VII

Al lado del ebrio mundo que, girando desaforado, precipitábase a la 1.20 p. m. hacia la Mariposa de Hércules, lo de la casa parecía ser una mala idea, pensó el Cónsul.

Eras dos torres los ‘zacualis’ de Jacques, una en cada extremo, unidas por una pasarela en la azotea que era el gablete de cristales del estudio situado abajo. Estas torres daban la impresión de estar camufladas, casi como el Samaritan, de hecho las habían fustigado, cebrado de azul, gris, púrpura y bermellón. Pero tiempo e intemperie habíanse combinado para que el efecto, al contemplarlo de cerca, fuese de un apagado malva monótono. Sus ápices a los que se llegaba desde la pasarela por dos escalas gemelas de madera y desde el interior por dos escaleras de caracol, formaban sendos miradores almenados de endeble aspecto, cada uno de los cuales, apenas mayor que una garita, era minúscula variante sin techo de los puestos de observación que en Quauhnáhuac dominaban el valle por doquiera.

En los almenajes del mirador que se alzaba a la izquierda del Cónsul y Hugh cuando se hallaron ante la casa, con la calle Nicaragua que se extendía cuesta abajo a su derecha, se les aparecieron dos ángeles de aspecto atrabiliario. Los ángeles, tallados en cantera rosa, permanecían arrodillados de perfil uno frente a otro, y sus siluetas se destacaban contra el fondo del cielo entre las almenas intermedias mientras que atrás, en los merlones correspondientes de la parte posterior, en actitud solemne estaban sentados dos objetos sin nombre como balas de cañón de mazapán que a todas luces habían sido construidos con el mismo material.

El otro ‘mirador’ carecía de ornamentación, salvo la que formaban sus almenas, y el Cónsul había pensado con frecuencia que este contraste —como el que sin duda existía entre ángeles y balas de cañón— correspondía en cierto modo confuso a la personalidad de Jacques. Tal vez fuese también significativo el hecho de que éste usara su recámara para trabajar mientras el estudio, situado en el piso principal, había llegado a convertirse en comedor donde la cocinera y sus parientes solían acampar a menudo.

De más cerca, podía verse que en la torre de la izquierda, ligeramente mayor, bajo las ventanas de aquella recámara —como matacanes degenerados, habían sido construidas en sentido oblicuo, cual mitades separadas de un mismo cabrio— habían insertado levemente en la pared, para producir un efecto de bajorrelieve, un panel de piedra bruta cubierto con enormes letras pintadas de oro. Estas letras doradas, aunque muy gruesas, se mezclaban de manera en extremo confusa. El Cónsul había advertido que algunos de los visitantes de la ciudad se quedaban contemplándolas por espacio de media hora. A veces, M. Laruelle salía a explicarles que en realidad querían decir algo; que formaban aquella frase de Fray Luis de León de la que el Cónsul no quería acordarse ahora. Ni tampoco se preguntó por qué se había acostumbrado más a esta extraordinaria construcción que a su propia casa, ahora que, precediendo a M. Laruelle (el cual, bromeando, le punzaba por detrás) seguía a Hugh y a Yvonne hacia el interior, al estudio, por una vez vacío, al que subían por la escalera de caracol de la torre izquierda.

—¿No hemos hecho trampa con los tragos? —preguntó, y su ánimo de total despego expiraba ahora al recordar que sólo hacía unas cuantas semanas había jurado no volver a entrar nunca a este sitio.

—¿No piensas nunca en otra cosa? —pareció oír que decía la voz de Jacques.

El Cónsul no respondió y concretóse a entrar en el cuarto familiar, en donde reinaba el acostumbrado desorden, de ventanas inclinadas —matacanes degenerados vistos ahora desde el interior— y, siguiendo a Jacques, lo atravesó en sentido oblicuo hasta salir a un balcón que daba a la parte posterior, en donde surgió ante un paisaje de valles y volcanes bañados de sol y sombras de nubes que se arrastraban por la planicie.

Sin embargo, M. Laruelle bajaba ya con pie nervioso las escaleras. —¡Para mí no! —protestaron los demás. ¡Idiotas! El Cónsul dio dos o tres pasos para seguirlo, movimiento que pareció carecer de sentido, a pesar de constituir casi una amenaza: con expresión vaga levantó la vista para mirar por la escalera de caracol que continuaba desde el cuarto hasta el ‘mirador’ situado en el piso superior, y se reunió con Hugh e Yvonne en el balcón.

—Suban a la azotea, o quédense en el porche; hagan lo que quieran, pero siéntanse en su casa —dijo una voz desde abajo—. Hay unos gemelos en la mesa… este… Hugues… No me tardo nada.

—¿Les importa que suba a la azotea? —preguntó Hugh.

—¡No te olvides de los gemelos!

Yvonne y el Cónsul permanecieron solos en el balcón volado. Desde donde estaban, la casa parecía enclavada en mitad de un risco que se elevaba en escarpa desde el valle a sus pies. Al volverse veían la ciudad como si estuviera construida sobre la cima de este risco, suspendida sobre sus cabezas. Mudas, por encima de las azoteas, las barras de los volantines de la feria se agitaban en el aire como gestos de dolor. Pero los gritos y la música de la feria llegaban hasta ellos en estos momentos con toda claridad. A lo lejos distinguió el Cónsul una parcela verde: el campo de golf, con diminutas figuras que se arrastraban en torno al risco… Escorpiones golfistas. Recordó el Cónsul la tarjeta que llevaba en el bolsillo y pareció hacer un movimiento hacia Yvonne, deseoso de contarle todo, de decirle algo tierno al respecto, de volverla hacia él, de besarla. Luego se percató de que, sin otra copa, la vergüenza por lo ocurrido esa mañana le impediría mirarla cara a cara. —¿En qué piensas, Yvonne? —dijo— con tu mentalidad astronómica… —¿era posible que fuese él quien le hablaba así, en una ocasión semejante? ¡Por cierto que no; era sólo un sueño! Apuntaba a la ciudad—. Con tu mentalidad astronómica —repitió, aunque no, no lo había dicho—. ¿Acaso todo ese girar y precipitarse no te recuerda los viajes de invisibles planetas, de lunas desconocidas precipitadas hacia atrás? —pero no dijo nada.

—Por favor, Geoffrey… —Yvonne puso su mano en el brazo del Cónsul—. Créeme, por favor, por favor, que no quería, no quería verme arrastrada hasta aquí. Finjamos alguna excusa y vámonos tan pronto como sea posible… No me importa cuántas copas bebas después —añadió.

—No creo haber dicho nada sobre copas para ahora o después. Eres tú quien me ha metido la idea en la cabeza. O Jacques, a quien oigo ahora rompiendo (o acaso debiera decir, triturando) hielo allá abajo.

—¿No te queda nada de ternura ni de amor por mí? —preguntó Yvonne de repente, casi con voz lastimosa, volviéndose hacia él, y pensó el Cónsul: Sí, te amo, me queda todo el amor del mundo por ti, sólo que ese amor parece tan alejado de mí, y también tan extraño, porque es como si casi pudiera oírlo, como un zumbido o un llanto, pero distante, muy distante, y como un triste murmullo perdido que puede ser que se acerque o se aleje, no sabría decirlo—. ¿No puedes pensar en otra cosa sino en las copas que vas a beber?

—Sí —dijo el Cónsul (aunque, ¿no era Jacques quien acababa de preguntarle eso mismo?)—, sí, sí puedo… ¡oh, Dios mío, Yvonne!

—Geoffrey, por favor…

Y, no obstante, no podía mirarla a la cara. Los barrotes de los volantines, vistos de soslayo, parecíanle ahora como si estuvieran martillando sobre él. —Óyeme —dijo—, ¿me estás pidiendo que haga lo necesario para largarnos de todo esto, o vas a comenzar a echarme un sermón sobre la bebida?

—No voy a sermonearte, de veras. Nunca más volveré a sermonearte. Haré lo que me pidas.

—Entonces… —comenzó a decir con enfado.

Pero una mirada de ternura animó el rostro de Yvonne y el Cónsul volvió a recordar la tarjeta postal que llevaba en el bolsillo. Debía ser un buen augurio. Podía ser el talismán para la inmediata salvación de ambos. Tal vez hubiera podido ser un buen presagio si sólo hubiese llegado ayer o si se hubiese recibido en la casa esta mañana. Por desgracia no podía pensarse en ella como si hubiese llegado en cualquier otro momento. ¿Y cómo habría de saber, sin tomarse otra copa, si era o no un buen augurio?

—Pero he vuelto —parecía decir Yvonne—. ¿No puedes verlo? Aquí estamos nuevamente juntos, somos nosotros. ¿No puedes ver eso? —sus labios temblaron y casi lloraba.

Luego se halló cerca de él, en sus brazos, pero él miraba por encima de su cabeza.

—Sí, puedo verlo —contestó; sólo que no podía ver, sino únicamente oír el zumbido, el llanto, y sentir, sentir la irrealidad—. Te amo. Sólo que… (En lo profundo de mi ser nunca podré perdonarte lo bastante: ¿era eso lo que pensaba decir?)

…Y a pesar de ello, volvía a pensarlo una y otra vez, como si fuera la primera, cuánto había sufrido, sufrido, sufrido, sin ella; ciertamente que nunca en su vida —salvo cuando murió su madre— había conocido semejante desolación y tan desesperado sentimiento de abandono, de despojo, como durante este último año sin Yvonne. Pero nunca con su madre pudo sentir esta emoción de ahora: este urgente deseo de herir, de provocar en un momento en que sólo el perdón podía salvar el día; más bien ese deseo comenzó con su madrastra, y llegó a tales extremos que ella tenía que gritar:… —¡No puedo comer, Geoffrey, la comida no me pasa por la garganta! —era duro perdonar, duro, duro, perdonar. Aún más duro, por no decir cuán duro era, te odio. Ahora mismo, de preferencia a cualquier otro momento. Aunque aquí estaba el momento de Dios, la oportunidad para estar de acuerdo, para producir la tarjeta, para cambiarlo todo; o quedaba aún sólo un momento… Demasiado tarde. El Cónsul había dominado su lengua. Pero sintió que su mente se dividía y se alzaba, como las dos mitades equilibradas de un puente levadizo que se uniesen para permitir el paso de estos ruidosos pensamientos. —Sólo mi corazón… —dijo.

—¿Tu corazón, querido? —preguntó Yvonne ansiosa.

—Nada…

—¡Oh, pobrecito mío!, debes estar tan cansado.

—‘Momentito’ —dijo, soltándose de ella.

