3: Una suave traición

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Una suave traición

Lahmia, la Ciudad del Alba,

en el 76.º año de Asaph la Bella

(-1600, según el cálculo imperial)

Los sacerdotes del este permanecían agachados delante de la reina como si fueran grandes ranas toro amarillas, con las espaldas ligeramente arqueadas y las palmas de las manos pegadas al suelo de mármol mientras llenaban el salón de la Meditación Reverente con su reverberante canto sin letra. Tenían los ojos cerrados con fuerza en gesto de concentración y el brillo de la transpiración aparecía debajo del ala de sus estrafalarios sombreros de fieltro mientras los seis ancianos emitían un zumbido grave que Neferata podía sentir contra la piel. A juzgar por las beatíficas expresiones de sus rostros, la delegación de las Tierras de la Seda parecía encontrarlo edificante. A la reina aquel ruido la ponía sumamente nerviosa… y resultaba interminable. Por primera vez, Neferata se alegró sinceramente de que se le exigiera llevar una máscara en público. Cuanto más duraba la música gutural oriental, más se horrorizaba.

La audiencia con la delegación imperial había comenzado de un modo bastante civilizado, con pocas muestras de la extravagante fanfarria que normalmente acompañaba la llegada de un miembro de la Casa Celestial. Por lo general, los primeros miembros del séquito imperial llegaban mucho antes del amanecer para decorar el salón de la Meditación Reverente con tapices de seda, pantallas lacadas y una línea continua de alfombras reales que se extendía hasta la puerta del palacio. Los sacerdotes recorrían el salón de un extremo a otro salmodiando oraciones para alejar a los espíritus malignos y fomentar la armonía, y luego dejaban paso a una procesión de músicos y artistas cuya tarea era afinar las vibraciones del lugar de modo que resultaran agradables a los oídos de la Casa Celestial.

Cuando la delegación propiamente dicha llegaba por fin, muchas horas después, lo hacía acompañada de un pequeño ejército de cortesanos, burócratas y sirvientes que llenaban por completo la estrecha cámara. Para cuando Neferata se encontraba cara a cara con los delegados, la colocación de cada una de las sillas parecidas a tronos era lo único que dejaba claro quién estaba concediéndole una audiencia a quién.

En comparación, el actual embajador había llegado con muy poco alboroto. Había aparecido a las puertas del palacio puntualmente al mediodía y sólo se había detenido el tiempo suficiente para que desenrollaran una brillante alfombra azul a sus pies antes de seguir adelante hacia el salón. Lo acompañaba una comitiva muy modesta: cinco burócratas, un puñado de cortesanos y una joven vestida con una lujosa túnica y con el rostro pintado de blanco como el alabastro. Toda la delegación se pudo sentar en un cómodo semicírculo delante del estrado real, lo que le dio a la reunión un aire inusitadamente íntimo y casi de complicidad.

Naturalmente, había que observar todas las convenciones imperiales habituales. La audiencia había comenzado con una larga recitación del linaje de la reina, seguida de un recitado aún más largo de la ascendencia del embajador. A continuación, el embajador, hablando a través de su burócrata de mayor rango, le había dedicado un prolijo saludo lleno de agradecimiento, ofreciéndole a Neferata el reconocimiento de la corte imperial y la esperanza de una constante armonía con la Ciudad del Alba.

Se sirvió el té. A Neferata el extraño brebaje oriental, que se servía en diminutas tazas de cerámica, seguía sabiéndole a poco más que a agua del baño calentada, pero había aprendido a asentir con la cabeza cortésmente y a escuchar con fingida apreciación mientras los cortesanos del embajador hablaban largo y tendido de la finura de las hojas y de la delicadeza de su sabor.

