X

—Mezcal —dijo el Cónsul casi distraído. ¿Qué había dicho? ¡Qué importa! Solo, el mezcal surtiría efecto. Pero no debía ser un mezcal en serio, se dijo—. ‘No, señor Cervantes’ —murmuró— ‘mezcal, poquito’.

Sin embargo, pensó el Cónsul, no era simplemente que no debiese, no era sólo eso, no; más bien era como si hubiera perdido o extraviado algo o, mejor dicho, no perder precisamente, no extraviar por fuerza. Era más como si estuviera esperando algo, y luego, como si volviera a no esperar. Era casi como si una vez más estuviese (en lugar de encontrarse en el umbral del Salón Ofelia contemplando la tranquila alberca en que Yvonne y Hugh estaban a punto de nadar) en el negro andén descubierto, al otro lado del cual crecían las coronillas y las ulmarias, y al que había acudido, después de beber toda la noche, para recibir a Lee Maitland que regresaba de Virginia a las 7.40 de la mañana; había acudido ligero, con paso rápido y en aquel estado de ánimo en que ciertamente se despierta el ángel de Baudelaire, deseoso tal vez de esperar trenes, pero no de esperar a los trenes que se detienen; porque en la mente del ángel no hay trenes que se detengan, y de tales trenes nadie baja, ni siquiera otro ángel, ni siquiera un ángel rubio como Lee Maitland. ¿Estaba retrasado el tren? ¿Por qué estaba el Cónsul paseándose por el andén? ¿Era el segundo o el tercer tren del Puente de Suspensión —¡Suspensión!— el que, según el encargado de la estación, traería a Lee? ¿Quién era ella? Era imposible que Lee Maitland viniese en semejante tren. Y, además, todos estos eran trenes expresos. Los rieles se alejaban en la distancia, cuesta arriba. Agitando las alas, un pájaro solitario cruzó las vías en lontananza. A corta distancia, a la derecha del paso a desnivel, congelado, erguíase un árbol cual una mina verde que explotase en el mar. La fábrica de cebollas deshidratadas junto a los desviaderos se despertó, y luego fueron las compañías carboníferas. Negro carbón que calienta al blanco: Carbón del Demonio… Un delicioso aroma de sopa de cebolla en las callejuelas aledañas a Vavin impregnaba la madrugada. Cerca, mugrosos barrenderos rodaban sus carretillas o cernían carbón. Hileras de faroles apagados como víboras a punto de atacar, formábanse en el andén. Del otro lado había coronillas y amargones y un bote de basura que cual brasero, ardía, solitario, furioso entre las ulmarias. La mañana calentaba. Y ahora, uno tras otro, aparecían los terribles trenes en lo alto del horizonte que resplandecía como un espejismo: primero el lejano gemido, luego el horrible chorro alargado de negro humo, un pilar sin base, inmóvil, luego un casco redondo, como si no siguiera los rieles, como si fuese por otra ruta, o como si se detuviera ¡oh Dios, no se detiene! Cuesta abajo: Chúcutu-un chúcutu-ún: chúcutu-dos chúcutu-dos: chúcutu-tres chúcutu-tres: chúcutu-cuatro chúcutu-cuatro: ¡Ay! a Dios gracias no se detiene y los rieles tiemblan, la estación vuela y el hollín, negro y bituminoso: líqueti-cot líqueti-cot líqueti-cot: y luego otro tren chúcutu-un chúcutu-un que viene en otra dirección, meciéndose, silbando, volando a un metro de los rieles, chúcutu-dos con una luz que arde contra el fondo del alba chúcutu-tres chúcutu-tres, un único ojo inútil, extraño, de color rojo dorado: trenes, trenes, trenes y una bruja que con la nariz sopla sobre un organillo una estridente tonada en re menor maneja cada tren; líqueti-cot líqueti-cot líqueti-cot. Pero no llega su tren; ni tampoco el de ella. Y, no obstante, vendría sin duda alguna, ¿no había dicho el jefe de estación que sería el tercero o el cuarto? ¿De dónde? ¿Dónde estaba el norte? ¿El oeste? Y, de todos modos, ¿norte y oeste según quién?… Y debía recoger flores para recibir" al ángel, a la rubia doncella de Virginia que baja del tren. Pero las flores del terraplén no se dejaban cortar; pegajosas, escupían savia; las flores estaban en el extremo indebido de los tallos, y él(en el lado indebido de los rieles) casi sé cayó en el brasero; las coronillas se daban en mitad de sus tallos; los tallos dé las ulmarias —¿o eran reinas del bosque?— eran demasiado largos, su ramillete era un fracaso. ¿Y cómo regresar cruzando los rieles?; aquí venía otra vez un tren en sentido contrario chúcutu-un chúcutu-un, sobre vías irreales, hollando el aire; sobre rieles que llevaban a alguna parte, a la vida ideal, o tal vez, a Hamilton, Ontario… ¡Idiota! estaba tratando de caminar sobre un solo riel, como un niño sobre el borde de la acera: chúcutu-dos chúcutu-dos: chúcutu-tres chúcutu-tres: chúcutu-cuatro chúcutu-cuatro: chúcutu-cinco chúcutu-cinco: chúcutu-seis chúcutu-seis: chúcutu-siete chúcutu-siete, trenes, trenes, trenes; trenes que convergían en él desde todos los puntos del horizonte y cada uno aullaba por su demonio amado. La vida no tenía tiempo que perder. Entonces ¿por qué perdía tanto de todo lo demás? Con las coronillas secas ante sus ojos, en la noche —momento siguiente— estaba el Cónsul sentado en la taberna de la estación con un hombre que acababa de tratar de venderle tres dientes flojos. ¿Se suponía que era mañana cuando tenía que esperar el tren? ¿Qué había dicho el jefe de estación? ¿Sería Lee Maitland aquella que agitaba la mano con frenesí desde el expreso? ¿Y quién lanzó por la ventanilla el montón de papeles sucios? ¿Qué había perdido? ¿Por qué estaba sentado allí aquel idiota vestido con un sucio traje gris cuyos pantalones se abultaban a la altura de las rodillas, con una pinza de bicicleta y su chaqueta gris y larga, larga, también abultada y la gorra de tela gris, y botas marrón con su cara carnosa y gris y espesa, en la que faltaban tres dientes, tal vez los mismos tres dientes de un lado, y su cuello grueso, y decía a cada rato a todo el que entraba: —Lo estoy mirando… Puedo verlo… No se me va a escapar… —Si sólo te quedaras quieto, Claus, nadie sabría que estás loco… Era también la hora, en el país de las tempestades, cuando el rayo pela los postes, señor Firmin, y muerde los alambres, sí señor… puedes probarlo también después, en el agua, azufre puro… cuando a las cuatro, todas las tardes, del cementerio cercano, precedido por el sepulturero bañado en sudor, con sus pesadas botas, agachado, prógnata y tembloroso, con sus especiales instrumentos de muerte… venía a esta misma taberna a encontrarse con el señor Quattras, corredor de apuestas negro que venía de Codrington, Barbados.

—Soy hombre de hipódromo y me eduqué con los blancos, así que los negros no me quieren —el señor Quattras, triste y sonriente, temía que le deportasen… Pero aquella batalla contra la muerte había sido ganada, y él había salvado al señor Quattras. Aquella misma noche —¿fue entonces?— con el corazón cual un brasero helado esperaba de pie en el andén de una estación entre las ulmarias bañadas de rocío; son hermosas y aterradoras estas sombras en los coches que pasan vertiginosamente junto a las vallas y corren como cebras por el camino de pasto en la avenida de los robles oscuros bajo la luna: una sombra única, como un paraguas, se desliza sobre rieles al pie de una empalizada; portentos de muerte del corazón que cesa de latir… Desaparece. Devorado al revés por la noche. Y desaparece la luna.

C’était pendant l’horreur d’une profonde nuit. Y el cementerio desierto a la luz de las estrellas, abandonado por el sepulturero, ahora borracho, que regresa a casa a campo traviesa… —Puedo cavar una tumba en tres días, si me dejan… —el cementerio bajo la salpicada luz lunar de un único farol, el pasto espeso y profundo y el obelisco que se alza hasta perderse en la Vía Láctea. Jull, se leía en el monumento: ¿Qué había dicho el jefe de estación? Los muertos. ¿Duermen? ¿Por qué, si nosotros no podemos? Mais tout dort, et l’armée, et les vents et Neptune. Y había colocado con reverencia las pobres coronillas marchitas en una tumba abandonada… Eso ocurrió en Oakville. Pero entre Oaxaca y Oakville, ¿qué diferencia? ¿O entre una taberna que abría a las cuatro de la tarde y otra que abría (salvo en los días de fiesta) a las cuatro de la mañana? ¡No le cuento embustes, pero una vez por $ 100 hice cavar una cripta íntegra y la mandé a Cleveland!

Transportarán un cadáver por expreso…

Rezumando alcohol por cada poro, el Cónsul permanecía en la puerta abierta del Salón Ofelia. ¡Qué cuerdo había sido al tomarse un mezcal! ¡Qué cuerdo! Porque era la bebida indicada, la única que debía tomar en tales circunstancias. Además, no sólo se había probado a sí mismo no tenerlo, sino que también estaba plenamente despierto, volvía a estar del todo sobrio y podía resolver cualquier dificultad que se le presentase. Si no fuera por esas continuas contorsiones y saltos en su campo visual, cual innumerables pulgas de arena, hubiera podido decirse que no se había tomado una sola copa en varios meses. Lo único que andaba mal era que sentía demasiado calor.

