11: Sacrificios necesarios
11
Sacrificios necesarios
Lahmia, la Ciudad del Alba,
en el 76.º año de Khsar el Sin Rostro
(-1598, según el cálculo imperial)
Ubaid inclinó la cabeza tatuada cuando la reina se acercó.
—Todo está preparado, alteza —dijo como si no estuviera hablando de nada más extraordinario que de un banquete del palacio.
Neferata respondió al visir con un gesto de la cabeza. La medianoche se acercaba rápidamente; la audiencia con Xia Ha Feng había durado mucho más de lo esperado, pero era importante no parecer descortés y marcharse demasiado pronto. Necesitaba que el augusto personaje estuviera abierto a sus intentos de acercamiento, que creyera que podía ganarse su confianza y así conseguir un medio de influir en el rey. Mientras creyera que tenía poder sobre ella, la reina era libre de tender la trampa que acabaría atrapándolo…, y posiblemente a todo el Imperio Oriental también.
Una fina línea de luz cálida brillaba debajo de la puerta del santuario. Ubaid había estado ocupado durante horas preparándose para el ritual. El gran visir era el único miembro del conciliábulo al que la reina le permitía entrar en la cámara: ahora el resto debía presentarle sus respetos y recibir su dosis de elixir dentro de los confines funerarios del salón de los Profundos Pesares. Neferata había elegido aquel lugar por la sencilla razón de que era la menos usada de las tres salas de audiencias de la reina, y también porque quería que Lamashizzar y sus antiguos aliados no olvidaran nunca que ahora ella era lo único que se interponía entre ellos y el reino de los muertos.
A Lamashizzar, naturalmente, le enfureció la idea. Neferata sabía que era peligroso provocarlo de modo tan mezquino; el rey carecía de ambición, pero podía ser despiadado cuando le herían el orgullo. Quizá, con el tiempo, lo eximiría de aquella obligación, pero ahora mismo se le exigía que se arrodillara ante ella y reconociera su autoridad. Había que darle una cura de humildad. Tenía que saber lo que era que su vida dependiera del capricho de otro. Era la única concesión a sus sentimientos que la reina se había permitido.
En general, Neferata había tenido cuidado de no abusar de su poder. A pesar de su fama de decadentes, en cierto modo los habitantes de Lahmia eran igual de retrógrados que otros nehekharanos. Nadie fuera del palacio sabía que la reina ya no restringía sus movimientos al Palacio de las Mujeres, y nadie aparte de los miembros del conciliábulo sabía que la ciudad ya no la gobernaba el rey.
Neferata tenía intenciones de que siguiera así. Tal vez Nagash hubiera creído que podría gobernar como Rey Imperecedero en Khemri sin atraer las iras de las otras grandes ciudades, pero ella no cometería ese error. Ahora que tenía acceso a sus hijos de nuevo, había hecho planes para garantizar que, de cara al exterior, la dinastía reinante continuaría como antes. Cuando su hijo Lamasu tuviera edad de casarse, le encontraría una esposa adecuada, y luego llegaría el momento de que Lamashizzar se reuniera con sus antepasados en la otra vida. Naturalmente ella, como esposa obediente, fingiría beber de la copa envenenada y unirse a él en su viaje al reino de los muertos, y a efectos prácticos, estaría muerta y enterrada.
El truco consistiría en convencer a los otros miembros del conciliábulo de que urdieran también sus propias muertes. Sus largas vidas —y milagrosa vitalidad— ya estaban suscitando rumores desagradables tanto en la corte como incluso hasta en la vecina Lybaras. Según los espías de Lamashizzar, la reina Khalida había insinuado sus sospechas en más de una ocasión, aunque nunca había llegado a acusar públicamente a sus primos de la realeza de ningún manejo antinatural.
Neferata había intentado ponerse en contacto con Khalida en más de una ocasión, con la esperanza de utilizar su antigua amistad para crear fuertes vínculos entre las dos ciudades, pero hasta el momento la reina lybarana había encontrado razones de peso para no aceptar ninguna de las invitaciones de su prima para acudir a la corte.
En algún momento, también tendría que decidir qué hacer con Arkhan. Por ahora, su conocimiento de las artes mágicas de Nagash aún compensaba el riesgo de mantenerlo vivo, pero ese equilibrio estaba cambiando rápidamente. La reina estaba empezando a comprender los matices más delicados de los conjuros del Usurpador. Pronto le permitiría a W’soran comenzar a estudiar los aspectos más esotéricos del saber nigromántico de Nagash, con el objetivo tanto de controlarlo como de expandir su propia base de conocimiento a través de los estudios del erudito. En cuanto pusiera en marcha ese plan, Arkhan sólo sería útil por su destreza para el combate y su capacidad para conseguir víctimas para el conciliábulo, dos funciones que, estaba segura, Abhorash y Ushoran podrían llevar a cabo igual de bien. La facilidad con la que se había ganado la lealtad del monstruo había resultado patética, aunque le había exigido abrirse a Arkhan mucho más de lo que le habría gustado. Neferata ya estaba deseando que llegara el día en el que pudiera ordenarle a Abhorash que le pusiera punto final a todo aquel tedioso asunto.
La reina empujó la puerta del santuario y se apresuró a entrar, consciente de los granos que se escurrían por el reloj de arena. Ubaid había dispuesto los instrumentos del ritual y había encendido el incienso para el conjuro. El sacrificio también estaba preparado y la aguardaba en el centro del círculo. Le habían limpiado las heridas y le habían administrado una poción que haría desaparecer su fatiga y lo dejaría despierto y alerta para la ceremonia que les esperaba.
