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LLEGO y pasó el verano y tras él otro invierno, y volvió la primavera del año siguiente.

Albert y Sofía veían el transcurrir de las estaciones y cómo iban creciendo los niños. Pero por lo demás, todo seguía igual. Su vida proseguía por los viejos carriles de costumbre. Ganase dinero o no, Albert tenía que seguir haciendo cristal, pues mientras trabajaba se sentía feliz. No le preocupaba que las piezas se vendieran o no. Mientras trabajaba, se olvidaba de todo lo demás y se sentía contento.

¡Cuánto le hubiera gustado poderse quedar en el taller, sin tener que ir a las ferias! Pero en realidad, este era el único medio que tenía de vender, ya que en el pueblo poca gente necesitaba alguna vez copas de cristal, y vendiendo sólo allí no se sacaba para comer.

En cambio, Sofía siempre esperaba con ilusión la llegada de las ferias. Vivía para ellas. Y esta primavera Albert había prometido llevarla. Ya los niños eran mayorcitos, y la feria de Blekeryd caía este año a últimos de mayo, más tarde que de costumbre, por lo que era de esperar que hiciera buen tiempo.

No había feria en que Sofía no confiara en que Albert iba a tener un gran éxito. Algún día tenía que ser, pensaba. Alguna vez tendrían una racha de buena suerte. ¿Y por qué no esta próxima feria? Sí, en cada feria estaba segura de que iba a ser esta vez, que AHORA iba a suceder. Albert vendería todo, desde las copas hasta el último bol.

De esta manera, mientras cargaban de cristal el carro, infundía confianza a Albert, hasta el extremo de que al final también en él prendió la esperanza. Cuando partieron aquella hermosa mañana de mayo, iban llenos de alegría y esperanza.

El día era, además, maravilloso. Los cerezos silvestres estaban en flor y su aroma se extendía hasta muy lejos. Las simientes de diente de león flotaban sobre el recinto de la feria, atravesando los rayos de sol. En un día así, seguro que todo tendría que salir a pedir de boca.

Todo el mundo parecía tener el mismo pensamiento. Se había congregado una gran multitud poco corriente y había en la feria más diversiones que nunca. Un hombre había montado un guiñol. Había un tiovivo de verdad y en unas casetas actuaban un encantador de serpientes y varios tragasables. Un organillero había traído un oso y otro un mono.

Además, habían dejado venir a muchos más niños. Los gitanos, desde luego, siempre traían con ellos a sus graciosos niños, pero también se veían otros muchos. El lugar, rebosante de críos, resonaba con su alegre griterío.

Cuando Sofía vio aquello, le dijo a Albert que se alegraba de haber traído a Klas y Klara, pues realmente los niños necesitaban un poco de diversión. Albert estaba de acuerdo.

¡Había tantas cosas que podían ver los niños!…

Había una tienda de muñecas que, verdaderamente, despertaba admiración. Una señora ya anciana las había hecho todas ella misma. Estaban de pie o sentadas en los estantes, o colgaban de las vigas sujetas por cordeles. Eran grandes, casi como niños pequeños, de preciosos ojos azules y pelo rizado. Los vestidos eran tan reales y estaban tan bien hechos, que cuantos las veían quedaban maravillados.

En aquella tienda siempre había mucha gente, madres con sus hijas que disfrutaban tocando los vestidos y acariciando las cabezas de las muñecas. Pero no todos podían comprarlas, pues eran caras. Muchos tenían que esperar a ver cómo marchaban sus propias ventas, antes de pensar en comprar una muñeca. Sólo la gente rica de la ciudad podía comprarlas sin tener que pensarlo.

Sofía y Klara ya habían pasado por la tienda de las muñecas varias veces para ver cuál era la que más les gustaba. Eligieron una de las más grandes y de más precio, y aunque ninguna de las dos creía en serio que la muñeca pudiera llegar a ser suya, soñar no cuesta nada. Su rubia cabellera estaba recogida en dos largas trenzas; llevaba una capa de raso negro y un pañuelo color lila. No había palabras para describir lo bonita que era.

Cada vez que Sofía iba con Klara a ver la muñeca, ambas tenían miedo de no encontrarla porque la hubieran vendido. Pero, por raro que parezca, aún estaba allí colgada en su rincón, balanceándose de su cuerdecita.

Era como si las estuviera esperando, pensaban las dos.