Una cascada natural estrellábase en una especie de tanque construido en dos planos: le parecía que el espectáculo era no tanto refrescante como sugerente, en cierto modo grotesco, de alguna especie de último sudor agónico; el nivel inferior formaba una alberca en la que aún no nadaban Hugh e Yvonne. El agua de turbulento nivel superior corría por una cascada artificial, más allá de la cual se convertía en ágil corriente que serpeaba por la espesa selva para perderse de vista al precipitarse en una cascada natural de mayores proporciones. Después, según recordó, se dispersaba, perdía su identidad y goteaba en la barranca por diversos sitios. Una senda seguía el curso de la corriente al través de la selva, y en cierto lugar desviábase hacia la derecha otra vereda que llegaba a Parián: y al Farolito. Aunque el primer camino también llevaba a lugares ricos en cantinas. ¡Sólo Dios sabe por qué! Una vez, quizá en la época de las haciendas, Tomalín tuvo cierta importancia irrigatoria. Luego, después del incendio de los cañaverales, se abandonaron los brillantes y factibles proyectos que se habían elaborado para construir un centro termal. Más tarde, vagos sueños de fuerza hidroeléctrica flotaron en la atmósfera, aunque nunca se hizo nada al respecto. Parián era un misterio aún mayor. Colonizada en sus orígenes por un puñado de aquellos fieros antepasados de Cervantes y los desleales tlaxcaltecas que habían logrado hacer de México, aun traicionándolo, algo grande, la capital nominal del estado fue eclipsada por Quauhnáhuac desde la época de la revolución, y aunque siguió siendo un oscuro centro administrativo, nadie le había podido explicar nunca claramente al Cónsul cómo había logrado subsistir. Se veía gente que allá iba; poca —recordaba— que volviese. Claro que regresaban; él mismo había vuelto: había una explicación. Pero, ¿por qué no había autobús para hacer el recorrido hasta allá o por qué sólo hacíalo de mala gana y por una extraña ruta? El Cónsul se sobresaltó.

Cerca de él, algunos fotógrafos acechaban bajo negras capuchas. Esperaban junto a sus maltrechos aparatos a que saliesen los bañistas de los gabinetes. Ahora dos muchachas vestidas con viejos trajes alquilados, gritaban al acercarse al agua. Pavoneándose en lo alto de un parapeto gris que dividía la alberca de los rápidos superiores, sus acompañantes, que a todas luces decidían no zambullirse, para justificarse apuntaban a un trampolín sin escaleras que, abandonado, cual una víctima olvidada de alguna catástrofe diluviana, estaba en un pirul de pobre ramaje. Al cabo de un rato, dando gritos, deslizáronse vertiginosamente por una resbaladilla de concreto que llevaba a la piscina. Las muchachas, aunque remisas, acabaron por meterse al agua con risas sofocadas. Nerviosas ráfagas agitaban la superficie de las aguas. Nubes de color magenta amontonábanse cada vez más en el horizonte, pero en las alturas el cielo estaba despejado.

Hugh e Yvonne aparecieron vistiendo grotescos trajes. Parados en la orilla de la alberca, reían y tiritaban, aunque los rayos horizontales del sol caían sobre ellos con sólido calor.

Los fotógrafos tomaron sus fotos.

—¡Vaya! —dijo Yvonne—, esto es como las Cataratas de la Herradura en Gales.

—O como el Niágara —respondió el Cónsul—, circa 1900. ¿Qué te parecería un viajecito en el Doncella de las brumas a setenta y cinco centavos incluyendo los impermeables?

Cauteloso, y con las manos sobre las rodillas, volvióse Hugh.

—Sí. Hasta donde termina el arcoiris.

—La Gruta de los Vientos. La ‘Cascada Sagrada’.

Había en realidad, más de un arcoiris. Aunque sin ellos, el mezcal (que Yvonne, claro está, no podía haber advertido) habría dado al lugar un aspecto mágico. La magia estaba en las propias Cataratas del Niágara, no en su elemental majestad de ciudad de las lunas de miel; en un sentido amatorio, cursi, dulzón, hasta indecoroso, que merodeaba en este nostálgico paraje salpicado por la espuma. Pero ahora el mezcal hacía sonar una nota discordante, luego una sucesión de quejumbrosas notas discordantes a cuyo son parecían bailar todas las neblinas que se mecían en las elusivas sutilezas de los listones de luz, entre las cintas de flotantes arcoiris. Era una danza fantasmagórica de almas desconcertadas por estos engañosos matices, las cuales, no obstante, seguían buscando la permanencia en medio de lo que era sólo perpetuamente evanescente o se perdía para siempre. O era una danza entre el buscador y su meta, persiguiendo aquí los alegres colores que había asumido sin saberlo, y allá esforzándose por reconocer la más refinada escena en la que ya participaba sin que acaso jamás llegara a percatarse de ello…

Oscuras espirales de sombras yacían en la cantina desierta. Echáronsele encima. —‘Otro mezcalito. Un poquito’ —la voz parecía venir de encima del mostrador, donde dos fieros ojos amarillos taladraban la penumbra. Materializáronse la cresta escarlata, las barbas y luego las plumas de metálicos reflejos color verde broncíneo, pertenecientes a un gallo que estaba sobre la barra y, surgiendo juguetón de atrás del mostrador Cervantes lo saludó con alegría tlaxcalteca.

—‘Muy fuerte. Muy terrible’ —cacareó.

¿Acaso era éste el rostro que botó quinientos barcos y traicionó a Cristo al imponerlo en el Hemisferio Occidental? Pero el ave parecía bastante mansa. Las tres y media by the cock, había dicho aquel otro tipo. Y aquí estaba el gallo, the cock. Era un gallo de pelea. Cervantes lo estaba adiestrando para una pelea en Tlaxcala, pero al Cónsul no le interesaba. Los gallitos de Cervantes siempre perdían; el Cónsul había asistido, borracho, a una pelea en Cuautla; aquellas feroces batallas en miniatura inventadas por el hombre, crueles y destructivas y, sin embargo, en cierto modo suciamente inconclusas, breve cada una cual un coito ejecutado con repugnante torpeza, le asqueaban y aburrían. Cervantes retiró el gallo. —‘Un bruto’ —añadió.

El estruendo amortiguado de las cataratas llenaba el cuarto como el fragor de las máquinas de un barco… Eternidad… El Cónsul, refrescado, se apoyó en la barra contemplando su segunda copa del líquido incoloro con aroma de éter. Beber o no beber… Pero sin mezcal, imaginó, se había olvidado de la eternidad, se había olvidado de su viaje al mundo, de que la tierra era una nave fustigada por la cola del Cabo de Hornos y condenada a no llegar nunca a su Valparaíso. O que era cual una pelota de golf lanzada a la Mariposa de Hércules que un gigante asomado a la ventana de un manicomio en el infierno pescaba caprichosamente al vuelo. O que era un camión que hacía su excéntrico viaje a Tomalín y nada. O que era como… lo que fuese dentro de poco, después del próximo mezcal.

Y sin embargo, aún no había habido un «próximo» mezcal. Allí permanecía el Cónsul, como si su mano fuera parte de la copa, escuchando, recordando… De pronto oyó por encima del estruendo las voces claras y dulces de los jóvenes mexicanos que estaban afuera: también la voz de Yvonne, amada, intolerable —y diferente, después del primer mezcal— que pronto habría de perderse.

¿Por qué perderse?… Ahora era como si las voces se confundieran con el torrente cegador de la luz solar que se derramaba por la puerta abierta y que al pasar convertía las flores escarlatas en llameantes espadas. Casi hasta la mala poesía es mejor que la vida, podía estar diciendo la confusión de voces mientras él bebía ahora la mitad de su copa.

El Cónsul advirtió otro estruendo, aunque éste provenía del interior de su cabeza: Chúcutu-un: meciéndose, el American Express lleva el cadáver entre las verdes praderas. ¿Qué es el hombre sino una minúscula alma que mantiene en vida a un cadáver? ¡El alma! ¡Ah! ¿Acaso no tenía ella también sus tlaxcaltecas salvajes y traicioneros, su Cortés y sus ‘noches tristes’ y, sentado en el interior de su más recóndita ciudadela, encadenado y bebiendo chocolate, su pálido Moctezuma?

El estruendo ascendió, desvanecióse, y volvió a elevarse; las cuerdas de guitarra se mezclaban con la algarabía de muchas voces que llamaban y no cantaban, como las nativas de Cachemira, suplicantes, por encima del estrépito del remolino: —‘Borrrrraaacho’ —gemían. Y el cuarto en la penumbra con su luminoso umbral temblaba bajo sus pies.

—…¿Qué te parece, Yvonne, si algún día escalamos aquel bebé, quiero decir el Popo…?

—¡Dios mío! ¿No has hecho bastante ejercicio por un…?

—…Sería buena idea endurecer primero los músculos, adiestrarse en algunos picos menores.

Estaban bromeando. Pero el Cónsul no bromeaba. Su segundo mezcal era en serio. Sin terminarlo, lo dejó en el mostrador; desde un lejano rincón el señor Cervantes le hacía señas de que se acercase.

