Capítulo X

Me gustaría que alguna vez, aunque fuese por un rato, la fantasía se adueñara del mundo y que imprevistos maravillosos vinieran a alterar los cursos diabólicamente previsibles; que, por ejemplo, Luis descendiera en algún momento de algún coche lujosísimo, con forma de exprimidor, y que, vestido de etiqueta, con galera y bastón y una gruesa cadena de oro brillando bajo el bolsillito del chaleco, viniera a darme la noticia de que él y su amigo se habían hecho millonarios. Que una mañana yo pudiera despertarme temprano sintiéndome plenamente feliz. Pero es inútil: nos gobierna la entropía, y todo lo que se deja librado al azar culmina en desastre para el protagonista.

Mientras me cepillaba los dientes traté de introducir esta idea en la mente como un nítido clavo de metal. «El tiempo sólo genera desorden, muerte, caos. Hay que luchar por la energía diaria, correr mucho para estar siempre en el mismo sitio, como Alicia». Esta idea, que no era mía ni era nueva, de todos modos me fatigó. Miré en el espejo mi malhumor matutino —realmente, me había levantado demasiado temprano— y pensé que la teología estaba construida sobre una serie de disparates. «Si Dios fuese realmente el Creador de todo, y además fuese un ser perfecto, yo no tendría esta cara» —pensé. Esta pequeña Suma Teológica me arrancó un gruñido de satisfacción, y comencé la lenta tarea de asomarme al día, empezando por hervir agua para el mate.

Faltaban, según mis cálculos, cinco días para el regreso de la rubia. Desde luego, ya no tenía el mismo tipo de ansiedad por verla, y tampoco estaba seguro de que la vería. La carta de Esteban me había sembrado de desconfianzas múltiples y de pronto, al tiempo que parte del chorro de agua hirviendo que intentaba trasegar de la caldera hacia el termo me caía en el pie derecho enfundado en una zapatilla, irrumpió en mi mente una idea, nítida y sólida, que tenía el poder de convicción de una certeza evidente: Fauna me había hipnotizado.

Recordé aquella mirada suya que me había hecho cambiar de idea tan bruscamente, aceptando de inmediato su propuesta y su dinero; y me invadió la convicción de que en aquella mirada había habido algo más, mucho más de lo que yo suponía; concretamente, yo había sido inducido a un estado de trance profundo, y entonces ella había implantado en mí todas las sugestiones que se le habían ocurrido —entre ellas, la sugestión de no recordar, cuando despertara, el hecho de que había sido sometido a la hipnosis. Cuanto más intentaba resistirme a esa idea, más y más aterradoramente lógica me parecía. La hipótesis explicaba muchas cosas, pero sobre todo explicaba el hecho de que yo no pudiera encontrar ninguna explicación.

Me cambié los calcetines y las zapatillas y decidí que había llegado a un punto límite en esa línea de actuación; ya no podía seguir actuando solo. Está bien ser un poco individualista, marginal y extravagante; ciertas circunstancias pueden justificar incluso el ejercicio de una profesión sin título, sin nombre y aun sin tener los conocimientos suficientes; pero que al mismo tiempo debiera preocuparme por ganarme la vida con un quiosco, hacer las compras de mi casa, cocinar, escribir artículos periodísticos y enfrentar a una demoníaca banda de delincuentes invisibles y tortuosos, encabezados por una rubia que me había hechizado mediante artes diabólicas, ya era a todas luces demasiado. Tal vez la rubia me había programado para no comprender, para no ver ciertas cosas, y tal vez la verdad estaba allí bien a la vista y yo no la veía. Tal vez en ese momento estuviera conviviendo con una manada de elefantes en mi apartamento, y me limitara a apartarme de sus patas cuando me cruzaba con una estampida en el corredor, pero negándolos en mi conciencia. Tal vez…

Busqué en mi agenda, sin encontrar ningún nombre interesante. La mayoría de mis amigos se había dispersado por el extranjero, y mi agenda estaba poblada de palabras extranjeras que señalaban lugares ignotos. No había nadie que yo juzgara al mismo tiempo digno de toda mi confianza y con ciertos conocimientos como para poder brindarme una ayuda cabal.

Pensé, entonces, en los que no eran exactamente amigos, pero con alguna capacidad que los hiciera aptos para ayudarme. Por fin resolví acudir a dos personas. La primera era el secretario de redacción del diario con el que yo colaboraba más asiduamente. Fui hasta el teléfono.

—¿Pocholo? Qué tal. Necesito un par de informaciones… Sí… ¿Podrías averiguar entre los muchachos…? Sí, preferentemente el cronista de policiales, el de sociales, y el que hace los horóscopos… no, no es una broma; sí, es urgente… Sí. Quiero saber si conocen a alguien que se llama a sí mismo parapsicólogo, vidente o algo por el estilo, y que usa el nombre de «Monsieur Victor». Sí, «Victór», a la francesa. Otra cosa: ¿podrías averiguar también si alguien pidió mis señas en el diario, hace alrededor de un par de meses? Por enero, sí. Gracias, viejo. Gracias.

