Esta tregua le proporcionará el tiempo suficiente para formar el ejército más vasto que el islam haya conocido nunca.

Una vez más el veterano acertó a ver claramente el quid de la cuestión.

La arrogancia de los tolerantes barones no les permitía presentir la tormenta que se avecinaba. Después de romper con éxito el sitio de Kerak de Reinaldo de Chátillon, creyeron firmemente que habían logrado inspirar miedo al poderío cristiano en el corazón de Saladino. ¿Por qué otro motivo hubiera aceptado la tregua sin cláusulas penales?, argüían. Preocupados con sus propias ambiciones y mezquinas conspiraciones, no acertaban a ver el peligro. Creían que habían engañado a Saladino. Pero estaban equivocados.

—¿Cómo pueden ser tan ciegos? —Abraham meneaba la cabeza con asombro—. «Aquellos a quienes los dioses quieren destruir, primero los vuelven locos» —citó.

Mientras tanto, en abril de 1185, Saladino marchaba hacia el norte para reunirse con Kukburi de Harram, un antiguo aliado, que en una ocasión le había ayudado a consolidar su posición como el sarraceno supremo. La intención de Saladino consistía en levantarse contra los jefes seldjuk si no accedían a unirse a él en la Jehad contra la cristiandad.

Antes de que pudiera tener éxito con su estrategia, el líder sarraceno cayó enfermo. Casi moribundo a causa de una fiebre violenta, Saladino logró buscar refugio en casa de Kukburi, en Harram.

Su médico personal, Maimónides, conocido por los sarracenos como Abu-Imran-Musa-ibn-Maymun, le salvó la vida. Abraham tuvo noticia de ello por boca de uno de los agentes de Saladino en Jerusalén.

—Recuerdo que Bernard de Roubaix y Raoul de Creçy me hablaron de ese gran sanador judío —dijo Simon.

Abraham sonrió.

—Tienes buena memoria. Tus tutores estaban acertados al reconocer la capacidad de Maimónides. Si alguien puede salvar a Saladino, ese alguien es mi viejo amigo. Le conocí durante mis viajes por Egipto, cuando acababa de llegar de España. Es un gran sabio.

«Si Saladino muere, que los cristianos de ultramar no esperen mucha piedad ni compasión de parte de sus sucesores.

Simon ahora pasaba todo su tiempo libre con Abraham, absorbiendo los elementos básicos del gnosticismo. Así aprendió por qué Jerusalén se llamaba la Ciudad Santa; cómo había crecido en el transcurso de 3000 años, y sin embargo continuaba encerrada en un círculo tan pequeño.

—Los romanos reconstruyeron Jerusalén, volviendo a basar sus fundamentos sobre el verdadero eje del centro cruciforme de su energía. No eran para nada tontos —le dijo el anciano.

—Al dejar la base del templo como el gran generador de energía, teniendo como fuente la Piedra de Abraham, aseguraron el continuado efecto de la Ciudad Santa sobre todos los seres vivientes en el interior de sus murallas, así como sobre aquellos que la contemplan desde las colinas circundantes. Los romanos advirtieron la energía de esos montes; en caso contrario, ¿por qué construyeron su propia capital en sus siete colinas?

A Abraham se le escapaban pocas cosas. A pesar de estar al filo de los ochenta años, la mente del anciano era clara como un cristal de roca. La fuerza juvenil de Simon constituía una constante fuente de energía para el sabio, y a cambio le brindaba a su discípulo cada migaja de conocimiento que poseía. Abraham supo desde el primer momento que se conocieron que el hijo natural de Odó de Saint Amand había sido puesto bajo sus enseñanzas por un gran propósito. Nunca se preguntó por qué, sino que le dio su amor y su sabiduría sin retaceos.

Quedó profundamente perturbado por la noticia de la enfermedad de Saladino, y, durante el sueño, abandonaba su cuerpo físico para ir al encuentro de Maimónides en Harram. Sin ser visto por los guardias del líder sarraceno, pero siendo advertida su presencia por el médico judío de Saladino, el cuerpo sutil de Abraham transmitía sus energías curadoras al enfermo.

También Simon, ante la sugerencia de su maestro, consintió que Abraham le pusiera en trance profundo y proyectara su alter ego al lugar donde yacía Saladino. Cuando el cuerpo sutil de Simon llegó junto a la cama del sarraceno, Maimónides sintió la presencia de otro aliado sanador.

Durante el extraño sueño, una luz azul pareció bañar el cuerpo febril del agotado enfermo. El resplandor azulado de las energías sanadoras en torno a Saladino vibró violentamente.