Un hombrecillo andrajoso que ostentaba un parche negro sobre un ojo y vestía una chaqueta negra, pero tocado con un hermoso ‘sombrero’ cuyas borlas de vivos colores caían sobre su espalda, parecía, por salvaje que fuese en el fondo, hallarse en un estado de excitación nerviosa casi tan intenso como la de él mismo. ¿Qué magnetismo atraía a estas trémulas y ruinosas criaturas hacia su órbita? Cervantes se adelantó indicándole el camino por detrás del mostrador, subió dos escalones y corrió una cortina. ¡Pobre tipo solitario!, quería volver a enseñarle su casa. El Cónsul ascendió los escalones con dificultad. Un pequeño cuarto ocupado por una enorme cama metálica. Rifles enmohecidos en una percha de la pared. En un rincón, ante la diminuta Virgen de porcelana, ardía una veladora. Vela sacramental en realidad, derramaba en el cuarto un mortecino resplandor rubescente al través del cristal y formaba un amplio cono amarillo que temblaba en el techo: la mecha ardía débilmente. —Míster —temblando, Cervantes apuntó hacia ella—. ‘Señor’. Mi abuelo me dijo que nunca la dejara apagarse —lágrimas de mezcal aparecieron en los ojos del Cónsul y recordó algo que aconteció en la parranda de la noche anterior cuando, acompañado del doctor Vigil, fueron a una iglesia de Quauhnáhuac que no conocía y en la que había oscuros gobelinos y extraños ex-votos pintados, una Virgen piadosa que flotaba en la penumbra, a la cual rogó con el corazón palpitante de pesadumbre para que Yvonne volviera. Sombrías figuras, trágicas y aisladas, merodeaban en la iglesia o permanecían de hinojos… sólo los desamparados y los solitarios iban allí. —Es la Virgen de los que no tienen a nadie —dijo el doctor acercando la cabeza a la imagen—. Y de los marineros que están en alta mar —luego se arrodilló en la mugre y colocando junto a sí su pistola (porque el Dr. Vigil iba siempre armado a los bailes de la Cruz Roja) en el piso, dijo con tristeza—: Nadie viene aquí, sólo los que no tienen a nadie.

Ahora el Cónsul identificaba a esta Virgen con aquella que había escuchado su plegaria y, mientras permanecían ante ella en silencio, volvió a rezar: —Nada ha cambiado, y a pesar de la misericordia de Dios, sigo estando solo. Aunque mi sufrimiento parece no tener sentido, sigo agonizando. No hay explicación para mi vida —no la había por cierto, ni tampoco era esto lo que había querido expresar—. Por favor, que Yvonne logre aquello con lo que ha soñado… ¿soñado?… una nueva vida conmigo… permíteme creer, por favor, que no todo es un abominable engaño de nosotros mismos —trató…—. Permíteme, por favor, hacerla feliz, líbrame de esta horrenda tiranía de mí mismo. Me he hundido muy bajo. Permíteme hundirme aún más para que así pueda llegar a conocer la verdad. Enséñame a amar de nuevo, a amar la vida —tampoco eso serviría…— ¿En dónde está el amor? Permíteme sufrir en verdad. Devuélveme la pureza, el conocimiento de los Misterios que he traicionado y perdido. Haz que me quede de veras solo para que pueda orar honestamente. Permítenos volver a ser felices en alguna parte, pero juntos, aunque sea fuera de este terrible mundo. ¡Destruye el mundo! —clamó desde lo profundo de su corazón. Los ojos de la Virgen miraban hacia abajo en señal de bendición, pero tal vez no había escuchado. El Cónsul apenas notó que Cervantes había tomado uno de los rifles: —Me encanta la caza —después de volver a ponerlo en su lugar, abrió el último cajón de un ropero arrinconado en otra esquina. El cajón estaba repleto de libros, incluso la Historia de Tlaxcala, en diez volúmenes. Lo cerró de inmediato—. Soy un hombre insignificante, y no leo estos libros para probar mi insignificancia —dijo con orgullo—. ‘Sí, hombre’ —prosiguió, mientras volvían a bajar al bar— como le dije, obedezco a mi abuelo. Me dijo que me casara con mi esposa. Así es que llamo a mi esposa mi madre —sacó la fotografía de un niño en un féretro y la puso sobre el mostrador—. Bebí todo el día.

—…gafas para la nieve y un alpenstock. Te verías maravillosamente con…

Hugh y luego Yvonne hablaban mientras se vestían y conversaban en voz alta por encima de los cuartos de baño, a menos de dos metros, más allá del muro.

—…sientes hambre ahora, ¿verdad?

—…un par de pasas y media ciruela!

—…sin olvidar los limones…

El Cónsul terminó su mezcal: todo era una broma conmovedora, claro está, y no obstante, si bien este proyecto de subir al Popo era el tipo de cosa que Hugh habría planeado antes de llegar, en tanto que descuidaba tantas otras cosas, sin embargo, ¿no se les habría ocurrido acaso que, la idea de ascender al volcán tenía en cierto modo la significación de pasar juntos toda una vida? Sí, ante la mirada de ambos alzábase con todos sus peligros ocultos, sus trampas, ambigüedades, engaños, portentoso como lo que podían imaginar, durante el pobre espacio breve e ilusorio de un cigarrillo, que era su propio destino… ¿o simplemente se trataba ¡ay! de que Yvonne era feliz?

—…¿de dónde salimos, de Amecameca?

—Para evitar el mal de montaña.

—…aunque, según dicen, se trata de toda una peregrinación. Geoff y yo pensamos hacerlo hace años. Primero se va a caballo hasta Tlamacas…

—…a media noche, ¡en el Hotel Fausto!

—¿Qué preferirían todos ustedes, coliflores o papizzas? —el Cónsul, inocente, los saludaba, sin bebida, en una cabina, frunciendo le ceño; la cena de Emmaús, pensó, a la vez que trataba de disfrazar su lejana voz de mezcal mientras examinaba el menú que le había entregado Cervantes—. Sopa de venturas o soupe a l’Onan de ajo y huevo.

—¿Chile con leche? ¿O qué te parece un buen filete de huachinango rebozado con salsa de tártaro y alemanes fritos?

Cervantes les había dado un menú a Yvonne y otro a Hugh, pero ambos compartían el de Yvonne: —La sopa especial del Dr. Moise von Schimdthaus —dijo Yvonne, paladeando sus propias palabras.

—Creo que un pitobel enchilado es todo lo que necesito —dijo el Cónsul— después de esos onanes.

—Sólo uno —prosiguió el Cónsul, temeroso de que las risotadas de Hugh fueran a herir los sentimientos de Cervantes—, pero por favor anote los alemanes fritos. Los encuentra uno hasta en el filete.

—¿Y qué hay del tártaro? —preguntó Hugh.

—¡Tlaxcala! —Cervantes, sonriente, discutía entre ellos en su mal inglés, con lápiz tembloroso—. Sí, soy tlaxcalteca… ¿Le gustan los huevos, señora? Huevos pisados. ‘Muy sabrosos’. ¿Huevos divorciados? Para pescado, rebanadas o filete con chícharos. Vol-au-vent à la reine. Maromas para la reina. ¿O le gustan los huevos difíciles de cocer, disífiles en pan tostado? ¿O una rebanada de hígado del Capitán? ¿O chopita de popo en pipián? ¿O pollo espectral de la casa? Pichoncito. ¿O un filete de golfo, con un tártaro frito, le gusta?

—¡Ah, el omnipresente tártaro! —exclamó Hugh.

—Pienso que el pollo espectral de la casa sería aún mejor, ¿no creen? —Yvonne reía a pesar de los obscenos retruécanos que se decían por encima de su cabeza, pensó el Cónsul, de los cuales aún no se percataba.

—Servido probablemente en su propio ectoplasma.

—Sí; ¿le gustan los calamadres en su tinta? ¿O atunas? ¿O un exquisito mole? ¿Tal vez un melón de moda para comenzar? ¿Mermelada de higos? ¿Moras con mierdabeja a la Gran Duque? Omelésurpus ¿le gusta? ¿Quiere primero un chin fish? ¿Un buen chin fish? ¿Un pez plateado? Sparkenwein?

—‘¿Madre?’ —preguntó el Cónsul—. ¿Qué es esta ‘madre’? ¿Te gustaría comerte a tu madre, Yvonne?

—‘Badre, señor’. También es pescado. Pescado de Yautepec. ‘Muy sabroso’. ¿Quiere?

—¿Qué te parece, Hugh… quieres esperar el pez que muere?

—Querría una cerveza.

—Cerveza, sí. ¿Moctezuma? ¿Dos Equis? ¿Carta Blanca?

Al fin se decidieron por la sopa de almejas, huevos revueltos, el pollo espectral de la casa, frijoles y cerveza. Al principio, el Cónsul sólo había ordenado camarones y un sandwich de hamburguesa, pero se rindió a las instancias de Yvonne: —Querido, ¿no vas a comer sino eso? Yo podría devorar un potrillo —y sus manos se unieron por encima de la mesa…

Y luego, por segunda vez aquel día, sus ojos, en una larga, larga mirada anhelante. Tras los ojos de Yvonne, más allá de ella, el Cónsul, por un instante vio Granada y el tren que valsaba proveniente de Algeciras sobre las llanuras de Andalucía, chófeti pópeti chófeti pópeti, el camino, bajo y polvoriento, que partía de la estación y pasaba por el antiguo ruedo y el bar Hollywood y llegaba al pueblo, pasando por el Consulado Británico y el Convento de Los Ángeles cuesta arriba hasta llegar junto al Hotel Washington Irving (¡No te me puedes escapar, puedo verte, Inglaterra debe volver a Nueva Inglaterra por sus valores!), el viejo tren número siete que hasta allí llevaba: cae la noche y las imponentes carretelas ascienden lentamente por los jardines, se arrastran bajo los portales, suben y pasan junio al lugar donde el eterno pordiosero toca su guitarra de tres cuerdas, por los jardines, jardines, jardines por doquiera, arriba, arriba hasta las maravillosas (lacerías de la Alhambra (que le aburría) más allá del pozo donde se conocieron, a la Pensión América; y arriba, arriba, ahora ascendían ellos mismos a los Jardines del Generalife, y ahora, de los Jardines del Generalife a la Tumba Morisca en la cúspide de la colina; aquí habían tenido lugar sus esponsales…