En cuanto se recogieron las tazas y se les ofreció una oración a los dioses orientales para agradecerles las numerosas bendiciones del té, llegó el momento de los acostumbrados obsequios como muestra de aprecio. Neferata aceptó un magnífico arco oriental y una aljaba de flechas en nombre del rey, además de media docena de pergaminos de poesía, tres arcones de exquisitas túnicas de seda y una fortuna en especias exóticas de los confines del Imperio. Esa vez, el embajador incluso había traído un regalo para la encantadora prima de la reina, a la que el rey le había exigido que asistiera a las audiencias como parte de su educación en el funcionamiento de la corte. Un sirviente obsequió a Khalida con un magnífico halcón, procedente de la colección personal del emperador. Era evidente que el último embajador había oído el calificativo con que Neferata se dirigía a su prima, lo que confirmaba las sospechas de la reina de que los delegados de la corte imperial hablaban nehekharano perfectamente e insistían en utilizar traductores por razones propias e inescrutables.

Después de entregar los regalos, se sirvió un almuerzo ligero compuesto de manjares orientales, seguido de más té y una conversación cortés que duró dos largas horas. Luego, llegó un período de digestión y meditación apacible, que normalmente se acompañaba de música suave o recitaciones de poesía. Neferata hizo una mueca mientras el zumbido de los sacerdotes continuaba y se preguntó si la cultura del Imperio Oriental estaría en decadencia.

Reunirse con los delegados del Imperio Oriental era la única función oficial que se le encomendaba a Neferata. El rey Lamashizzar no les había abierto el palacio a sus ciudadanos en los principales días sagrados durante muchas décadas y los templos ya no tenían poder para influir en los asuntos de la corte como antaño, así que ahora Neferata pasaba la mayor parte del tiempo encerrada en el interior del Palacio de las Mujeres. La única razón por la que todavía se le permitía recibir a los visitantes del este era porque Lamashizzar nunca había tenido paciencia para los tediosos rituales sociales de los señores de la Seda, y sin embargo, no podía arriesgarse a ofender a sus antiguos aliados derivándolos a uno de sus visires. Esa fue la principal razón por la que se le había concedido tanta autoridad a Neferata cuando el rey se había llevado al ejército a Mahrak. En aquel momento, el riesgo de un escándalo real palidecía en comparación con un incidente diplomático con el Imperio.

Desde la guerra, las visitas oficiales procedentes del este, por lo general, sólo tenían lugar una vez al año, cuando una delegación imperial llegaba para recoger el pago anual de Lahmia por los cargamentos de hierro y polvo de dragón que Lamasheptra había comprado más de un siglo antes. El siguiente pago previsto no tocaba hasta dentro de otros tres meses, así que la llegada inesperada de una nave imperial había causado bastante curiosidad entre los miembros de la corte lahmiana.

La reina tenía la certeza de que estaba pasando algo mientras estudiaba la resplandeciente figura del embajador oriental. El Imperio no habría enviado a un príncipe de sangre real a través del mar de Cristal para una simple visita social.

Xia Ha Feng, augusta persona de la Primera Casa Celestial y Vástago del Cielo, era joven y muy apuesto, al estilo frío y distante que todos los señores de la Seda preferían. Iba vestido con túnicas superpuestas de seda azul y amarilla. La túnica exterior había sido bordada con sinuosas serpientes barbadas, cuyas escamas estaban destacadas con diminutos granates, y las placas del vientre estaban hechas de reluciente nácar. El príncipe llevaba el cabello negro azabache aceitado y recogido en un austero moño, y un aro de oro descansaba sobre su frente. Largas uñas artificiales, elaboradas también con oro de primera calidad, remataban los diez dedos del príncipe. Aunque era un signo de refinamiento y riqueza en las Tierras de la Seda, a la reina aquella afectación le parecía siniestra, incluso monstruosa. Neferata se preguntó para pasar el rato qué puesto ocuparía el joven príncipe en la línea de sucesión al trono imperial. A pesar de los cientos de años de relaciones comerciales y diplomáticas con las Tierras de la Seda, el Imperio Oriental seguía siendo en gran parte un misterio para los lahmianos. Se decía que era muy extenso, pero los extranjeros tenían prohibido viajar más allá de un puñado de ciudades comerciales autorizadas y situadas a lo largo de la costa occidental.

