III

La tragedia proclamada, mientras recorrían la media luna de la rampa, tanto por los baches que en ella se abrían como por las altas plantas exóticas —lívidas y crepusculares al través de las gafas oscuras del Cónsul—, que sucumbían por doquier de innecesaria sed y casi parecían apuntalarse unas contra otras, aunque luchaban como agonizantes voluptuosos en éxtasis por conservar una última actitud de fortaleza o de desolada fecundidad colectiva —pensó vagamente el Cónsul—, la tragedia parecía ser examinada e interpretada por una persona que caminara a su lado, sufriendo por él y diciendo: —Mira: cuán extrañas, cuán tristes pueden ser las cosas familiares. Toca este árbol que antaño fuera tu amigo: ¡ay, que aquello que ha llevado tu sangre pueda convertirse en algo tan extraño! Mira ese nicho en el muro, allí, en la casa, donde Cristo sigue inmóvil, sufriendo, y te ayudaría si se lo pidieras: no puedes pedírselo. Considera la agonía de las rosas. Mira en el césped los granos de café de Concepta (solías decir que eran de María) secándose al sol. ¿Puedes reconocer aún su dulce aroma? Mira los plátanos con sus extrañas floraciones familiares, antaño emblema de vida, hoy símbolo de maligna muerte fálica. Ya no sabes amar estas cosas. Ahora todo tu amor son las ‘cantinas’; débil supervivencia de un amor por la vida, que se ha convertido en veneno —que no es sólo enteramente veneno—, y el veneno se ha convertido en tu alimento cotidiano, cuando en la taberna…

—Entonces, ¿también se fue Pedro? —Yvonne lo asía fuertemente por el brazo, pero su voz le pareció casi natural al Cónsul.

—Sí, ¡a Dios gracias!

—¿Y los gatos?

—‘¡Perro!’ —dijo el Cónsul, con gesto amigable y quitándose las gafas, al perro callejero que familiarmente apareció a sus pies. Pero, alebrado, el animal volvió sobre sus pasos por la rampa—. Aunque me temo que el jardín es un espléndido caos. Durante meses hemos estado virtualmente sin jardinero. Hugh arrancó un poco de cizaña. Limpió también la alberca… ¿Oyes? Hoy debe acabar de llenarse —la rampa se ensanchaba hasta formar un pequeño redondel para luego desembocar por un sendero que atravesaba oblicuamente el angosto talud de césped con sus islas de rosales hasta la puerta del «frente» que, de hecho, ocupaba la parte posterior de la casa blanca y baja, techada con tejas imbricadas de color maceta semejantes a tubos cortados por la mitad. Vislumbrado por entre los árboles, con la chimenea en el extremo izquierdo —de la cual se alzaba un hilo de humo negro—, el bungalow pareció por un instante como una barquilla anclada—. No. Chantaje y demandas por salarios caídos han sido mi suerte. Y hormigas cortahojas de diversas especies. Una noche que salí, robaron la casa. E inundaciones: los drenajes de Quauhnáhuac nos visitaron no sin dejar algo que hasta últimas fechas apestaba como el Huevo Cósmico. Pero no importa; tal vez puedas…

Yvonne liberó su brazo para hacer a un lado el tentáculo de un jazmín trompeta cuyas ramas obstruían el sendero.

—¡Oh, Geoffrey! ¿Dónde están mis camelias?…

—¡Sólo Dios sabe! —sobre un arroyuelo seco que dividía el prado y corría paralelo a la casa, había a guisa de puente, una tabla contrahecha. Entre floripondio y rosa una araña tejía una intrincada tela. Derramando chillidos guijosos, una parvada de tiránicos papamoscas, en sombrío y vertiginoso vuelo, pasó rasando la casa. Yvonne y el Cónsul atravesaron la tabla y llegaron al porche.

Una vieja con rostro de negro gnomo altamente intelectual —pensaba siempre el Cónsul— (acaso querida de algún retorcido guardián de aquella mina que antaño existió bajo su jardín) surgió de la «puerta del frente» llevando el inevitable «mechudo», el ‘trapeador’ o «marido americano» por encima del hombro, raspando y arrastrando los pies, aunque el raspar y el arrastrar parecían diferenciarse, como si distintos mecanismos los regularan. —Aquí está Concepta —dijo el Cónsul—. Yvonne: Concepta. Concepta, la señora Firmin —la expresión del gnomo se iluminó con infantil sonrisa, con lo cual su rostro transformóse por un momento en el de una niña inocente. Concepta se limpió las manos en el delantal: mientras estrechaba la de Yvonne, el Cónsul titubeó, viendo ahora, estudiando con sobrio interés (aunque en este punto se sintió de pronto con una borrachera más agradable que la de cualquier otro momento justamente antes de aquella laguna mental de la noche anterior) el equipaje de Yvonne que se hallaba en el porche, frente a él tres maletas y una caja de sombreros tan adornados con etiquetas, que bien podrían estallar en cierto tipo de floración para también decir, he aquí tu historial: Hotel Hilo Honolulu, Villa Carmona Granada, Hotel Theba Algeciras, Hotel Península Gibraltar, Hotel Nazareth Galilea, Hotel Manchester París, Cosmo Hotel London, S. S. Ile de France, Regis Hotel, Canada Hotel México D. F. —y ahora las nuevas etiquetas— los últimos capullos: Hotel Astor New York, The Town House Los Angeles, S. S. Pennsylvania, Hotel Mirador Acapulco, Compañía Mexicana de Aviación. —‘¿El otro señor?’ —dijo el Cónsul a Concepta, que sacudía la cabeza con enfático deleite—. No ha regresado todavía. Está bien, Yvonne, supongo que quieres tu antiguo cuarto. De todos modos, Hugh está en el de atrás con la máquina.

—¿La máquina?

—La segadora mecánica.

—…‘¿por qué no, agua caliente?’ —mientras Concepta se alejaba con dos de las maletas arrastrando y raspando los pies, su voz, festiva, musical y suave, ascendía y descendía.

—¡Así que hay agua caliente para ti; esto sí es un milagro!

Del otro lado de la casa, el paisaje tornóse de repente como el mar, amplio y acariciado por los vientos.

Más allá de la barranca, las llanuras ondulaban hasta el mismo pie de los volcanes, cuya base se ocultaba tras una barrera de bruma y por encima de la cual alzábanse inmaculado cono del viejo Popo y, extendiéndose a su izquierda —como una Ciudad Universitaria en la nieve—, los picos dentados del Iztaccíhuatl y, por un momento, Yvonne y el Cónsul permanecieron en el porche, mudos ambos —sin enlazar sus manos pero sí rozándoselas—, como si no estuvieran lo bastante seguros de no estar soñando, cada cual separado del otro en su lejano lecho desolado, sus manos sólo fragmentos arrastrados por el vendaval de sus recuerdos, temerosos a medias de unirse y, no obstante, tocándose por encima del mar que ulula en la noche.

Muy próxima a sus pies, risueña, la pequeña alberca —si bien casi llena— seguía colmándose con el agua procedente de una manguera que, conectada a una llave, goteaba; antaño, ambos pintaron de azul sus paredes y el fondo; el color apenas se habla desteñido y, reflejando el cielo, remedándolo, el agua parecía de intenso color turquesa. Hugh había acicalado las orillas de la alberca, pero el jardín, a medida que se alejaba, se sumía en una indescriptible confusión de zarzas de las que el Cónsul desvio la mirada: la placentera sensación evanescente de la embriaguez se disipaba…

Distraídamente, miró de soslayo en torno al porche que también ceñía un poco el lado izquierdo de la casa, la casa a la que Yvonne no había entrado aún y por la cual, como si respondiera al ruego del Cónsul, Concepta se les acercaba ahora. Venía con la vista fija en la bandeja que llevaba sin mirar a su derecha ni a su izquierda, ni a las plantas polvosas y vanas que se desplomaban por encima del corto parapeto, ni a la hamaca manchada, ni al lastimoso melodrama de la silla rota, ni al sofá destripado, ni a los incómodos quijotes de serrín que reclinaban sus monturas de paja sobre los muros de la casa, y cada vez se acercaba más a ellos arrastrando los pies en medio del polvo y de las hojas muertas que no había tenido tiempo de barrer del piso de mosaicos rojizos.

—Concepta conoce mis costumbres, ¿ves? —el Cónsul miró ahora la bandeja en la que había dos vasos, una botella de Johnnie Walker a medio consumir, un sifón, un ‘jarro’ con hielo que se derretía y la botella de siniestro aspecto, también a medias, con una opaca mezcla rojiza cual tinto barato, o acaso jarabe para la tos—. De cualquier manera, he aquí la estricnina. ¿Quieres un whisky con soda? …El hielo parece ser en tu honor, de todos modos. ¿Ni siquiera un ajenjo solo? —el Cónsul cambió la bandeja del parapeto a una mesa de mimbre que Concepta acababa de sacar.