Regresó al cuarto de Jacques, y dejó a Yvonne en el porche; la voz de Laruelle llegaba flotando desde abajo. ¿Sería acaso aquí donde lo habían traicionado? Tal vez este mismo cuarto se había llenado del jadeo amoroso de Yvonne. Por todo el piso esparcíanse libros (entre los cuales no veía su ejemplar de dramas isabelinos) y, junto al sofá del estudio que estaba más cerca de la pared, amontonábanse, hasta el techo, como si fuera obra de algún poltergeist[10] que se hubiese arrepentido a medias. ¿Y si Jacques, al aproximarse a ejecutar sus intenciones con el paso violador de un Tarquino, hubiera perturbado este alud en potencia? Aterradores dibujos al carbón, de Orozco, de horripilancia sin par, amenazaban desde la pared. En uno de ellos, ejecutado por mano de indiscutible genio, veíanse a unas arpías que rechinando los dientes se peleaban encima de un camastro destrozado, entre botellas de tequila rotas. No era sorprendente; al aproximarse para observarlas con mayor detenimiento, el Cónsul buscaba en vano una botella intacta. En vano buscó también en el cuarto de Jacques. Allí había un par de vigorosos Riveras. Amazonas sin expresión con pies cual patas de carnero daban testimonio de la unidad existente entre los trabajadores y la tierra. Por encima de las ventanas en forma de cabrio que daban a la calle Tierra del Fuego, colgaba un cuadro aterrador que antes no había advertido y el cual le pareció a primera vista un tapiz llamado «Los borrachones» —¿por qué no «Los borrachos»?—; asemejábase en parte a un primitivo y en parte a un cartel de la época de la prohibición y denotaba, remotamente, la influencia de Miguel Ángel. De hecho, el Cónsul advertía ahora que en realidad se trataba de un cartel de la prohibición, aunque de hacía un siglo o algo así, sólo Dios sabía de qué período. Los borrachos, egoístas y con rostro rubicundo, eran lanzados de cabeza hacia abajo, a los infiernos, en medio de un tumulto de demonios cubiertos de llamas, medusas, y eructaban monstruos verdes, ora volando en picado como golondrinas, ora torpemente con terribles saltos hacia atrás, gritando entre botellas que se precipitaban y emblemas de esperanzas destruidas; en las alturas, muy arriba, generosos, en pálido vuelo hacia la luz que asciende a los cielos, remontándose de manera sublime en parejas, el macho protegiendo a la hembra y todos escudados por ángeles con alas de abnegación, volaban los sobrios. Sin embargo, advirtió el Cónsul que no todos andaban en parejas. En la parte superior, algunas hembras solitarias iban protegidas sólo por ángeles. Parecíale que estas hembras lanzaban miradas medio envidiosas hacia abajo, contemplando a sus esposos que caían en sentido vertical; los rostros de algunos traicionaban el más inconfundible alivio. Rió el Cónsul, temblando levemente. Era ridículo, pero a pesar de ello, ¿acaso había dado alguien una buena razón para que el bien y el mal no se delimitaran de manera tan simple? En el resto del cuarto de Jacques, ídolos cuneiformes de piedra se acuclillaban cual infantes bulbosos: a un lado del cuarto, formaban, incluso, una fila encadenada. Parte del Cónsul siguió riéndose, a pesar de sí mismo y de toda esta exposición de salvajes talentos extraviados, al pensar que Yvonne pudo haberse hallado después del orgasmo de su pasión frente a esta fila de bebés encadenados.

—¿Qué tal te va por allá arriba, Hugh? —gritó por la escalera.

—Creo que logré enfocar bastante bien a Parián.

En el balcón Yvonne leía y el Cónsul volvió a contemplar «Los borrachones». De pronto experimentó una sensación nunca antes sentida con tan absoluta certidumbre. Y era la de estar en el infierno. Al mismo tiempo le invadió un sentimiento de extraña calma. Pudo dominar una vez más el íntimo fermento de su interior, las turbonadas y los remolinos de la nerviosidad. Podía oír a Jacques, moviéndose allá abajo y pronto tomaría otra copa. Eso le ayudaría, pero no era ése el pensamiento que lo calmaba. Parián… ¡el Farolito!, repetíase. ¡El Faro, el faro que invita a la tempestad y la enciende! Después de todo, en algún momento del día, tal vez cuando estuvieran en el jaripeo, podría separarse de los demás e ir allá, aunque sólo fuera por cinco minutos, aunque fuera para tomarse una sola copa. Aquella esperanza lo invadió de un amor que casi lo consolaba y, en este momento (puesto que formaba parte de la calma), del mayor anhelo que jamás hubiera conocido. ¡El Farolito! Era un lugar extraño, en verdad un lugar para las últimas horas de la noche y las primeras del alba, y que por regla general, como aquella horrible cantina en Oaxaca, no abría sino hasta las cuatro de la madrugada. Pero como hoy era Día de los Muertos, no cerraría. Al principio le había parecido diminuta. Sólo después, cuando llegó a conocerla bien, logró descubrir cuán extensa era hacia el fondo, y supo que en realidad se componía de numerosos cuartos minúsculos, cada uno más pequeño y oscuro que el anterior y todos comunicados sucesivamente entre sí, y que el último y más oscuro de todos no era mayor que una celda. Antojábansele los cuartos como lugares en los que se urdían diabólicas conspiraciones y donde se tramaban atroces crímenes; aquí, como cuando Saturno se encontraba en Capricornio, la vida descendía hasta el fondo. Pero también aquí grandes pensamientos rotantes cerníanse en el cerebro; mientras el alfarero y el labrador madrugadores, deteníanse un momento, soñando, en la puerta exangüe… Ahora lo veía todo: al lado de la cantina el enorme declive que caía a la ‘barranca’ y evocaba a Kubla Khan; el propietario, Ramón Diosdado, conocido como el Elefante, de quien se rumoreaba que había matado a su esposa para curarla de la neurastenia; los pordioseros destrozados por la guerra y cubiertos de llagas, uno de los cuales, una noche, después de que el Cónsul le pagó cuatro copas, lo tomó por Cristo y, cayendo de rodillas a sus pies le prendió ágilmente con alfileres, en la solapa de su chaqueta, dos medallones unidos a un diminuto corazón labrado que sangraba, semejante a un acerico, con la imagen de la Virgen de Guadalupe. —¡Yo… este… te regalo la Santa! —vio todo esto y sintió que la atmósfera de la cantina se cerraba ya sobre su cabeza con certidumbre de pesar y de mal y también con certidumbre de algo más que se le escapaba. Aunque lo sabía: era la paz. Volvió a ver el alba, que podía contemplar con solitaria angustia desde aquella puerta abierta, en la luz de matices violáceos, mientras que en la Sierra Madre estallaba una lenta bomba —¡Sonnenaufgang!— y los bueyes uncidos a sus carretas con ruedas de madera, pacientes, aguardaban a sus conductores afuera, en el aire puro, fresco y cortante del cielo: tan grande era el anhelo del Cónsul, que su alma estaba entre lazada con la esencia del lugar mientras lo asaltaban pensamientos semejantes a los del marino que, al divisar después de largo viaje la tenue boya del punto de partida, sabe que pronto abrazará a su esposa.

Después, volvieron de pronto a la imagen de Yvonne. ¿La había olvidado en verdad?, se preguntó. De nuevo paseó la mirada por el cuarto. ¡Ah, en cuántos cuartos, sobre cuántos divanes, entre cuántos libros habían hallado ellos su propio amor, su matrimonio, su vida en común!; vida que, a pesar de sus muchos desastres y de su total calamidad —y también a pesar de cualquier tenue elemento de falsedad que por parte de Yvonne hubiese existido al principio, con su boda que formaba sólo parte del pasado, de sus antecesores angloescoceses, de las visiones de castillos vacíos en Sutherland en los que silbaban los fantasmas, de las emanaciones de tíos desvaídos en tierras bajas que masticaban su pan a las seis de la mañana— no había sido sin triunfos. Aunque por cuán corto tiempo. Muy pronto comenzó a parecer demasiado triunfante, demasiado buena, como para que no fuese horrible imaginar el perderla y por último, imposible el soportarla: era como si se hubiese convertido en el presagio de sí misma, presagio de que no podría durar, presagio también de una presencia que volvía a encaminar sus pasos a la taberna. Y ¿cómo podía uno volver a empezar desde el principio, como si el café Chagrín y el Farolito nunca hubieran existido? ¿O sin ellos? ¿Podría permanecer fiel a Yvonne y al Farolito?… ¡Oh, Cristo, faro del mundo! ¿Cómo, y con qué ciega fe, podría uno encontrar el camino de vuelta, luchar en el regreso, ahora, en medio de tumultuosos horrores de cinco mil estrepitosos despertares, cada uno más espantoso que el anterior, de un lugar en el que ni siquiera el amor podía penetrar y en el que, salvo en las llamas más espesas, no había valor? En la pared caían eternamente los borrachos. Pero uno de los idolitos mayas parecía llorar…

—¡Ay, ay, ay! —dijo M. Laruelle (de modo no muy distinto al del cartero) acercándose, pisando con fuerza al subir por la escalera; cócteles, despreciable colación. Sin que lo vieran, el Cónsul hizo algo extraño; tomó la postal de Yvonne que acababa de recibir y la deslizó por debajo del cojín de Jacques. Yvonne regresó del balcón—. Hola, Yvonne, ¿dónde está Hugh?… siento haber tardado tanto. Vamos a la azotea, ¿quieres? —prosiguió Jacques.

En realidad, las reflexiones del Cónsul no habían durado ni siete minutos. A pesar de lo cual, Laruelle parecía haberse ausentado por más tiempo. Vio el Cónsul, mientras los seguía, mientras seguía a las copas en su ascenso por la escalera de caracol, que además de coctelera y copas había canapés y aceitunas rellenas en la charola. Tal vez, a pesar de su seductor aplomo, Jacques había bajado, temeroso de toda aquella situación e incapaz de dominarse. En tanto que estos elaborados preparativos eran simples excusas para huir. Acaso también fuese bastante cierto que el pobre tipo había amado a Yvonne… —¡Oh, Dios! —dijo el Cónsul cuando llegó al mirador, donde casi al mismo tiempo subió Hugh, procedente de la pasarela, trepando (mientras ellos se aproximaban) por los últimos peldaños de la escalera—, ¡Dios!, si el sueño del sombrío mago en su cueva habitada por visiones, en el momento mismo en que tiembla su mano en última decadencia (ése es el pasaje que me gusta) fuera el fin verdadero de este puerco mundo… No debiste haberte molestado, Jacques.

Le quitó los gemelos a Hugh y, colocada su copa en un merlón vacío, entre los objetos de mazapán, paseó sosegadamente su mirada sobre el paisaje. Pero, cosa extraña, no había tocado la copa. Y la calma persistía misteriosamente. Era como si se hallasen en algún elevado promontorio de un campo de golf, al comienzo del juego. ¡Qué espléndido hoyo se haría de aquí a aquel prado entre esos árboles al otro lado de la barranca, aquel obstáculo natural que a ciento cincuenta metros de distancia podía superarse con un buen golpe de cuchara, muy alto… Plock. El Hoyo Gólgota. En las alturas, un águila se dejaba caer en el viento. Habían dado pruebas de falta de imaginación cuando construyeron el campo de golf de la localidad hasta allá, lejos de la barranca. Golf = abismo = golfo. Prometeo devolvería las pelotas perdidas. Y de aquella otra parte, qué extraño campo de golf se habría podido idear, atravesado por rieles solitarios, murmurante con postes telegráficos, bailando con inconcebibles yacimientos en los terraplenes por encima de las colinas, en la distancia, como la juventud, como la vida misma, el campo se deslizaría por todas estas planicies, extendiéndose más allá de Tomalín, entre la selva, al Farolito, hoyo diecinueve… ya no es lo mismo.

—No, Hugh —dijo ajustando las lentes, pero sin volverse—, Jacques se refiere a la película basada en Alastor, que realizó antes de ir a Hollywood, y en la que hizo las tomas que pudo en una bañera y, según parece, montó el resto recurriendo a secuencias de ruinas de viejos documentales de viaje, y a una selva que aparecía en In dunkelste Afrika y a un cisne proveniente del final de algún antiguo Corinne Griffith… creo que también Sarah Bernhardt tomaba parte mientras que el poeta permanecía todo el tiempo en la playa y la orquesta hacía sus mayores esfuerzos con el Sacre du Printemps. Creo que olvidé la niebla.