El Cónsul bajó al fin los ojos. ¿Cuántas botellas desde entonces? ¿En cuántos vasos, en cuántas botellas se había escondido, solo, desde entonces? De pronto las vio, botellas de aguardiente, anís, jerez, Highland Queen, las copas, una babel de copas —que ascendía como el humo del tren aquel día— construida hasta el cielo y que luego se derrumbaba y los vasos se volcaban y rompíanse y rodaban cuesta abajo por la pendiente de los Jardines del Generalife, las botellas se quebraban, botellas de oporto, tinto, blanco, botellas de Pernod, Oxygenée, ajenjo, botellas que se hacían añicos, botellas desechadas que caían con golpe seco en los terrenos de los jardines, bajo las bancas, camas, butacas de cine, ocultas en cajones de los consulados, botellas de Calvados que al caer rompíanse o se hacían añicos, las que caían en montones de basura, las que eran arrojadas al mar, al Mediterráneo, al Caspio, al Caribe, botellas que flotaban en el océano, escoceses muertos en las montañas del Atlántico, y ahora las veía, las olía a todas ellas, desde el principio: botellas, botellas, botellas y copas, copas, copas de amargo Dubonnet o de Falstaff, rye, Johnny Walker, Vieux Whiskey blanc Canadien, aperitivos, digestivos, demis, los dobles, los noch ein Herr Obers, los et glas Araks, tusen taks, las botellas, las hermosas botellas de tequila y las ollas, ollas, ollas, los millones de ollas de hermoso mezcal… El Cónsul permaneció sentado completamente inmóvil. Su conciencia resonaba apagada por el estrépito del agua. Golpeaba y gemía con la brisa espasmódica en torno al armazón de madera de la casa, amontonaba, con los nubarrones de tempestad que se veían desde las ventanas por encima de los árboles, sus atalayas. ¿Cómo podía encontrarse a sí mismo, comenzar de nuevo, cuando, en algún lugar, tal vez, en una de aquellas botellas rotas o perdidas, en una de esas copas, se hallaba, para siempre, la clave solitaria de su identidad? ¿Cómo volver atrás y buscar ahora, husmear entre los vidrios rotos bajo los eternos bares, bajo los océanos?

¡Detente! ¡Mira! ¡Escucha! De cualquier manera, ¿cuán borracho o cuán beodamente sobrio sin embriaguez calculas que te hallas ahora? Primero aquellos tragos en la cantina de la señora Gregorio, de seguro no más de dos. ¿Y antes? ¡Ah, antes! Pero después, eb ek autobús, sólo había bebido un sorbo de Habanero de Hugh y luego, en el jaripeo, casi se lo acabó. Esto fue lo que volvió a emborracharlo, pero con una embriaguez que no le agradaba, peor aún que en la plaza, la beodez de la inconsciencia inminente, del mareo, y era de esa especie de borrachera —¿acaso era así?— de la que había tratado de librarse tomándose a hurtadillas aquellos mezcalitos. Pero el mezcal, ahora se percataba de ello, había producido un efecto en cierto modo ajeno a sus cálculos. La extraña verdad era que tenía otra curda. De hecho, había algo casi hermoso en los horrendos extremos de la condición en que se encontraba ahora. Era una curda como la marejada de un océano inmenso y oscuro que finalmente se estrellaba contra un vapor a punto de naufragar, impelida por innumerables ventarrones a barlovento que desde hace mucho se habían extinguido. Y a todo esto no resultaba tan necesario librarse de la embriaguez cuanto despertar una vez más, sí, cuanto despertar, tanto como para…

—¿Recuerdas que esta mañana, Yvonne, cuando cruzábamos el río vimos una pulquería del otro lado, llamada ‘La Sepultura’, o algo así, y que había un indio sentado con la espalda apoyada en la pared, con el sombrero sobre el rostro y su caballo atado a un árbol, y que en el anca del caballo estaba marcado un número siete…

—alforjas…

…Caverna de los Vientos, sede de todas las grandes decisiones, pequeña Citerea de la infancia, eterna biblioteca, santuario que se adquiere por un penique o por nada, ¿en qué otra parte podría el hombre absorber y despojarse de tantas cosas al mismo tiempo? El Cónsul estaba despierto, es verdad, pero en este momento aparentemente no estaba cenando con los demás, aunque sus voces le llegaban con suficiente nitidez. El retrete era todo de piedra gris y parecía una tumba, hasta el asiento era de fría piedra. —Es lo que me merezco… Es lo que soy —pensó el Cónsul—. Cervantes —llamó, y Cervantes, de modo sorprendente, apareció a medias, oculto en parte por la pared (no había puerta alguna en la tumba de piedra) con el gallo de pelea que, cacareando, simulaba forcejear bajo su brazo:

—…¡Tlaxcala!

—…o tal vez era en la grupa…

Al cabo de un momento, después de comprender los apuros del Cónsul, Cervantes le aconsejó:

—Una piedra, ‘hombre’; le traigo una piedra.

—¡Cervantes!

…marcado…

…—límpiese con una piedra, señor.

…También la comida había empezado bien, recordó ahora, hacía uno o dos minutos, a pesar de todo y; —Pendejas a la marinera —había comentado al comenzar a tomar la sopa de almejas—. ¡Y nuestros pobres sesos y los huevos que se echan a perder en casa! —¿no se había sentido lleno de conmiseración cuando apareció, nadando en exquisito mole, el pollo espectral de la casa? Habían estado discutiendo acerca del indio que hallaron en el camino y sobre el ratero del camión, y luego: ‘Excusado’. Y éste, este último Consulado gris, esta Isla Franklin del alma, era el ‘excusado’. Alejado de los baños, conveniente, y al mismo tiempo al abrigo de miradas curiosas, era sin lugar a duda una pura fantasía tlaxcalteca, obra del mismo Cervantes, construido para recordarle algún frío pueblecillo montañoso envuelto en la bruma. Sin embargo, el Cónsul estaba sentado, todo vestido, y sin mover ningún músculo. ¿Por qué se encontraba aquí? ¿Por qué estaba siempre, más o menos, aquí? Le hubiera gustado tener un espejo para hacerse esa pregunta. Pero no había espejo. Sólo piedra. Acaso era ésta la eternidad por la que tanto escándalo había armado, acaso era ya la eternidad, del tipo de Svidrigailov, sólo que, en vez de ser un baño en el país lleno de arañas, aquí resultaba ser una pétrea celda monástica en donde estaba sentado —¡qué extraño!— ¿quién sino él mismo?

—…‘Pulquería’…

—…y luego este indio.

SEDE DE LA HISTORIA DE LA CONQUISTA

¡VISITE UD. TLAXCALA!

leyó el Cónsul. (Y ¿cómo explicar que, junto a él, hubiese una botella de limonada medio llena de mezcal, cómo la había obtenido con tanta rapidez, o tal vez Cervantes, arrepentido, ¡a Dios gracias!, de la piedra, junto con el cartel turístico al cual habían añadido un horario de ferrocarril y autobuses, la había traído… o la había comprado él mismo antes, y en ese caso, cuándo?)

‘¡VISITE UD. TLAXCALA!’

’Sus monumentos, sitios Históricos y de Bellezas Naturales. Lugar de descanso. El Mejor Clima: El Aire más Puro. El Cielo Más Azul’.

¡TLAXCALA! SEDE DE LA HISTORIA DE LA CONQUISTA’.

—…esta mañana, Yvonne, cuando cruzábamos el río, vimos esta pulquería del otro lado… —…¿‘La Sepultura’?

—…indio sentado con la espalda apoyada en la pared…

SITUACIÓN GEOGRÁFICA

Este Estado se encuentra entre 19° 06’ 10” y 19° 44’ 00” latitud Norte y entre 0° 23’ 38” y 1° 30’ 34” longitud Este del meridiano de México. Son sus límites al noreste y al Sur con el Estado de Puebla, al Oeste con el Estado de México y al noroeste con el Estado de Hidalgo. Su extensión territorial es de 4.132 kms. cuadrados. Su población es aproximadamente de 220.000 inhibitantes lo cual da una densidad de 53 inhibitantes por kilómetro cuadrado. Está situada en un valle rodeado de montañas, entre las cuales se encuentran las llamadas Matlalcuéyatl e Iztaccíhuatl.

—…De seguro te acuerdas, Yvonne, que había esta ‘pulquería’.

—…¡Qué espléndida mañana fue…

CLIMA

Intertropical y propio de las regiones montañosas, regular y saludable. Se desconoce la enfermedad de la malaria.

—…bien, Geoff dijo que era español…

—…pero ¿qué más da?

—Para que el hombre tirado en el camino pudiera ser un indio, por supuesto —dijo el Cónsul desde su retrete de piedra, aunque le resultó extraño que nadie pareciera haberlo oído—. Y ¿por qué indio? Para que el incidente pudiera tener alguna significación social para él, para que apareciera como una especie de día del juicio de la Conquista, ¡si me hacen el favor! para que a su vez aquello pudiera parecer una repercusión de…

—…cruzábamos el río, un molino de viento…

—¡Cervantes!

—Una piedra… ¿Quiere usted una piedra, ‘señor’?

HIDROGRAFÍA

Río Zahuapan, afluente del río Atoyac y contiguo a la ciudad de Tlaxcala, suministra gran cantidad de energía a varias fábricas; entre las lagunas, la de Acuitlapico es la más notable y se encuentra a dos kilómetros al sur de la ciudad de Tlaxcala… Hay abundancia de palmípedos en la primera laguna.

—…Geoff dijo que la cantina de donde salió era un nido de fascistas. ‘El Amor de los Amores’. Lo que creí comprender es que había sido dueño de la cantina, aunque creo que ha venido a menos y ahora sólo trabaja allí… ¿Quieres otra cerveza?