—¡Dios me libre! Para mí, no. Gracias.

—Entonces, un whisky solo. Anda, ¿qué tienes que perder?

—¡Primero déjeme desayunar algo!

—…Bien pudo haber dicho que sí, por una vez —con velocidad increíble murmuró una voz en ese momento a oídos del Cónsul— porque ahora claro pobre de ti deseas con ansias emborracharte de nuevo ¿verdad? todo el problema según lo estimamos nosotros es que el tan anhelado regreso de Yvonne ¡ay! sólo apartó la angustia mi viejo no sirve para nada —seguía cotorreando la voz— en sí ha creado la situación más importante de tu vida salvo una es decir esta situación mucho más decisiva que a su vez origina que para hacerle frente tengas que beberte quinientas copas —reconoció la voz de un agradable e impertinente familiar, tal vez con cuernos, pródigo en disfraces, especialista en casuística, que añadió severo—, pero ¿acaso eres hombre que se debilite y tome una copa en esta hora crítica Geoffrey Firmin? no lo eres lucharás contra ello ya has triunfado de esta tentación ¿acaso no lo has hecho? no lo has hecho luego debo recordártelo ¿no rehusaste anoche copa tras copa y finalmente después de un sueñito sabroso ya del todo sobrio no lo hiciste? lo hiciste ¿no lo hiciste? lo hiciste sabemos que lo hiciste, sólo tomaste lo bastante para corregir tu temblor ¡un magistral dominio de ti mismo que ella no aprecia ni puede apreciar!

—En cierto modo pienso que no crees en la estricnina —dijo el Cónsul con discreto triunfo (aunque sintió inmenso consuelo ante la simple presencia de la botella de whisky), mientras servía medio vaso de la mezcla de la siniestra botella. He resistido a la tentación cuando menos dos minutos y medio: mi redención es segura—. Tampoco yo creo en la estricnina, no me vas a hacer llorar de nuevo Geoffrey Firmin, payaso desgraciado, te voy a patear el hocico. ¡Oh idiota! —se trataba de otro familiar y el Cónsul alzó su vaso en prueba de gratitud y bebió pensativo la mitad de su contenido—. La estricnina —irónicamente había puesto un poco de hielo en ella— tenía un sabor dulzón, algo semejante al casis; tal vez suministraba cierta especie de estímulo subconsciente que apenas se advertía: el Cónsul, aún de pie, era también consciente de una débil y vaga recrudescencia de su dolor, despreciable…

—Pero ‘cabrón’ no puedes ver que lo que está pensando es que la primera cosa en que piensas, después que ella ha llegado a casa de este modo, es en una copa aunque sólo sea una copa de estricnina cuya intrusa necesidad y yuxtaposición anulan su propia inocencia así es que ves debieras hacerlo ante semejante hostilidad ¿acaso no debieras? comenzar ahora con whisky en vez de comenzar más tarde con tequila a todo esto ¿dónde está? bien sabemos dónde está eso sería el principio del fin tampoco con mezcal que sería el fin aunque quizá sería un fin endiabladamente bueno pero el whisky el noble añejo y saludable fuego que escalda la garganta de los ancestros de tu esposa ‘nació’ en 1820 y ‘sigue tan campante’ y luego bien podrías tomarte un poco de cerveza también es buena para la salud y llena de vitaminas porque tu hermano estará aquí y es todo un acontecimiento y, tal vez sea ésta la razón para tener un festejo claro que sí y mientras bebes el whisky y después la cerveza podías sin embargo limitarte ‘poco a poco’ según debes pero cualquiera sabe que es peligroso tratar de hacerlo muy violentamente pero siguiendo la labor positiva de Hugh para regenerarte claro que lo lograrías —nuevamente era su primer familiar y, suspirando, el Cónsul puso el vaso en la bandeja con amenazadora firmeza de la mano.

—¿Qué fue lo que dijiste? —preguntó a Yvonne.

—Dije tres veces —repitió Yvonne riendo— por amor de Dios, toma una bebida decente. No tienes que beber ese brebaje para impresionarme… Me limitaré a sentarme aquí y regocijarme.

—¿Qué? —ella sentada en el parapeto, miraba hacia el valle aparentando interesarse en el paisaje y disfrutarlo. En el jardín reinaba una calma sepulcral. Pero el viento debió cambiar de repente: el Izta se había esfumado, mientras que el Popocatépetl se hallaba casi enteramente oscurecido por columnas horizontales de nubes negras, como si fueran líneas de humo dibujadas transversalmente sobre la montaña por varios trenes que corriesen paralelos—. ¿Quieres repetir eso? —el Cónsul la tomó de la mano.

Se abrazaron —o casi lo pareció— apasionadamente: de alguna parte de los cielos, un cisne, traspasado, cayó pesadamente en tierra. Fuera de la ‘cantina’ El Puerto del Sol, en Independencia, los predestinados ya debían estar amontonándose al calor del sol, esperando a que alzaran las cortinas con estruendo de trompetas…

—No, gracias; seguiré con la vieja medicina —el Cónsul casi se fue de espaldas en su vieja y rota mecedora verde. Sobrio, permaneció sentado ante Yvonne. Era éste el momento que tanto anhelara bajo las camas, durmiendo en los rincones de los bares, a la orilla de bosques sombríos, veredas, bazares, prisiones, el momento en que… —pero el momento, nonato, se desvaneció: y tras él, aproximábase la ursa horribilis de la noche. ¿Qué había hecho? Dormir en alguna parte, de eso no cabía duda. Tak: tok: auxilio: auxilio: la piscina imitaba el tic tac de un reloj. Había dormido, ¿qué más? Hurgando en los bolsillos del pantalón de su traje, su mano, su mano sintió el duro filo de un indicio. La tarjeta que sacó a la luz, decía:

Arturo Díaz Vigil

Médico Cirujano y Partero

Enfermedades de Niños

Indisposiciones Nerviosas

Consultas de 12 a 2 y de 4 a 7

Av. Revolución Número 8

—…¿Has vuelto de veras? ¿O sólo viniste a verme? —preguntábale el Cónsul con dulzura, mientras volvía a guardar la tarjeta.

—Aquí estoy, ¿no es así? —dijo Yvonne con alegría, incluso con una ligera entonación de desafío.

—¡Qué extraño! —comentó el Cónsul, tratando a medias de levantarse para coger la copa que Yvonne, a pesar de él, le había autorizado, y protestó la voz violenta: Geoffrey Firmin grandísimo imbécil, te voy a patear el hocico si lo haces, si te bebes un trago, gritaré ¡oh idiota!—. Pero con eso das prueba de mucho valor. ¿Qué tal si?… ¿sabes?, estoy en un lío terrible.

—Pero creo que te ves espléndida. No tienes idea de lo bien que luces —(absurdamente, el Cónsul había doblado los bíceps y se los palpaba: —¡Fuerte todavía como un caballo, por decirlo así; fuerte como un caballo!)— ¿Cómo me veo? —pareció decirle Yvonne. Desvió un poco el rostro y lo mantuvo de perfil.

—¿No te lo dije? —el Cónsul la observó—. Hermosa… morena —¿había dicho él eso?—. Bronceada como una mora. Te has estado bañando en el mar —añadió—. Parece como si te hubieras asoleado mucho… Claro que también aquí ha habido mucho sol —prosiguió—. Como siempre… Demasiado. A pesar de la lluvia… Sabes, no me gusta.

—En realidad, sí te gusta —replicó Yvonne aparentemente— podríamos salir al sol, ¿sabes?

—Bien…

El Cónsul seguía sentado frente a Yvonne en la mecedora rota de color verde. Tal vez sólo era el alma, pensó emergiendo lentamente de la estricnina para llegar a una especie de indiferencia y discutir con Lucrecio, la que envejecía, mientras que el cuerpo era capaz de renovarse muchas veces, a menos que hubiese adquirido un inalterable hábito de senectud. Y quizá el alma prosperaba a expensas de su propio dolor, así que los sufrimientos que le había infligido al alma de su esposa no sólo le habían aprovechado sino que, merced a ellos, había florecido. ¡Ah, no sólo por los sufrimientos que él le había infligido! ¿Y aquellos de los que era responsable el adúltero espectro llamado Cliff, aquel al que siempre imaginaba sólo como un saco y un pantalón de pijama abierto en el frente? ¿Y el niño, que también extrañamente se llamó Geoffrey y que el mismo espectro le había hecho a Yvonne dos años antes de su primer viaje a Reno, y que ahora tendría seis años, si no hubiera muerto a la edad de tantos meses, hacía tantos años, de meningitis, en 1932, tres años antes de que ellos se conocieran y casaran en Granada, en España? Y de cualquier manera, allí estaba Yvonne, bronceada y juvenil, como si fuera intemporal: a los quince, según ella misma se lo había dicho, era (es decir, aproximadamente en la época en que debió actuar en aquellas películas del oeste que M. Laruelle aseguraba hábilmente no haber visto, pero de una de las cuales afirmaba que había influido en Eisenstein o alguien así) una chica de quien decía la gente: —No es bonita, pero va a ser hermosa—: a los veinte seguían diciendo lo mismo, y a los veintisiete cuando ya se había casado con él seguía siendo verdad, según, claro está, el criterio con que se ven esas cosas: lo mismo seguía siendo verdad para sus treinta años; daba la impresión de alguien que aún va a ser, que acaso está a punto de ser «hermosa»: la misma nariz respingada, las orejas diminutas, los ojos cálidos y oscuros, ahora nublados y de mirada lastimosa, la misma boca ancha de labios carnosos, también cálida y generosa, y la barba ligeramente débil. Era el de Yvonne el mismo rostro brillante y fresco que podía desplomarse, según solía decir Hugh, como un montón de cenizas y volverse gris. Y sin embargo, había cambiado. ¡Ah, sí, en verdad! De manera muy semejante a la de algún capitán degradado que ya no manda en su barco al que ve en la bahía al través de la ventana de un bar. Yvonne ya no era suya… Sin lugar a duda alguien le había dado el visto bueno sobre su elegante ropa de viaje de color azul pizarra: pero no había sido él.