Y sucedió que Albert remató la venta de un par de copas, lo que hizo aumentar las esperanzas de Klara y también las de Sofía. Quizá después de todo…

Desde luego, el otro soplador de cristal con quien Albert compartía la tienda, como de costumbre, vendía mucho; pero esta vez no había llevado mucho género. Y como lucía el sol y la gente estaba animada, tenían ganas de comprar.

Antes de que acabara la mañana, su competidor había vendido ya todo, así que la gente comenzó a acudir a Albert. Se le dio realmente bien y pronto Sofía tuvo que ayudarle.

Por esta causa no podía estar todo el tiempo pendiente de los niños, pero les dijo que no se alejaran; y obedecieron. Al principio se portaron bien, pero de repente a Klara se le ocurrió ir a ver otra vez a la muñeca.

Se marchó con Klas. Sabía muy bien el camino, pues lo había recorrido varias veces con su madre. Pero ¡había tanto que ver por todas partes! ¡Y qué apreturas, con la gente que iba de un lado para otro! Arrastrados por la multitud, iban como todos los demás, trotando de acá para allá.

A veces se les acercaban algunos gitanillos y jugaban un rato con ellos. Después se marchaban otra vez y andaban… andaban… andaban…

Sofía se dio cuenta de repente de que los niños no respondían cuando les llamaba. Salió corriendo de la tienda. No se les veía por ninguna parte. Preguntó a los comerciantes más próximos, pero no sabían nada. Le decían que no podía pasar nada; los niños estarían perfectamente. ¿Por qué no miraban un poco por los alrededores?

En un día tan hermoso como aquel, nada había que temer.

Eso era verdad… Sofía tampoco estaba realmente asustada, pero le dijo a Albert que tenía que quedarse solo un momento porque ella tenía que ir a buscar a los niños. No quiso decirle lo que había sucedido por no preocuparle sin necesidad. Y ahora que lo pensaba, Sofía estaba segura de que Klara habría ido a la tienda de las muñecas.

Allí se dirigió Sofía apresuradamente. Como siempre, estaba llena de gente; pero sus hijos no se encontraban allí. Hizo una descripción de ellos y preguntó si alguien los había visto. Pero no, no habían aparecido por allí, al menos recientemente.

En ese caso, pensó Sofía, ya estarán de vuelta; y se marchó a toda prisa. Pero luego decidió que, puesto que ya estaba allí, podía ver si la muñeca de la capa de raso seguía todavía sin vender. Después de todo, si la venta continuaba tan bien el resto del día, quizás pudieran comprarla.

Pero la muñeca ya no estaba.

Entonces se sintió verdaderamente abatida. ¡Pobrecita Klara, qué desilusión iba a sufrir! Pero Sofía quiso enterarse de si efectivamente ya habían vendido la muñeca o si, quizás, la habían descolgado y por eso no estaba a la vista. Se abrió paso entre la gente para llegar hasta la anciana.

Sí, así era, habían vendido la muñeca.

—¡Ay, qué pena! ¿Quién la ha comprado? —preguntó, aunque la pregunta se la hacía más bien a sí misma. Pero… ¡qué extraña fue la respuesta que obtuvo!

La anciana le dijo que una niña pequeña había llegado y comprado la muñeca. Y que, en su opinión, era un escándalo que se permitiera a niños pequeños ir solos a comprar cosas tan caras. Con la niña no iba ninguna persona mayor, sólo su hermanito. Era el colmo, había añadido la anciana, mandar a unos niños con tanto dinero…

Sofía, presa de un atroz presentimiento, preguntó qué aspecto tenían los niños. Por lo que oyó, no cabía la menor duda: eran Klas y Klara. Estaba muy asustada, aterrorizada. ¿De dónde podrían haber sacado tanto dinero?

Preguntó a la señora en qué dirección se habían marchado, pero no lo sabía. Solamente se había fijado en lo inmensamente feliz que parecía la niña al marcharse con la gran muñeca en los brazos, y en su hermanito, distraído, caminando tras ella.

¿Cuánto tiempo hacía ya de eso? La anciana creía que una hora por lo menos.

Con el corazón golpeándole de miedo, Sofía volvió corriendo a la tienda. Quizás ya hubiesen regresado los niños. Seguro que habían tardado en dar con el camino. No habría sido fácil para ellos encontrarlo entre aquel gentío de personas mayores.

Pero los niños no estaban con Albert. No los había visto. Cuando Sofía le contó lo sucedido, palideció, presa del pánico. Dejó lo que estaba haciendo y salió precipitadamente a buscarlos.

Había que tener en cuenta que el recinto de la feria era muy grande. Pudiera ser que se hubieran alejado demasiado. Y no todo el mundo es amable y cariñoso, dijo Albert.