—¿Por qué no? Tomémosla.

—¿Y qué tal si este hombre tirado en el camino hubiera sido un fascista, y tu famoso español un comunista? —en su retrete de piedra el Cónsul dio un sorbo a su mezcal—. No te preocupes, creo que tu ladrón es fascista, aunque de cierta índole ignominiosa, tal vez espía de otros espías o…

—Según yo, Hugh, pensé que sólo se trataba de un pobre hombre que venía del mercado después de haber bebido mucho pulque y se cayó de su caballo y lo estaban atendiendo, pero luego lle gamos nosotros y lo robaron… Aunque, sabes, yo no advertí nada… Me avergüenzo de mí misma.

—Muévele un poco el sombrero hacia abajo para que respire un poco de aire.

—…fuera de ‘La Sepultura’.

CIUDAD DE TLAXCALA

La capital del estado, de la que se dice que es igual a Granada, la Capital del Estado, de la que se dice que es igual a Granada, se dice que es igual a Granada, Granada, la Capital del Estado, de la que se dice que es igual a Granada, es de agradable apariencia, calles rectas, edificios arcaicos, clima puro y hermoso, eficiente servicio público de alumbrado y moderno Hotel para turistas. Posee un hermoso Parque Central llamado “Francisco I. Madero” cubierto de árboles agobiados por los años, siendo en su mayoría fresnos, jardín vestido por múltiples flores de singular hermosura; asientos por doquier, cuatro limpias, asientos por doquier, cuatro limpias y bien alineadas avenidas laterales. Durante el día las aves cantan melodiosamente entre el follaje de los árboles. En conjunto ofrece un aspecto de majestad emocional, majestad emocional sin que por ello pierda su apariencia de tranquilidad y reposo. La calzada del Río Zahuapan,con una extensión de 200 metros de longitud, tiene a ambos lados corpulentos fresnos a lo largo del río, en algunas partes se han construido murallas que dan la impresión de diques, en la parte media de la calzada existe un bosque en donde se encuentran ‘senadores’ (por cenadores) merced a los cuales tienen mayores facilidades los excursionistas que a él acuden en los días de descanso. Desde esta calzada pueden admirarse los sugestivos paisajes que muestran al Popocatépetl y al Iztaccíhuatl.

—…o no pagó su pulque en ‘El Amor de los Amores’ y el hermano del pulquero lo siguió para exigirle el precio del consumo. Veo una extraordinaria verosimilitud en esto.

…—¿Qué cosa es el Ejidal, Hugh?

—…Un banco que adelanta dinero para financiar el esfuerzo colectivo en los pueblos… Estos mensajeros desempeñan un cargo peligroso. Tengo un amigo en Oaxaca… A veces viajan disfrazados como buenos peones… Por algo que dijo Geoff… Atando cabos… Pensé que el pobre hombre podía ser mensajero del banco… Pero era el mismo tipo que vimos esta mañana; de todos modos, era el mismo caballo. ¿Recuerdas si llevaba alforjas cuando lo vimos?

—Es decir, creo que lo vi… Las traía cuando creo que lo vi.

—…Ahora que me acuerdo, Hugh, creo que hay uno de esos bancos en Quauhnáhuac, precisamente junto al Palacio de Cortés.

—…mucha gente a la que no le gustan los Bancos de Crédito ni Cárdenas tampoco, como ya sabes, ni le hacen gracia estas leyes de reforma agraria.

CONVENTO DE SAN FRANCISCO

Dentro de los límites de la ciudad de Tlaxcala se alza una de las iglesias más antiguas del Nuevo Mundo. Este lugar fue residencia de la primera Sede Apostólica, llamada “Carolense” en honor del Monarca Español Carlos V, y fue su primer Obispo don Fray Julián Garcés en el año de 1526. En dicho convento, de acuerdo con la tradición, fueron bautizados los cuatro senadores de la República Tlaxcalteca y existe aún, en el lado derecho de la iglesia, la fuente bautismal; fueron sus padrinos el Conquistador Hernán Cortés y varios de sus capitanes. La entrada principal del convento ofrece una magnífica serie de arcos, y en el interior hay un pasadizo secreto, pasadizo secreto. Al lado derecho de la entrada se yergue una majestuosa torre que se estima no tiene par en América. Los altares son de estilo churrigueresco (recargado) y están decorados con pinturas de los artistas más célebres, como Cabrera, Echave, Juárez, etc. En la capilla del lado derecho existe aún el famoso púlpito desde donde se predicó, por vez primera en el Nuevo Continente, el Evangelio. El techo de la iglesia conventual muestra entrepaños decorados que forman estrellas doradas. El techo es único en toda la América Hispana.

—…a pesar de aquello en lo que he estado trabajando y mi amigo Weber y de lo que dijo Geoff acerca de la Unión Militar, sigo creyendo que los fascistas no tienen aquí ningún amigo digno de mención.

—¡Oh, Hugh, por amor de Dios!…

PARROQUIA DE LA CIUDAD

La iglesia se alza en el mismo sitio donde los españoles construyeron la primera Ermita consagrada a la Virgen María. Algunos de los altares están decorados con recargadas obras de arte. El pórtico de la iglesia es de apariencia hermosa y severa.

—¡Ja ja ja!

—¡Ja ja ja!

—Siento mucho que no puedan venir conmigo.

—Porque es la Virgen de los que no tienen a nadie.

—Nadie viene aquí, sólo los que no tienen a nadie.

CAPILLA REAL DE TLAXCALA

Frente al Parque Francisco I. Madero podían verse las ruinas de la Capilla Real, en donde los senadores tlaxcaltecas por vez primera oraron al Dios del Conquistador. Ha quedado sólo el pórtico en el que puede admirarse el escudo papal así como los del pontificado mexicano y del Rey Carlos V. La historia relata que la construcción de la Capilla Real se erigió con un costo que asciende a $ 200,000.00.

—Un nazi podrá no ser fascista, pero ciertamente hay muchísimos por estos rumbos, Yvonne. Apicultores, mineros, químicos. Y cantineros. Las cantinas, por supuesto, son los cuarteles generales por excelencia. Por ejemplo, en la Ciudad de México, en el Pilsener Kindl…

—Por no mencionar Parián, Hugh —dijo el Cónsul sorbiendo su mezcal, aunque nadie parecía haberle oído, salvo un colibrí que en ese momento entró zumbando en su retrete de piedra, aleteó, zarandeóse en la entrada y rebotó casi en el rostro del ahijado del propio Conquistador, Cervantes, que volvía a pasar, deslizándose con su gallo de pelea bajo el brazo—. En el Farolito…

SANTUARIO OCOTLAN EN TLAXCALA

Es un santuario cuyos campanarios blancos y adornados, de 38.7 metros de altura y estilo recargado, producen una impresión imponente y majestuosa. La fachada, ornada con estatuas de los santos arcángeles, de San Francisco y el epíteto de la Virgen María. Su construcción se compone de madera labrada de perfectas dimensiones, decorada con símbolos alegóricos y flores. Fue construida en la época colonial. Su altar central es de estilo recargado y preciosista. Lo más admirable de la sacristía, con bóvedas, y decorada con gráciles obras labradas en las que prevalecen los colores verde, rojo y dorado. En la parte superior del interior de la cúpula están labrados los doce apóstoles. El conjunto es de una singular hermosura que no se halla en ninguna otra iglesia de la República.

—…No estoy de acuerdo contigo, Hugh. Si volvemos unos cuantos años atrás…

—…olvidando, claro está, a los mixtecas, toltecas, Quetzalcóatl…

—…no necesariamente…

¡Oh sí, los olvidas! Y dices primero: el español explota al indio; luego, cuando tuvo descendencia, explotó al mestizo, luego al español de pura sangre nacido en México, el criollo; luego el mestizo explota a todo el mundo, al extranjero, al indio, a todos. Luego los alemanes, los norteamericanos lo explotaron a él; ahora, el capítulo final, la explotación de todos por todos…

Sitios HistóricosSAN BUENAVENTURA ATEMPAM

En esta ciudad se construyeron y probaron en un dique las naves usadas por los Conquistadores en el ataque a Tenochtitlán, la gran capital del Imperio de Moctezuma.

Mar Cantábrico.

—Bien, ya te oí; la conquista tuvo lugar en una comunidad organizada en la que, naturalmente, ya existía la explotación.

—Bien…

—…no, lo importante es, Yvonne, que la conquista tuvo lugar en una civilización tan buena, si no mejor, que la de los conquistadores, una estructura de profundas raíces. No eran tribus salvajes o nómadas vagabundos…

—¿lo cual sugiere que si hubieran sido vagabundos y errantes, quizá nunca habría habido explotación?

—Tómate otra botella de cerveza… ¿Carta Blanca?

—Moctezuma… Dos Equis.

—¿O Moctezuma?

—Moctezuma en la botella.

—Es todo lo que es ahora…

TIZATLAN

En esta ciudad, muy cercana a la ciudad de Tlaxcala, siguen en pie las ruinas del palacio, residencia del Senador Xicoténcatl padre del guerrero del mismo nombre. En dichas ruinas podían apreciarse aún los bloques de piedra en que se ofrecían los sacrificios a sus Dioses… En la misma ciudad, hace mucho tiempo, estaba el cuartel general de los guerreros tlaxcaltecas…

—Te estoy observando… no te me vas a escapar.

—…no se trata sólo de escaparse. Quiero decir, comencemos de nuevo, de veras y limpiamente.

—Creo que conozco el lugar.

—Puedo verte.

—…dónde están las cartas, Geoffrey Firmin, las cartas que escribió hasta que su corazón se quebró…

—Pero en Newcastle, Delaware, bueno, eso es algo completamente distinto.