Formaba parte de un experimento que Neferata estaba llevando a cabo para intentar perfeccionar el resultado del ritual de Nagash. Arkhan lo había encontrado en medio de los miserables barrios de refugiados al oeste de la ciudad: un joven relativamente en forma y lo bastante sano como para sobrevivir a una semana entera de sufrimiento. El sujeto estaba encadenado a un aro de hierro que habían fijado en el techo en el centro del círculo ritual y la piedra oscura que se extendía alrededor de sus pies estaba cubierta de gruesas salpicaduras de sangre. Las incisiones que le cubrían el cuerpo siguiendo diseños precisos y complicados se habían infligido según los diagramas que proporcionaban los libros de Nagash, y representaban la culminación del arte del torturador. Las heridas dejaban cada nervio del cuerpo de la víctima palpitando y dolorido, pero las heridas propiamente dichas no eran lo bastante graves como para matar.
Según los experimentos del nigromante, ninguna víctima había sobrevivido a la pesadilla del dolor constante más de ocho días. En opinión de Neferata, al séptimo día las energías de la víctima estaban en su apogeo; después de ese punto empezaban a disminuir a medida que el cuerpo comenzaba a fallar.
Ahora vendría la auténtica prueba. Neferata se acercó a la mesa de trabajo situada al borde del círculo. Los afiladísimos cuchillos de tortura se habían limpiado meticulosamente y se habían dejado a un lado sobre un paño de lino limpio. Ubaid había colocado en su lugar el curvo cuchillo para sacrificios, el cuenco dorado y el cáliz con incrustaciones de piedras preciosas que la reina usaba para beber la primera dosis de elixir. El pesado libro que contenía el gran ritual estaba abierto en la página adecuada al borde de la mesa, pero Neferata apenas le dedicó una mirada. Hacía mucho tiempo que se había aprendido las frases y gestos necesarios de memoria.
Neferata respiró hondo, aspirando el delicado incienso que impregnaba la habitación. Bajó la mano y rozó la hoja del cuchillo para sacrificios; el afilado bronce estaba frío al tacto. La reina sonrió mientras pasaba un dedo por el estrecho mango de madera y luego lo cogió. Le resultó ligero y cómodo en la mano.
Entró en el círculo con cuidado y buscó los ojos del joven. Este tenía la mirada clavada en ella, aterrorizado y esperanzado a la vez. Un débil gemido escapó de sus labios lacerados.
La reina lo atrapó con la mirada. Arkhan le había enseñado a aprovechar el poder inherente al elixir. Lo usó en ese momento y observó cómo una chispa de añoranza prendía en los ojos del joven. Este realizó una inspiración profunda y entrecortada, y por la expresión que cruzó su rostro atormentado, la reina supo que el dolor que le recorría el cuerpo se había transformado en algo mucho más agudo, más dulce y más atroz que nada que hubiera sentido antes. Cómo lo había hecho sufrir en los últimos días de su vida. Y sin embargo, la amaba, en cuerpo y alma. La anhelaba por completo.
Neferata se guardó el cuchillo en el cinto sonriendo y se acercó tanto a él que pudo sentir la respiración entrecortada del prisionero contra la mejilla. Se inclinó, casi con languidez, y soltó las cadenas que le sujetaban las muñecas. El joven se tambaleó cuando le quitó las ataduras, pero si no se cayó. La mirada de la reina lo mantenía erguido.
La sonrisa de Neferata se ensanchó.
—Me has complacido —le dijo, y las palabras lo hicieron estremecer—. Ahora hay una última cosa que debes hacer, y luego, cariño, estarás conmigo para siempre. —Sacó el cuchillo—. ¿Harás esto por mí?
La boca del joven se movió. Emitió sonidos entrecortados, hasta que le brillaron lágrimas de frustración en el rabillo de los ojos. Al final, logró un tembloroso asentimiento de cabeza.
—Sabía que no me fallarías —lo animó con suavidad—. Toma esto —indicó, y le ofreció el cuchillo.
El joven extendió una mano trémula y agarró la reluciente arma.
—Bien —susurró Neferata—. Espera aquí.
La reina se retiró hasta el borde del círculo. Había llegado la hora. Ubaid apareció a su lado, silencioso y preparado.
Neferata levantó las manos. No había apartado ni un momento la mirada de la de su víctima.
—Ahora —le dijo—. Repite después de mí.
Y entonces, comenzó a salmodiar, despacio y con determinación, y el hombre que se encontraba en el centro del círculo se unió a ella. Lo arrastró hacia el ritual, tejiendo su dolor y su pasión en el conjuro, y él se dejó llevar voluntariamente, con entusiasmo. En ese momento, quería entregarle todo lo que ella deseara.
El conjuro aumentó a ritmo lento y constante. Los minutos se transformaron en horas, hasta que el tiempo perdió todo significado. El punto culminante, cuando llegó, los sorprendió a ambos.
—¡Ahora! —exclamó Neferata—. ¡El cuchillo! —Levantó un dedo tembloroso hasta el cuello, justo sobre la pulsante arteria—. ¡Dame la sangre de tu corazón!
Una sonrisa beatífica cruzó el rostro lleno de cicatrices del joven. Se llevó el cuchillo al cuello y se lo abrió con un movimiento fluido. Ubaid se encontraba a su lado de inmediato, sosteniendo el cuenco dorado en las manos levantadas.