Nunca se sabe la clase de gente que acude a las ferias.

Sofía trató de calmar a Albert: Era un día realmente espléndido y todo el mundo se sentía feliz y contento. Tenía que convencerse de que nadie iba a hacer daño a dos niños pequeños.

Albert no contestó. Con la cara tensa por el esfuerzo, indagaba sin descanso. A todos preguntaba y todos respondían lo mismo: el lugar estaba plagado de niños. ¿Cómo iba uno a poder recordar a todos los que había visto? Le prometían que estarían al tanto, pero que en realidad nada había que temer. Tenía que darse cuenta de que es corriente que los niños traviesos se escapen y se escondan.

Pero las horas transcurrían, el día se acababa y empezaba a anochecer lentamente. Albert y Sofía habían abandonado por completo su tienda. ¡Precisamente en la única ocasión en que habían tenido oportunidad de vender! Quizás se habían jactado y enorgullecido demasiado por su éxito.

Continuaron buscando, errando como almas en pena. Otras personas les ayudaron, comprendiendo que aquello empezaba ya a ser preocupante, pues ningún niño jugando suele permanecer tanto tiempo escondido.

En el mejor de los casos, seguro que estarían hambrientos y sedientos.

Finalmente buscaron en los carromatos que había en el bosque, alrededor del recinto de la feria. Tal vez al llegar allí no supieran por dónde tirar, y al sentirse cansados se habrían subido a alguno de ellos y estuvieran dormidos.

Pero tampoco estaban allí.

¡Habían desaparecido sin dejar rastro!

Su pista se perdía justo en la tienda de las muñecas. A partir de allí, nadie les había visto.

El día había sido templado, pero por la tarde comenzó a refrescar. Salió la luna, grande, pálida y brillante. El resplandeciente aire azulado estaba lleno de canciones y del ruido de risas y de juegos. Pero Albert y Sofía no veían ni oían nada de lo que sucedía a su alrededor.

Sofía estaba fuera de sí. Iba dando traspiés junto a Albert y a punto estuvo de sufrir un accidente. Tropezó y cayó delante mismo de un gran coche, muy elegante, que avanzaba lentamente abriéndose paso entre la concurrencia. Era un carruaje negro, cerrado, tirado por dos caballos. Llevaba las cortinas de las ventanillas discretamente bajadas. Su paso despertaba curiosidad.

La gente que lo observaba hubiera quedado asombrada de haber sabido que tras aquellas cortinas, dos niños solitarios dormían profundamente uno en brazos de otro. Una muñeca grande, de las de la feria, se había deslizado de la falda de la niña y había caído al suelo del coche.

Y éste fue el coche que casi atropella a Sofía. Rápidamente, el hombre que iba sentado en el pescante tiró de las riendas, y los caballos se encabritaron. Albert agarró a Sofía y tiró de ella hacia sí. El hombre miró sin inmutarse a la mujer que lloraba y que no había mirado por dónde iba. Luego, arreando a los caballos, arrancó, alejándose finalmente del gentío que llenaba las calles del recinto de la feria.

Lo último que vio el cochero fue a una anciana estrafalariamente vestida que salió de repente de la oscuridad, tapando la luz de la luna y que rebullía a poca distancia del coche. Llevaba una capa con un gran cuello flotando y parecía un pajarraco.

Al pasar, ella le lanzó una mirada tan penetrante que le causó al hombre un extraño sobresalto. La anciana permaneció quieta, mirando al coche hasta que desapareció de su vista tras una curva de la carretera. Entonces el cochero se tranquilizó, pues hasta aquel instante había sentido la mirada de aquellos ojos clavada en él.

Viajaron toda la noche. Hacia el Norte. Nadie supo qué carreteras habían tomado.

Los bosques estaban oscuros y silenciosos, lo que permitía oír el canto de la ninfa de las aguas. Era muy peligrosa, sobre todo para los jóvenes. Pero el cochero no miraba ni a derecha ni a izquierda, pues ya era viejo y no se dejaba seducir.

Iban por carreteras plateadas por la luna, entre campos llenos de musgo y hormigueros, donde bailaban las luces de los fuegos fatuos. Viajaron hasta que la luna se desvaneció y el aire comenzó a llenarse de los murmullos del viento. Llegó la mañana y aún viajaban. Blancas mariposas aleteaban por la carretera.

Habían viajado durante toda la noche y todo el día y los niños seguían durmiendo tranquilamente en el interior del coche.