Los señores de la Seda aseguraban que su civilización era mucho más antigua y avanzada que la de los nehekharanos; pero Neferata, como la mayoría de lahmianos, dudaba de que fuera verdad. Si el Imperio Oriental era tan antiguo y poderoso, ¿por qué les daba miedo dejar que los extranjeros lo vieran?

De repente, el inquietante canto de los sacerdotes terminó. En lugar de recrear un final satisfactorio, como lo hacía la auténtica música, el zumbido simplemente se detuvo. Los sacerdotes le dedicaron una profunda reverencia a la reina y se retiraron con rapidez. Neferata parpadeó, aturdida, en medio del repentino silencio, sin saber muy bien cómo responder. Miró disimuladamente a Khalida, que estaba sentada en un trono menor a la derecha de Neferata. Durante el último medio siglo, el pequeño halcón había florecido hasta convertirse en una joven alta y elegante, aunque de algún modo nunca había dejado atrás su amor por los caballos, la caza y la guerra. Seguía siendo una de las preferidas de Neferata, aunque una vez que la reina había dado a luz a sus propios hijos se habían distanciado inexorablemente. Pronto dejaría la Ciudad del Alba para siempre, pues Lamashizzar había concertado su compromiso con el príncipe Anhur, el hijo del rey Khepra de Lybaras, durante la última ronda de negociaciones comerciales.

La joven princesa estaba sentada muy erguida en su silla. Al igual que Neferata, llevaba el rostro oculto tras una serena máscara de oro, pero la reina podía ver cómo su mentón se mecía muy levemente mientras luchaba por mantenerse despierta.

Los delegados imperiales asintieron con la cabeza todos a la vez y dejaron escapar un suspiro de satisfacción mientras los sacerdotes abandonaban el salón en silencio. El príncipe se volvió hacia el burócrata situado a su derecha y habló en voz baja en su lengua materna. El funcionario escuchó con atención, y luego le dirigió una inclinación de cabeza a Neferata.

—El Vástago del Cielo espera que el obsequio de este canto os sea grato al oído, gran reina —dijo en perfecto nehekharano—. La música de los sacerdotes de las montañas se reserva únicamente para los mismísimos dioses, y aquellos a los que el Cielo considere dignos.

—No me imagino qué puedo haber hecho para merecer tal honor —contestó Neferata con soltura. Le pareció oír que su prima soltaba un minúsculo y apagado resoplido de diversión—. El Vástago del Cielo es tan perspicaz como generoso.

El príncipe oriental escuchó la traducción e inclinó la cabeza en dirección a la reina. Habló de nuevo, muy bajito, y el burócrata sonrió.

—Será un honor para el Vástago del Cielo compartir los dones de los dioses con vos cada vez que gustáis, gran reina.

Aquella declaración le produjo un escalofrío de inquietud.

—Verdaderamente, la generosidad del Vástago del Cielo no tiene límites —contestó con calma—. Para la corte siempre es un honor recibir una visita de la Casa Celestial, y esperamos que vuelva a Lahmia a menudo en los próximos años.

Mientras el funcionario repetía las palabras de la reina, el príncipe sonrió por primera vez. Cuando habló, la expresión de sus ojos oscuros le recordó mucho a Neferata la fría mirada predadora del halcón que le había regalado a Khalida.

—El Vástago del Cielo no tiene planeado viajar en el futuro inmediato, gran reina —respondió el burócrata—. Y está deseando compartir los frutos de nuestra civilización con vos en los próximos meses.

Neferata se enderezó ligeramente en el trono.

—¿He entendido mal? —preguntó—. ¿Vamos a contar con el honor de su augusta presencia durante una estancia prolongada?

Esa vez el funcionario no se molestó en traducir.

—El Vástago del Cielo se va a instalar en Lahmia —dijo—. Sus agentes están buscando alojamiento apropiado cerca del palacio en este mismo momento.

Durante un instante, la reina olvidó toda noción de decoro oriental.

—¿Se quedará mucho tiempo? —preguntó.

El burócrata frunció levemente el entrecejo ante la osadía de una pregunta tan directa, pero respondió con soltura:

—El Vástago del Cielo desea ampliar sus conocimientos sobre culturas extranjeras y espera comprender a fondo vuestras antiguas y nobles tradiciones.