De repente, con un gesto de suave impaciencia, Yvonne se arrancó el sombrero y sacudiendo sus cabellos castaños descoloridos por el sol, levantóse del parapeto. Se instaló en el sofá, cruzando sus piernas inusitadamente bellas y aristocráticamente largas. El sofá emitió un desgarrador arpegio de cuerda de guitarra. El Cónsul encontró sus gafas oscuras y se las puso con aire casi juguetón. Pero con lejana angustia advirtió que ella seguía esperando cobrar valor para entrar en la casa. Consularmente, con voz fingida y profunda, dijo:

—Hugh debe llegar pronto si tomó el primer autobús.

—¿A qué hora sale el primer autobús?

—A las diez y media, a las once —¿qué importaba? De la ciudad llegaba el repicar de las campanas. A menos, claro está, que pareciera del todo imposible, se temía la hora de llegada de alguien, excepto que trajera licor. ¿Y qué tal si no hubiese habido licor en la casa, sino sólo la estricnina? ¿Lo habría soportado? Ya estaría en estos mismos momentos dando traspiés en las calles polvorientas en medio del creciente calor del día, en busca de una botella; o habría mandado a Concepta. En algún diminuto bar, en la esquina de cualquier polvoso callejón, olvidado su cargo, bebería toda la mañana para celebrar el regreso de Yvonne mientras ella durmiese. Tal vez simularía ser un islandés o algún visitante de los Andes o de la Argentina. Mucho más que la llegada de Hugh, era de temerse el desenlace que ya lo asaltaba con el paso de la famosa campana eclesiástica de Goethe en busca del infante que no había ido a la iglesia. Yvonne hizo girar una sola vez el anillo en torno a su dedo. ¿Seguía llevándolo por amor o por uno de dos tipos de conveniencia, o por ambas cosas? Oh, pobre chica, ¿sería por el bien de él o por el bien de los dos? Seguía el tic-tac de la piscina. ¿Podría bañarse en ella un alma y quedar limpia o apagar su sed?

—Son apenas las ocho y media —el Cónsul volvió a quitarse las gafas.

—Tus ojos, amor mío… tienen un brillo tal —prorrumpió con esta afirmación Yvonne: y la campana de la iglesia se acercaba: y, repicando, saltó una barrera y el niño tropezó.

—Un poco de inflamación… Sólo un poco —Die glocke glocke tönt nicht mehr… El Cónsul dibujó una figura en uno de los mosaicos del porche con sus zapatos de etiqueta en los que sentía sus pies sin calcetines (no porque, según lo afirmaba el señor Bustamante, gerente del cine de la localidad, bebiendo se hubiera arruinado hasta el punto de no poder comprar calcetines, sino porque toda su armazón estaba a tal grado neurítica por el alcohol, que encontraba imposible ponérselos), hinchados y doloridos. No lo estarían si no fuese por la estricnina ¡maldito brebaje! y esta horrible sobriedad gélida y total en que lo había sumido. Yvonne había vuelto a sentarse en el parapeto y se reclinaba contra una columna. Se mordió los labios, absorta en la contemplación del jardín.

—¡Geoffrey, este lugar es una ruina!

—Mariana y su granja rodeada por un foso, brillan por su ausencia —el Cónsul daba cuerda al reloj que traía en la muñeca—… Pero fíjate, supón, por ejemplo, que abandonas una ciudad sitiada al enemigo, y luego, de una u otra manera vuelves a ella no mucho después (hay algo que no me gusta en mi analogía, pero no importa, supón que lo haces) luego entonces no puedes esperar que tu alma visite las mismas frescas alamedas, o encuentre las mismas bienvenidas aquí y allá, ¿no lo crees?

—Pero yo no abandoné…

—Y no digamos, aunque esa ciudad aparente seguir su ritmo normal, si bien algo derrotada, lo admito, y sus tranvías corran más o menos puntuales —el Cónsul apretó en la muñeca la correa de su reloj—: ¿Eh?

—…¡Mira ese pájaro rojo en las ramas del árbol, Geoffrey! Nunca había visto un cardenal tan grande.

—No —sin que nadie lo observara, asió la botella de whisky; la destapó, olió su contenido y con gravedad volvió a colocarla en la bandeja, frunciendo los labios—: No podías haberlo visto. Porque no es un cardenal.

—Creo que es un cardenal. Mira su pecho rojo. ¡Es como un trozo de flama! —era evidente para el Cónsul que Yvonne temía tanto como él la escena que se avecinaba, y que ahora sentía como si algo la arrastrase a seguir hablando sobre cualquier cosa, hasta que el momento perfectamente inoportuno llegara, ese mismo momento en que, sin que ella lo viera, la temible campana alcanzaría literalmente con gigantesca lengua protuberante e infernal aliento wesleyano al infante sentenciado—. ¡Allí, sobre el hibisco!

El Cónsul cerró un ojo. —Creo que es un quetzal de cola color de cobre. Y no tiene rojo el pecho. Es un pobre solitario que probablemente vive allá por el Cañón de los Lobos, lejos de todos esos tipos con ideas, de manera que puede meditar sobre el hecho de no ser cardenal.

—¡Estoy segura de que es un cardenal que vive aquí mismo en este jardín!

—Como quieras. Trogon ambiguus ambiguus, es el nombre exacto, según creo ¡el pájaro ambiguo! Dos ambigüedades deben constituir una afirmación y héla, pues, aquí: quetzal de cola cobriza, no cardenal —el Cónsul tendió la mano hacia la bandeja para alcanzar el vaso de estricnina que estaba vacío, pero olvidando a medio camino lo que en él se proponía servir, o acaso por ser una de las botellas lo que al principio deseara, aunque fuera sólo para oler, y no el vaso, dejó caer la mano y se inclinó hacia adelante convirtiendo así el movimiento en una manifestación de interés por los volcanes. Dijo:

—El viejo Popeye no tardará en surgir de nuevo.

—Por ahora parece estar enteramente sumergido en espinaca —tembló la voz de Yvonne.

En el momento de esta vieja broma común, el Cónsul encendió un fósforo para el cigarro que, por alguna razón, no había podido colocar entre sus labios: al cabo de un instante, hallándose ante un fósforo apagado, se lo volvió a meter en el bolsillo.

Durante un rato permanecieron frente a frente como dos mudas fortalezas.