El hombre se quedó allí de pie, desangrándose, con una expresión extasiada en el rostro. La reina lo sostuvo con la mirada, hasta que el corazón le dejó de latir y su cuerpo sin vida se desplomó sobre el suelo de piedra.
Neferata dejó escapar un suspiro largo y entrecortado. Tenía los nervios en llamas. Extendió las manos hacia el cáliz dorado mientras Ubaid se apartaba del cadáver de la víctima y le traía el rebosante cuenco humeante.
Despacio y con cuidado, el gran visir vertió un poco de sangre en la reluciente copa. Neferata inhaló el embriagador aroma. Era más dulce que ninguna fragancia que hubiera olido nunca.
De repente, se oyó un sonido en el pasillo, fuera del santuario. A Neferata le pareció el roce de unas sandalias de cuero contra la piedra. Ubaid frunció el entrecejo y dejó el cuenco para sacrificios con cuidado en el suelo. La daga que se sacó del cinto no era precisamente ligera ni práctica. Rodeó el cuenco y se dirigió en silencio hacia la puerta cerrada.
Neferata se volvió y lo vio alejarse. Algo iba mal. Pensó en Lamashizzar y, de pronto, tuvo un mal presentimiento.
Notó la calidez de la copa en las manos. Clavó la mirada en la superficie en calma del elixir y sintió el poder que bullía en sus profundidades. Neferata se llevó la copa a los labios y tomó un largo trago. Sabía dolorosamente amargo y, sin embargo, la llenó de un poder que no había experimentado nunca.
Ubaid estaba forcejeando con alguien en la puerta. ¿Se trataba de Lamashizzar? No estaba segura y, en ese momento, no le importaba. Neferata soltó una risita ronca.
—Apártate —le ordenó a Ubaid—. Déjalo pasar.
Fuera quien fuera, se inclinaría a sus pies y le rogaría que lo perdonara por la inoportuna intromisión.
El gran visir se retiró de la entrada y una figura entró tambaleándose en la habitación. La reina tardó un momento en reconocer de quién se trataba.
—¿Arkhan? —preguntó, mientras notaba el hedor de la sangre en la túnica del inmortal—. ¿Qué significa esto?
El inmortal avanzó a trompicones hacia ella. Cuando se adentró más en la luz, pudo ver los ensangrentados cabos de astas de flecha que le sobresalían del hombro y el costado. Tenía el espantoso rostro más pálido de lo normal y sostenía en la mano la espada de hierro que le había dado. El filo del arma estaba oscurecido debido a la sangre seca.
—El rey está conspirando contra vos —anunció Arkhan con voz ronca. Parecía encontrarse al límite de sus fuerzas—. Lamashizzar envió a Adio y Khemri a matarme en el camino comercial. Pretende asesinatos también a vos.
Neferata negó con la cabeza. Lo que Arkhan decía no tenía sentido. Soltó una carcajada suave, ebria de repentino poder…, y entonces una fría punzada de dolor le atravesó el corazón.
La reina sólo tuvo tiempo de soltar un grito ahogado de sorpresa antes de que el veneno actuara y la arrastrara hacia la oscuridad.
Arkhan observó, horrorizado, cómo se desplomaba Neferata. El cáliz dorado se le escapó de la mano derramando los posos espesos del elixir a sus pies. El inmortal se acercó a ella tambaleándose, con el cuerpo rígido y torpe debido a las heridas.
—¡Ayúdame! —le gruñó al gran visir mientras caía de rodillas junto a la reina.
—No hay nada que hacer —contestó Ubaid con voz apagada.
Neferata yacía de costado, con la cabeza apoyada en un brazo extendido. Tenía la piel fría al tacto. Arkhan le colocó los dedos contra el esbelto cuello, pero no pudo sentir los latidos del corazón. Acercó la mejilla a los labios de la reina. Su aliento era apenas un murmullo.
La mirada del inmortal se posó en el cáliz abollado. El borde estaba manchado de gotas del elixir color escarlata. Mientras él miraba, estas se volvieron de un rojo apagado y luego negro. De pronto lo vio todo tan claro como si le hubieran asestado una puñalada. Una cosa era matar a un hombre en el camino comercial y dejar su cuerpo en la cuneta; pero matar a una reina era algo mucho más arriesgado. Los sacerdotes del culto funerario se encargarían de su cuerpo y lo verían miles de ciudadanos acongojados. Su muerte tendría que parecer natural.
—Esto no puede ser —dijo Arkhan con voz áspera—. Ningún veneno en toda Nehekhara podría vencer al elixir de Nagash.
—Se trata del veneno de la esfinge, un veneno a la vez natural y sobrenatural —explicó Ubaid—. Incluso antes de la caída de Mahrak era muy poco común. Sólo los dioses saben cómo lo ha conseguido Lamashizzar.
El gran visir se acercó a la reina. Su expresión era inescrutable mientras estudiaba la forma inmóvil de Neferata.
—Según los antiguos textos, el veneno ataca la sangre y la deja sin vida. La muerte es instantánea. —Sacudió la cabeza—. Es asombroso que la reina siga viva.
Algo en la voz desapasionada de Ubaid despertó una furia negra en el corazón de Arkhan. Se puso en pie rápidamente y agarró al gran visir por el cuello. El inmortal pudo sentir los últimos rastros de elixir bulléndole en la sangre. Se dio cuenta vagamente de que Ubaid todavía sostenía un cuchillo en la mano, pero al inmortal apenas le importó. La punta de su espada estaba a escasos centímetros del vientre de Ubaid.