Simon comprendió que la esbelta figura del médico presente debía de ser la de Maimónides. El mago judío llevaba una gallabieh blanca y turbante, y en tanto Simon le observaba, el médico advirtió la presencia de su espíritu. Maimónides se sonrío.

En el otro lado de la cama del enfermo, la sombra espiritual de Abraham se materializó en el cuerpo sutil del tutor de Simon. De nuevo, fue evidente que Maimónides reconoció a la otra presencia por lo que era.

El médico de Saladino sonrió y asintió con la cabeza, en señal de reconocimiento de la manifestación de los dos ayudantes.

Los ojos del líder sarraceno se abrieron parpadeando al recobrar la conciencia. Con anterioridad, Simon notó que la figura de Saladino pareció duplicarse: como si las imágenes de dos sarracenos se sobrepusieran, una flotando ligeramente sobre la otra.

Al tiempo que Saladino recobraba la conciencia, la segunda imagen volvió a meterse en su cuerpo. Por un instante, Simon sintió que el jefe sarraceno les había visto a ambos, a Abraham y a él mismo, junto a la cama. Entonces la visión se desvaneció, y Simon sintió que su cuerpo sutil viajaba raudo por el espacio, para despertar en el dormitorio de Abraham. Junto a él, su maestro estaba sentado en una amplia silla de caña árabe, que utilizaba para la meditación. También él estaba despierto.

El filósofo sonrió.

—Y bien, Simon, ¿qué soñaste?

Su discípulo se lo dijo. Abraham asintió con la cabeza.

—Yo tuve también la misma visión. Maimónides notó nuestra presencia.

Si aquella experiencia de proyección en estado de trance se la hubiesen relatado a Simon un par de años antes, no le habría dado crédito. Ahora aceptaba la experiencia como parte de su forma normal de vida. También sabía que un día conocería a Maimónides personalmente, y que descubriría un signo de reconocimiento en la cara del médico.

Al comentar más tarde aquella extraña experiencia con Belami, Simon dijo:

—No había nada ilógico en el sueño. Podría describir con todo detalle el interior de la habitación de Saladino. Lo extraordinario fue la impresión de que Maimónides tenía plena noción de nuestra presencia y aceptaba de buen grado nuestra ayuda. Aún no sé cómo ayudé al sarraceno enfermo, pero seguramente Abraham pudo enjaezar mis energías y mi salud.

«También estoy seguro de que llegamos al palacio de Kukburi en Harram en el momento de la crisis. La sensación de fuerzas poderosas en actividad fue sobrecogedora. Aún me siento desorientado por toda la experiencia. Abraham me dice que eso pronto pasará. Quiso que aprovechara la proyección conjunta de nuestros cuerpos sutiles, con el fin específico de sanar. El hecho me ha dado ciertamente una nueva perspectiva en mi actitud hacia la muerte física. Ahora comprendo lo que Abraham ha estado tratando de decirme.

«La diferencia entre una experiencia fuera del cuerpo físico y la muerte es meramente una cuestión de grado. En el momento de la muerte física, la persona sutil ya no tiene necesidad del cuerpo físico, que ha ocupado durante la vida terrenal. Esta revelación extraordinaria la experimentamos cada vez que soñamos, pero no la reconocemos como lo que verdaderamente es: una anticipación de la muerte.

«Normalmente no nos asusta la experiencia del sueño: ¿por qué entonces le tememos a la muerte? Le agradezco a Abraham este conocimiento, que por supuesto mi maestro posee y disfruta desde hace mucho tiempo.

En principio, Belami estuvo de acuerdo con Simon, pero comentó con su espíritu siempre práctico:

—Un miedo saludable a la muerte forma parte del mecanismo de sobrevivencia del hombre. Si fuese tan fácil, tal vez no lucharíamos tanto para permanecer vivos. Eso podría ser el fin de la raza humana. Mi madre en una ocasión me contó que cuando nací, sintió que abandonaba el cuerpo y contemplaba todo el proceso de mi nacimiento. Yo era el cuarto hijo y el primer varón. Nunca antes había experimentado nada semejante.

Mientras Saladino se recuperaba en Harram, y posteriormente en su amada Damasco, los barones francos bregaban por el poder y el reino de Jerusalén se tambaleaba al borde del desastre.

Un rey había muerto, otro se encontraba cerca del fin de su corta vida, y el sultán sarraceno se hallaba en la encrucijada de su destino.

Durante la convalecencia de Saladino, fracasó un complot contra su sultanato, cuando un viejo enemigo, Nasr-ed-Din, falleció después de celebrar la «Fiesta de las Víctimas». Se sospechó que le habían envenenado, pero no se pudo probar.