Con la risa de todos se aligeró algo la atmósfera.

—Pero antes de comenzar a filmar, según solía decir un director alemán amigo mío, debe tenerse idea de lo que va a ser la película —les decía Jacques, a espaldas del Cónsul, cerca de los ángeles—. Pero después, es otro cuento… En cuanto a la niebla, es el truco más barato de cualquier estudio.

—¿No filmó usted películas en Hollywood? —preguntó Hugh, que poco antes casi se había embarcado en una polémica de carácter político con M. Laruelle.

—Sí… Pero me niego a verlas.

—¿Pero qué diablos seguía buscando él, el Cónsul —pensó el Cónsul— allá, en aquellas llanuras, en aquel paisaje tumulario, a través de los gemelos de Jacques? Sería acaso una ficción de sí mismo, del que antaño había gozado con una cosa tan simple, saludable, estúpida y sana como el golf, como lo eran por ejemplo los hoyos invisibles que llevaban a altos yermos de dunas, antaño, sí, con el mismo Jacques. Trepar y luego contemplar desde la cima de una eminencia el océano con humo en el horizonte, y después, lejos, allá, cerca de la banderola en el césped, su nuevo y resplandeciente Silver King. ¡Ozono!… El Cónsul no podía ya jugar al golf: sus pocos esfuerzos en los últimos años habían resultado desastrosos… Cuando menos, debí haberme convertido en una especie de Donne de los campos de golf. Poeta del irreemplazable césped. ¿Quién sostiene el banderín mientras hago un hoyo en tres tiros? ¿Quién caza mi zona zodiacal en la playa? ¿Y quién, en aquel último lance final, aunque llegue a aquel hoyo en cuatro tiros, acepta mi puntuación de diez a tres… aunque tenga más? El Cónsul dejó al fin los gemelos, y se volvió. Y aún no había tocado su copa.

—Alastor, Alastor —decía Hugh acercándosele—. ¿Quién es, fue, por qué, y/o escribió Alastor?

—Percy Bysse Shelley —el Cónsul se recargó en el mirador junto a Hugh—. Otro tipo con ideas… Entre las historias que se cuentan sobre Shelley la que más me gusta es aquella en que se deja hundir hasta el fondo del mar… llevando consigo, claro está, varios libros… y se quedó allí, antes que admitir que no sabía nadar.

—Geoffrey, ¿no crees que Hugh debiera ver algo de la fiesta —dijo Yvonne de pronto desde el otro lado—, ya que es su último día? En especial si hay bailes indígenas.

Así pues, era Yvonne la que los «sacaba de todo esto», justamente cuando el Cónsul se proponía permanecer allí. —No sé —respondió—. ¿No podríamos ver bailes indígenas y cosas así en Tomalín? ¿Querrías ir, Hugh?

—Seguro. Claro. Lo que digan —Hugh bajó del parapeto con movimiento torpe—. Todavía queda una hora antes de que salga el autobús, ¿verdad?

—Estoy segura de que Jacques nos perdonará si nos vamos corriendo —dijo Yvonne casi desesperada.

—Entonces déjenme acompañarlos abajo —respondió Jacques, dominando su voz—. Es muy temprano para que la fiesta sea gran cosa, pero debería usted ver los murales de Rivera, Hugues, si no lo ha hecho ya.

—¿No vienes, Geoffrey? —volvióse Yvonne en la escalera—. Ven, por favor —decían sus ojos.

—Bueno, las ‘fiestas’ no son mi fuerte. Vayan ustedes y nos encontramos en la terminal a la hora de salida del autobús. De todos modos, tengo que hablar con Jacques.

Pero ya todos habían bajado y el Cónsul permanecía solo en el mirador. Y, sin embargo, no estaba solo. Porque Yvonne había dejado una copa en el merlón, cerca de los ángeles, la del pobre de Jacques estaba en una de las almenas, y la de Hugh a un lado del parapeto. Y la coctelera no estaba vacía. Además, el Cónsul no había tocado siquiera su propia copa. A pesar de lo cual, no bebía ahora. Con su mano derecha se tocó bajo la chaqueta el bíceps de la izquierda. Fuerza… de cierta clase… ¿pero cómo infundirse valor? Aquel buen valor festivo de Shelley; no, aquello era orgullo. Y el orgullo invitaba a seguir adelante, ya fuera a seguir adelante hasta matarse, o bien hasta «enderezarse», como antes, tan a menudo, solitario, con ayuda de treinta botellas de cerveza y contemplando el techo. Pero esta vez era muy diferente. ¿Qué ocurriría si aquí la valentía entrañara admitir la derrota total, admitir que no podía uno nadar, admitir hasta (aunque por un instante la idea no pareció del todo mala) internarse en una clínica para curarse. No; fuera cual fuera el fin, no se trataba de «salir de aquello». En eso, ningún ángel ni Yvonne ni Hugh podían ayudarlo. En cuanto a los demonios, los había en su interior así como en el exterior; tranquilos por el momento (acaso durmiendo una siesta) seguían no obstante rodeándolo y habitándolo; lo estaban poseyendo. El Cónsul contempló el sol. Pero había perdido el sol: no era su sol. Como la verdad, era casi imposible verlo de frente; no quería ir a ningún lado para acercársele, ni mucho menos, sentarse frente a su luz para verlo de frente. —Y, sin embargo, lo veré de frente —¿cómo? Cuando no sólo se mentía a sí mismo, sino además creía su propia mentira y volvía a mentir a aquellas ficciones engañosas, entre las cuales no estaba ni siquiera su propio honor. Los engaños de sí mismo carecían incluso de una base consecuente. ¿Cómo entonces podía tenerla su esfuerzo por ser honrado?— Horror —dijo—. Y sin embargo, no cederé —¿pero quién era Yo, cómo encontrar aquel Yo, adónde había pasado «Yo»?—. Haga lo que haga, lo haré deliberadamente —y deliberadamente, por cierto, se abstuvo de tocar su copa—. La voluntad del hombre es inconquistable. ¿Comer? Debiera comer. Así es que el Cónsul se comió un canapé. Y cuando M. Laruelle regresó, el Cónsul seguía escudriñando sin beber… ¿hacia dónde miraba? Él mismo no lo sabía—. ¿Recuerdas cuando fuimos a Cholula —dijo— cuánto polvo había?

Ambos enfrentáronse en silencio. —En verdad no quiero hablar contigo —añadió el Cónsul al cabo de un momento—. Es más no me importaría que fuera ésta la última vez que te viese… ¿Me oíste?

—¿Te has vuelto loco? —exclamó por fin M. Laruelle—. ¿Quieres darme a entender que tu esposa ha vuelto a tu lado (y te he visto orar y aullar bajo la mesa por ello, ¡de veras, bajo la mesa!)… y que la tratas con tal indiferencia y sólo sigues preocupándote por saber de dónde vendrá la próxima copa?

Para esta injusticia incontrovertible y espantosa carecía el Cónsul de respuesta; alcanzó su cóctel, lo asió y lo olió: pero en alguna parte, en donde poco serviría, no cedió un cable: no bebió el Cónsul; casi sonrió complacido a M. Laruelle. Bien puedes comenzar ahora o más tarde a rechazar copas. Puedes comenzar ahora; o más tarde. Más tarde.

Sonó el teléfono y M. Laruelle bajó corriendo la escalera. El Cónsul permaneció sentado un rato con la cabeza hundida entre las manos y luego, dejando su copa intacta, dejando, sí, todas las copas intactas bajó al cuarto de Jacques.

M. Laruelle colgó. —Bien —dijo—, no sabía que se conociesen. Se quitó la chaqueta y comenzó a desanudarse la corbata—. Era mi doctor, que preguntaba por ti. Quiere saber si todavía no te has muerto.

—¡Oh!… Oh, ¿era Vigil?

—Arturo Díaz Vigil. ‘Médico Cirujano’… ¡Etcétera!

—Ah —dijo, desconfiado, el Cónsul, paseando su índice por el interior del cuello de la camisa—. Sí. Apenas lo conocí anoche. De hecho, pasó por el rumbo de mi casa esta mañana.

Pensativo, M. Laruelle echó a un lado su camisa y dijo: —Vamos a formar un equipo antes de que se marche de vacaciones.

Sentado, imaginaba el Cónsul aquel horripilante y fugaz partido de tenis bajo los violentos rayos del sol mexicano, las pelotas de tenis agitadas en un mar de errores, difícil partido para Vigil, pero ¿qué le importaba? (¿y quién era Vigil? el buen hombre parecíale ahora tan irreal como cualquier figura a la que dejaría uno de saludar por temor de que no se tratase de la misma persona a quien uno hubiera conocido esa misma mañana, como el doble de carne y hueso del actor al que se vería en la pantalla esa tarde), mientras que el otro se preparaba a meterse bajo una regadera que, con aquel extraño descuido arquitectónico por el decoro del que hace gala un pueblo que ante todo valoriza el decoro, había sido instalada en un rincón espléndidamente visible tanto desde la ventana como desde lo alto de las escaleras.

—Quiere saber si has cambiado de parecer; si después de todo tú e Yvonne quieren irse con él en coche a Guanajuato… ¿Por qué no van?

—¿Cómo supo que estaba aquí? —temblando un poco, enderezóse el Cónsul, aunque por un momento se sintió asombrado de su dominio sobre la situación: de que aquí, en realidad existía alguien llamado Vigil que lo había invitado a ir a Guanajuato.

—¿Cómo?… ¡Cómo habría de saberlo!… Se lo dije yo. Es lástima que no se hayan conocido antes. Ese hombre podría ayudarte verdaderamente.

—Tal vez descubras… que tú podrías ayudarle en algo hoy mismo —el Cónsul cerró los ojos y volvió a oír claramente la voz del doctor: «pero ahora que ha vuelto su ‘esposa’… Pero ahora que ha vuelto su ‘esposa’… Yo podría trabajar con usted» —¿Qué? —abrió los ojos… Pero el abominable impacto que en todo su ser produjo en este momento el hecho de que aquel miembro horriblemente alargado en forma de pepino, compuesto de nervios azules y agallas bajo el estómago humeante e impúdico, hubiera buscado sus placeres en el interior del cuerpo de su esposa, lo hizo levantarse tembloroso. ¡Qué asquerosa, qué increíblemente asquerosa es la realidad! Comenzó a dar vueltas por el cuarto y a cada paso sus rodillas parecían ceder con una sacudida. Libros, demasiados libros. Aún no veía el Cónsul su ejemplar de dramas isabelinos. Y sin embargo, había todo lo demás, desde Les joyeuses bourgeoises de Windsor hasta Agrippa d’Aubigné y Collin d’Harleville, de Shelley a Touchard, Lafosse y Tristan l’Hermite. Beaucoup de bruit pour rien! ¿Podría bañarse en ella su alma o extinguir su sed? Podría. Y no obstante, en ninguno de estos libros encontraba uno de los sufrimientos propios. Ni tampoco enseñaba cómo contemplar una margarita silvestre.

—Pero ¿qué te hizo decir a Vigil que estaba yo aquí, si ignorabas que me conocía? —preguntó casi con un sollozo.