—¿Por qué? —preguntó Arkhan con un gruñido.
El gran visir fulminó al inmortal con la mirada, pero su expresión era sombría.
—Porque, al igual que Abhorash, sirvo al trono —respondió—. Lamashizzar es débil e incompetente, pero Lahmia ya ha sobrevivido a ese tipo de gobernantes antes. —Ubaid se retorció un poco en las manos de Arkhan. Alzó la voz, frustrado—. La reina no cumplió su palabra. En lugar de aconsejar al rey, usurpó su poder por completo. No está bien…
Arkhan apretó la mano alrededor del cuello de Ubaid.
—¡Ella piensa sólo en esta ciudad! ¡Lahmia prosperará bajo su reinado! ¿Y la traicionas por ello?
Ubaid abrió mucho los ojos, furioso.
—¿Quién eres tú para juzgarme? —exclamó entre dientes—. Arkhan el Negro, que traicionó a su propio rey en favor del Usurpador y luego incluso se volvió contra Nagash cuando le convino. ¿Qué sabes tú de lealtad ni devoción? —Extendió los brazos—. Mátame si quieres, pero no te atrevas a juzgarme.
Arkhan apretó la mano sobre la empuñadura de la espada. Le daba vueltas la cabeza. Se volvió gruñendo, indignado, y empujó al gran visir hacia la puerta. Ubaid se tambaleó una docena de pasos con una expresión atónita en el rostro.
—Dejaré que sea la reina la que decida tu destino —le dijo con frialdad—. Ahora vete.
Ubaid negó con la cabeza. El tatuaje de serpiente que tenía en el cuello pareció retorcerse bajo la luz cambiante.
—¿No lo entiendes? La reina no despertará nunca. Puede ser que el poder del elixir ralentice el veneno un tiempo, pero ya sólo es cuestión de horas, días como mucho.
—¡He dicho que te largaras! —bramó Arkhan, y dio un paso hacia Ubaid.
El gran visir vio la mirada asesina que apareció en los ojos del inmortal y el valor lo abandonó por fin. Se guardó el cuchillo en el cinto y huyó de la habitación con toda la dignidad de la que fue capaz.
Arkhan escuchó cómo los pasos del gran visir se retiraban por el pasillo. Se tambaleó. «Debo haberme vuelto loco —pensó—. ¿Cómo he dejado que Neferata me hiciera esto?».
Dio media vuelta y examinó la cámara. Ubaid regresaría junto al rey y le informaría de lo que había ocurrido, y Lamashizzar se abatiría como un halcón para apoderarse del cuerpo de la reina y reclamar los libros de Nagash. No había tiempo que perder.
Arkhan volvió a envainar la espada de hierro con mano temblorosa y se acercó cojeando al cuenco dorado. El inmortal se arrodilló, colocó las manos alrededor de la superficie curva del cuenco y se lo llevó a los labios. El líquido del interior seguía cálido y fragante.
Se lo bebió todo. Era mucho más de lo que necesitaba y le llenó las tripas hasta el límite, pero procuró no desperdiciar ni una sola gota. Un vigor robado le bulló por las venas. El poder del elixir lo dejó estupefacto; era casi tan poderoso como el del mismo Nagash, y mucho más dulce. Sonrió con amargura mientras se arrancaba el resto de cabos de flechas del torso y los arrojaba a un lado.
El inmortal buscó por la habitación, hasta que encontró un saco grande de lino y luego lo llenó con media docena de libros cuidadosamente elegidos. Si el elixir era lo bastante potente como para resistir los efectos del veneno de la esfinge, quizá hubiera una posibilidad de derrotarlo por completo. Primero, sin embargo, necesitaba un lugar en el que poder trabajar con relativa seguridad. En ese momento, parecía que sólo le quedaba una opción.
Arkhan se arrodilló con cuidado y cogió a la reina en brazos. El cuerpo ya se estaba poniendo rígido, como si hubiera muerto, y era tan ligero y frágil como el papel viejo. Una vez más, el inmortal se admiró ante la pura insensatez de lo que estaba haciendo. Debería estar huyendo de la ciudad ch todos los libros de Nagash que pudiera llevarse. En cuanto llegara a la Llanura Dorada, podría escapar a la ira de Lamashizzar con facilidad.
El inmortal bajó la mirada hacia la forma inconsciente de la reina y se acordó una vez más de Neferem, otra hija de Lahmia que había sido un peón de reyes y había sufrido durante siglos mientras él se quedaba mirando sin hacer nada.
«Neferata no tenía por qué haberte liberado», se recordó.
Arkhan maldijo entre dientes y se llevó a la reina de la habitación. Con suerte, podría llegar al Palacio de las Mujeres antes de que el rey se diera cuenta de que seguía viva.
Al parecer, el rey Lamashizzar no había considerado la posibilidad de que su esposa sobreviviera a la copa envenenada. Arkhan no encontró guardias deambulando por los pasillos mientras se dirigía a toda prisa al borde meridional del palacio. Sólo para asegurarse, entró en el Palacio de las Mujeres por el salón de los Profundos Pesares, que casi nunca se usaba. El inmortal reprimió un sombrío presentimiento al pasar con el cuerpo de la reina junto a las grandes andas de mármol donde las reinas de Lahmia habían yacido en vigilia de honor durante milenios.