…las cartas que no sólo nunca contestaste ¿las contestaste? no las contestaste ¿las contestaste? no las contestaste ¿las contestaste? entonces ¿dónde está tu respuesta?…

—…pero, ¡oh Dios mío!, esta ciudad… ¡qué ruido! ¡qué caos! ¡Si sólo pudiera largarme! ¡Si sólo supiera adónde puede uno llegar!

OCOTECULCO

En esta ciudad cerca de Tlaxcala existía, hace muchos años, el Palacio Mexicatzin. En ese lugar, de acuerdo con la tradición, tuvo lugar el bautizo del primer indio cristiano.

—Será como un volver a nacer.

—Estoy pensando en naturalizarme mexicano, en irme a vivir entre los indios, como William Blackstone.

—La pierna de Napoleón temblaba.

—…pudo haberte atropellado. Debe haber algo malo, ¡qué! No, ir a…

—Guanajuato… las calles… ¿cómo resistir el nombre de las calles… el Callejón del Beso…?

MATLALCUEYATL

Esta montaña sigue siendo las ruinas del santuario dedicado al Dios de las Aguas, Tlaloc, cuyos vestigios están casi perdidos; por consiguiente, casi no es visitado por los turistas y se refiere que en este sitio, el joven Xicoténcatl arengó a sus huestes, diciéndoles que lucharan contra los conquistadores hasta el límite de sus fuerzas, hasta morir si fuese preciso.

—…‘no pasarán’.

—Madrid.

—También a ellos les dieron. Primero tiran y luego preguntan.

—Puedo verte.

—Te estoy observando.

—No te me puedes escapar.

—Guzmán… Erikson 43.

—Transportarán un cadáver por…

SERVICIO DE FERROCARRIL Y AUTOBUSES

(MÉXICO-TLAXCALA)

Líneas - MÉXICO - TLAXCALA - Tarifa

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Transbordo en Santa Ana Chiautempan de ida o de vuelta.

Camiones Flecha Roja Salen cada hora de las 5 a las 19 horas.

Pullmans Estrella de Oro salen cada hora de las 7 a las 22.

Transbordo en San Martín Texmelucan de ida o de vuelta.

…Y ahora, una vez más, sus ojos se encontraron por encima de la mesa. Pero en esta ocasión había algo semejante a una niebla entre ellos, y a través de la niebla el Cónsul creía ver, no Granada, sino Tlaxcala. Era una blanca y hermosa ciudad catedralicia aquella que anhelaba el alma del Cónsul y que en muchos aspectos se asemejaba a Granada; sólo que a sus ojos aparecía, al igual que las postales para turistas, perfectamente vacía. Era ésa su más extraña característica y al mismo tiempo la más hermosa; nadie había en ella, nadie —y también en esto se asemejaba a Tortú— que interfiera con el hábito de beber, ni siquiera Yvonne que, según parecía, bebía con él. El blanco santuario de la iglesia de Ocotlán, de estilo recargado, erguíase ante ellos: blancas torres con un blanco reloj y nadie más. En tanto que el reloj mismo era intemporal. Caminando, llevaban blancas botellas y hacían girar bastones y ramas de fresno, en el clima mejor, más regular y saludable, en el aire más puro, entre los corpulentos fresnos y los árboles agobiados por los años, a lo largo del parque desierto. Caminaron, felices como sapos durante la tormenta, cogidos del brazo, por las cuatro avenidas laterales limpias y bien alineadas. Permanecieron, borrachos como alondras, en el desierto convento de San Francisco ante la capilla solitaria donde se predicó por vez primera en el Nuevo Mundo, el Evangelio. En la noche, durmieron en blancas y frescas sábanas entre las blancas botellas en el Hotel Tlaxcala. Y en la ciudad había también innumerables cantinas blancas en donde podía beberse eternamente a crédito, con las puertas abiertas y el viento que soplaba. —Podríamos ir directamente allí —decía el Cónsul—, directamente a Tlaxcala. O podríamos pasar la noche en Santa Ana Chiautempan, trasbordando, por supuesto, a la ida y a la vuelta, y seguir a Veracruz por la mañana. Claro que esto implica… —consultó su reloj— regresar directamente ahora… Podríamos pescar el próximo autobús… Tendremos tiempo para beber algunas copas —añadió con tono consular.

Habíase disipado la niebla, pero los ojos de Yvonne estaban llenos de lágrimas y su rostro pálido.

Algo andaba mal, muy mal. Una cosa, cuando menos, era cierta: tanto Yvonne como Hugh parecían: estar sorprendentemente borrachos.

—¿Qué es eso? ¿No quieren regresar ahora mismo a Tlaxcala? —dijo el Cónsul, con voz quizá demasiado pastosa.

—No es eso, Geoffrey.

Por fortuna, Cervantes llegó en ese preciso momento con un platito lleno de mariscos vivos y palillos. El Cónsul bebió un poco de la cerveza que le había estado esperando. En cuanto a lo bebido, la situación era ahora la siguiente, era la siguiente: una copa le había estado aguardando y esta cerveza no la había terminado del todo. Por otra parte, hasta hacía poco había bebido varias copas de mezcal (¿por qué no?; la palabra no le intimidaba, ¿eh?) que le esperaban afuera en una botella de limonada y a la vez se las había bebido y no se las había bebido: las había bebido en realidad, pero no en cuanto a Hugh o Yvonne se refería. Y antes de eso había habido dos mezcales que, a la vez, debió y no debió haber bebido. ¿Lo sospechaban ellos? Había implorado a Cervantes que callase. ¿Acaso el tlaxcalteca, incapaz de resistir, lo había traicionado? ¿De qué habían estado hablando en realidad mientras él estuvo afuera? El Cónsul levantó los ojos del plato de mariscos y miró a Hugh; Hugh, como Yvonne, a la vez que borracho, parecía estar herido y airado. ¿Qué se traerían entre manos? El Cónsul no había estado ausente mucho tiempo (pensó), no más de siete minutos en total, había reaparecido lavado y peinado —¡Dios sabe cómo!—, su pollo estaba apenas frío, mientras que los demás estaban acabándose el suyo… ¡Et tu Bruto! El Cónsul sintió que la mirada que lanzaba a Hugh se convertía en fría mirada de odio. Sin alejar de él los ojos con los que lo taladraba, lo vio como había aparecido esa misma mañana sonriente, el filo de la navaja afilado bajo los rayos del sol. Pero ahora se adelantaba como para decapitarlo. Luego oscurecióse la visión y Hugh siguió avanzando, pero no hacia él. En vez de ello, de vuelta en el ruedo abalanzábase sobre un buey: ahora había cambiado su navaja por una espada. Tiró una estocada para obligar al toro a que cayera de rodillas… El Cónsul luchaba contra un acceso de feroz rabia casi irresistible. Temblando, sólo por este esfuerzo a su juicio —también el esfuerzo constructivo, por el que nadie le concedería crédito alguno, para cambiar de tópico— empaló uno de los mariscos con el palillo y lo blandió a la vez que silbaba entre dientes.

—Ahora sabes qué clase de criaturas somos, Hugh. Comemos seres vivientes. Es lo que hacemos. ¿Cómo puedes sentir respeto por la humanidad o tener creencia alguna en la lucha social?

A pesar de esto, al cabo de un momento Hugh pareció decir, remota y tranquilamente: —Vi una vez una película rusa sobre una sublevación de pescadores… Capturaron en una red a un tiburón con un cardumen de otra especie y lo mataron… ¡Esto me pareció un símbolo bastante bueno del sistema nazi que, aunque muerto, sigue tragándose vivos a los hombres y mujeres que luchan!

—Lo mismo ocurre con cualquier otro sistema… Incluso con el sistema comunista.

—Mira, Geoffrey…

—Mira, Frijolillo —el Cónsul oía sus propias palabras—, tener en tu contra a Franco o a Hitler es una cosa, pero tener a Actinio, Argón, Berilio, Disprosio, Niobio, Paladino, Praseodimio…

—Mira, Geoff…

—…Rutenio, Samario, Silicón, Tántalo, Telurio, Terbio, Torio…

—Mira…

Tulio, Titanio, Uranio, Vanadio, Virginio, Zenón, Iterbio, Itrio, Circonio, por no hablar de Europio y Germanio… ¡Hip!… ¡y Columbio!… contra ti y contra todos los demás, es otra —el Cónsul acabó su cerveza.

De súbito volvió a estallar afuera el trueno con estrépito y se desvaneció al alejarse.

A pesar de lo cual, Hugh parecía decir con voz tranquila, remota: —Mira, Geoffrey. Aclaremos esto de una vez por todas. El comunismo no es para mí, esencialmente, y sea cual sea su fase actual, un sistema. Es tan sólo una nueva actitud, algo que podrá parecer o no algún día tan natural como el aire mismo que respiramos. Me parece haber oído antes esta frase. Y tampoco lo que tengo que decir es original. De hecho, si tuviese que decirlo dentro de cinco años quizá fuera lisa y llanamente frívolo. Pero hasta donde puedo saberlo, nadie ha invocado también a Matthew Arnold en apoyo de los argumentos propios. Así es que voy a citarte a Matthew Arnold, en parte porque no crees que pueda citar a Matthew Arnold. Pero en esto te equivocas. Mi idea de lo que llamamos…

—¡Cervantes!

—…es una actitud que en el mundo moderno desempeña un papel análogo al del cristianismo en la antigüedad. Matthew Arnold dice, en su ensayo sobre Marco Aurelio…

—¡Cervantes, por Cristo!…

—«Lejos de ello, el cristianismo que esos emperadores trataron de reprimir era, según el concepto que de él tenían, algo filosóficamente despreciable, políticamente subversivo y moralmente abominable. Como hombres lo consideraban sinceramente de modo muy semejante a como la gente bien equilibrada, entre nosotros, considera al mormonismo; como gobernantes, lo consideraban de modo muy semejante a como los estadistas liberales, entre nosotros, consideran a los jesuitas. Como una especie de mormonismo.