«Quiere decir años», pensó Neferata, alarmada. Vaciló mientras se serenaba y consideraba su respuesta.

—Esto es algo sin precedentes —dijo con cuidado—. Y un acontecimiento trascendental en la historia de nuestros dos pueblos.

La sonrisa del príncipe se ensanchó mientras el burócrata traducía. Su contestación se anunció con un desprecio cuidadosamente modulado:

—La Casa Celestial simplemente desea mantener una relación más estrecha con sus vecinos del oeste y espera ofrecer toda la ayuda posible, por muy exigua que sea, en este tiempo de transformación y renacimiento.

La inquietud de Neferata aumentó.

—Naturalmente, le estamos muy agradecidos al emperador y apreciamos su interés en el bienestar de nuestra gente —aseguró.

El burócrata hizo una profunda reverencia.

—El emperador del Cielo y la Tierra es un hijo obediente y responsable con los dones que los dioses le otorgan —dijo—. Un acontecimiento de capital importancia en la provincia de Guanjian ha enriquecido al Imperio, y el príncipe lo ha tomado como una señal del Cielo de que debe centrar su atención en nuestros vecinos que necesitan ayuda.

—Es reconfortante saberlo —respondió la reina, aunque no lo sentía en absoluto—. ¿Puedo preguntar por la naturaleza de este afortunado hecho?

El funcionario mostró una amplia sonrisa de orgullo.

—Los topógrafos imperiales han descubierto oro en las montañas de la provincia Incluso los informes más pesimistas indican que el filón es más grande que ninguno de los que se han encontrado en la historia del Imperio. Dentro de dos años, tres a lo sumo, el erario imperial espera beneficiarse de la gran munificencia de los dioses.

Neferata sintió que se le helaba la sangre. Ahora entendía la razón que se ocultaba tras la repentina llegada del príncipe.

—Decididamente, la fortuna de Casa Celestial deja maravillado al resto del mundo —contestó con toda la calma de que fue capaz.

El príncipe Xian se levantó de la silla con elegancia y dio una palmada. Su traductor hizo una nueva reverencia.

—El Vástago del Cielo os agradece vuestra gentil bienvenida y espera que esta audiencia sólo sea la primera de muchas más.

Neferata se puso en pie.

—La augusta persona del príncipe Xian siempre es bienvenida —dijo—, y esperamos que nos honre de nuevo con su presencia pronto.

La reina permaneció de pie mientras el príncipe y su séquito partían. Cuando se marcharon, Khalida se reclinó en la silla y suspiró.

—Menudo grupo de petimetres insufribles —gruñó—. Creo que me he quedado dormida en algún momento de la comida. ¿Me he perdido algo?

Neferata exhaló un suspiro profundo y silencioso.

—No, pequeño halcón; no te has perdido nada en absoluto.

El mensaje del príncipe había sido para ella y el rey solamente. Entre los señores de la Seda, incluso la traición se llevaba a cabo mediante una insinuación cortés.

* * *

La lluvia silbaba contra las gruesas ventanas de cristal oscureciendo antes del amanecer la vista de la ciudad y el mar que se extendía más allá. Las doncellas de Neferata dormían en el interior de la cámara. De vez en cuando, una de ellas susurraba o suspiraba, sumida en un profundo sueño cargado de loto. La reina había obligado a sus doncellas a beber de la botella de vino del sueño, insistiendo en que todas tomaran una copa antes de que ella bebiera también. Suponía un lujo poco común para las doncellas, de las que se esperaba que estuvieran preparadas para atender las necesidades de la reina en cualquier momento. Neferata fingió beber de su copa, pero apenas dejó que el líquido amargo le rozara los labios.

Tephret fue la última en sucumbir. La anciana doncella había aguantado hasta mucho después de medianoche, y al final Neferata se había visto obligada a hacerse la dormida antes de que Tephret se rindiera por fin. Luego, la reina se había quedado tendida en la cama durante varias horas, con sombríos pensamientos dándole vueltas en la cabeza mientras escuchaba caer la lluvia sobre la ciudad dormida. Al final, poco después de la hora de los muertos, se levantó y se puso una bata; a continuación, encendió una pequeña lámpara de aceite y se sentó en su escritorio.