Débil aún a raíz de su estrecho contacto con la muerte, Saladino perdonó al joven hijo del traidor cuando el muchacho citó un apropiado versículo del Corán sobre la expoliación de los huérfanos. El líder sarraceno también devolvió todas las posesiones que los emires le habían confiscado al padre del muchacho. Podía darse el lujo de ser compasivo, pues ahora Saladino era el jefe supremo indiscutido de todo el islam.

La fortuna no fue tan bondadosa para con el reino cristiano. El rey infante murió en Acre, en agosto de 1186, y una vez más el reino de Jerusalén se hundió en el duelo y el caos político.

La primera jugada corrió por cuenta del conde Joscelyn. Él sugirió que debía llevar el cadáver del rey infante de vuelta a Jerusalén para el entierro, mientras que Raimundo III de Trípoli reunía a los barones contra el patriarca, Heraclio, sus seguidores y sus simpatizantes.

Raimundo aceptó la sugerencia en buena fe y partió inmediatamente. No bien se hubo marchado, Joscelyn se levantó contra Tiro y Beirut, proclamando reina a Sibila. Envió el cadáver del pequeño rey de vuelta a Jerusalén con los templarios.

Belami y Simon formaban parte de la escolta que salió al encuentro de la comitiva funeraria a mitad de camino, para asegurar su seguro viaje hasta la Ciudad Santa.

Mientras tanto, Joscelyn había hecho una alianza con Guy de Lusignan y urgido a Reinaldo de Chátillon a unírsele. Todos convergieron sobre Jerusalén. Joscelyn, De Lusignan y De Chátillon iban acompañados por poderosas fuerzas de hombres elegidos. Raimundo comprendió que había sido engañado, pero era demasiado tarde para volverse atrás.

El nuevo Gran Maestro de los templarios, Gerard de Ridefort, apoyó a Sibila contra Heraclio, que en un tiempo había sido amante de ella. En una acción sin precedentes, De Ridefort reunió a sus templarios y cerró las puertas de Jerusalén, con los servidores vestidos de negro apostados en cada uno de los portales de la Ciudad Santa.

El patriarca se vio obligado a efectuar la coronación de la reina Sibila del reino de Jerusalén. Ella en seguida llamó a su esposo Guy de Lusignan a su lado y ella misma colocó una segunda corona en la cabeza de su consorte.

Todo fue realizado limpiamente y con presteza, mucho antes de que las facciones disidentes conducidas por Raimundo de Trípoli pudiesen intervenir. La asamblea de ciudadanos de Jerusalén reconoció sin vacilar la validez de la coronación y la aceptó como un ¡alt accompie!

—Ya te dije que había una mujer detrás de todo esto —le dijo Belami al asombrado Simon, que estaba confundido por la celeridad de los acontecimientos—. Así que ahora tenemos a un comandante indeciso al frente de las fuerzas francas, y nosotros, los servidores templarios y hospitalarios, tendremos que tratar de recoger los pedazos. Saladino debe de estar muriéndose de risa. Un certero golpe de sus bien disciplinadas fuerzas, y todo este castillo de naipes de tarot se derrumbará.

La nueva tregua, con apenas un año de duración, volvió a ser rota por el espíritu traicionero de Reinaldo de Chátillon. El reino, que bajo el tratado había gozado de renovada prosperidad, tuvo buenas razones para maldecir la impetuosidad de De Chátillon.

En una repetición exacta de su ataque a la caravana de Sitt-es-Sham hacia La Meca, que a Saladino casi le costó la vida de su hermana, De Chátillon atacó una caravana sarracena que se dirigía tranquilamente a El Cairo.

La partida de bandidos cristianos abatió a la escolta egipcia y saqueó las mercaderías, matando y violando indiscriminadamente. Por fin, llevaron a los mercaderes y a sus aterradas familias, con todas sus pertenencias, a Kerak de Moab. Esta vez no hubo ninguna columna volante de servidores templarios para intervenir.

Cuando se enteró de la noticia, Saladino juró vengarse. Sin embargo, a sus emisarios no se les permitió la entrada en Jerusalén y sus justas demandas de resarcimiento fueron desoídas. Era como si De Chátillon cobijara un deseo de muerte.

El mundo musulmán quedó horrorizado por el terrible episodio y Saladino aprovechó la oportunidad y declaró una segunda Jehad.

—No vamos a ganar esta Guerra Santa —observó Belami con tristeza—. ¡Al menos muramos con honor!

Simon nunca había visto al veterano tan deprimido.