—«constituido como una vasta sociedad secreta con oscuros fines subversivos de carácter político y social, fue lo que Antonio Pío…

¡Cervantes!

—«La causa eficiente e interna de esta representación estribaba, no cabe duda alguna, en esto: en que el cristianismo era una nueva actitud en el mundo romano, destinada a obrar en ese mundo como su disolvente: y era inevitable que el cristianismo…»

—Cervantes —interrumpió el Cónsul—, ¿eres oaxaqueño?

—‘No, señor’, soy tlaxcalteca; de Tlaxcala.

—¿Tlaxcalteca? —dijo el Cónsul—. Bien, ‘hombre’, ¿no hay árboles agobiados por los años en Tlaxcala?

—‘Sí, sí, hombre’. Árboles agobiados por los años. Muchos árboles.

—Y Ocotlán. El Santuario de Ocotlán. ¿No está eso en Tlaxcala?

—‘Sí, sí, señor, sí el Santuario de Ocotlán’ —dijo Cervantes, regresando hacia el mostrador.

—¿Y Matlalcuéyatl?

—‘Sí, hombre’. Matlalcuéyatl… Tlaxcala.

—¿Y lagunas?

—‘Sí’… muchas lagunas.

—¿Y no hay abundancia de palmípedos en esas lagunas?

—‘Sí, señor. Muy fuerte’… En Tlaxcala.

—Bien; entonces —dijo el Cónsul volviéndose a los demás—, ¿qué tiene de malo mi plan? ¿Qué les pasa a todos ustedes? ¿No vas después de todo, a Veracruz, Hugh?

De pronto, en el umbral, un hombre comenzó a tocar airadamente la guitarra y una vez más se acercó a Cervantes:

—«Flores Negras» es el nombre de esa canción —Cervantes estaba a punto de hacer una seña al guitarrista para que entrase—. Dice: «Sufro porque tus labios sólo mienten y dan la muerte con un beso.»

—Dile que se vaya —ordenó el Cónsul—. Hugh… ‘¿Cuántos trenes hay de día para Veracruz?’

El guitarrista cambió de tonada.

—Ésta es una canción ranchera —dijo Cervantes—, para los bueyes.

—¡Bueyes! Para bueyes ya hemos visto bastante por hoy. Dile que se aleje de aquí, por favor —pidió el Cónsul—. ¡Dios mío! ¿Pero qué les pasa a ustedes? ¡Yvonne! ¡Hugh!… Es una idea perfecta, de lo más práctica. No ven que así matamos dos pájaros de una pedrada… ¡Cervantes, una piedra!… Tlaxcala está en el camino a Veracruz, Hugh, la vera cruz… Ésta será la última vez que te veamos, mi viejo… Por cuanto sé… Podríamos celebrarlo. Vamos, no me puedes mentir, te estoy viendo… Trasbordo en San Martín Texmelucan de ida o de vuelta.

Aislado, un trueno estalló entre cielo y tierra, precisamente fuera de la puerta y Cervantes vino corriendo con el café. Encendió un fósforo para sus cigarrillos: —‘La superstición dice —sonrió y prendió otro para el Cónsul—, que cuando tres amigos prenden sus cigarro con el mismo cerillo, el último muere antes que los otros dos.’

—¿También tienen esa superstición en México? —preguntó Hugh.

—‘Sí, señor’ —asintió Cervantes con la cabeza—, según la creencia, cuando tres amigos prenden su cigarro con la misma cerilla, el último muere antes que los otros dos. Pero en Ja guerra es imposible, porque muchos soldados sólo tienen un cerillo.

—Feurstick —dijo Hugh, abrigando una segunda llama para el Cónsul—. Los noruegos tienen un nombre mejor para los cerillos.

Aumentaba la oscuridad; el guitarrista, según parecía, estaba sentado en un rincón con sus gafas oscuras; habían perdido el autobús de regreso, si es que habían tenido intenciones de tomarlo, el autobús que los iba a llevar a casa, a Tlaxcala, pero le pareció al Cónsul que a la hora del café comenzó de pronto a hablar de nuevo con lucidez, brillantemente y con facundia, que estaba, por cierto, en su mejor forma, hecho por el cual —estaba seguro— Yvonne, sentada frente a él, volvía a ser feliz. Feurstick, el vocablo noruego de Hugh, seguía girando en su cabeza. Y el Cónsul hablaba sobre los indoarios, los iranios, y el fuego sacro, Agni, que bajó del cielo con sus feursticks acudiendo al llamado del sacerdote. Hablaba del soma, Amrita, néctar de la inmortalidad, que alaba todo un libro del Rig Veda, del bhang, acaso muy semejante al mezcal mismo, y cambiando aquí de tópico, con delicadeza hablaba de arquitectura noruega, o mejor dicho, de cómo la arquitectura en Cachemira era casi, por decirlo así, noruega; por ejemplo, la mezquita de Hamadam, de madera, con sus flechas altas y puntiagudas y sus ornamentos que pendían de los aleros. Hablaba del Jardín Borda, en Quauhnáhuac, frente al cine de los Bustamante y de cuánto siempre, por alguna razón, le recordaba la terraza del Nishat Bagh. El Cónsul hablaba de los dioses védicos que propiamente no eran antropomórficos, mientras que el Popocatépetl y el Iztaccíhuatl… ¿o acaso tampoco lo eran ellos? De cualquier manera, el Cónsul volvía a hablar acerca del fuego sagrado, del fuego sacrificador, de la pétrea prensa para el soma, de los sacrificios de pasteles y bueyes y caballos durante los cuales el sacerdote entona cánticos vedantas, de cómo los ritos de la bebida, simple en sus orígenes, se tornaron más complicados con el transcurso del tiempo, de cómo el ritual tenia que observarse con meticuloso cuidado, ya que bastaría un solo error —¡ti ji!— para que el sacrificio perdiese su validez. Soma, bhang, mezcal ¡ah, sí! el mezcal, volvía a abordar nuevamente ese tema, y de él se alejaba casi con tanta astucia como antes. Hablaba de la inmolación de las esposas y del hecho que, en la época a la que se refería, en Taxila, en la boca del Paso de Khyber, la viuda de un hombre que muriese sin dejar descendencia podía contraer matrimonio por levirato con su cuñado. De pronto el Cónsul descubrió que establecía una oscura relación, aparte de la puramente verbal, entre Taxila y Tlaxcala: porque cuando aquel gran discípulo de Aristóteles —Yvonne—, Alejandro, llegó a Taxila, ¿acaso no se puso, al igual que Cortés, en comunicación con Ambhi, rey de Taxila, quien asimismo vio en la alianza con un conquistador extranjero una excelente oportunidad de acabar con un rival, en este caso no Moctezuma sino el monarca de Paurave que gobernaba el país entre Jhelma y el Chenab? Tlaxcala… El Cónsul hablaba, como Sir Thomas Browne, de Arquímedes, Moisés, Aquiles, Matusalén, Carlos V y Poncio Pilato. Hablaba el Cónsul además de Jesucristo o, mejor dicho, de Yus Asaf que, según la leyenda de Cachemira, era Cristo… Cristo, quien, después de que lo bajaron de la cruz, marchóse a Cachemira en busca de las tribus perdidas de Israel, y murió allá, en Srinagar.

Pero había un ligero error. El Cónsul no estaba hablando. Aparentemente no. El Cónsul no había dicho una sola palabra. Todo era una ilusión, un rotante caos cerebral del que surgió a la larga, al fin y al cabo, en ese mismo instante, rotundo e íntegro, el orden:

—La acción de un loco o de un borracho, Frijolillo —dijo—, o de un hombre que se hallaba bajo el reflejo de una violenta excitación, le parece menos libre y más inevitable a quien conoce la condición mental del hombre que ejecutó el acto, y más libre y menos inevitable a quien no la conoce.

Era como una pieza de piano, era como aquel pequeño pasaje en do bemol menor en las teclas negras; era lo que, más o menos, según recordaba ahora, se había propuesto recordar cuando fue al ‘excusado’, para tenerlo al alcance de la mano en el momento requerido; tal vez era también como la cita que hizo Hugh de Matthew Arnold sobre Marco Aurelio, como esa pieza que tan laboriosamente aprendió uno, años atrás, sólo para olvidarla precisamente cuando la quería tocar hasta que un día se emborrachaba uno de tal modo que los dedos recordaban la combinación, y milagrosa, perfectamente, liberaban el tesoro de la melodía, sólo que aquí Tolstói no había pronunciado melodía alguna.

—¿Qué? —preguntó Hugh.

—Nada de eso… Siempre vuelvo al grano y de nuevo abordo la cuestión en el punto en que fue abandonada. ¿De qué otro modo me habría podido mantener durante tanto tiempo en el cargo de Cónsul? Cuando carecemos en absoluto de la comprensión de las causas de un acto (y me estoy refiriendo, en caso de que tu mente se haya desviado al tema de tu propia conversación, a los acontecimientos de esta tarde) sean las causas malévolas o virtuosas o de cualquier índole, atribuimos al acto, según Tolstói, un mayor elemento de libre albedrío. Según Tolstói, pues, debimos haber sido menos renuentes a intervenir de lo que fuimos…

—«Todos los casos, sin excepción, en los que varía nuestro concepto del libre albedrío y de la necesidad, dependen de tres consideraciones» —dijo el Cónsul—. No puedes sustraerte a esto.