Las palabras no le salieron fácilmente. «Los demonios orientales nos han tendido una trampa —escribió con hábiles movimientos de pincel—. Dentro de dos o tres años, el valor del oro caerá en picado en el Imperio».

A primera vista, la afirmación parecía bastante inocente. La reina mordió el extremo del pincel. ¿Necesitaba explicárselo con detalle a Lamashizzar? Suspiró. «Como consecuencia de ello, nuestro pago anual al Imperio con seguridad aumentará mucho más allá de nuestra capacidad para pagar».

¿Qué habría llevado a su difunto padre Lamasheptra a meterse en un trato tan potencialmente desastroso con el Imperio Oriental? La respuesta seguiría siendo un misterio hasta el fin de los tiempos. Había tramado el plan poco después de que Nagash se apoderase del trono de Khemri y tomara como rehén a la reina Neferem, la hija de Lamasheptra. Después de años de negociaciones secretas en las ciudades comerciales imperiales del otro lado del mar, el emperador había accedido a compartir con Lahmia las mismas armas y armaduras de las que estaban provistas sus temibles legiones. Esto incluía suficiente cantidad del misterioso y explosivo polvo de dragón de los habitantes del este para equipar a un ejército de guerreros, además de armas para utilizarlo, lo que por sí solo bastaría para convertir a las fuerzas de Lamasheptra en la potencia militar dominante en toda Nehekhara.

A cambio, el emperador pidió una suma asombrosa, el equivalente en aquel momento a diez toneladas de oro anuales durante los siguientes trescientos años, y exigió nada menos que la soberanía de la mismísima ciudad como garantía por el acuerdo. Si Lahmia no realizaba aunque fuera un solo pago al Imperio, la ciudad se convertiría en un dominio imperial de ese día en adelante. Lamasheptra aceptó el trato sin reparos, a pesar del hecho de que la cantidad de dinero que se le debía al Imperio cada año era mayor que la recaudación tributaria anual de la ciudad.

Tal vez el viejo rey había planeado complementar sus pagos con el botín sacado de Khemri; quizá pensaba hacerles pagar un tributo a las otras grandes ciudades en cuanto se conociera el temible poder de su ejército. Al final, la entrega de las armas y armaduras prometidas había tardado más de un siglo. El último envío, que consistía en el polvo de dragón propiamente dicho, llegó a Lahmia unos cinco meses después de la muerte de Lamasheptra, y el joven rey Lamashizzar resultó demasiado prudente con las potentes armas que había heredado. Mientras tanto, el erario de la ciudad se había ido reduciendo cada vez más. Lahmia sólo había logrado sobrevivir gracias a varios hábiles acuerdos comerciales con Lybaras, Rasetra y Mahrak durante la guerra.

Naturalmente, el Imperio nunca había pensado jugar limpio con Lamasheptra. Habían hecho todo lo posible por dificultar que la ciudad cumpliera con sus obligaciones financieras y, ahora que sólo quedaban unos cuantos años para que la deuda quedara saldada por completo, los señores de la Seda habían tomado medidas extremas para asegurarse de que Lahmia sería suya.

Neferata estaba segura de que el descubrimiento de la mina de oro era una mentira. La casa imperial inundaría el mercado con dinero procedente de su propio erario para hacer descender el valor de su moneda de manera convincente el tiempo suficiente para obligar a Lahmia a incumplir el pago, tras lo cual las cosas volverían a normalizarse poco a poco. Esto les ocasionaría un breve período de sufrimiento a los súbditos del Imperio, pero sería un precio pequeño a cambio de lograr una posición estratégica en Nehekhara.

«La cuestión es: ¿cómo salimos de la trampa antes de que se cierre?», pensó Neferata.