El agua, que seguía goteando en la alberca —¡Dios mío, con qué mortal lentitud!— colmaba el silencio existente entre ambos… Había algo más; el Cónsul imaginó seguir oyendo la música del baile, que debió haber cesado ya, de manera que fue como si a este silencio lo invadiera un rancio golpeteo de tambores. Parián: también eso quería decir tambores. Parián. Era sin duda la ausencia casi palpable de la música lo que no obstante hacía parecer tan extraño que los árboles se mecieran conforme a su ritmo, ilusión que envolvía de horror no sólo al jardín, sino también a las llanuras en lontananza y a toda la escena ante sus ojos: el horror de intolerable irrealidad. Esto no debe ser muy distinto, se dijo, de lo que sufre algún loco en aquellos momentos en que, sentado benignamente en los patios del manicomio, la locura cesa de súbito de ser un refugio y encarna en el cielo que se hace añicos y en todos sus alrededores, en presencia de lo cual, la razón, ya enmudecida, sólo puede bajar la cabeza. ¿Acaso encuentra solaz el loco en tales instantes, cuando sus pensamientos estallan como balas de cañón al través de su cerebro en la exquisita belleza del jardín del manicomio o en las colinas cercanas, más allá de la terrible chimenea? Difícilmente, pensó el Cónsul. En cuanto a esta belleza particular, sabía que estaba tan muerta como su propio matrimonio e igualmente destrozada. El sol resplandecía ahora fulgurante sobre todo aquel mundo que se presentaba ante su mirada, y sus rayos hacían resaltar la silueta de la arboleda empenachada en la cima del Popocatépetl que, semejante a una gigantesca ballena surgiendo de las aguas, se abría paso entre las nubes; pero nada de esto bastaba para levantarle el ánimo. Los rayos del sol no podían compartir el peso de su conciencia, de aflicción sin origen. El sol no le conocía. Allá abajo, a su izquierda, más allá de los plátanos, el jardinero de la casa en que solía pasar los fines de semana el embajador argentino, caminaba tirando tajos y reveses sumido entre las altas hierbas, desbrozando el terreno para una pista de badminton y, sin embargo, algo, a pesar de lo inocente de esta ocupación, contenía una horrible amenaza en contra del Cónsul. Las mismas hojas anchas de los plátanos que, gráciles, se inclinaban, parecíanle amenazadoramente salvajes, como las alas de los pelícanos antes de plegarse. En el jardín los movimientos de otras avecillas rojas, semejantes a botones de rosa animados, le parecieron insoportablemente bruscos y furtivos. Era como si las criaturas estuviesen atadas a sus nervios con alambres sensibles. Cuando sonó el teléfono, su corazón casi dejó de palpitar.

De hecho, el teléfono sonaba claramente y el Cónsul abandonó el porche para ir al comedor, en donde, aterrorizado por el furioso objeto, comenzó a hablar en el audífono y luego, sudando, rápidamente en el micrófono —porque era una llamada de larga distancia—, sin saber lo que decía, y escuchando con claridad la voz en sordina de Tom, y convirtiendo las preguntas en sus propias respuestas, temeroso de que en cualquier momento se vertiera aceite hirviendo en sus tímpanos o en su boca: —Está bien. Adiós… Oh, dime, Tom ¿de dónde provenían esos rumores sobre la plata que aparecieron ayer y fueron desmentidos por Washington? Me pregunto de dónde vinieron… ¿Qué los originó? Sí. De acuerdo. Adiós. Sí, en efecto, terrible. ¿De veras? Lo siento. Pero, después de todo, son ellos los propietarios. ¿O me engaño? Adiós, Lo harán probablemente. Sí, de acuerdo, de acuerdo. ¡Adiós; adiós!… —¡Cristo! ¿Qué querrá para hablarme a estas horas de la mañana? ¿Qué horas son en Estados Unidos? Erikson 43.

¡Cristo!… Colgó la bocina al revés y regresó al porche; Yvonne no estaba allí; al cabo de un instante, la oyó en el baño…

Culpable, el Cónsul ascendía la calle Nicaragua.

Era como si estuviese subiendo con gran esfuerzo por alguna interminable escalera entre dos casas. O quizá por el mismo Popeye. Nunca le pareció que fuera tan largo el trayecto hasta la cúspide de esta colina. La calle de adoquines rotos y sueltos se alejaba al infinito en la distancia, como una vida agonizante. Pensó: 900 pesos = 100 botellas de whisky = 900 ídem de tequila Ergolis: no debía uno beber tequila ni whisky, sino mezcal. También la calle era como un horno caliente y el Cónsul sudaba a chorros. ¡Lejos! ¡Lejos! No iba muy lejos, ni tampoco a la cima de la colina. Un sendero se desviaba a la izquierda antes de llegar a la casa de Jacques, cubierto de follajes, al principio apenas más ancho que una vereda para coche; luego zigzagueaba, y en algún lugar a la derecha en ese sendero, a unos cinco minutos de camino, en una esquina polvorienta, aguardaba, fresca, una cantina sin nombre, tal vez con caballos atados a la entrada y aquel inmenso gato blanco dormido bajo el mostrador, del cual solía decir un patilludo: —El …mm… ¡trabajó toda la noche, míster, y duerme todo el día!— y esta cantina estaría abierta.

Allá iba (la vereda estaba claramente a la vista, con un perro que guardaba la entrada) para tomar en un ambiente tranquilo un par de copas indispensables que en su mente no tenían naturaleza determinada, y estaría de vuelta antes de que Yvonne acabara de bañarse. También era posible, desde luego, que se encontrase con…

Pero, repentinamente, la calle Nicaragua se alzó para encontrarlo.

El Cónsul yacía boca abajo, en la calle desierta.

…Hugh ¿eres tú, mi viejo, quien tiende la mano a su viejo amigo? Muchas gracias. Ya que, por cierto, quizá te toque en estos días tender la mano. Y no es que no me haya encantado ayudarte siempre. Hasta en París me encantó aquella vez que regresaste de Adén con un lío por tu carte d’identité y el pasaporte sin el cual prefieres viajar con frecuencia y cuyo número recuerdo todavía es el 21312. Tal vez me dio tanto más gusto en la medida en que me sirvió para distraerme de los enredos de mis propios problemas y lo que es más, comprobó, para mi gran satisfacción, aunque algunos de mis colegas comenzaban precisamente a dudarlo, que aún no estaba tan divorciado de la vida como para no ser capaz de cumplir con prontitud a tales deberes. ¿Por qué digo esto? ¡En parte es para que veas que también reconozco cuán cerca del desastre nos vimos arrastrados Yvonne y yo antes de encontrarte! ¿Me estás escuchando, Hugh?… ¿queda aclarado? ¿Aclarado que te perdono, así como en cierta forma nunca he podido perdonar del todo a Yvonne, y que puedo seguir queriéndote como a un hermano y que te respeto como hombre? ¿Aclarado que volvería a ayudarte, y no de mala gana? De hecho, desde que nuestro Padre inició solo el ascenso de los Alpes Blancos y nunca regresó (aunque el caso fue que se trataba del Himalaya y, con más frecuencia de lo que quisiera, pienso que estos volcanes me lo recuerdan al igual que este valle me recuerda el Valle del Indo así como aquellos viejos árboles de Taxco con sus turbantes me recuerdan a Srinigar, y como Xochimilco —¿me estás escuchando, Hugh?— de todos los lugares que vi cuando primero llegué aquí me recordó aquellas casas flotantes en el Shalimar, que tú no puedes recordar, y tu madre, mi madrastra, murió, todas aquellas cosas terribles que parecieron ocurrir al mismo tiempo, como si toda la familia política de la catástrofe surgiera de la nada, o quizá de Damchok, para mudarse a nuestra casa con equipaje y trebejos) he tenido muy pocas oportunidades para actuar, por decirlo así, como hermano tuyo. Pero fíjate; tal vez he actuado como padre: aunque entonces eras sólo una criatura mareada en el viejo y errante Cocanada de la «Peninsular y Oriental». Pero después, cuando volvimos a Inglaterra, hubo demasiados tutores y sustitutos en Harrogate, demasiados establecimientos y escuelas, por no mencionar la guerra, en cuya batalla (porque como acertadamente lo dices, aún no ha concluido) sigo luchando con una botella y también tú continúas combatiendo en ella con ideas que, espero, a la larga lleguen a ser menos calamitosas para ti de lo que fueron para nuestro padre las suyas, o ya que en estas andamos, de lo que han sido las mías para mí. Aparte de todo esto —¿sigues ahí, Hugh, tendiendo la mano?— debería hacerte ver en términos no imprecisos, que nunca creí ni por un momento que semejante cosa como la que ocurrió fuera a ocurrir o que siquiera pudiese llegar a ocurrir. El que yo haya perdido la confianza en Yvonne no implicaba por fuerza que ella la hubiese perdido en mí, de quien se tenía un concepto bastante distinto. Y de que yo confiaba en ti, por sabido se calla. Mucho menos pude haber pensado siquiera que tratarías de justificarte moralmente so pretexto de que yo me hallaba sumido en la corrupción: hay también ciertas razones, que serán reveladas sólo el día del juicio, por las cuales no te debiste erigir en juez mío. Y sin embargo temo —¿me estás escuchando, Hugh?— que mucho antes de ese día, lo que hiciste impulsivamente y lo que has tratado de olvidar en la cruel abstracción de la juventud, te hará verte a ti mismo bajo aspectos diferentes y más sombríos. Con tristeza temo por cierto que puedas, precisamente porque eres persona buena y sencilla en el fondo y respetas auténticamente más que la mayor parte de la gente los principios y reglas que pudieron haber evitado aquello, heredar, a medida que envejezcas y que tu conciencia se debilite, un sufrimiento por ello más abominable que cualquiera de los que me hayas infligido. ¿Cómo puedo ayudarte? ¿Cómo detenerlo? ¿Cómo ha de convencer el hombre asesinado a su victimario que no lo asediará? ¡Ah, el pasado se colma con mayor rapidez de lo que sabemos, y Dios no es muy paciente con los remordimientos! Pero ¿sirve de algo cuanto estoy tratando de decirte: que me doy cuenta hasta qué grado fui causa de que todo esto me aconteciera? ¿Sirve, además, admitir que empujar a Yvonne a tus brazos de aquella manera fue una acción débil, casi iba a decir, una broma, que provocó en cambio el inevitable golpe en el cerebro e inundó de serrín el corazón y la boca? Sinceramente, lo espero… Sin embargo, mientras tanto, mi viejo, dando traspiés, mi mente, bajo la influencia de la estricnina de la última media hora, de las diversas bebidas terapéuticas anteriores, de las numerosas bebidas antiterapéuticas tomadas con el doctor Vigil aún antes (debes conocer al doctor Vigil, no digo nada de su amigo Jacques Laruelle con quien por diversas razones he evitado presentarte hasta ahora —por favor recuérdame que recupere mis comedias isabelinas que le presté) del continuo beber durante dos días y una noche aún anteriores, de los setecientos setenta y siete y medio… pero ¿para qué seguir? Mi mente, repito, debe de algún modo, por intoxicada que esté, como Don Quijote cuando elude alguna ciudad por él aborrecida en razón de los excesos que en ella cometiera, tomar un atajo… ¿mencioné al doctor Vigil?…