El Palacio de las Mujeres estaba vacío y lleno de eco. Durante más de un siglo, el extenso santuario había alojado únicamente a Neferata junto con el mínimo de sirvientas y doncellas que el protocolo exigía que le proporcionara el rey. Y sin embargo, la presencia del inmortal en los polvorientos pasillos fue detectada casi de inmediato. A los pocos minutos, se encontró rodeado por todas partes de pálidas mujeres indignadas, algunas de las cuales iban armadas con pequeños cuchillos de aspecto siniestro. Arkhan no tenía ninguna duda de que, si hubiera estado solo, se habrían abalanzado sobre él como una manada de leonas hambrientas. Sólo las contuvo la imagen del cadáver inmóvil de la reina. Caminaron a su lado con mudas expresiones de asombro cerca de una hora mientras el inmortal deambulaba sin rumbo fijo por el inmenso palacio.
Al final, su paciencia llegó al límite. Se volvió hacia las mujeres y preguntó dónde estaban los aposentos de la reina. Se lo quedaron mirando como si estuviera loco; todas salvo una joven vestida con una túnica de gran calidad, que dio un paso al frente y le hizo señas en silencio para que la siguiera.
Se llamaba Aiyah. Mucho después, Arkhan averiguó que había sido una de las doncellas de la princesa Khalida durante el último año en que esta había vivido en el palacio. A pesar de su juventud, se mostraba tranquila y controlada ante la catástrofe. La doncella condujo a Arkhan hasta los aposentos de la reina, y luego echó a la multitud de sirvientas al corredor exterior a la vez que el inmortal tendía el cuerpo de Neferata sobre la cama. La joven regresó cuando el inmortal estaba sacando los libros de Nagash y aguardó en silencio junto a la puerta. Sin protestas, sin preguntas tediosas ni histerias. Simplemente esperó, paciente y serena, lista para servir a la reina de cualquier forma que pudiera. El primer instinto de Arkhan fue decirle que se fuera, pero cuanto más analizaba las dificultades de intentar trabajar en el interior de los límites del santuario, más tenía que admitir que iba a necesitar ayuda.
Sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que Lamashizzar se enterara de dónde había llevado a la reina: horas, tal vez un día a lo sumo, así que Arkhan le contó a la doncella una verdad a medias: que el rey había conspirado para envenenar a Neferata porque le molestaban sus reivindicaciones de igualdad. Aiyah aceptó la historia sin comentarios mientras el inmortal cogía tinta y pinceles y comenzaba a dibujar un círculo ritual en el suelo del dormitorio. En algún momento durante el proceso, la doncella volvió a salir sigilosamente de la habitación, y el inmortal supo que su relato se estaba propagando por el Palacio de las Mujeres. Arkhan imaginó que, en cuanto la historia se supiera, las sirvientas del palacio impedirían cualquier intento por parte de Lamashizzar de entrar en el santuario en busca de la reina. Al final resultó que la guardia se resistió a acatar toda orden de entrar en los salones prohibidos del palacio; incluso aunque el palacio estaba ahora técnicamente abierto, el peso de cientos de años de tradición resultaba muy difícil de superar. Así que eso dejaba sólo a los compañeros de conspiración del rey, y Arkhan estaba seguro de que podría encargarse de cualquiera de ellos salvo de Abhorash, en el caso de que el paladín del rey estuviera involucrado. Aún no tenía ni idea de hasta dónde llegaba la conspiración.
Arkhan se pasó el resto de la primera noche velando junto a la cama de la reina y estudiando los libros del Usurpador en busca de un conjuro o ritual que pudiera eliminar el veneno de la sangre de la reina. Pasaron las horas, y Neferata comenzó a ponerse pálida. Su respiración seguía siendo muy débil y los sentidos sobrenaturales de Arkhan eran lo único que le permitían oír los latidos de su corazón. Por el momento, el elixir estaba manteniendo el veneno a raya, pero era evidente que la reina se estaba debilitando. Cuando empezó a rayar el alba, allá en el mar, Arkhan no estaba más cerca de encontrar una solución. Hizo que Aiyah corriera bien las cortinas sobre las altas ventanas y continuó buscando. Para cuando anocheció una vez más, sus esfuerzos aún no habían dado fruto y el estado de la reina seguía empeorando.
Arkhan comenzó a desesperarse. Dejó los libros a un lado y colocó el cuerpo de la reina en el interior del círculo ritual. Aiyah observó cómo el inmortal abría tres libros mágicos en el suelo, junto al círculo, y después cogía de nuevo el tintero y un pincel de crin.
—Desvístela —le dijo a la doncella, y luego comenzó a hojear las páginas de los tres libros.
La joven titubeó.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó con calma.
Arkhan le lanzó una dura mirada a la doncella.
—Necesitará ayuda para vencer el veneno que tiene en las venas —explicó—. Hasta ahora, su… sangre ha sido lo bastante fuerte como para ralentizar al menos el progreso del veneno. —Hizo una pausa mientras estudiaba un detallado dibujo de una figura humana en una página amarillenta. Después de un momento, negó con la cabeza y continuó buscando—. Así que debo encontrar un modo de incrementar el vigor de la reina lo suficiente como para que lo venza.
La doncella dio un paso hacia el círculo y frunció el entrecejo. Clavó los ojos oscuros en las extrañas marcas pintadas en el suelo.