La compleja red de acuerdos comerciales que Lamashizzar había tejido después de la guerra había reportado dividendos y había incrementado enormemente la influencia de Lahmia por toda Nehekhara, pero eso no bastaría si el Imperio exigía más oro. La única forma de salvar la ciudad de manos de los orientales era arrebatándoles más riquezas a los vecinos de Lahmia o desafiando a los señores de la Seda, y Neferata estaba convencida de que Lamashizzar no tenía valor para hacer ninguna de las dos cosas.

A decir verdad, ni siquiera estaba segura de que a su hermano le importara ya lo que le ocurriera a la ciudad.

El enfrentamiento en la sala del Consejo, hacía medio siglo, había puesto fin a cualquier sentimiento de afecto que Neferata tuviera por su hermano. Hubo un tiempo en el que creía que quizá lo había amado, cuando pensaba que haría frente a siglos de vetusta tradición y la trataría como a una igual en lugar de una simple posesión. Ahora sabía la verdad. Lo único que Lamashizzar quería de ella eran herederos para prolongar la dinastía, mientras él buscaba con torpeza los secretos de la inmortalidad. Eso era lo único que le importaba.

Bueno, a ella le importaba Lahmia. Neferata no iba a permitir bajo ninguna circunstancia que la Ciudad del Alba se convirtiera en el juguete de unos señores extranjeros. Ella podría gobernar la ciudad con más firmeza de lo que su hermano podría hacerlo nunca.

La reina dejó el pincel y escuchó un rato el sonido de la lluvia contra los cristales mientras le daba vueltas al problema en la cabeza. Llegaba siempre a la misma conclusión.

Había que hacer algo. Si Lamashizzar no tomaba medidas, entonces lo haría ella.

Neferata cogió la hoja de papel y la contempló largo rato. Su expresión se endureció. Despacio y con cuidado, quemó el papel con la llama que parpadeaba en la lámpara de aceite situada sobre el escritorio.

Sólo faltaba una hora para el amanecer cuando Neferata se levantó de la silla que había junto a la ventana y se puso una túnica oscura y zapatillas. Se dejó el cabello negro recogido y se cubrió con una capa de lana negra; luego, cogió una cajita dorada del tocador y se la guardó en el cinto. La máscara de oro se quedó en su base de madera, con las suaves curvas ocultas en las sombras.

Sus doncellas seguían durmiendo profundamente, aunque Neferata sabía que empezarían a despertarse en cuanto se hiciera de día. No había tiempo que perder. La reina salió sigilosamente del dormitorio y bajó a toda prisa por los oscuros pasillos del palacio hacia el salón de la Meditación Reverente.

Se movió tan de prisa como se atrevió, yendo por pasillos poco utilizados todo lo que pudo. Vio dos veces el revelador brillo de una lámpara cruzando por un corredor contiguo, pero en ambas ocasiones encontró una zona de intensas sombras en la que ocultarse antes de que pasara la somnolienta servidora. Fin cuestión de minutos, se encontró delante de las altas puertas de bronce de la sala de audiencias. La superficie de metal estaba fría al tacto cuando abrió una de las puertas sólo lo suficiente como para entrar.

Con el corazón latiéndole aceleradamente, la reina atravesó el salón a toda velocidad y pegó la oreja a las puertas exteriores. ¿Habría guardias al otro lado? No lo sabía. Después de escuchar en vano largo rato, se rindió y decidió arriesgarse. Agarró la pesada anilla de latón de la puerta y la abrió un poquito. El corredor estaba oscuro y vacío.

Neferata sintió una leve emoción mientras cruzaba con sigilo el umbral y entraba en el palacio propiamente dicho. Ahora era oficialmente una fugitiva; había violado la ley real y teológica. «Pero sólo si me descubren», se recordó, y no pudo evitar sonreír.

Avanzó más despacio en cuanto entró en el palacio, pues estaba mucho menos familiarizada con su distribución y prácticamente ignoraba sus rutinas. Por lo menos, no había guardias. En otro tiempo, los Ushabtis del rey, que eran rápidos y mortíferos como las aterradoras serpientes de Asaph, habrían patrullado los salones. Neferata apenas los recordaba ya, ella era entonces una niña. Se acordaba de sus movimientos silenciosos y elegantes, y de sus ojos negros e insondables. Lo único que quedaba ahora de ellos eran las grandes estatuas que custodiaban las tumbas reales en las afueras de la ciudad.