M. Laruelle, abrumado por el vapor, metióse los dedos en las orejas para indicar que no había oído: —¿De qué pudieron hablar Vigil y tú?

—De alcohol. De locura. De la comprensión medular del sombrero de copa. Nuestras conformidades fueron más o menos bilaterales —el Cónsul, que ahora temblaba ya franca y normalmente, se asomó por las puertas abiertas del balcón para contemplar los volcanes sobre los cuales volvían a flotar nubecillas de humo acompañadas por detonaciones de fusilería; por una vez lanzó una mirada apasionada hacia el mirador en donde seguían sus copas intactas—. Reflejos en masa, pero sólo la erección de rifles que diseminan muerte —dijo, mientras advertía que los sonidos de la feria aumentaban.

—¿Qué fue eso?

—¿Cómo te proponías divertir a los demás? suponiendo que se hubieran quedado —casi gritaba el Cónsul en su interior, porque conservaba horribles recuerdos del agua deslizándose por todo su cuerpo como jabón que escapa de temblorosos dedos— ¿tomando una ducha?

Y regresaba el avión observador, ¡oh, Jesús!, sí, aquí, aquí, salido de la nada, acercábase zumbando directamente hacia el balcón, sobre el Cónsul, tal vez buscándolo, estrepitosamente… ¡Aaaaaaaah! ¡Brrrumm!

M. Laruelle sacudió la cabeza; no había oído un solo sonido, una sola palabra. Salió de la regadera y pasó a su pequeño rincón cubierto por una cortina, que utilizaba como vestidor.

—¡Qué espléndido día!, ¿verdad?… Creo que va a haber tormenta.

—No.

De repente, el Cónsul se dirigió al teléfono situado también en una especie de nicho (la casa parecía estar hoy más llena que de costumbre de estos recesos), encontró el directorio y, temblando de pies a cabeza, lo abrió; no Vigil, no; Vigil no, farfullaban sus nervios, sino Guzmán. A.B.C.G. Ahora estaba, sudando, terriblemente. De pronto, en este pequeño nicho hizo tanto calor como en cualquier cabina telefónica de Nueva York durante una onda cálida; temblaban sus manos frenéticamente; 666, Cafiaspirina; Guzmán, Erikson 34. Tenía el número; lo había olvidado; el nombre Zuzugoitea, Zuzugoitea y luego Sanabria y le saltaron del libro: Erikson 35. Zuzugoitea. Ya había olvidado el número, olvidado el número, 34, 35, 666: volvió las páginas hacia atrás, cayó una enorme gota de sudor en el directorio; esta vez creyó ver el nombre de Vigil. Pero ya había descolgado la bocina, descolgado la bocina, descolgado, habíasela puesto al revés, hablando y empapando el auricular, el micrófono, no podía oír; ¿podrían oír ellos?, ¿ya ves?; el auricular, como antes: —‘¿Qué quieres?’ ¿A quién quieres?… ¡Dios! —y gritando, colgó. Necesitaría un trago para hacer esto. Corrió en dirección a la escalera, pero a medio camino, estremeciéndose frenético, tornó a bajar; yo bajé la bandeja. No, las copas siguen allá arriba. Salió al ‘mirador’ y se bebió todas las copas que había a la vista. Oyó música. De repente, cerca de trescientas cabezas de ganado, muertas, congeladas en la misma posición que la del ganado vivo, surgieron en la colina frente a la casa y desaparecieron. El Cónsul se acabó el contenido de la coctelera y bajó en silencio, recogió un libro de bolsillo que se hallaba sobre la mesa, sentóse y lo abrió exhalando un profundo suspiro. Era La machine infernale de Jean Cocteau. «Oui, mon enfant, mon petit enfant» —leyó, «les choses qui paraissent abominables aux humains, si tu savais, de l’endroit où j’habite, elles ont peu d’importance». —Podríamos tomarnos una copa en la plaza —dijo cerrando el libro y volviéndolo a abrir: Sortes Shakespeareanae. «Los dioses existen, son el demonio», le informó Baudelaire.

Se había olvidado de Guzmán. Los borrachones seguían cayendo eternamente en las llamas. M. Laruelle, que no había advertido nada, reapareció, resplandeciente con sus pantalones blancos, tomó su raqueta de la parte superior de un librero; el Cónsul encontró el bastón y las gafas oscuras, y ambos bajaron juntos por la escalera de caracol.

—‘Absolutamente necesario’ —afuera, detúvose el Cónsul y se volvió.

‘No se puede vivir sin amar’, eran las palabras escritas en la casa. En la calle no soplaba el menor viento y ambos caminaron un trecho sin proferir palabra, escuchando sólo el babel de la fiesta que iba en aumento a medida que se aproximaban a la ciudad. Calle de la Tierra del Fuego, 666.

M. Laruelle, posiblemente porque caminaba por la banqueta, parecía ahora más alto de lo que era, y junto a él, abajo, sintióse el Cónsul por un momento incómodamente reducido a las proporciones de un enano, infantil. Años antes, cuando ambos eran niños, la situación había sido inversa; a la sazón el Cónsul era más alto. Pero en tanto que a los diecisiete había dejado de crecer y se había estancado en un metro ochenta, M. Laruelle siguió creciendo al correr de los años hasta tener una estatura muy superior a la del Cónsul. ¿Superior? Jacques era un chico de quien el Cónsul podía recordar aún ciertos detalles con afecto: la forma en que pronunciaba vocabulary por lo cual rimaba con foolery o bible con runcible. Cuchara runcible. Y logró crecer hasta convertirse en un hombre que podía afeitarse y quitarse los calcetines por sí mismo. Pero apenas podía afirmarse que era superior. Allá, al correr del tiempo con su estatura de uno noventa, no parecía demasiado ridículo sugerir que seguía sufriendo la influencia del Cónsul. Si no era así, entonces ¿por qué el saco de tweed de aspecto inglés parecido al del Cónsul, aquellos zapatos de tenis, caros y expresivos, de los que permiten caminar con holgura, los pantalones ingleses blancos de veintiún pulgadas de ancho, y la camisa que llevaba a la inglesa y la extraordinaria bufanda que sugería que M. Laruelle había ganado alguna competencia deportiva en la Sorbona o algo así? Incluso había, a pesar de su leve corpulencia, una especie de ingravidez ex-consular en sus movimientos. ¿Por qué habría Jacques de jugar al tenis? ¿Has olvidado, Jacques, cómo yo mismo te enseñé aquel verano hace mucho tiempo, detrás de la casa de los Taskerson o en los nuevos campos públicos de Leasowe? Precisamente en tardes como ésta. Tan breve su amistad y a pesar de ello, pensó el Cónsul, ¡qué enorme!, cómo aquella influencia penetró en todo, cómo penetró en la vida entera de Jacques, influencia que se manifestaba hasta en la elección de sus libros, de su trabajo, en primer lugar, ¿por qué había venido Jacques a Quauhnáhuac? ¿Acaso no era tanto como si el Cónsul, desde lejos, lo hubiese deseado, con oscuros propósitos personales? El hombre al que había encontrado aquí mismo hacía dieciocho meses, parecía ser, aunque herido en su arte y en su destino, el francés más completamente inequívoco y sincero que hubiese conocido. Ni tampoco resultaba compatible la seriedad del rostro de M. Laruelle —el cual veía ahora con el cielo como fondo, entre las casas— con cierta cínica debilidad. ¿Acaso no era casi como si el Cónsul le hubiese tendido una trampa para hacerle caer en la deshonra y en la angustia, como si de hecho hubiese querido hasta que lo traicionara?

—Geoffrey —dijo, de pronto, M. Laruelle, tranquilo—, ¿ha vuelto Yvonne de veras?

—Así parece, ¿no crees? —ambos guardaron silencio mientras encendían sendas pipas, y el Cónsul advirtió que Jacques llevaba un anillo que no le había visto: un escarabajo de sencillo diseño, tallado en una calcedonia: ignoraba si Jacques se lo quitaría para jugar al tenis, pero la mano en que lo traía temblaba, en tanto que ahora la del Cónsul era firme.

—Quiero decir que si ha vuelto de veras —prosiguió en francés M. Laruelle mientras seguían, cuesta arriba, por la calle Tierra del Fuego—. ¿No ha venido simplemente de visita, o para verte por curiosidad, confiando en que sólo seguirán siendo ustedes simplemente buenos amigos, etc., si no te molesta que te lo pregunte?

—Si he de hablarte con franqueza, me molesta bastante.

—Comprende bien esto, Geoffrey: pienso en Yvonne, no en ti.

—Comprende mejor esto. Piensas en ti mismo.

—Pero hoy… Puedo comprender que… Supongo que en el baile estuviste completamente borracho. Yo no fui. Pero si así ocurrió, ¿por qué no estás en tu casa dando gracias a Dios y tratando de descansar y esperando a que se te pase la borrachera, en vez de hacer la desdicha de todos, llevándolos a Tomalín? Yvonne parece estar agotada.

Las palabras araban débiles surcos de fatiga en la mente del Cónsul, llena constantemente de inofensivos delirios. Sin embargo, su francés era fluido y rápido:

—¿Cómo puedes decir que suponías que estaba borracho, cuando el mismo Vigil te lo dijo por teléfono? ¿Y no sugeriste ahora mismo que llevase a Yvonne a Guanajuato con él? Tal vez imaginaste que, de lograr infiltrarte en nuestro grupo para el viaje proyectado, ella dejaría de sentirse cansada milagrosamente, aunque quede cincuenta veces más lejos que Tomalín.

—Cuando sugerí que fueran no me había dado cuenta enteramente de que acababa de llegar esta mañana.

—Bueno… se me olvida de quién fue la idea de ir a Tomalín —dijo el Cónsul. ¿Es posible que sea yo quien discute con Jacques sobre Yvonne, sobre lo nuestro, de esta manera? Aunque, después de todo, ya lo habían hecho antes—. Pero no te he explicado en qué forma entra Hugh en el juego…

—…¡Huevos! —¿gritaba acaso por encima de ellos el jovial propietario de los ‘abarrotes’ desde la acera de la derecha?

¡Mezcalito! —¡Qué! ¿Alguien susurraba esto pasando a su lado con una tabla, acaso algún borrachín amigo suyo, o había ocurrido eso esta mañana?

—…Y pensándolo bien, no creo que me tome la molestia.

Pronto surgió la ciudad ante sus miradas. Habían llegado al pie del palacio de Cortés. Cerca de ellos, algunos niños (alentados por un hombre que también llevaba gafas oscuras y parecía conocido, al cual saludó el Cónsul) giraban en torno a un poste de telégrafos, meciéndose en improvisado tiovivo, minúscula parodia del Gran Tiovivo de la plaza, en lo alto de la loma. Más arriba, en una terraza del palacio (porque también era el Ayuntamiento) había un soldado, en descanso, con un rifle: en una terraza aún más alta, erraban los turistas: vándalos calzados de sandalias contemplando los murales.

Desde donde estaban, el Cónsul y M. Laruelle alcanzaban a tener una buena visión de los frescos de Rivera. —Desde aquí logras una impresión que allá arriba no tienen los turistas —dijo M. Laruelle—; están demasiado cerca —apuntaba hacia ellos con su raqueta de tenis—. El lento oscurecimiento de los murales cuando se ven de derecha a izquierda. En cierto modo parece simbolizar la gradual composición de la voluntad conquistadora de los españoles sobre los indios. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Si te pararas más lejos, te podría parecer que simboliza la gradual imposición de la amistad conquistadora de los norteamericanos, de izquierda a derecha, sobre los mexicanos —dijo el Cónsul sonriente y quitándose sus gafas oscuras—, sobre aquellos que tienen que mirar los frescos y recordar quién los ha pagado.