—Podría mandar a buscar un boticario —sugirió—. Las sacerdotisas de Neru se han ocupado de la salud de la familia real durante siglos. Tienen experiencia con venenos…
—Si pensara que hay una hierba o poción que pudiera salvarla, la habría llevado al templo yo mismo —respondió Arkhan bruscamente. Aiyah respiró hondo.
—Pero esto… —empezó—. Lo que estáis haciendo…
—Lo que estoy haciendo es intentar salvar a tu reina —repuso el inmortal. Hizo una pausa en la búsqueda, estudió otra imagen y asintió para sí mismo. Arkhan quitó el tapón de cerámica del tintero—. Cuanto más esperamos, más se debilita.
La doncella dudó un momento más, con el entrecejo fruncido en señal de consternación, antes de tomar una decisión. Se arrodilló con cuidado en el interior del círculo y comenzó a sacarle la túnica a Neferata con destreza.
Arkhan dispuso las runas con cuidado. La labor le llevó horas, en las que envolvió a Neferata de la cabeza a los pies en complicadas franjas. El inmortal era consciente de cada minuto que pasaba y le pareció que la piel de la reina se iba enfriando cada vez más bajo sus manos.
La hora de los muertos ya hacía tiempo que había pasado cuando los preparativos estuvieron completos. Arkhan se levantó y le puso el libro a Aiyah en las manos.
—Colócate en el borde del círculo, junto a sus pies —le indicó—. Cuando empiece, repite las palabras cuando yo las diga. Están marcadas ahí en la página.
Aiyah no parecía convencida, pero aceptó el libro de todas formas.
—¿Eso es todo?
—¿Quieres que la reina viva? —preguntó.
—¡Por supuesto!
—Entonces, ten eso presente en tu mente por encima de todo —le dijo Arkhan—. No pienses en nada más. Con suerte, será suficiente.
Arkhan ocupó su lugar en el lado opuesto del círculo. De pie junto a la cabeza de la reina, extendió las manos y empezó a salmodiar.
El ritual era casi igual al conjuro de cosecha que se usaba para crear el elixir de Nagash. Había realizado varias modificaciones en la disposición de las runas para tener en cuenta el elixir que ya estaba presente el cuerpo de la reina. No le interesaba tanto la transmutación como ampliar lo que ya estaba allí. En teoría, el problema parecía bastante simple.
Arkhan recurrió a la plétora de elixir que le llenaba el cuerpo y aplicó un torrente constante de poder al conjuro. De inmediato, el aire se volvió pesado encima del círculo, y el inmortal vio que el cuerpo de la reina empezaba a temblar. Diminutas volutas de vapor surgieron de los sigilos que le había pintado sobre la piel.
El inmortal sintió que el elixir le bullía dentro del cuerpo y dirigió la energía desatada hacia las palabras arcanas que salían de sus labios. Y en el interior del círculo, el cuerpo de Neferata se contrajo de pronto. Arqueó la espalda dolorosamente, abrió los brazos y empujó el pecho hacia el cielo. Arkhan pudo ver cómo los tendones del cuello y del dorso de las manos se le tensaban como cuerdas de arcos; la reina abrió la boca y despidió una bocanada de vapor negro.
Arkhan observó cómo la piel de la reina comenzaba a cambiar. Su lustrosa piel morena, que ya estaba pálida, empezó a perder todo rastro de color y adquirir el tono frío del lino desteñido o el alabastro. El inmortal detuvo el conjuro bruscamente, temiendo que ya fuera demasiado tarde. El contragolpe de fuerzas lo desgarró y se tambaleó, llevándose la mano al pecho mientras unos cuchillos invisibles le atravesaban las tripas. Un hilillo de icor le bajó por la barbilla.
El inmortal cayó lentamente de rodillas. El cuerpo de Neferata se había quedado lacio de nuevo, rodeado de zarcillos de vapor. Las runas que le había pintado sobre la piel ya habían empezado a desvanecerse, mezclándose en oscuras líneas azules que formaban charcos en el suelo de piedra. Aiyah se arrodilló con los ojos muy abiertos por la impresión. Entró arrastrándose con cautela en el círculo y apoyó una mano temblorosa contra el costado de Neferata. La doncella apartó los dedos bruscamente, como si se hubiera pinchado.
—Esta fría —dijo Aiyah—, más fría que la noche del desierto. ¿Qué ha pasado? ¿Qué habéis hecho?
Arkhan clavó la mirada en la forma casi sin vida de la reina. Las runas prácticamente se habían fundido por el calor que había irradiado de la piel de Neferata. Bajo el matiz azulado de la tinta, pudo ver que las venas se le habían vuelto negras en las sienes y el cuello.
El inmortal se pasó el dorso de la mano por los labios. Se le quedó resbaladiza debido a una capa de icor. La rabia y el asco le revolvieron el pecho. ¿Qué horror había desatado Lamashizzar?
—No lo sé —admitió Arkhan con voz hueca.
Transcurrieron cinco días más. Arkhan nunca se rindió y revisó los libros de Nagash una y otra vez buscando algo que pudiera usar para derrotar al veneno de la esfinge. La reina ya casi no respiraba y tenía el cuerpo frío y rígido como el mármol. El corazón le seguía latiendo, impulsando con tesón el elixir por las venas, pero se había ido debilitando inexorablemente con cada noche que pasaba. Cada ritual que intentaba el inmortal, por muy grande o pequeño que fuera, sólo parecía empeorar el estado de la reina. Era como si el mortífero veneno de la esfinge se hubiera fundido de algún modo con la sangre embrujada de Neferata, transformándola desde dentro. Cualquier intento de incrementar el vigor del elixir también aumentaba el poder del veneno.