Una vez más, fue por pasillos desiertos y logró evitar a los pocos sirvientes que estaban en píe tan temprano. Tardó casi media hora en llegar al otro extremo del palacio y la polvorienta ala desierta en la que Lamashizzar ocultaba sus secretos más oscuros. Las puertas principales que conducían al ala estaban cerradas con llave, pero Neferata ya se lo esperaba. Pocos minutos después localizó la entrada a los pasadizos de los sirvientes y se adentró a tientas en la agobiante oscuridad que se extendía al otro lado.

Las telarañas rozaron el rostro de la reina como si fueran dedos fantasmales. El estrecho corredor carecía de ventanas y estaba oscuro como una tumba. Neferata oyó ratas correteando por el suelo más adelante y se maldijo por no pensar en traer el cabo de una vela para alumbrarse. Apretó los dientes y extendió la mano, hasta que encontró la pared de la izquierda y dejó que la guiara hacia el frente.

El aire era frío y húmedo. De vez en cuando, rozaba con los dedos una viscosa mancha de moho. En una ocasión, algo grande y con muchas patas salió corriendo de debajo de sus dedos y apenas pudo contenerse para no dejar escapar un grito de espanto. Que ella supiera, el rey o sus compañeros podrían estar cerca. Si la descubrían en ese momento… Neferata no quería hacer conjeturas sobre lo que podrían decidir hacer con ella.

Después de unos seis metros, su mano izquierda tropezó con el marco de madera de una puerta. Siguió adelante, contando cada entrada al pasar. Había pasado más de un siglo desde la última vez en que había estado dentro del santuario improvisado de Lamashizzar, pero sabía que estaba en el centro del ala, lejos de cualquier ventana que dejara ver el revelador brillo de las lámparas de aceite, que permanecían encendidas hasta altas horas de la noche. Cuando Neferata llegó a la décima entrada se detuvo y probó a correr el pasador. Este se movió con un débil chirrido de metal oxidado, que sonó terriblemente fuerte en medio de la agobiante oscuridad. La reina hizo una pausa, casi sin atreverse a respirar, pero transcurrieron varios segundos sin que se oyera ningún signo de movimiento, aparte del correteo de las ratas.

La puerta se abrió con un levísimo sonido de madera raspando contra el suelo de arenisca. A través de las ventanas situadas en la cara oriental del ala del palacio se filtraba la luz que precedía al amanecer y le proporcionaba cierta nitidez al interior del edificio. La reina vio que se encontraba en un corredor estrecho que daba al este y que estaba conectado a un amplio pasillo central que se extendía de un extremo a otro del ala.

Neferata avanzó haciendo el menor ruido posible y se acercó sigilosamente al extremo del corredor de los sirvientes. Habían arrancado los tapices de las paredes del pasillo central y habían sacado todos los muebles y las obras de arte hacía muchos años. Todo ello se había vendido subrepticiamente en el mercado de la ciudad durante los años de escasez para ayudar a pagar la deuda con los señores de la Seda.

El paso habitual de pies calzados con sandalias había agitado el denso polvo que se había depositado en el pasillo central. Escudriñando a través de la penumbra, Neferata siguió las borrosas huellas por el ancho pasillo, hasta que se detuvieron fuera de una puerta, por lo demás bastante discreta, situada a la derecha.

La reina colocó la mano sobre el pestillo mientras el corazón le latía a toda velocidad. Este era el punto de no retorno; en cuanto cruzara el umbral, no habría vuelta atrás.

«Esto no es por mí —se recordó—. Es por Lahmia».

El pestillo emitió un chasquido engrasado cuando lo presionó. Abrió la puerta empujándola con la punta de los dedos y notó un leve aroma a incienso y el olor penetrante de la sangre derramada.