—Vamos, vamos ¿qué pasa ahí? —la voz inglesa «muy británica» surgió apenas un poco más arriba de su cabeza, de detrás del volante (según podía verlo ahora el Cónsul), de un coche muy bajo que, susurrante, se detuvo a su lado: un M.G. Magna, o algo por el estilo.

—Nada —el Cónsul, de súbito sobrio como un juez, se levantó ágilmente—. No pasa absolutamente nada.

—¡Vamos, no puede ser; estaba usted tirado cuan largo es en el camino! —el rostro británico, vuelto ahora hacia el Cónsul, era rubicundo, jovial, amable, preocupado, por encima de la corbata inglesa a rayas que recordaba una fuente en un gran patio.

El Cónsul sacudía el polvo de sus ropas; en vano buscaba las heridas; rio tenía ni un rasguño. Veía con nitidez la fuente. ¿Podría bañarse en ella un alma y quedar limpia o apagar su sed?

—Aparentemente todo está bien —dijo—, ¡muchas gracias!

—¡Maldita sea!, pero si digo que estaba usted tirado allí en mitad del camino; pude haberle pasado por encima, ¡vamos! ¿Hay algo que anda mal? ¿No? —el inglés apagó el motor—. Dígame, ¿no lo he visto antes en alguna parte?

—…

—…

—Trinity —el Cónsul se percató de que su propia voz se volvía involuntariamente un poco más «británica»—. A menos que…

—Caius.

—Pero si lleva una corbata de Trinity… —reparó el Cónsul en un comedido tono de triunfo.

—¿Trinity?… Sí. De hecho, es de mi primo —el inglés bajó la cabeza para ver la corbata por encima de su barba, y su rostro encantado y jovial se sonrojó un poco más—. Vamos a Guatemala… Éste es un país maravilloso. Lástima de todo este lío del petróleo, ¿verdad? Pésimo… ¿Está seguro, amigo, que no tiene algún hueso roto ni nada?

—No. No hay huesos rotos —dijo el Cónsul. Pero temblaba.

El inglés se inclinó hacia adelante como si de nuevo buscase el interruptor del coche. —¿Seguro que está bien? Estamos hospedados en el Hotel Bella Vista y no nos marcharemos sino hasta esta tarde. Podría llevarle para que echara una siestecita… ¡Hay un bar bastante aceptable, pero toda la noche hacen un escándalo horrible! Supongo que estuvo en el baile, ¿es por eso? Empieza a sentirse mal, ¿verdad? Siempre llevo una botella de algo en el coche para cualquier emergencia… No. No de escocés. Irlandés. Irlandés de Burke. ¿Quiere un traguito? Tal vez prefiera…

—¡Ah!… —el Cónsul daba un trago prolongado—. Un millón de gracias.

—Siga… siga…

—Gracias —el Cónsul le devolvió la botella—. Un millón…

—Bien; felicidades —el inglés volvió a, poner en marcha el motor—. Felicidades, mi viejo. No se ande tirando en las calles. ¡Vamos, hombre, que uno de estos días lo aplastan o lo atropellan o le hacen algo, caramba! ¡Vaya camino detestable! ¡Qué espléndido tiempo! ¿verdad? —agitando la mano, el inglés puso el auto en marcha y ascendió por la pendiente.

—Si algún día se llega a meter en un lío —gritaba el Cónsul con desenfado— soy… espere, aquí está mi tarjeta.

—¡Caracoles!

…Aunque no era la tarjeta del doctor Vigil la que el Cónsul sostenía en su mano, tampoco era por cierto la suya. Cortesía del Gobierno Venezolano. ¿Qué era esto? El gobierno venezolano le agradecería… ¿De dónde pudo salir esto? “El Gobierno Venezolano le agradecería acusar recibo al Ministro de Relaciones Exteriores. Caracas, Venezuela”. Bueno, pues Caracas… bueno, ¿por qué no?

Erguido como Jim Taskerson —pensó, también ya casado, ¡pobre diablo!—, repuesto, el Cónsul se deslizó cuesta abajo por la calle Nicaragua.

En el interior de la casa escuchábase el sonido del agua de la tina que se vaciaba: se aliñó con rapidez de relámpago.

Interceptando a Concepta (aunque no sin antes tener el tacto de añadir a lo que llevaba la sirvienta una dosis de estricnina) que iba con la bandeja del desayuno, el Cónsul, con el aspecto inocente de quien ha cometido un asesinato mientras se hace el muerto en una partida de bridge, entró en la recámara de Yvonne, ordenada y reluciente. Un sarape oaxaqueño de colores llamativos cubría la baja cama en que Yvonne, a medio dormir, yacía con la cabeza apoyada en una mano.

—¡Qué hay!

—¡Qué hay!

Una revista que había estado leyendo cayó al suelo. Inclinándose ligeramente por encima del jugo de naranja y los huevos ‘rancheros’, el Cónsul atravesó con osadía por emociones diversas e importantes.

—¿Estás cómoda ahí?

—Perfectamente, gracias —sonriendo, Yvonne aceptó la bandeja. Se trataba de la revista de aficionados a la astronomía a la que se había suscrito, y desde los forros, las enormes cúpulas de un observatorio, cubiertas de una aureola dorada cuyas siluetas oscuras se destacaban como cascos romanos, miraban burlonas al Cónsul—. “Los mayas —leyó en voz alta— estaban adelantadísimos en astronomía de observación. Pero no sospecharon la existencia del sistema copernicano.” —Tiró la revista sobre la cama y se sentó cómodamente en la silla, con las piernas cruzadas, las yemas de los dedos rozándose con extraña suavidad, el vaso de estricnina en el suelo, a un lado—. ¿Por qué habrían de sospecharlo?… Aunque lo que me encanta son los años «vagos» de los antiguos mayas. ¡Y no hay que olvidar sus «pseudo-años»! Y sus deliciosos nombres para los meses. Pop. Uo. Zip. Tzec. Xul. Yaxhin.

—Mac —Yvonne reía—. ¿No hay uno llamado Mac?

—Hay Yax y Zac. Y Uayeb: ése es el que más me gusta, el mes que sólo dura cinco días.

—¡Acuso recibo de su atenta fecha el primero de Zip!

—¿Pero adónde te lleva todo esto a la larga? —el Cónsul sorbía la estricnina que aún no daba pruebas de su capacidad como chaser del Burke irlandés que quizá se hallaba ahora en el garaje del Bella Vista—. Me refiero al saber. Una de las primeras penitencias que me impuse fue aprender de memoria la sección filosófica de La Guerra y la Paz. Claro que eso fue antes de que pudiera escaparme como un mono de Santiago entre los aparejos de la Cábala. Pero luego, el otro día me di cuenta repentinamente de que lo único que recordaba de todo el libro era que Napoleón tenía contracciones en una pierna.

—¿No vas a comer nada?

—Ya comí.

Yvonne, que desayunaba con apetito, preguntó:

—¿Cómo anda el mercado?

—Tom está un poco harto porque le confiscaron algunas propiedades en Tlaxcala o Puebla. Pensó que se saldría con la suya. Aquéllos no tienen todavía mi número, pero no estoy seguro de mi situación ahora que he renunciado al servicio.

—Así es que…

—A propósito, me debo disculpar por vestir todavía estos trapos que, además, están todos polvorientos; es pésimo. ¡Debí haberme puesto cuando menos un blazer en tu honor! —el Cónsul sonrió para sí al escuchar su acento que, por razones impublicables, se había vuelto casi incontrolablemente «británico».

—Así es que ¿de veras renunciaste?