Ahora, mientras la séptima noche se abatía sobre la ciudad, Arkhan creyó que conocía la respuesta. Se sentó en el escritorio de Neferata y estudió las palabras y símbolos del conjuro por última vez, comprobándolos con cuidado para asegurarse de que no había cometido errores. Satisfecho, cogió la gran hoja de papel y la dejó en el suelo al borde del círculo. Después dispuso con cuidado las herramientas para el ritual y se arrodilló al lado de la reina. El inmortal tomó el cuerpo lacio en sus brazos y llevó a Neferata a la cama. Depositó el cuerpo con delicadeza sobre las sábanas de seda y regresó al ritual recién dibujado que había creado. Arkhan se sacó el talabarte y luego dejó que su túnica cayera al suelo… Se volvió hacia Aiyah y extendió los brazos.
—Sigue los diagramas con precisión —le indicó—. Los símbolos y sus posiciones son cruciales, o las energías no se conducirán correctamente.
La doncella asintió con la cabeza, pero Arkhan pudo ver el cansancio y el temor en sus ojos. La joven había trabajado tan duro como él, pero sin los beneficios del elixir para sustentarla. Cuando no estaba participando en los rituales de Arkhan, intentaba reunir información acerca de Lamashizzar y los otros miembros del conciliábulo. No obstante, a pesar de sus esfuerzos, no hubo manera de averiguar quién había decidido ponerse del lado del rey tras la desaparición de Neferata. Lo único que pudo descubrir fue que el rey estaba incomunicado, consultando con sus consejeros. Arkhan sabía que simplemente estaba esperando la noticia de que la reina había sucumbido, al fin. Con suerte, podrían usar la estrategia del rey contra él. Le había cedido la iniciativa a Neferata y ojalá ella pudiera aprovecharla.
Esa era la última oportunidad. Si ese ritual fallaba, Arkhan estaba seguro de que la reina no aguantaría hasta el amanecer.
Aiyah se acercó con el pincel y el tintero en la mano. Estudió el papel con cuidado un momento, luego mojó el pincel en el tintero y se puso a trabajar. Las pinceladas fueron vacilantes al principio, pero su confianza fue aumentando a medida que pasaban las horas y las franjas de símbolos arcanos se extendían por la piel de Arkhan. Aun así, casi había amanecido cuando dibujó los últimos símbolos sobre el cuerpo del inmortal.
—Bien hecho —la felicitó Arkhan, y esperó que fuera cierto. No había ningún modo de poder estar seguro—. De prisa, ocupa tu sitio junto al círculo. Queda muy poco tiempo.
El inmortal se situó en el centro del círculo.
—Independientemente de lo que me pase, no titubees —le ordenó a la doncella—. Completa el conjuro a toda costa. ¿Entendido?
Aiyah asintió con la cabeza. Tenía los ojos muy abiertos por el miedo.
—Empecemos, entonces —dijo el inmortal con tono grave—. Casi se nos ha agotado el tiempo.
Como antes, entonaron el conjuro juntos. El inmortal sintió de inmediato que las venas empezaban a arderle a medida que el ritual aprovechaba las reservas de elixir que le quedaban. Sin embargo, en lugar de extraer el poder robado, el objetivo de ese ritual era darle forma transformándolo en una herramienta diseñada para un propósito muy específico. Arkhan apretó los dientes cuando dolorosas punzadas le atravesaron el torso y las extremidades. Su vista comenzó a desvanecerse en una niebla rojiza y un rugido hueco le llenó los oídos. La piel se le tensó dolorosamente, hasta que pensó que se le rajaría, pero durante todo ese tiempo su cántico nunca titubeó. Había sufrido cosas mucho peores en el pasado.
El tiempo perdió todo significado para el inmortal. El conjuro se eternizó y el dolor simplemente empeoró, hasta que fue tan ilimitado como el mismo desierto. La voz de Arkhan era poco más que un áspero aullido de dolor, pero siguió escupiendo las palabras que mantenían el conjuro en marcha. Le ardía todo el cuerpo y una pequeña parte de su mente estaba segura de que la carne y los huesos se le estaban derritiendo por el calor.
Transcurrió una eternidad. No sintió la culminación del ritual cuando esta llegó por fin; para él, sólo se produjo un cambio en el rugiente torbellino que le llenaba los oídos, lo que significaba que Aiyah había concluido su cántico. A la joven le costó un tiempo hacer que la entendiera.
—¿Ahora? —La voz de la doncella le resonó en el cráneo. Sonaba pequeña y lejana.
Arkhan intentó ver más allá de la niebla roja que le llenaba la vista. Asintió con la cabeza, o al menos le pareció que lo había hecho.
—El… cuchillo… —dijo jadeando. Las palabras le sonaron increíblemente altas.
Aiyah dejó que la página se le escapara de los dedos. Su mirada se posó en el pequeño cuchillo curvo que tenía a los pies. El borde, afilado al máximo, relucía con fuerza a la luz de la lámpara. Cuando intentó hablar de nuevo, se le hizo un nudo en la garganta.
—¿Estáis…, estáis seguro?
El inmortal respondió con un gruñido de dolor que hizo que se estremeciera.
—¡Hazlo! —gimió.