Quedó en llamarme más tarde, y estuve en casa hasta cerca del mediodía pero sin tener noticias suyas. Me fui al quiosco a cumplir mi sacrificada labor, dejando que se asentara en mi ánimo la conciencia de la necesidad de hacer una segunda llamada, que se relacionaba con algo mucho más delicado. Mi idea era someterme a un interrogatorio en estado de trance, por parte de un profesional de confianza; pero era algo que nunca había hecho y no podía ocultarme que sentía una considerable resistencia.

Tras una jornada de trabajo pasada en constante inquietud y ansiedad, regresé a casa sin que la decisión de llamar al hipnólogo hubiera tomado cuerpo. Mejor dicho: la decisión había sido tomada en el momento mismo en que se me ocurrió hacerlo; pero era evidente que tenía que ir acostumbrándome a la idea. En primer lugar llamé a Flora. Tampoco esta vez respondió el teléfono. Luego, disqué el número de la redacción.

—¿Pocholo? Sí, yo mismo. ¿Nada? Bueno… —el tal Monsieur Victor no había alcanzado ninguna forma de notoriedad pública, ni siquiera mínima, para bien o para mal. En cuanto a mi otro pedido, parecía ser que en la administración recordaban muy bien el revuelo que se había producido entre el personal masculino cuando, por el mes de enero, una rubia exuberante había ido a preguntar por mí—. Ah, muy bien. Y… qué le vamos a hacer. Gracias. A tus órdenes.

Por fin algo concreto, aunque fuera poca cosa. Fauna había conseguido mi número de teléfono y mi dirección en el diario, después de haber leído mis artículos. Ya sabía cómo había llegado a mí —después de apoderarse del papel que me había dejado Esteban—, pero las cosas no se aclaraban mucho todavía. ¿Por qué había dejado pasar hasta marzo después de aquella primera visita? Y sobre todo, ¿por qué no me había dicho la verdad? ¿Qué relación había entre ella y Flora? ¿Qué realidad tangible tendría el tal Monsieur Victor?

Traté de frenar las reflexiones y cavilaciones, y miré con un matiz de indiferencia que, fácilmente, de insistir un poco en ello, pudiera haberse transformado en franca repulsión, todos y cada uno de los materiales con que contaba para prepararme una cena. Pero no eran ellos los culpables, sino mi sensación de encierro. En un restaurante podría comer cualquier cosa con infinito agrado, incluso las archirrepetidas milanesas. Llamé nuevamente a Flora, y nuevamente el teléfono sonó y sonó sin respuesta. Busqué luego en mi libreta el número del hipnólogo, di algunas vueltas alrededor del aparato telefónico, llegué incluso a levantar el tubo, pero después no lo llamé. Necesitaba un poco más de tiempo para decidirme, como me pasa cuando pienso en ir al dentista.

Me quedé nuevamente en suspenso. No quería comer solo. No tenía ganas de hablar con Luis sobre exprimidores. Concretamente, la única combinación perfecta posible para esa noche era cenar con Flora; y la llamé por tercera vez, y por tercera vez no tuve éxito. Pensé en M., pero su perfume no era compatible con la comida, especialmente después de haber dormido dos noches seguidas envuelto en esos vahos tenebrosos. Y otras mujeres tampoco, qué diablos: mi promiscuidad es más bien forzada por las circunstancias, y tiene sus límites.

En resumen, fui solo al restaurante. Comí poco y nerviosamente, con tensiones en la nuca y en la espalda, mirando a menudo hacia los costados, y después fui al local de los entretenimientos electromecánicos.

Al entrar, me sentí vejado en lo más íntimo. Aquella máquina que yo había descubierto, con la cual no jugaba nadie, nunca, ahora estaba rodeada de muchachones musculosos que festejaban ruidosamente cada pequeño éxito del imbécil de turno que la manejaba —sacudiéndola, además, con verdadero frenesí. Tendrían sin duda para varias horas de diversión.

Me sentí como si hubiese encontrado a mi noviecita virgen en un bar portuario, sentada en las rodillas de un marinero borracho junto a una mesa repleta de botellas de cerveza vacías. Salí a la calle con un profundo malestar. Fui, por rutina, hasta el bar de la Plaza, pero ni siquiera miré con demasiada atención para localizar a Flora y su grupo; me pareció que no estaban, pero si hubiesen estado no sé si habría tenido ganas de entrar.

Recordé que no lejos de allí había otro local de entretenimientos, y sin entusiasmo rumbeé mis pasos en esa dirección, pero añorando la máquina aquella —a la que ninguna otra podría nunca sustituir.