Las ascuas de un brasero situado en el otro extremo de la habitación aún emitían un pálido brillo rojo. Neferata se detuvo en la entrada, estudiando todo lo que podía ver. Había más mesas de lo que recordaba, la mayoría cubiertas con montones de papel, grupos de rollos de papiro y pilas desordenadas de libros encuadernados en cuero. Vio sillas de madera y divanes hechos jirones repartidos por la habitación, con copas de vino y bandejas de comida a medias. La reina hizo una mueca de desagrado. Se parecía a la atestada biblioteca de un joven diletante adinerado.

Tras convencerse de que Lamashizzar y sus compinches no estaban por allí, Neferata entró y cerró la puerta. Se abrió paso con cuidado por la habitación, hasta llegar al brasero, y en cuestión de minutos, lo había avivado de nuevo con esmero.

El brillo de los carbones encendidos llegó a todos los rincones de la enorme habitación, de modo que pudo ver aún más estantes y anchas y prácticas mesas repletas de polvorientos tarros de cerámica y botellas de cristal llenas de líquidos y polvos exóticos. Estaban colocadas a cada lado de una zona despejada del suelo en la que habían barrido bien el polvo y la suciedad y habían grabado un complicado símbolo mágico que no se parecía a nada que ella hubiera visto antes.

Neferata tardó un momento en descubrir la figura que estaba tirada en un rincón al otro lado del círculo mágico. La reina examinó las mesas que la rodeaban en busca de una lámpara de aceite. Tras encontrar una, encendió la mecha usando un carbón del brasero y, armándose de valor, se acercó poco a poco al prisionero del rey.

Arkhan el Negro no había cambiado nada en los últimos ciento cincuenta años. Iba vestido con harapos mugrientos y tenía la piel azulada cubierta de suciedad, pero su rostro presentaba exactamente el mismo aspecto que la primera vez que lo había visto, hacía tantos años. Un grueso collar de hierro rodeaba el cuello del inmortal, unido a una pesada cadena que habían atornillado a la pared. A su lado, una copa de vino volcada derramaba un espeso hilo de un fluido oscuro por el suelo.

Los labios del inmortal estaban manchados de negro debido a la raíz de loto. Aunque su pecho no subía y bajaba como lo haría el de un mortal vivo, Neferata sabía que Arkhan estaba sumido en un sueño alimentado por la droga. Desde el principio, Lamashizzar mantuvo a su prisionero bajo control administrándole una mezcla de su débil elixir y suficiente raíz de loto como para matar a media docena de hombres. Cuando no lo necesitaba para que tradujera los escritos esotéricos de Nagash, tenía a Arkhan en un estado de aletargamiento para que no pudiera escapar.

Neferata clavó la mirada en las facciones relajadas del inmortal y se preguntó cuánta cordura le quedaba todavía. Se consoló pensando que si Arkhan ya no le fuera de utilidad a Lamashizzar, este se habría deshecho de él sin dudarlo un instante.

La reina respiró hondo y sacó la caja de oro del cinto. A continuación, abrió la tapa de filigrana, cogió la hixa y la apretó contra el cuello de Arkhan. Fueron necesarios varios intentos antes de que el abdomen del insecto se arqueara y hundiera el aguijón en la carne del inmortal.

Durante un momento, no sucedió nada. Neferata esperaba que Arkhan gimiera mientras el veneno de la avispa consumía los efectos del loto, pero el inmortal ni siquiera tembló. Simplemente abrió los ojos, como si sólo hubiera estado dormitando ligeramente, y clavó en ella una mirada lánguida y apagada.

Neferata suponía que Arkhan preguntaría a qué se debía su presencia, pero el inmortal no dijo nada. El desconcertante silencio se prolongó durante largos minutos, hasta que al final la reina no pudo seguir soportándolo. Extendió la mano sin pensar y le agarró el brazo, y para su sorpresa, Arkhan el Negro se estremeció cuando lo tocó.

La reina de Lahmia trató de ofrecerle una sonrisa cordial a la horrible criatura.

—Saludos, Arkhan de Khemri —dijo—. ¿Te acuerdas de mí? Soy Neferata, reina de Lahmia, y voy a hacerte una oferta.