Los ojos del inmortal eran esferas de un rojo oscuro, las pupilas habían oscurecido por completo, y sin embargo, la doncella pudo sentir el peso de su mirada.
—Esta es… su única esperanza —continuó Arkhan—. De lo contrario… morirá… seguro.
Aiyah respiró hondo. Se agachó con rapidez y cogió el cuchillo. Le resultó terriblemente pesado en la mano.
La joven se acercó a la cama. De no haber sido por la piel anormalmente blanca, la reina podría haber estado dormida, perdida en un profundo sueño provocado por el loto. Aiyah apoyó una mano temblorosa sobre la frente de la reina e hizo una mueca por lo fría que estaba.
—Asaph, perdóname —dijo la doncella en voz baja. Luego, cogió el cuchillo y efectuó un tajo en un lado del cuello de Neferata.
Un líquido negro, caliente y fétido, manó de la herida y se extendió por las sábanas de seda. Neferata se estremeció débilmente, y luego se quedó inmóvil como una estatua.
—Ya está —anunció la doncella mientras se apartaba de la cama para evitar la lluvia de gotitas que golpeteaban contra el suelo.
—Bien —contestó el inmortal. A continuación, se puso en pie de modo vacilante y le hizo señas—. Ayúdame. De prisa.
Aiyah se acercó corriendo a Arkhan y le tomó la mano extendida. Lo condujo, tambaleante, al lado de la reina. El inmortal se arrodilló junto a la cama y se inclinó hasta que su rostro estuvo a centímetros del de ella. Asintió con la cabeza.
—Ya no queda mucho —dijo con voz áspera—. Pásame el cuchillo.
Aiyah le entregó el cuchillo y retrocedió, retorciéndose las manos.
—Nunca me imaginé que habría tanta —dijo mirando horrorizada el charco de icor que se iba extendiendo—. La he matado. ¡Se va a morir!
—Hay que hacerlo —insistió Arkhan—. Su sangre se ha corrompido. ¿No lo ves? Tenemos que extraerla, o está muerta.
El inmortal se quedó mirando en silencio otro minuto, observando cómo el chorro de icor disminuía lentamente. Cuando no fue más que un hilillo, cogió el cuchillo con la mano izquierda y se apretó la punta contra la piel del antebrazo derecho, justo debajo de la muñeca. Hizo un corte profundo, abriendo una de las venas principales. No hubo dolor. Lo único que podía sentir ahora era miedo.
El cuchillo repicó contra el suelo. Con la mano izquierda temblorosa, sostuvo la nuca de Neferata y le levantó la cabeza de la almohada empapada.
—¡Vivid, oh, reina! —dijo con voz trémula mientras apretaba la herida palpitante contra los pálidos labios de Neferata—. Bebed de mí y vivid.
Arkhan sintió temblar el cuerpo de la reina cuando el icor le tocó los labios. La piel le hormigueó cuando sus labios le rozaron el interior del antebrazo; luego, se movieron contra su piel, casi como un beso, y entonces empezó a beber.
—Sí… ¡Sí! —exclamó Arkhan. La niebla roja comenzó a disiparse—. ¡Bebed!
Y así lo hizo. Con ansia, con avidez, cada vez con más fuerza, la reina extrajo el líquido de la herida. Abrió la boca y hundió los dientes en la carne del inmortal. Arkhan apretó el puño. Mientras miraba, el corte que la reina tenía en el cuello se cerró a una velocidad sorprendente.
—¡Está funcionando! —exclamó con voz entrecortada—. Aiyah, ¿lo ves? ¡Está funcionando!
El rugido que le llenaba los oídos se estaba apagando. Pocos segundos después pudo volver a ver con claridad, y el dolor había empezado a desvanecerse. Arkhan notó los músculos relajados y débiles, y una sensación de frío le penetró en los huesos. Neferata seguía bebiendo de él con los ojos bien apretados.
Y entonces, sin previo aviso, el cuerpo de la reina comenzó sufrir convulsiones. Arkhan sintió que los músculos del cuello se le retorcían como serpientes. Neferata se apartó de él con la boca abierta y la barbilla manchada de oscuros fluidos. La reina se sacudió sobre la cama, agitando brazos y piernas. Una nube de vapor le salió de la garganta, seguida de un largo y espantoso alarido.
Arkhan observó, horrorizado, cómo el cuerpo de la reina comenzaba a cambiar. La carne se le arrugó, estirando la piel sobre los huesos, y el lustroso cabello negro se le volvió apagado y quebradizo. Los ojos se le hundieron en las cuencas, las mejillas se le demacraron y su rostro se transformó en una macabra máscara salvaje.
Neferata le tendió una mano, que no cesaba de sacudirse, mientras chillaba de dolor. Arañó las sábanas, a sólo unos centímetros de él, pero Arkhan no se atrevió a tocarla.
Los gritos de Neferata se transformaron en un estertor ahogado. La reina se volvió a desplomar sobre la cama. Giró la cabeza hacia Arkhan, y el inmortal vio que tenía los ojos muy abiertos y fijos. Seguían siendo de un verde intenso, pero las pupilas tenían forma de raya, como las de un gato.
Se lo quedó mirando apenas un momento, con la expresión transida de dolor, y luego todo el aire se le escapó de los pulmones y el cuerpo se quedó lacio. Arkhan oyó que Aiyah dejaba escapar un gemido largo y desgarrador.
Neferata, Hija de la Luna y reina de Lahmia, había muerto.