—¡Oh, absolutamente! He estado pensando en naturalizarme mexicano, en irme a vivir entre los indios, como William Blackstone. Pero para nuestras costumbres de hacer dinero ¿sabes? que son (supongo) misteriosísimas para ti que sólo las contemplas desde afuera… —el Cónsul paseó, tranquilo, la mirada por los cuadros colgados en la pared que eran, en su mayoría, acuarelas pintadas por su madre y representaban escenas de Cachemira: un pequeño cerco de piedra gris rodeando varios abedules y un álamo de mayor altura, tumba de Lalla Rookh, un paisaje agrestemente torrencial, vagamente escocés, el abra, la barranca de Gugganvir; más que nunca, el Shalimar se parecía al Cam: un paisaje lejano del Nanga Parbat contemplado desde el valle del Sind pudo ser pintado aquí en el porche y bien pudiera el Nanga Parbat pasar por el viejo Popo…— contemplas desde afuera —repitió—, resultado de tanta preocupación, especulación, previsión, alimentos por divorcio, usufructos…

—Pero… —Yvonne hizo a un lado la bandeja del desayuno, tomó un cigarrillo de su estuche y lo encendió antes de que el Cónsul pudiera ayudarla.

—¡Ya lo habríamos hecho!

Yvonne permanecía acostada, fumando… el Cónsul acabó por oír apenas lo que decía —tranquila, sensata, valerosamente— porque la conciencia de algo extraordinario surgió en su mente. En un abrir y cerrar de ojos vio, como si se tratara de barcos en el horizonte, bajo un cielo lateral, negro y abstracto, la oportunidad de celebrar un festín desesperado (no importaba que fuese él el único en celebrarlo), que se alejaba mientras que, al mismo tiempo, se acercaba lo que sólo podía ser, lo que era ¡Buen Dios! su salvación…

—¿Ahora? —dijo en voz baja—. Pero no podemos irnos así ahora, teniendo en cuenta lo de Hugh y tú y yo y una cosa u otra, ¿no crees? ¿No te parece que es muy poco factible? —(porque su salvación pudo no parecer tan inminente si no fuera porque el whisky Burke irlandés se decidió de pronto a apretarle, aunque sólo fuera imperceptiblemente, las riendas. Era la euforia de aquel instante, aunque se prolongara, la que se sentía amenazada)—. ¿No crees? —repitió.

—Estoy segura de que Hugh comprendería…

—¡Pero si no se trata de eso!

—Geoffrey, esta casa se ha vuelto en cierto modo maligna…

—…Quiero decir que sería una jugada bastante sucia…

¡Dios!… El Consul adoptó lentamente una expresión destinada a parecer algo burlona y al mismo tiempo confiada, con la que indicaba una terminante sensatez consular. Porque eso era. La campana eclesiástica de Goethe lo miraba directamente a los ojos; por fortuna estaba preparado para hacerle frente. —Recuerdo un tipo al que ayudé en una ocasión en Nueva York —dijo con fingida indiferencia— de algún modo; era un actor sin empleo. «¡Vaya, señor Firmin!», me decía, «que eso no es naturel». Así es como lo pronunciaba exactamente: naturel. «El hombre no fue creado para eso», se quejaba. «Todas las calles son iguales a esta calle Diez u Once; en Filadelfia también»… —el Cónsul sintió que su acento británico lo abandonaba y que lo sustituía el de un cómico de Bleeker Street—. «Pero en Newcastle, Delaware, ¡vamos, que eso sí es otra cosa! Viejos caminos adoquinados… Y Charleston: las cosas del antiguo Sur… Pero ¡oh, Dios mío! esta ciudad… ¡el ruido! ¡el caos! ¡Si sólo pudiera largarme! ¡Si tan sólo supiera a dónde ir!» —concluyó el Cónsul apasionada, angustiosamente; con voz trémula (aunque, en realidad, jamás conoció a tal personaje y Tom le había relatado toda la historia) y agitándose violentamente con la emoción del primer actor.

—¿Para qué escapar —concluyó con entera serenidad— de nosotros mismos?

Paciente, Yvonne volvió a recostarse. Pero ahora se estiraba para apagar su cigarrillo en el plato de un cenicero de pie, alto y gris, con forma semejante a la representación abstracta de un cisne. El cuello del cisne se había despegado un poco, pero al tocarlo, se inclinó grácil y trémulo mientras Yvonne respondía:

—Está bien, Geoffrey ¿qué te parece si lo olvidamos hasta que te sientas mejor? podremos resolverlo en uno o dos días, cuando estés sobrio.

—Pero ¡Dios mío!

El Cónsul siguió sentado, perfectamente rígido y mirando al suelo mientras llegaba hasta su alma la enormidad del insulto. ¡Como si, como si, como si ahora no estuviese sobrio! Sin embargo, en la acusación había una esquiva sutileza que aún no captaba. Porque no estaba sobrio. No, no lo estaba; no en este preciso momento; no lo estaba. Pero ¿qué tenía que ver eso con lo de hacía un minuto o con lo de hacía una hora, para suponer ya fuese que no estaba sobrio ahora, o (lo cual era peor) que en uno o dos días iba a estar sobrio? Y aunque no estuviera sobrio ahora, ¿por qué artes fabulosas, sólo comparables por cierto con los caminos y esferas de la sagrada Cábala, habría podido volver a encontrarse en ese estado al que antes había llegado sólo una vez, y muy brevemente, esa misma mañana, ese estado en el que sólo él podía, según ella, «enfrentarse a la situación», ese estado fugaz y precioso —tan difícil de mantener— de ebriedad en que sólo él estaba sobrio? ¿Qué derecho tenía Yvonne, cuando por ella había sufrido las torturas de los condenados y de la locura durante veinticinco minutos sin tomarse una copa potable, a insinuar siquiera que estaba, según ella, sólo sobrio? ¡Ah, una mujer no podía conocer los peligros, las complicaciones, sí, la importancia de la vida de un borracho! ¿Desde qué concebible punto de vista de la rectitud imaginaba ella poder juzgar lo que era anterior a su llegada? Y no sabía en absoluto, nada de lo que sufriera recientemente, de su caída en la calle Nicaragua, de su aplomo, de su presencia de ánimo, hasta de su intrepidez misma… ¡del whisky irlandés Burke! ¡Vaya mundo! Y lo malo era que había estropeado el momento. Porque ahora el Cónsul se sentía capaz de decir (al recordar que Yvonne dijo: —tal vez tome una después del desayuno —con todo lo que eso entrañaba) en un minuto, si no hubiera sido por el comentario de Yvonne y, ¡sí! a pesar de cualquier forma de salvación: —Sí, tienes razón en todos los sentidos: ¡vámonos! —pero ¿quién iba a estar de acuerdo con alguien tan seguro de que iba uno a estar sobrio pasado mañana? Tampoco era, aunque fuese en el plano más superficial, que se conociera bien el hecho de que nadie podía darse cuenta cuándo estaba borracho. Igual que los Taskerson: ¡Dios los bendiga! No era él el tipo de persona a quien se veía haciendo eses en la calle. Es verdad, podía hasta acostarse en la calle, si llegara a ser menester, como todo un caballero; pero no hacer eses. ¡Ah, vaya mundo que pisoteaba la verdad como pisoteaba a los borrachos! ¡Mundo lleno de gente sedienta de sangre, ni más ni menos! ¿Sedienta de sangre? ¿Le oí decir sedienta de sangre, comandante Firmin?

—Pero, ¡Dios mío!, Yvonne, ya debes saber a estas alturas que no puedo emborracharme por mucho que beba —dijo casi trágicamente tomando de pronto un trago de estricnina—. Pero ¿acaso piensas que me gusta embriagarme con esta repugnante nux vomica o belladona o llámese como sea lo que me da Hugh? —el Cónsul se levantó con su copa vacía y comenzó a dar vueltas por el cuarto. Tenía conciencia no tanto de haber incurrido, por omisión, en algo fatal (no era como si, por ejemplo, hubiese desperdiciado su vida entera) cuanto de algo simplemente idiota y, por decirlo así, triste al mismo tiempo. No obstante, parecía imponerse una reparación. Pensó o dijo:

—Bueno, tal vez mañana sólo beba cerveza. No hay nada como la cerveza para reponerse, y un poco más de estricnina, y luego, al día siguiente, sólo cerveza… estoy seguro de que nadie se opondrá a que beba cerveza. La mexicana es particularmente rica en vitaminas, según creo… Porque puedo prever que será todo un acontecimiento esta reunión de todos nosotros, y luego, quizá cuando mis nervios vuelvan a normalizarse, dejaré de bebería enteramente. Y después, ¿quién sabe? —se detuvo junto a la puerta—, ¡quizá pueda volver a trabajar y así termine mi libro!