En el sector de los murales que contemplaba, se veía a los tlahuicas, muertos en defensa de este valle en donde vivían. El artista los había pintado con atuendo guerrero de máscaras y pieles de león y tigre. Mientras los miraba, parecía como si estuviesen congregándose en silencio. Después, convertíanse en una sola figura, en inmensa y malévola criatura que, a su vez, le miraba. De pronto, esta criatura pareció precipitarse hacia adelante y luego hacer un movimiento brusco. Bien podía sur (de hecho lo era inconfundiblemente) para indicarle que se alejara.

—Mira; allá están Yvonne y Hugues saludándote —el Cónsul correspondió al saludo, agitando su raqueta de tenis—. Sabes, creo que forman una pareja formidable —añadió con una sonrisa, en parte dolorosa, en parte maliciosa.

Y allí estaban (los veía) la pareja formidable, junto a los frescos. Hugh, con un pie en el barandal del balcón del palacio, contemplaba, por encima de sus cabezas, acaso los volcanes; Yvonne estaba vuelta de espaldas. Se reclinaba sobre el barandal que quedaba frente a los murales y luego se volvió a Hugh para decirle algo. No volvieron a saludar.

M. Laruelle y Hugh optaron por no seguir el camino del risco. Continuaron por la base del palacio y luego, frente al ‘Banco de Crédito Ejidal’, volvieron a la izquierda para ascender por el camino estrecho y empinado que llevaba hasta la plaza. Con esfuerzo arrimáronse al muro del Palacio para ceder el paso a un hombre montado a caballo, indio de finas facciones que pertenecía a la clase desheredada y vestía ropas blancas, aunque sucias y holgadas. El hombre cantaba para sí con alegría. Pero con la cabeza hizo un gesto cortés, como para agradecerles. Pareció estar a punto de hablar y frenó su pequeño caballo —en cuyos costados tintineaban dos alforjas y cuya anca tenía marcada con el número siete— para hacerlo caminar más lentamente, mientras ellos subían la colina. Toca toca sobrecincha. Pero el hombre, que iba un poco más adelante, no habló; en la cima agitó la mano y, cantando, desapareció al galope.

El Cónsul se sintió angustiado. ¡Ah, qué daría por tener un caballo y galopar, cantando, lejos, quizá para ir a ver al ser amado, para llegar al corazón de la sencillez y la paz del mundo! ¿acaso no era eso como la oportunidad que depara al hombre la vida misma? Claro que no. Sin embargo, sólo por un momento, así le pareció.

—¿Qué es lo que dice Goethe sobre el caballo? —preguntó—. «Cansado de la libertad toleró que le ensillaran y le pusiesen riendas, y por sus penas tuvo que soportar, hasta la muerte, que le montasen.»

En la plaza, el tumulto era inmenso. Una vez más, apenas podía el uno escuchar lo que el otro decía. Un muchacho, vendedor de periódicos, se precipitó sobre ellos. ‘Sangriento combate en Mora de Ebro. Los Aviones de los Rebeldes Bombardean Barcelona. Es inevitable la muerte del Papa’. Sobresaltóse el Cónsul; esta vez, por un momento, creyó que los encabezados se referían a él. Pero claro está que sólo se trataba del pobre Papa, cuya muerte era inevitable. ¡Como si la muerte de todos los demás no lo fuese también! En mitad de la plaza, un hombre trepaba de manera tan complicada por un resbaloso poste, que requería para ello de cuerdas y garfios. El enorme tiovivo, cerca del kiosco de música, estaba poblado por extraños caballos de madera de largos hocicos que, montados en tubos en forma de espiral, se hundían majestuosamente girando en círculos semejantes a los de un pistón. Los chicos, con patines, asidos a los soportes de la lona, se dejaban impulsar y gritaban de alegría, mientras que, al descubierto, la máquina que movía todo el mecanismo martilleaba como una bomba de vapor; luego silbaron. «Barcelona» y «Valencia» mezclábanse a los golpes y gritos a los que parecían ser insensibles los nervios del Cónsul. Jacques apuntaba a los cuadros del tablero central que rodeaba por entero el círculo interior colocado horizontalmente y unido a la cúspide del pilar giratorio del centro. Una sirena recostada en el mar peinaba sus cabellos cantando a los marineros de un buque de guerra de cinco chimeneas. Un pintarrajo que representaba aparentemente a Medea sacrificando a sus hijos, resultó ser una compañía de monos amaestrados. Desde un valle escocés, cinco ciervos de aspecto jovial los atisbaban, en toda su monárquica inverosimilitud, y luego desaparecieron. Mientras que un espléndido Pancho Villa con bigotes de manubrio los perseguía como si en ello le fuese la vida. Pero más extraño aún era un panel que mostraba a un hombre y una mujer, amantes recostados a orillas de un río. Aunque infantil y crudo, poseía cierta calidad sonambulesca y también algo de la verdad del sentimiento amoroso. Habían representado a los amantes curiosamente separados. Y sin embargo, podía sentirse que el uno estaba envuelto en los brazos del otro a orillas de este río y en la penumbra, entre estrellas doradas. Yvonne, pensó el Cónsul con repentina ternura, ¿dónde estás, amor mio? Amor mío… Por un momento, creyóla a su lado. Luego recordó que estaba perdida; luego, que no, que este sentimiento pertenecía al ayer, a los meses de solitario tormento que había dejado atrás. No estaba perdida para nada, estaba aquí todo el tiempo, aquí, ahora, o tanto como si estuviera aquí. El Cónsul quiso levantar la cabeza y gritar de júbilo, como el jinete: ¡está aquí! ¡Despiértate, ha vuelto! ¡Amor mío, mi tesoro, te amo! Un deseo de encontrarla inmediatamente y de llevarla a casa (donde seguía oculta en el jardín, inconclusa, la blanca botella de ‘Tequila Añejo de Jalisco’) para poner un hasta aquí a este insensato viaje, para estar, sobre todo, solo, con ella, lo invadió, y un deseo, también, de volver a llevar inmediatamente un género normal de vida feliz con ella, una vida, por ejemplo, en la cual fuera posible una felicidad llena de inocencia como la que disfrutaba toda esta gente que le rodeaba. Pero ¿acaso habían llevado jamás una vida normal y feliz? ¿Algo semejante a una vida normal y feliz había sido posible alguna vez para ellos? Sí, Y, no obstante ¿qué había de aquella tarjeta postal demorada, ahora bajo la almohada de Laruelle? Era prueba de que la tortura solitaria había sido innecesaria, prueba hasta dé que él la había deseado. ¿Acaso habría cambiado algo realmente si hubiese recibido la tarjeta en el momento propicio? Lo dudó. Después de todo, sus otras cartas —otra vez, ¡Cristo!, ¿dónde estaban?— no habían cambiado nada. Si las hubiera leído como debiera, tal vez. Pero nunca las leyó de esa manera. Y pronto olvidaría lo que había sido de la tarjeta. Sin embargo, permanecía el deseo —como un eco del deseo de Yvonne— de encontrarla, de encontrarla ahora, de revestir su sino, era un deseo que casi se convertía en resolución… Levanta la cabeza, Geoffrey Firmin, exhala tu acción de gracias, actúa antes de que sea demasiado tarde. Pero el peso de una enorme mano parecía presionar su cabeza para impedir que la alzara. Pasó el deseo. Al mismo tiempo, como si una nube hubiera oscurecido el sol, mutóse para él todo el aspecto de la feria: el jovial chirrido de los patines, la música, alegre aunque irónica, la gritería de los niños montados en sus corceles con cuello de ganso, el desfile de extraños cuadros, todo esto convirtióse de repente en algo trascendentalmente temible y trágico, lejano, transmutado, como si fuera una última impresión de los sentidos de cómo era el aspecto de la tierra, transportada a una oscura región de muerte, amenazante trueno de irremediable dolor; el Cónsul necesitaba un trago…

—…Tequila —dijo.

—‘¿Una?’ —preguntó con voz aguda el muchacho, y M. Laruelle pidió una gaseosa.

—‘Sí, señores’ —el muchacho limpió la mesa—. ‘Un tequila y una gaseosa’ —trajo en seguida una botella de El Nilo para M. Laruelle junto con sal, chile y un platito con rebanadas de limón.

El café, situado en el centro de un jardincillo rodeado por una barandilla al extremo de la plaza, entre los árboles, se llamaba el París. Y, de hecho, recordaba a París. Cerca, goteaba una fuente sencilla. El mozo les trajo camarones en un platillo y tuvieron que volver a decirle que trajese el tequila. Al fin, llegó.

—Ah… —dijo el Cónsul, aunque lo que temblaba era el anillo de calcedonia.

—¿De veras te gusta? —preguntóle M. Laruelle, y el Cónsul, chupando un limón, sintió que el fuego del tequila recorría su espina dorsal como el árbol que, fulminado por un rayo, florece milagrosamente.

—¿Por qué tiemblas? —preguntóle el Cónsul.

M. Laruelle lo observó, lanzó una mirada nerviosa por encima de su hombro e hizo como si absurdamente quisiera hacer vibrar las cuerdas de su raqueta, golpeándolas en su pie; pero al recordar el marco, la reclinó con gesto torpe en su silla.

—¿De qué tienes miedo…? —dijo el Cónsul burlándose de él.

—Lo admito, me siento aturdido… —M. Laruelle lanzó otra mirada, esta vez más prolongada, sobre su hombro—. A ver, dame un poco de tu veneno —se inclinó y dio un sorbo al tequila del Cónsul y permaneció inclinado sobre la copa de terrores con forma de dedal, que hacía un momento estaba llena.

—¿Te gusta?

—…Como agua oxigenada o petróleo… Si alguna vez comienzo a beber eso, Geoffrey, podrás decir que estoy acabado.

—Eso me ocurre con el mezcal… El tequila, no; es saludable… y delicioso. Como la cerveza. Bueno para uno. Pero si llego a beber mezcal otra vez, me temo, sí, que ése sería el fin —dijo con actitud soñadora el Cónsul.

—Nom de Dieu de Nom de Dieu —estremecióse M. Laruelle.

—No temes a Hugh, ¿verdad? —prosiguió, burlón, el Cónsul a la vez que se le ocurrió que toda la desolación de los meses siguientes a la partida de Yvonne se reflejaban ahora en los ojos del otro—. ¿No estás celoso de él, por casualidad, verdad?

—¿Por qué habría de…?

—Pero estás pensando, ¿no es así?, que durante todo este tiempo nunca te he dicho una sola vez siquiera la verdad sobre mi vida —dijo el Cónsul—, ¿no es así?

—No… Porque tal vez en una o dos ocasiones, Geoffrey, sin saberlo, me has dicho la verdad. No, en verdad quiero ayudar. Pero, como siempre, no me das una oportunidad.

—Nunca te he dicho la verdad. Ya lo sé, es más que terrible. Pero, como dice Shelley, el frío mundo no sabrá. Y el tequila no te ha curado el temblor.

—Me temo que no —dice M. Laruelle.