Encontré, sin embargo, una máquina interesante; muy vieja y deslucida, pero con algo simpático que me fue conquistando después de algunos juegos. Se trataba de hacer pasar la bola por uno de los dos lugares casi inaccesibles señalados con las letras «A» y «B»; sólo se accedía allí por medio de rebotes azarosos, nunca en forma directa al tirar la bola, ni desde abajo por medio de los flippers. Sin embargo, si uno mantenía la bola en juego un rato, efectivamente alcanzaba a pasar por alguno de esos lugares, después de rebotar en algún bumper. Y una vez accionado el mecanismo «A» o el «B», había una serie de recursos para lograr que se encendiera ciertas lucecitas ubicadas en semicírculo alrededor de un agujero. Cada lucecita encendida, de color rojo —símbolo universal del special—, significaba un juego gratis si uno embocaba la bola en ese agujero, que estaba situado en el centro del plano inclinado. Por otra parte, la máquina, como todas, también acumulaba puntos, y con cuatro millones y medio ya se obtenía el primer juego gratuito.

A imitación de aquellos monstruos del otro local, comencé a sacudir la máquina, lo cual requiere gran habilidad porque tiene un mecanismo de apagado automático para evitarlo («tilt»); pero, en esas máquinas viejas, es posible lograr una serie de sutiles movimientos sin que se apaguen, y cuando uno ha adquirido los reflejos necesarios, se las puede llegar a mover impunemente, aun con bastante violencia.

Hacia la medianoche se produjo el milagro. Había conseguido encender, por medios que nunca llegué a comprender cabalmente en su funcionamiento, una cantidad de lucecitas rojas, y por otra parte ya los puntos sumados me habían anotado dos juegos gratuitos en la pizarra; y, todavía, de las cinco bolas que se juegan por partida, me quedaban una en juego y otra en reserva.

Con un hábil movimiento de flippers conseguí que la bola entrara en el agujero coronado por las lucecitas, y la suma de puntos me dio un tercer partido, al tiempo que los specials rojos, siete partidos más, correspondientes a las siete lucecitas que había logrado encender. Como cada partido que uno obtiene, se anuncia mediante un sonido potente y seco, al marcarse los siete partidos juntos la máquina sonó como una ametralladora. Sin excepción, todos los demás ocupantes del local, tanto jugadores como mirones, vinieron a rodearme mientras yo, sudoroso y agitado, tiraba de la palanquita para poner la última bola en juego. Luego descubrí que hasta el propio encargado del local, un hombre indeciblemente gordo y desagradable, hinchado y enrojecido por la bebida, sistemáticamente antipático, gruñón y huraño, había abandonado su trono detrás del mostradorcito donde expedía las fichas y contemplaba atónito el pequeño rectángulo blanco de la pizarra donde se leía la cifra «diez»: diez partidas gratuitas.

Mientras la bola rebotaba contra los bumpers superiores, quité las manos de los botones y las refregué contra el pantalón para secar el sudor. La tensión del ambiente se podía casi palpar. Traté de ignorar la existencia del público, al que no estaba acostumbrado y me ponía sumamente nervioso, pero era una presencia imposible de soslayar. Volví mis manos a la máquina y comencé a sacudirla sabiamente. La bola descendía ya hacia los flippers; logré impedir que se fuera y se perdiera, pero salió disparada hacia cualquier lado. Seguí sacudiendo la máquina; la bola seguía golpeando azarosamente contra diversos artefactos. Luego, nuevamente comenzó a caer hacia los flippers, y esta vez pude detenerla, manteniendo continuamente apretado el botón correspondiente al flipper izquierdo. Respiré hondo. El silencio en el local era completo.

Comencé a aflojar lentamente la presión de los dedos sobre el botón; el flipper se inclinó suavemente hacia abajo, la bola comenzó a rodar perezosamente hacia la punta del flipper y, un instante antes del momento en que la máquina se la tragaría en forma definitiva, pude lanzarla con precisión hacia arriba, desde la punta del flipper: cayó netamente en el agujero, y los puntos sumados dieron otro juego, anunciado con el «tac» característico, y las lucecitas rojas siete juegos más, con su sonido de ametralladora. El público aplaudió, pero un instante después, un nuevo «tac» imprevisto: la máquina daba todavía un juego más —por una especie de lotería que hay al final de cada partido, llamada familiarmente «fantasma». El local se animó con exclamaciones diversas.

Miré el rectangulito blanco: marcaba diecinueve juegos gratuitos. Saqué un pañuelo del bolsillo posterior del pantalón y me lo pasé por la cara y el cuello, bañados en transpiración. Alguna mano se apoyaba cálidamente en mi espalda.

Me quedé unos momentos embobado, mirando la máquina, la pizarra, la gente que me rodeaba, la cara perpleja del gordo antipático.

—Muchachos —dije, al fin, con voz cansada, y sin haberlo siquiera pensado—, diviértanse ustedes. Yo no puedo más.

Me miraron con desconcierto, pero en un segundo ya se estaban peleando por ocupar mi lugar en la máquina. Salí del local, seguido por muchos pares de ojos, y debí caminar largo rato antes de conseguir despejarme mínimamente la cabeza y aflojar mínimamente los músculos.

Sabía, de una manera obscura pero terminante, que no volvería a jugar en esas máquinas nunca más.