Pero la puerta seguía siendo una puerta y estaba cerrada: ahora estaba entornada y veía, al través, la botella de whisky abandonada en el porche, ligeramente más pequeña y más vacía de esperanza que el irlandés Burke. Yvonne no se había opuesto a que bebiera un sorbito: fue injusto con ella. ¿Pero había razón alguna para serlo también con la botella? ¡No había en el mundo cosa más horrible que una botella vacía! Salvo un vaso vacío. Pero podía esperar: sí, a veces sabía cuándo dejarlo. Regresó lentamente a la cama pensando o diciendo:

—Sí: puedo ver las críticas. ¡Últimos informes sensacionales que sobre la Atlántida aporta el señor Firmin! ¡Lo más extraordinario en su género desde Donnelly! Interrumpidos por su muerte prematura… Maravilloso. ¡Y los capítulos sobre los alquimistas! Con los cuales queda reducido a añicos el Obispo de Tasmania. Sólo que no lo expresarán así exactamente. Está bastante bien, ¿eh? Quizá pueda hasta ponerme a trabajar en algo sobre Coxcox y Noé. Además, tengo un editor que se interesa: en Chicago… se interesa, pero no se preocupa, si me entiendes; porque en realidad es un error imaginar que semejante libro pueda llegar a ser popular. Pero es sorprendente, si te pones a pensar al respecto, ¡cómo parece florecer el espíritu humano a la sombra del matadero! ¡Cómo —para referirme a toda la poesía— no muy lejos, bajo los corrales de ganado, por escapar del todo a la peste de los figones del mañana, puede vivir la gente en sótanos la existencia de los antiguos alquimistas de Praga! Sí: vivir entre los bienes y parafernales del mismo Fausto, entre litarge y ágata y jacinto y perlas. Una vida amorfa, plástica y cristalina. ¿A qué me refiero? ¿A la Copula Maritalis? ¿O a pasar del alcohol al alkahest? ¿Puedes decírmelo?… O tal vez podría conseguirme otro empleo, asegurándome primero, claro está, de haber puesto un anuncio en ‘El Universal’: «¡acompañaré cadáver a cualquier punto del Oriente!»

Sentada, Yvonne ojeaba su revista, envuelta en el camisón ligeramente ladeado que permitía ver el sitio en que su cálido color broncíneo se desvanecía en la blanca piel de sus pechos; sus brazos sobresalían de las sábanas y una mano, vuelta hacia abajo, indiferente, pendía de la muñeca sobre la orilla de la cama: al acercarse el Cónsul, Yvonne volvió hacia arriba la palma de esta mano con involuntario movimiento, acaso de irritación, pero que fue como inconsciente ademán de súplica: era más: parecía resumir de pronto toda la antigua súplica, toda la extraña pantomima secreta de incomunicable ternura y lealtades y eternas esperanzas de su matrimonio. El Cónsul sintió que sus conductos lacrimales se avivaban. Pero también experimentaba una repentina sensación de extraño desasosiego, una sensación casi indecente de que él, un extraño, estuviera en el cuarto de Yvonne. ¡Este cuarto! Fue a la puerta y miró hacia afuera. Allí seguía la botella de whisky.

Pero no hizo movimiento alguno hacia ella; no hizo ningún movimiento, excepto ponerse las gafas oscuras. Por vez primera sintió nuevos dolores aquí y allí, consecuencia del golpe que se diera en la calle Nicaragua. Vagas imágenes de tragedia y aflicción aletearon en su mente. En algún lugar revoloteaba una mariposa rumbo al mar: perdida. El pato de La Fontaine se había enamorado de la gallina blanca, pero cuando juntos escaparon del temible gallinero al través del bosque hasta llegar al lago, el pato fue el que nadó: la gallina, al seguirlo, se ahogó. En noviembre de 1895, con ropa de presidiario, de las dos de la tarde hasta las dos y media, esposado, por todos conocido, Oscar Wilde permaneció de pie en el centro de la plataforma en Clapham Junction…

Al volver el Cónsul a la cama y sentarse en ella, los brazos de Yvonne se hallaban bajo las sábanas, en tanto que su rostro estaba vuelto hacia la pared. Al cabo de un rato dijo emocionado, con voz de nuevo enronquecida: —¿Te acuerdas cómo la noche anterior a tu partida concertamos una cita para cenar en México, como si hubiéramos sido una pareja de desconocidos?

Yvonne seguía mirando a la pared:

—No acudiste a ella.

—Fue porque a última hora no pude recordar el nombre del restaurante. Sólo sabía que quedaba por la Vía Dolorosa. Lo descubrimos la última vez que visitamos la ciudad. Entré a todos los restaurantes de la Vía Dolorosa buscándote, y al no encontrarte, me tomé una copa en cada uno de ellos.

—¡Pobre Geoffrey!

—De cada restaurante debo haber telefoneado al Hotel Canadá. De la cantina de cada restaurante. ¡Sólo Dios sabe cuántas veces! porque pensé que habrías regresado allí. Y cada vez me contestaban lo mismo: que habías salido para encontrarte conmigo, pero que no sabían adonde. Y por último se molestaron mucho. No me explico por qué nos hospedamos en el Canadá en vez de ir al Regis:… ¿recuerdas cómo por mi barba, siempre nos confundían allí con el luchador?… De cualquier modo, anduve vagando de la ceca a la meca, luchando, y creyendo todo el tiempo que si sólo pudiera encontrarte lograría impedir que te marchases al día siguiente.

—Sí.

¡Si sólo pudieras encontrarla! ¡Ah, cuánto frío hacia aquella noche, y qué intenso era! ¡con un viento que aullaba y bocanadas de las banquetas en donde los chiquillos harapientos se preparaban temprano para dormir envueltos en sus míseros periódicos! Y sin embargo, nadie más desheredado que tú, mientras más tarde se hacía y arreciaba el frío y aumentaba la oscuridad y a pesar de ello, ¡todavía no la encontrabas! Y una voz lastimera, gimiendo con el viento, parecía seguirte por la calle a la que llamaba por su nombre: ¡Vía Dolorosa, Vía Dolorosa! Y luego, no sé cómo, temprano, al otro día, inmediatamente después de que salió para Canadá —tú mismo trajiste una de sus maletas, aunque no fuiste a despedirla te hallaste sentado en el bar del hotel bebiendo mezcal con aquel hielo que te refrescaba el estómago y te tragabas las semillas de limón, cuando de repente un hombre con aspecto de verdugo entró de la calle arrastrando a la cocina dos cervatillos que aullaban de terror. Y luego los oíste gritar, quizá cuando los destazaban. Y pensaste… mejor no te acuerdes de lo que pensaste Después de Oaxaca, cuando volviste aquí a Quauhnáhuac, en medio de la angustia de aquel regreso (bajando por las curvas de Tres Marías en el Plymouth, viendo allá abajo en la lejanía la ciudad entre la bruma, y luego la ciudad misma, las mojoneras — tu alma pasó arrastrándose junto a ellas como si pendiera de la cola de algún caballo desbocado) cuando volviste aquí…

—Los gatos habían muerto —dijo el Cónsul— cuando regresé. Pedro insiste en que fue tifoidea. O, mejor dicho, el pobre de Edipo murió, según parece, el mismo día que te fuiste; ya lo había tirado a la barranca, mientras que el pequeño Pathos estaba echado en el jardín bajo los plátanos cuando llegué, y parecía más enfermo aún que cuando lo recogimos en la calle; agonizaba, aunque nadie imaginara por qué motivo: María dijo que se le rompió el corazón…

—¡Vaya conversaciones alegres! —respondió Yvonne con voz severa y extraviada, vuelto aún el rostro hacia la pared.

El Cónsul escuchó su propia voz que preguntaba: —¿Te acuerdas de tu canción? No voy a cantarla: el gatito no ha trabajado el gatote no ha trabajado, nadie ha trabaja-a-do —y lágrimas de congoja le empañaron la vista; rápidamente se quitó sus gafas oscuras y hundió el rostro en el hombro de Yvonne. —No, pero Hugh… —comenzó a decir Yvonne. —¡Olvídate de Hugh! —pero él no había querido despertar esto ni empujarla sobre los cojines; sintió que el cuerpo de Yvonne se ponía rígido, se endurecía y se enfriaba. Y sin embargo, su consentimiento no parecía provenir sólo del cansancio, sino de una solución encaminada a un instante compartido, hermoso como clamor de trompetas resonando en un cielo purísimo…