—Pero yo creí que tú nunca temías nada… ‘Otro tequila’ —dijo el Cónsul al mesonero, que se acercó corriendo y repitiendo con voz aguda— ‘¿uno?’

M. Laruelle se quedó mirando al muchacho que se alejaba, como si hubiera deseado decirle «dos»: —Tengo miedo de ti —dijo—, Frijolillo.

Después de la mitad del segundo tequila el Cónsul oía de vez en cuando frases familiares y llenas de buenas intenciones. —Es duro decir esto. De hombre a hombre. No me importa quién sea ella. Aunque haya ocurrido el milagro. A menos que cortes el asunto de raíz.

Sin embargo, el Cónsul contemplaba, detrás de M. Laruelle, los barquitos que volaban a corta distancia de donde estaban sentados: la máquina misma era femenina, grácil como bailarina de ballet, sus faldas de góndolas de acero giraban cada vez más alto. Por último acabó de girar con un zumbido, dando un tenso chasquido y gimiendo, y castamente volvieron a bajar sus faldas y por un momento reinó la calma sólo turbada por la brisa. Y qué hermoso, hermoso, hermoso…

—Por amor de Dios. Vete a casa y métete en la cama… O quédate aquí. Yo encontraré a los demás. Les diré que no vas…

—Pero si voy a ir —dijo el Cónsul, comenzando a pelar uno de los camarones—. ‘Camarones’, no —añadió—. ‘Cabrones’. Así los llaman los mexicanos —poniendo ambos pulgares en la base de sus oídos, agitó los dedos—. ‘Cabrón’. Tú también, tal vez… Venus es estrella cornuda.

—¿Qué hay del daño que has hecho a su vida?… después de todos tus aullidos… ¡Si ha regresado!… Si tienes esta oportunidad.

—Estás inmiscuyéndote en mi gran batalla —dijo el Cónsul contemplando, a espaldas de M. Laruelle, un cartel colocado al pie de la fuente: Peter Lorre en Las Manos de Orlac: a las 6.30 P. M.—. Tengo que tomarme una o dos copas ahora (siempre y cuando, claro está, que no sean de mezcal) o me sentiré aturdido como tú.

—La verdad es, supongo, que a veces, cuando has calculado la cantidad exacta, ves con mayor claridad —admitió M. Laruelle un momento después.

—Contra la muerte —el Cónsul se reclinó, cómodamente en su silla—. Mi batalla por la supervivencia de la conciencia humana.

—Pero no por cierto las cosas tan importantes para nosotros, menospreciados sobrios, de las cuales depende el equilibrio de cualquier situación humana. Precisamente es tu incapacidad para verlas, Geoffrey, lo que las convierte en instrumento del desastre que te has creado. Tu Ben Jonson, por ejemplo, o tal vez fue Christopher Marlowe, tu Fausto, veía pelear a los cartagineses luchando en la uña del dedo gordo de su pie. Así es la clara visión a la que te entregas. Todo parece perfectamente claro, porque es por cierto perfectamente claro en términos de la uña del dedo del pie.

—Cómete un escorpión endiablado —propuso el Cónsul acercándole, con el brazo extendido, los camarones—. Un ‘cabrón’ endiablado.

—Admito la eficacia de tu tequila… pero, ¿te das cuenta de que, mientras estás luchando contra la muerte (o lo que imagines estar haciendo), mientras que lo que hay de místico en ti se libera (o lo que imagines que se libera), mientras gozas de todo esto, te das cuenta de las extraordinarias concesiones que te hace el mundo que tiene que bregar contigo; sí, y que ahora mismo te hago yo?

En actitud soñadora, miraba ahora el Cónsul hacia arriba, hacia la rueda de la fortuna cerca de ellos, inmensa, pero semejante a una infantil estructura de Meccano enormemente aumentada, con sus vigas y ménsulas de ángulo; en la noche se encendería con sus varillas de acero aprisionadas en el patetismo esmeralda de los árboles; la rueda de la ley, que gira; y no podía uno dejar de pensar también que el carnaval aún no estaba en plena actividad. ¡Qué alboroto habría más tarde! Su mirada se detuvo ante otro pequeño tiovivo, tambaleante juguete infantil pintado de colores lustrosos, y vióse de niño, decidiéndose a abordarlo, vacilando, perdiendo la siguiente oportunidad, y la siguiente, perdiendo todas las oportunidades hasta que era demasiado tarde. ¿Precisamente de qué oportunidades se trataba? De una radio situada en alguna parte, provino una voz que cantaba: ‘Samaritana mía, alma mía, bebe en tu boca linda’, y luego enmudeció. Sonaba a Samaritana.

—Y olvidas lo que excluyes de este… digamos sentimiento de omnisciencia. Y en la noche (me imagino) o entre copa y copa (que es como una especie de noche) lo que has excluido regresa, como si resintiera esa exclusión.

—¡Vaya que si regresa! —dijo el Cónsul que ya para entonces escuchaba—. Hay también otros delirios menores, meteora, que puedes pescar al vuelo, ante tus ojos, como jejenes. Y esto, según lo que la gente cree, es el fin. Pero el delirium traemens es sólo el comienzo, la música que rodea el portal de Qliphoth, la obertura dirigida por el Dios de las Moscas… ¿Por qué ve ratas la gente? Ésta es la índole de preguntas que debiera preocupar al mundo, Jacques. Piensa en la palabra remordimiento. Remuerde. Mordeo. Morderé. ¡La mordida!… Y ¿por qué roedor? ¿Por qué todo este morder, todos aquellos roedores en la etimología?

—Facilis est descensus Averno… Es demasiado fácil.

—¿Niegas la grandeza de mi batalla? Aunque gane. Y ciertamente ganaré, si quiero —añadió el Cónsul, consciente de la presencia de un hombre que, cerca de ellos, trepado en una escalera de mano, clavaba una tabla en un árbol.

—Je crois que le vautour est doux à Prometheus et que les Ixion se plaisent en Eners.

…¡Box!

—Por no decir nada de lo que pierdes, pierdes, de lo que estás perdiendo, hombre. ¡Idiota! ¡Idiota imbécil!… Has sido aislado de la responsabilidad del sacrificio genuino… Hasta el sufrimiento que soportas es en gran parte innecesario. De hecho, espurio. Le falta la base misma que es indispensable a su naturaleza trágica. Te engañas a ti mismo. Por ejemplo, que estás ahogando tus tristezas… Por Yvonne y por mí. Pero Yvonne sabe. Y yo también. Y tú también. Que Yvonne no se habría dado cuenta. Si no hubieras estado tan borracho todo el tiempo. Para saber lo que estaba haciendo. O que te importara. Y lo que es más. Lo mismo va a ocurrir otra vez, idiota, volverá a suceder si no te corriges. Puedo verlo escrito en la pared. Hola.

M. Laruelle no estaba allí; había estado hablando solo. El Cónsul se levantó y terminó su tequila. Pero lo escrito estaba allí, en efecto, aunque no en la pared. El hombre había clavado su tabla en el árbol:

¿LE GUSTA ESTE JARDÍN?

El Cónsul se percató, al salir del París, de que estaba en un estado de embriaguez, por decirlo así, raro en él. Sus pasos se inclinaban hacia la izquierda y no podía hacer que lo llevaran a la derecha. Sabía en qué dirección caminaba, hacia la terminal de los autobuses o, mejor dicho, a la cantinucha sombría que quedaba al lado, administrada por la viuda Gregorio, que era mitad inglesa y había vivido en Manchester, y a la que debía cincuenta centavos, mismos que, repentinamente, había decidido pagarle. Pero sencillamente no podía ir en línea recta hasta allí… Oh we all walk the wibberley wobberley…

Dies Faustus… El Cónsul miró su reloj. Tan sólo por un momento, un horrible momento en el París, creyó que era de noche, que era uno de aquellos días en que las horas pasan deslizándose al igual que los corchos que se mueven sobre el agua tras la popa, y en que las alas del ángel de la noche arrastran la mañana en un abrir y cerrar de ojos: pero hoy parecía estar ocurriendo todo lo contrario: eran apenas las dos menos cinco. Ya era el día más largo en toda su experiencia, una vida entera; no sólo no había perdido el camino, sino que tendría tiempo de sobra para más copas. ¡Si tan sólo no estuviera borracho! El Cónsul desaprobaba enérgicamente esta embriaguez.

Conscientes de su estado, lo acompañaban, jocosos, los niños. Money, money, money farfullaban. ¡O.K. míster! ¿Juérhar yu go? Se colgaban a sus pantalones, y sus gritos se desanimaban, debilitándose y dejaban traslucir su desilusión. Le habría gustado darles algo. Y a pesar de ello, no quería atraer más la atención. Vio a Hugh y a Yvonne que probaban su suerte en un puesto de tiro al blanco. Hugh disparaba e Yvonne observaba; ffut, psst, pfffing; y Hugh abatió una procesión de patos de madera.

Sin que nadie lo viera, el Cónsul tropezó con un puesto (en el que uno podía fotografiarse con su novia, sobre un fondo aterradoramente tempestuoso, verde y espeluznante, con un toro que embestía y el Popocatépetl en erupción) y pasó con el rostro vuelto a otra parte, frente al lastimoso Consulado Británico, cerrado, donde el león y el unicornio desde el escudo de color azul desteñido le contemplaron apesadumbrados. ¡Qué vergüenza! Pero seguimos, a pesar de todo, estando a tu servicio, parecían decir. Dieu et mon droit. Los niños lo habían abandonado. Sin embargo, había perdido el rumbo. Iba llegando al límite de la feria. Cerradas, se alzaban allí misteriosas tiendas de lona, y yacían desplomadas o dobladas. Las primeras parecían casi humanas, despiertas, en espera; las otras, tenían el aspecto arrugado y encogido del hombre que, a pesar de estar dormido, anhela, aun en su inconsciencia, estirar los miembros. Más allá, en las lejanas fronteras de la feria, era, de hecho, Día de Muertos. Aquí las barracas de lona y los puestos parecían estar no tanto dormidos, cuanto carentes de vida, más allá de cualquier esperanza de resurrección. Y luego vio que, después de todo, había endebles señales de vida.

En un sitio exterior a la periferia de la plaza, colocado en parte en la banqueta, levantábase otro tiovivo «seguro», que ofrecía un aspecto de máxima desolación. Las sillitas giraban bajo una pirámide de franjas de manta que dio vueltas durante medio minuto y luego se detuvo para asemejarse al sombrero del aburrido mexicano que la había puesto en movimiento. Aquí estaba este minúsculo Popocatépetl acurrucado lejos de las vertiginosas máquinas volantes, lejos de la Gran Rueda que existía… ¿para quién?, preguntóse el Cónsul. Sin ser para niños ni para adultos, alzábase, vacía, como puede imaginarse desierto el tiovivo de la adolescencia si la juventud sospecha que ofrece una diversión tan aparentemente inocua y elige lo que en la plaza misma se tuerce en elipses agonizantes bajo un gigantesco dosel.

El Cónsul prosiguió su camino, titubeando aún; creyó haber vuelto a hallar el mundo y luego se detuvo:

¡BRAVA ATRACCIÓN!

10 c. MÁQUINA INFERNAL

leyó, impresionado en parte por cierta coincidencia. Brava atracción. La inmensa máquina ondulante, vacía, que giraba sin embargo a toda velocidad por encima de su cabeza en esta sección muerta de la feria, sugería la figura de algún inmenso espíritu maligno gritando en su infierno solitario, retorciendo sus miembros y fustigando el aire como con batanes. Oculta por un árbol, no la había advertido antes. La máquina también se detuvo…

—…¡Míster! Money money money. ¡Míster! ¿juér jar yu go?

Los malditos chiquillos lo habían vuelto a descubrir; y el precio que tuvo que pagar para evitarlos, consistió en dejarse arrastrar inexorablemente, aunque con cuanta dignidad le fue posible, a abordar el monstruo. Y ahora, después de pagar sus diez centavos a un chino jorobado y cubierto con una cachucha de tenis de forma reticular y visera, estaba solo, irrevocable y ridículamente solo en aquel minúsculo confesonario. Al cabo de un momento, con violentas convulsiones turbadoras, la máquina se puso en marcha. Los confesonarios, encaramados en el extremo de amenazantes manubrios de acero, emprendían el vuelo y caían pesadamente. Con potente impulso, la jaula del Cónsul volvió a lanzarse a las alturas y quedó por un momento suspendida en los aires, pero boca abajo, mientras que la otra cesta que, significativamente, estaba vacía, se encontraba abajo; luego, antes de que pudiese comprender esta situación, volvió a descender dando tumbos y detúvose un momento en el otro extremo, sólo para volver a ser levantada cruelmente hasta la máxima altura, en donde, durante un interminable, intolerable período de suspensión, permaneció inmóvil. El Cónsul, como aquel pobre idiota que traía la luz al mundo, permaneció colgado sobre el vacío, boca abajo, con sólo un fragmento de alambre tejido entre él y la muerte. Allí, por encima de su cabeza, pendía el mundo con su gente que se estiraba hacia él, a punto de salirse del camino para estrellarse contra su cabeza o sobre el cielo. 999. Antes no había habido nadie allí. Sin duda, siguiendo a los niños, la gente se había reunido para contemplarlo. De manera indirecta tema conciencia de no experimentar miedo físico de la muerte, como en este momento no hubiera temido a nada que pudiera devolverlo a la sobriedad; tal vez era ésta su idea principal. Pero no le gustaba. No era divertido. Sin duda alguna se trataba de otro ejemplo del sufrimiento innecesario de Jacques —¿Jacques?—. Y ésta era difícilmente una posición digna de un ex-representante del gobierno de Su Majestad, aunque fuera simbólica; no podía imaginar qué simbolizaba, pero sin duda alguna era simbólica. ¡Jesús! De súbito, los confesonarios comenzaron a girar horriblemente en sentido inverso: ¡Oh!, se dijo el Cónsul, ¡oh!; porque la sensación de la caída era ahora como si quedase horriblemente a su espalda, de manera distinta a todo lo demás, más allá de cualquier experiencia; este girar regresivo no se asemejaba por cierto a las piruetas que se hacen en un avión, en donde el movimiento termina en seguida y la única sensación extraña es el aparente aumento de peso; como marinero, también desaprobaba aquel sentimiento, pero éste… ¡ah. Dios mío! Todos los objetos escapaban de sus bolsillos, se los sustraían, se los arrancaban, un artículo diferente en cada indescriptible cirquito giratorio, mareante, abismante, retrayente, inenarrable; salían su libreta, su pipa y sus llaves, las gafas oscuras que se había quitado, las monedas sueltas de las que no tuvo tiempo ni para imaginar que después de todo recogerían a zarpazos los chiquillos; se le vaciaba, se le hacía girar hasta dejarlo vacío. Su bastón, su pasaporte. —¿Era aquello su pasaporte?— Ignoraba si lo había traído consigo. Entonces recordó que sí lo había traído. O no lo había traído. Aun para un Cónsul sería difícil hallarse sin pasaporte en México. Ex-cónsul. ¿Qué importaba? ¡Que vuele! Había una especie de fiero deleite en esta aceptación final. ¡Que todo vuele! En particular todo lo que suministraba medios de ingreso o egreso, fijaba límites, confería significado o carácter o propósito o identidad a aquella aterradora maldita pesadilla que se veía obligado a llevar consigo a todas partes, sobre sus espaldas, que deambulaba con el nombre de Geoffrey Firmin, antiguo miembro de la Armada de Su Majestad, después del Servicio Consular de Su Majestad, y más tarde aún de… Repentinamente le pareció que el chino dormía, que los niños, la gente, se habían ido, que esto seguiría para siempre; nadie podría detener la máquina… Había acabado.

Y sin embargo, no había acabado. En tierra firme, el mundo seguía girando desaforado: casas, tiovivos, hoteles, catedrales, cantinas, volcanes; resultaba difícil mantenerse en pie. Se percató de que la gente se reía en sus narices, pero —lo cual era más sorprendente— se percató de que, una por una, le devolvían sus pertenencias. El niño que tenía su libreta, se la ofreció y, juguetón, se la retiró antes de devolvérsela. No: todavía tenía algo en su otra mano, un papel arrugado. Con firmeza el Cónsul le dio las gracias. Un telegrama de Hugh. Su bastón, sus gafas, su pipa intacta; sin embargo, no era su pipa predilecta; no estaba el pasaporte. Bien, definitivamente no pudo haberlo traído. Reintegrando los objetos a sus bolsillos, dobló una esquina con gran vacilación, y se hundió en una banca. De nuevo se colocó los anteojos oscuros, púsose la pipa en la boca, cruzó las piernas y, a medida que disminuía la rapidez del mundo, asumió la expresión aburrida del turista inglés sentado en los jardines del Luxemburgo.

Los niños, pensó, ¡qué encantadores son, en el fondo! Las mismas criaturas que lo habían asediado pidiéndole dinero, le habían devuelto hasta la más insignificante moneda y luego, conmovidos por su turbación, se habían escabullido sin esperar recompensa alguna. Deseó haberles dado algo. También la niñita se había ido. Tal vez éste, abierto sobre la banca, fuera su cuaderno de ejercicios. Deseó no haber sido tan brusco con ella, anheló que regresara para poder darle el cuaderno. Yvonne y él debieron haber tenido niños, habrían podido tener niños, pudieron haber tenido niños, debieron tener…

En el cuaderno de ejercicios pudo entender con dificultad:

Escruch es un viejo. Vive en Londres. Vive solo en una casa grande. Scrooge es hombre rico, pero nunca da a los pobres. Es un avaro. Nadie quiere a Scrooge y Scrooge no quiere a nadie. No tiene amigos. Está solo en el mundo. The man (el hombre): the house (la casa): the poor (los pobres): he lives (él vive): he gives (él da): he has no friends (él no tiene amigos): he loves (él ama): old (viejo): large (grande): no one (nadie): rich (rico): ¿Quién es Scrooge? ¿En dónde vive? ¿Scrooge es rico o pobre? ¿Tiene amigos? ¿Cómo vive? Solo. Mundo. Sobre.

Al fin había dejado de girar la tierra con el movimiento de la Máquina Infernal. Hasta la última casa permanecía inmóvil y hasta el último árbol estaba de nuevo arraigado. Según su reloj eran las dos y siete. Y estaba sobrio como una lápida. ¡Qué horrible sensación! El Cónsul cerró la libreta de ejercicios: pícaro Scrooge; ¡qué extraño encontrárselo aquí!

Soldados de aspecto jovial, tiznados como deshollinadores, con paso ágil de poco carácter militar, recorrían las avenidas en ambos sentidos. Los oficiales, elegantemente uniformados, seguían en las bancas, reclinándose sobre sus bastones como si los hubieran petrificado lejanos pensamientos estratégicos. Un indio cargador que llevaba un castillo de sillas, galopaba por la avenida Guerrero. Pasó un loco que llevaba, a guisa de salvavidas, una vieja llanta de bicicleta. Con ademán nervioso la cambiaba continuamente de sitio en torno a su cuello. Murmuró algo al oído del Cónsul, pero sin esperar respuesta ni recompensa; quitóse la llanta y la lanzó hacia adelante, hacia un puesto, y luego la siguió, vacilante, mientras se metía en la boca algo que sacaba de una cajita de hojalata. Alzó la llanta, volvióla a lanzar a lo lejos, repitiendo el proceso, en cuya irreductible lógica parecía estar ocupado eternamente, hasta que se perdió de vista.

El Cónsul sintió que le daba un vuelco el corazón y se levantó a medias. Acababa de ver a Hugh y a Yvonne ante una barraca. Yvonne compraba un taco a una anciana. Mientras ésta untaba la tortilla con queso y salsa de jitomate, un minúsculo policía, de aspecto conmovedoramente miserable (tal vez era uno de los que se habían declarado en huelga) con la cachucha de soslayo, pantalones sucios y abolsados, polainas y una chaqueta varias tallas más grande que la suya, arrancó una hoja de lechuga y con una sonrisa de extremada cortesía se la ofreció. Resultaba claro que se estaban divirtiendo de lo lindo. Comieron sus tacos, sonriendo el uno a la otra mientras la salsa se escurría entre sus dedos; y ahora sacaba Hugh su pañuelo; limpió una mancha en la mejilla de Yvonne y estallaron en carcajadas a las que se unió el policía. ¿Qué había ocurrido ahora con su conspiración, su conspiración para alejarlo? No importaba. El vuelco de su corazón se convirtió en el frío golpe acerado de la persecución atenuada tan sólo por leve alivio; porque ¿cómo —si Jacques les había comunicado sus pequeñas inquietudes— podían hallarse allí, riéndose? Y sin embargo, nunca se estaba seguro; y un policía es un policía, aunque estuviese en huelga y fuese cordial, y el Cónsul temía más a la policía que a la muerte. Colocó un guijarro en la libreta de ejercicios de la niña, la dejó atrás, sobre la banca, y se escabulló detrás de una barraca para no encontrarlos. Por entre las tablas, pudo mirar al hombre que estaba a la mitad del palo ensebado, ni lo bastante cerca de la cúspide ni tampoco de la base para tener la certidumbre de hallar alivio en alguno de los extremos; evadió una enorme tortuga que agonizaba entre dos arroyos de sangre que corrían paralelos a la banqueta, frente a un restaurante de mariscos, y entró en El Bosque, con paso seguro, así como en una ocasión anterior, obsesionado de manera semejante, había llegado corriendo: aún no había trazas del autobús; tenía veinte minutos, tal vez más.