Pero ahora también podía sentir, al intentar el preludio, las nostálgicas frases preparatorias que repercutían en los sentidos de su esposa, la imagen de su posesión, como aquella puerta cubierta de joyas que el desesperado neófito, rumbo a Yesod, proyecta por milésima vez en los cielos para que por ella pase su cuerpo astral, la cual se desvanece para dejar en su lugar lenta e inexorablemente la de una cantina cuando, en el silencio sepulcral y en la paz, se abre por vez primera en la mañana. Estarían abriendo una de ésas ahora mismo, a las nueve de la mañana: y tenía la extraña sensación de su propia presencia allí, con las trágicas palabras iracundas, las mismas que pronto pronunciaría y que lo acechaban. También esta imagen se desvaneció: estaba donde estaba, sudando ahora, mirando —sin dejar de tocar con un dedo el preludio, la pequeña obertura de la inclasificable composición que inmediatamente podría seguir— por la ventana hacia la calzada, temeroso de que por ella apareciera Hugh, a quien luego imaginó ver en realidad en el extremo más distante, entrando por la brecha, y luego oír nítidamente su paso en la grava… Nadie. Pero ahora, ahora quería irse, deseaba marcharse ardientemente, temeroso de que la paz de la cantina se mutara en su primera preocupación febril de la mañana: el refugiado político que, discreto, sorbía en el rincón su orange crush, el contador que llegaba, con sus cuentas tétricamente vigiladas, el bloque de hielo que un bandolero arrastraba al interior con su escorpión de acero, el único cantinero que rebana limones, el otro, que con ojos soñolientos, clasifica las botellas de cerveza. ¡Y ahora, ahora quería marcharse, sabiendo que ese lugar se estaba llenando de gente que en ninguna otra hora formaba parte de la comunidad de la cantina, gente que eructaba, que estallaba, que fastidiaba con sus reatas echadas al hombro, consciente también de los desperdicios de la noche anterior, cajas de fósforos vacías, cascaras de limón, cigarros aplastados como ‘tortillas’ y cajetillas vacías que nadaban en medio de inmundicias y escupitajos. Y ahora que el reloj sobre el espejo indicaba las nueve pasadas, ahora que los voceadores de ‘La Prensa’ y ‘El Universal’ entraban pateando o se encontraban parados en la esquina en este preciso momento, ante el mingitorio asqueroso y repleto de limpiabotas que llevaban sus cajones en la mano o los habían dejado equilibrados entre el mostrador y la barra de metal, ahora quería marcharse! ¡Ah!, sólo él sabía lo hermoso que era todo esto, los rayos de sol, rayos de sol, rayos de sol que inundaban el bar de El Puerto del Sol, que bañaban el berro y las naranjas o caían en una sola línea dorada, como si estuvieran en acto de concebir a un Dios, que caían como una lanza sobre algún bloque de hielo…

—Lo siento, temo no poder —el Cónsul cerró tras sí la puerta y sobre su cabeza llovió un fino polvo de yeso. De la pared cayó un don Quijote. Recogió del suelo al lastimoso caballero de paja…

Y luego, la botella de whisky: ferozmente bebió de ella.

Sin embargo, no había olvidado su vaso, y en su interior estaba vertiéndose caóticamente una abundante dosis de su mezcla de estricnina, en parte por error, porque había deseado servir whisky. —La estricnina es afrodisíaco. Tal vez surta efectos inmediatos. Quizá no sea aún demasiado tarde —al hundirse en la mecedora verde de carrizo sintió que casi la atravesaba.

Apenas pudo alcanzar su vaso en la parte izquierda de la bandeja, y lo sostuvo entre ambas manos, sopesándolo aunque —porque de nuevo temblaba, no discreta sino violentamente, como un enfermo del Mal de Parkinson o de parálisis— fue incapaz de llevarlo hasta sus labios. Luego, sin beber de él, lo puso en el parapeto. Al cabo de un momento, con el cuerpo sacudido por un violento temblor, se levantó deliberadamente y sirvió de algún modo en el otro vaso limpio, que Concepta no había retirado, cerca de media cuarta de whisky. «Nació en 1820 y sigue tan campante». Sigue. Nació en 1896 y sigue tan campante. Te adoro, murmuró apretando la botella con ambas manos mientras la colocaba sobre la bandeja. Luego acercó el vaso lleno de whisky a la silla, y pensativo, se sentó con él entre ambas manos. Después, sin haber bebido tampoco de este vaso, lo colocó en el parapeto junto a la estricnina. Quedóse contemplando ambos vasos. A su espalda, en el cuarto, oyó la voz de Yvonne.

—…¿Ya te olvidaste de las cartas Geoffrey Firmin? las cartas que ella te escribió hasta que su corazón se quebró ¿por qué te quedas sentado allí temblando? ¿por qué no vuelves a ella? ahora comprenderá después de todo no siempre has sido así quizá cuando se aproximaba el fin pero podrías reírte de todo esto podrías reírte de ello ¿por qué crees que está llorando? no es sólo por eso ya le has hecho esto antes mi amigo las cartas no sólo nunca las contestaste no contestaste (¿contestaste? no contestaste ¿contestaste? luego entonces ¿dónde está tu respuesta? aunque nunca las leíste en realidad ¿dónde están ahora? están perdidas Geoffrey Firmin perdidas o abandonadas en alguna parte aunque no sabemos dónde.

El Cónsul tendió la mano y distraídamente bebió un sorbo de whisky; podía ser la voz de cualquiera de sus familiares o…

Hola, buenos días.

En el momento en que el Cónsul lo vio supo que era una alucinación y permaneció sentado, bastante tranquilo ahora, esperando a que se desvaneciera el objeto con forma de cadáver que parecía flotar boca abajo en su piscina, con un sombrero enorme cubriéndole el rostro. Así que «el otro» había vuelto. Y ahora había desaparecido, pensó: no, no del todo, porque aún había algo allí que en cierto modo estaba relacionado con aquello, o aquí, junto al codo, o a su espalda, ahora frente a él; no, eso también, fuera lo que fuese, desaparecía: tal vez sólo haya sido el quetzal de cola color de cobre que se agitaba en los arbustos, su «ave ambigüa» que ahora, rauda, emprendía el vuelo con crujientes alas, como una paloma vuela rumbo a su hogar solitario en el Cañón de los Lobos, lejos de la gente con ideas.

—Maldita sea, me siento bastante bien —pensó de súbito, mientras terminaba su media cuarta. Alargó el brazo para alcanzar la botella de whisky; no pudo llegar a ella, se levantó nuevamente y volvió a servirse otro dedo—. Mi mano ya es mucho más firme —terminó este whisky y asiendo el vaso y la botella de Johnnie Walker, que estaba más llena de lo que había imaginado, atravesó el porche hasta el extremo más lejano y los colocó en un aparador. Había en él dos pelotas de golf—. Anda, juega conmigo, te aseguro que logro llegar al césped del octavo en tres tiros. Estoy más de aquel lado que de éste —dijo—. ¿De qué diablos estoy hablando? Hasta yo sé que estoy alardeando.

—Me voy a quitar la borrachera —regresó y volvió a servirse un poco más de estricnina en el otro vaso; lo llenó; luego, de la bandeja pasó Ja botella de estricnina a algún lugar más prominente del parapeto—. Después de todo, he estado fuera toda la noche: ¿qué podía esperarse?

—Estoy demasiado sobrio. He perdido a mis familiares, a mis ángeles custodios. Me estoy componiendo —añadió, sentándose de nuevo con su vaso frente a la botella de estricnina—. En cierto modo, lo que ha ocurrido es muestra de mi fidelidad, de mi lealtad; cualquier otro se habría pasado este año de manera muy diferente. Al menos, no tengo enfermedad alguna —clamaba en el fondo de su corazón con un grito que, sin embargo, parecía terminar en una nota de duda—. Y quizá sea un gran acierto haber bebido un poco de whisky, puesto que también el alcohol es afrodisíaco. Tampoco debemos olvidar que el alcohol es un alimento. ¿Cómo puede alguien esperar que un hombre cumpla con sus deberes maritales si no se alimenta? ¿Maritales? De cualquier manera, estoy progresando, lenta pero firmemente. En vez de salir corriendo en seguida al Bella Vista a emborracharme como lo hice la última vez en que ocurrió todo esto cuando tuvimos aquella riña desastrosa por Jacques y cuando hice añicos el foco, me he quedado aquí. Cierto, antes tenía el coche y era más fácil. Pero heme aquí y no voy a escapar. Y lo que es más, pienso divertirme infinitamente más quedándome aquí —el Cónsul tomó unos sorbos de estricnina y luego colocó su vaso en el suelo.

—La voluntad del hombre es inconquistable. Ni Dios puede conquistarla.

Se reclinó en la silla. En el horizonte, el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl, aquella imagen del matrimonio perfecto, se alzaban ahora, claros y hermosos, bajo un cielo matutino de pureza casi íntegra. Lejos, por encima de su cabeza, algunas nubes blancas perseguían ágiles, a una luna pálida y jorobada. Bebe toda la mañana, le decían, bebe todo el día. ¡Esto es vivir!

También, a enorme altura, advirtió que algunos zopilotes, más gráciles que las águilas, aguardaban flotando en lo alto como los papeles quemados que escapan de una hoguera y a los que de pronto se ve volar, meciéndose, hacia arriba.

La sombra de inmenso hastío lo invadió… El Cónsul se sumió con estrépito en el sueño.