Empero, la Cantina Terminal El Bosque parecía tan oscura que aun después de haberse quitado las gafas tuvo que permanecer inmóvil. Mi ritrovai per una bosca oscura… ¿o selva? ¡Qué importaba! La cantina había sido bien nombrada: «El Bosque.» Aunque su mente asociaba esta oscuridad con cortinajes de terciopelo, allí, detrás del sombrío mostrador, estaban las cortinas de terciopelo o de pana, demasiado sucias y llenas de polvo como para ser negras, cubriendo en parte la entrada al cuarto trasero, del que nunca podía tener la seguridad que fuese privado. Por alguna razón, la fiesta no se había desbordado hasta aquí: el lugar —pariente mexicano del inglés «Jug and Bottle», y destinado ante todo a quienes beben «fuera» del establecimiento, en el que sólo había una raquítica mesa de acero y dos taburetes en el mostrador, el cual, orientado hacia el este, se volvía progresivamente más oscuro a medida que el sol, para aquellos que se fijaran en esas cosas, ascendía los cielos, estaba desierto, como siempre, a esta hora. El Cónsul andaba a tientas. —Señora Gregorio —dijo en voz baja, aunque con modulación impaciente y agonizante en su voz. Le había sido difícil encontrar su propia voz; con urgencia precisaba otra copa. La palabra resonó en la parte trasera de la casa; Gregorio; no hubo respuesta. Sentóse, mientras que, paulatinamente, las formas que le rodeaban se destacaron con mayor precisión, formas de barriles detrás de la barra, de botellas. ¡Ah, pobre tortuga! Este pensamiento fustigó una dolorosa tangente. Había grandes barriles verdes de ‘jerez’, ‘habanero’, ‘catalán’, ‘parras’, ‘zarzamora’, ‘málaga’, ‘durazno’, ‘membrillo’, alcohol puro a peso el litro, tequila, mezcal, rompope. A medida que leía estos nombres, y como si afuera se acercase el alba con paso sombrío, la cantina se iluminó ante su vista y oyó voces que volvían a murmurarle al oído, una sola voz que decía por encima del rugido de la feria, que se oía en sordina: —Geoffrey Firmin, así es el morir así y nada más, un despertar de un sueño en un lugar oscuro en el que, como ves, están presentes los medios de escape de otra pesadilla. Pero la elección depende de ti. No se te invita a que uses esos medios de escape; se deja a tu libre juicio; para obtenerlos sólo es necesario… —señora Gregorio —repitió, y volvió el eco: —Orio.

Antaño, en un rincón de la cantina, alguien comenzó alguna vez un pequeño mural imitando el Gran Mural del Palacio; sólo dos o tres figuras: descascarados tlahuicas a medio acabar. Oyóse el ruido de pasos lentos arrastrándose en la parte trasera; apareció la viuda, pequeña anciana que llevaba un crujiente vestido negro inusitadamente largo y raído. Su cabello, que el Cónsul recordaba canoso, parecía haber sido alheñado en fecha reciente, o teñido de rojo, y aunque le colgaba con desaliño sobre la frente, remataba en la nuca con un chongo. Su rostro, perlado de sudor, revelaba una extraordinaria palidez cérea; veíase agobiada por el trabajo, gastada por el sufrimiento, y a pesar de ello, al ver al Cónsul brillaron sus ojos cansados, iluminando así toda su expresión con un vago reflejo irónico en el que también surgieron a la vez una cierta determinación y cansada expectativa. —Mezcal posiblemente —dijo canturreando en mal inglés con tono extraño y medio burlón—. Mezcal imposible —pero no hizo ademán alguno de servir una copa al Cónsul, tal vez por su deuda, objeción que en seguida quedó resuelta cuando éste puso un ‘tostón’ en el mostrador. Ella sonrió casi con socarronería al dirigirse al barril de mezcal.

—‘No; tequila, por favor’ —dijo el Cónsul.

—‘Un obsequio’ —le tendió la copa de tequila—. Where do you laugh now?

—I still laugh in ‘calle de Nicaragua cincuenta y dos’ —respondió sonriendo el Cónsul—. Quiere usted decir live, señora Gregorio, no laugh; ‘con permiso’.

—Acuérdate —corrigióle con dulzura y lentitud la señora Gregorio—, acuérdate de mi inglés. Bueno, así es —suspiró y se sirvió una copita de málaga del barril en que estaba inscrito con tiza aquel nombre—. A tu amor. What’s my names? —le acercó un plato lleno de sal espolvoreada de chile anaranjado.

—‘Lo mismo’ —el Cónsul terminó el tequila—. Geoffrey Firmin.

La señora Gregorio le trajo un segundo tequila; durante un rato se miraron sin decir palabra: —Así es —dijo al fin, y volvió a suspirar; en su voz se advertía cierto dejo de conmiseración por el Cónsul—. Así es. Debes aceptar las cosas como vienen. No tiene remedio.

—No, no tiene remedio.

—Si tuvieras a tu esposa, lo perderías todito con ese cariño —dijo la señora Gregorio; y al comprender que de algún modo se reanudaba esta conversación en donde semanas antes la habían interrumpido, tal vez cuando Yvonne lo había abandonado por séptima vez aquella noche, descubrió el Cónsul que no deseaba cambiar aquellas bases de sufrimiento compartido en que se fundaban sus relaciones (porque, en realidad, Gregorio la había abandonado antes de morir) y le informó que su esposa había vuelto y que, de hecho, quizá se hallaba a menos de cincuenta pasos de donde estaban—. Las dos cabezas están ocupadas con lo mismo, así es que no puede perder —prosiguió con tristeza.

—‘Sí’ —dijo el Cónsul.

—Así es. Si tu cabeza está ocupada con otras cosas, nunca pierdes la cabeza. Tu cabeza, tu vida… todo lo que hay en ella. Cuando era niña nunca pensé que iba a vivir como vivo ahora. So naba sueños relindos. Lindas ropas, lindos peinados… «Ahorita todo es bueno para mí», pensé una vez: teatros, todo… hoy no pienso más que en dificultades, dificultades, dificultades; y las dificultades vienen… Así es. —‘Sí, señora Gregorio’.

—Claro que era una muchacha rechula de mi pueblo —dijo—. Esto —y lanzó una mirada despectiva en torno a la oscura cantinucha—, nunca estuvo en mi cabeza. La vida cambia, ¿sabe?, you can never drink of it.

—No se dice drink of it, señora Gregorio, lo que usted quiere decir es think of it.

—Never drink of it. Ah, bueno —dijo a la vez que servía un litro de alcohol para un infeliz peón desnarizado que penetró en silencio y se mantuvo de pie en un rincón—, una vida relinda entre gente relinda, ¿y ahora qué?

La señora Gregorio pasó al cuarto de atrás arrastrando los pies y dejando solo al Cónsul. Éste siguió sentado por algunos minutos con su segundo tequila doble, intacto. Imaginaba beberlo, a pesar de lo cual no tenía fuerza de voluntad para estirar el brazo y tomarlo, como si se tratase de algo alguna vez anhelado con tedio y por mucho tiempo, pero que —copa colmada y de pronto a su alcance— había perdido todo su significado. La vacuidad de la cantina y un extraño tic tac, semejante al de algún escarabajo, dentro de aquel vacío, comenzó a crisparle los nervios; consultó su reloj: sólo las dos y diecisiete. En su imaginación se vio de nuevo bebiendo su copa: una vez más, le volvió a fallar la voluntad. La puerta de goznes se abrió una vez y alguien echó una rápida mirada, quedó satisfecho, y salió: ¿era Hugh, o Jacques? Fuera quien fuese, parecía tener las facciones de ambos alternativamente. Alguien más entró y, aunque un instante después supo el Cónsul que no era así, pasó directamente al cuarto de atrás, atisbando con mirada furtiva en su derredor. Una hambrienta perra callejera que parecía recién desollada, entró siguiendo al último hombre; alzó la mirada y contempló al Cónsul con ojos vidriosos y amables. Luego, echándose sobre su pobre pecho miserable de donde pendían marchitas ubres, se inclinó y comenzó a rascarse. ¡Ah, la invasión del reino animal! Antes fueron los insectos; ahora éstos volvían a cercarlo, estos animales, este pueblo sin ideas: —‘Dispense usted, por Dios’ —murmuró al oído de la perra, y luego, con intención de decir algo amable, añadió inclinándose alguna frase leída o escuchada en su infancia o en su juventud— porque Dios ve qué tímido y hermoso eres en realidad, y los pensamientos de esperanza que llevas contigo, son como avecillas blancas…

Irguióse y de pronto comenzó a declamarle a la perra:

—Y sin embargo, ese día, ‘pichicho’, estarás conmigo en… —pero ella, dando saltos en tres patas, huyó aterrada y se deslizó por debajo de la puerta.

De un solo trago el Cónsul acabó su tequila; luego se dirigió al mostrador. —Señora Gregorio —gritó; esperó, paseando su mirada por la ‘cantina’, que parecía haberse iluminado mucho más. Y volvió el eco: Orio… ¡Hombre, aquellas locas pinturas de lobos! Se había olvidado de que estaban aquí. Los cuadros que ahora se materializaban (seis o siete de tamaño considerable) venían a completar, en defecto del muralista, la decoración de El Bosque. Precisamente eran idénticos en cada detalle. Todos mostraban el mismo trineo perseguido por la misma manada de lobos. Los lobos daban caza a los ocupantes del trineo a todo lo largo del bar y a intervalos regulares en torno del cuarto, aunque en el proceso ni el trineo ni los lobos se movían una sola pulgada. ¿Hacia qué enrojecido Tártaro, oh, misteriosa bestia? De modo incongruente recordó el Cónsul la cacería de lobos de Rostov en La Guerra y la Paz… ¡ah, y después, aquélla incomparable tertulia, en casa del viejo tío, la sensación de juventud, la alegría, el amor! Al mismo tiempo recordó haber oído que los lobos nunca cazaban en manadas. Sí, por cierto. Cuántas concepciones de la vida se basaban en errores congéneres, cuántos lobos sentimos que nos pisan los talones, mientras que nuestros verdaderos enemigos pasan junto a nosotros con piel de ovejas. —Señora Gregorio —volvió a decir, y vio que regresaba la viuda arrastrando los pies, aunque tal vez era demasiado tarde y no tendría tiempo de tomarse otro tequila.

Estiró el brazo y luego lo dejó caer. ¡Dios! ¡Dios! ¿qué le había ocurrido? Por un instante creyó ver a su madre. Ahora sentía que luchaba contra sus propias lágrimas, que quería abrazar a la señora Gregorio, llorar como niño, ocultar el rostro en su regazo. —‘Adiós’ —dijo, y viendo un tequila en el mostrador, a pesar de todo, lo bebió con rapidez.

La señora Gregorio le tomó una mano y se la retuvo. —La vida cambia, ¿sabe? —le dijo mirándolo fijamente—. You can never drink of it. Creo que pronto voy a volver a verlo con su esposa. Me parece verlo riendo en un lugar relindo —y sonreía—. Muy lejos, en un lugar relindo en donde todas esas dificultades que tiene ahora tendr… —sobresaltóse el Cónsul: ¿qué decía la señora Gregorio?— ‘Adiós’ —añadió ella en español— no tengo casa, no más una sombra. Pero cuando necesite una sombra, mi sombra es suya.

—Gracias.

Senk yu.

Senk yu no, señora Gregorio, thank you.

—Senk yu.

Parecía no haber moros en la costa: sin embargo, el abrir al Cónsul con cautela las puertas de persiana casi tropezó con el doctor Vigil. Fresco e impecable, en sus ropas de tenis pasaba con rapidez en compañía del señor Quincey y del gerente del cine local, el señor Bustamante. El Cónsul retrocedió temeroso de Vigil, de Quincey, de que lo vieran salir de la ‘cantina’, pero ellos parecieron no advertirlo cuando pasaron junto al ‘camión’ de Tomalín (que acababa de llegar) agitando los hombros como los jockeys, a la vez que charlaban sin cesar. El Cónsul sospechó que toda su conversación se refería a él: ¿qué podía hacerse con él?, preguntábanse, ¿cuántos tragos había tomado anoche en el ‘Gran Baile’? Sí, allí estaban, yendo precisamente rumbo al Bella Vista, para conseguir algunas «opiniones» adicionales sobre él. Revolotearon a diestra y siniestra y desaparecieron…

‘Es inevitable la muerte del Papa’.