—Además, según Tolstói —prosiguió el Cónsul—, antes de juzgar al ladrón (si se trata de un ladrón) tendríamos que preguntarnos ¿cuáles eran sus relaciones con otros ladrones, sus lazos de familia, su lugar en el tiempo, si sabemos hasta eso, su relación con el mundo exterior, y las consecuencias que desembocan en el acto… ¡Cervantes!

—Por supuesto que estamos perdiendo nuestro tiempo en descubrir todo esto mientras el pobre diablo se muere en el camino —decía Hugh—. ¿Cómo nos metimos en esto? Nadie tuvo oportunidad de intervenir sino hasta después de realizado el acto. Ninguno de nosotros lo vio robar el dinero, según tengo entendido. De todos modos, ¿de qué crimen hablas, Geoff? Si hubiese otro crimen… Y el hecho de que no hiciésemos nada por detener al ladrón no tiene nada que ver seguramente con no haber hecho algo por salvar la vida de aquel hombre.

—Precisamente —dijo el Cónsul—. Hablaba, según creo, de interferencia en general. ¿Por qué debíamos haber hecho algo para salvar su vida? ¿Acaso no tenía derecho a morir si así lo deseaba?… Cervantes, mezcal; ‘no, parras, por favor…’ ¿Para qué inmiscuirse en los asuntos de los demás? Por ejemplo, ¿por qué hubo quien se metiera con los tlaxcaltecas, que eran perfectamente felices bajo sus árboles agobiados por los años, entre los palmípedos de la primera laguna…?

—¿Qué palmípedos en qué laguna?

—O, tal vez más específicamente, Hugh, no hablaba de nada… Ya que, suponiendo que arreglásemos algo ¡ah ignoratio elenchi!, Hugh, eso es lo que es. O la falacia de suponer que un punto se comprueba o se refuta argumentando algo que comprueba o refuta algo que no se discute. Como estas guerras. Porque me parece que en nuestra época, en casi todo el mundo, hace mucho ha dejado de existir algo fundamental de trascendencia para el hombre… ¡Ah, ustedes la gente de ideas!

¡Ah, ignoratio elenchi!… Por ejemplo, todo esto de ir a luchar por España… ¡y por la pobre China indefensa! ¿Acaso no puedes ver que hay una especie de determinismo en el destino de las naciones? A la larga parece que a todas les toca lo que merecen.

—Bien…

Una ráfaga de viento aulló, horrísona, por la casa, semejante a un norte que merodeara entre las redes de tenis en Inglaterra, haciendo tintinear sus aros.

—No precisamente original.

—Hace no mucho tiempo fue la pobrecita e indefensa Etiopía. Antes de esto, la pobrecita e indefensa Flandes. Por no decir nada, claro, del pobrecito e indefenso Congo Belga. Y mañana será la pobrecita e indefensa Latvia. O Finlandia. O la fregada. O hasta Rusia. Lee la historia. Vuelve mil años atrás. ¿De qué sirve intervenir en su curso inservible y estúpido? Semejante a una barranca atestada de desechos que serpea a través de las edades y desaparece en… ¡Por Dios!, ¿qué tiene que ver toda la heroica resistencia que ofrecen pobres naciones pequeñas e indefensas que, en primer lugar, se han vuelto indefensas por alguna razón criminal y bien calculada…

—¡Carajo! Yo te dije eso…

—…con la supervivencia del espíritu humano. Nada de nada. Menos que nada. Países, y civilizaciones, imperios, grandes hordas perecen sin razón alguna, y su alma y significado perecen junto con ellos para que algún anciano del que quizá nunca hayas oído hablar y que nunca oyó hablar de ellos, que se derrite en Tombuctú y comprueba la existencia del correlativo matemático del ignoratio elenchi con instrumentos anticuados, pueda sobrevivir.

—¡Cristo! —dijo Hugh.

—Basta con que regreses a la época de Tolstói… Yvonne, ¿adonde vas?

—Afuera.

—Luego fue el pobrecito e indefenso Montenegro. La pobrecita e indefensa Servia. O poquitín antes, Hugh, de tu Shelley, cuando fue la pobrecita Grecia indefensa… ¡Cervantes!… Como volverán a ocurrir, ¡por supuesto! ¡O la pobrecita Córcega indefensa de Boswell! Sombras de Paoi y Monboddo. Padrotes y maricones en defensa de la libertad. Como siempre. Y Rousseau —no el douanier— sabía que estaba diciendo tonterías.

—¡Y yo quisiera saber qué carajo crees estar diciendo!

—¿Por qué no puede la gente ocuparse de sus malditos asuntos?

—¿O decir lo que piensan?

—Era otra cosa, te lo concedo. La deshonesta racionalización que las masas hacen del motivo, justificación del vulgar prurito patológico. De los motivos de interferencia; la mitad del tiempo se trata meramente de una pasión por la fatalidad. Curiosidad. Experiencia… muy natural… Pero nada, en el fondo, constructivo en realidad, sólo aceptación, ¡una mezquina y despreciable aceptación del estado de cosas que nos halaga al hacernos sentir así nobles o útiles!

—Pero, ¡Dios mío!, es precisamente contra tal estado de cosas por lo que gente como los republicanos…

—¡Pero con calamidades al cabo de la lucha! Debe haber calamidades, porque de no ser así, quienes se inmiscuyeran tendrían que volver atrás y asumir sus responsabilidades, para variar…

—¡Nada más deja que sobrevenga una guerra verdadera y entonces verás cómo son en realidad de sanguinarios los tipos como tú!

—Eso nunca bastaría. Toda la gente como tú que habla de ir a España y de luchar por la libertad… ¡Cervantes!… debería aprenderse de memoria lo que dijo Tolstói acerca de eso en La guerra y la paz, aquella conversación con los voluntarios en el tren…

—Pero, de todos modos, eso fue en…

—Quiero decir, cuando el primer voluntario resultó ser un fanfarrón degenerado que tenía la convicción, después de haber bebido, de estar realizando algo heroico… ¿De qué te ríes, Hugh?

—Es gracioso.

—Y el segundo era un tipo que lo había intentado todo y en todo había sido un fracaso. Y el tercero… —Yvonne regresó de súbito, y el Cónsul, que hasta ahora había estado gritando, bajó un poco la voz—; un artillero, fue el único que al principio le impresionó favorablemente. Y no obstante, ¿qué resultó ser? Un simple cadete que había fracasado en sus exámenes. Todos, ves, inadaptados; todos, buenos para nada; cobardes, micos, lobos mansos, parásitos; todos y cada uno, sin excepción, temerosos de enfrentarse a sus responsabilidades, de luchar por sus causas, dispuestos a ir a cualquier parte, como bien lo advirtió Tolstói…

—¿Flojos? —preguntó Hugh—, ¿Acaso Katamasov, o quienquiera que haya sido, no creía que la acción de aquellos voluntarios era, sin embargo, expresión de toda el alma del pueblo ruso?… Fíjate, me doy perfecta cuenta de que un cuerpo diplomático que simplemente permanece en San Sebastián esperando a que Franco gane pronto, en vez de regresar a Madrid para decirle al gobierno británico la verdad de lo que está ocurriendo realmente en España, ¡no puede estar formado por flojos!

—¿Acaso tu deseo de luchar por España, por cualquier simpleza, por Tombuctú, por China, por la hipocresía, por cualquier pendejada, por cualquier abracadabra que a unos cuantos atarantados hijos de la fregada se les pega la gana de llamar libertad… aunque en realidad no es nada de eso…

—Si…

—Si en realidad has leído La guerra y la paz, según lo pretendes, te repito, ¿por qué no tienes bastante sentido común para aprovechar sus enseñanzas?

—Cuando menos —dijo Hugh— la he aprovechado lo bastante para distinguirla de Ana Karénina.

—Bien, pues Ana Karénina… —interrumpióse el Cónsul—. ¡Cervantes! —y apareció Cervantes con su gallo de pelea que a todas luces dormía profundamente bajo su brazo.

—‘Muy fuerte’ ‘muy terrible’ —dijo atravesando el cuarto—, ‘un bruto’.

—Pero según lo dejé entender, ustedes, montón de puercos, óyeme bien, ninguno de ustedes se ocupa mejor de sus propios asuntos en su propia patria, por no hablar de los demás países. Geoffrey, querido, ¿por qué no dejas de beber?, no es demasiado tarde —y todas esas cosas. ¿Por qué no es demasiado tarde? ¿Lo dije yo? ¿Qué decía? El Cónsul se oía hablar, casi sorprendido por esta repentina crueldad, por esa vulgaridad. Y en un momento más iba a ponerse peor—. Creía que todo había quedado tan espléndida y legalmente arreglado, que sí era demasiado tarde. Sólo tú insistes en que no es así.

—¡Oh, Geoffrey!…

¿Acaso era el Cónsul quien decía esto? ¿Debía decirlo?… Así parecía. —Por lo que a ti te consta, sólo el conocimiento de que certísimamente es demasiado tarde es lo que me mantiene vivo… Todos ustedes son iguales, Yvonne, Jacques; tú, Hugh, todos tratan de inmiscuirse en la vida de los demás, de inmiscuirse, de inmiscuirse… ¿Por qué había de inmiscuirse alguien con el joven Cervantes aquí presente, por ejemplo; por qué haberle despertado interés en las peleas de gallos?… y precisamente eso es lo que está acarreando los desastres que afligen al mundo, para llevar un argumento a sus últimas consecuencias; sí, ¡y vaya argumento!, y todo porque no tienen la sabiduría ni la sencillez ni el valor, sí, el valor de tomar cualquiera de, de tomar…

—Mira, Geoffrey…

—¿Qué has hecho tú alguna vez por la humanidad, Hugh, con toda tu oratio obliqua sobre el sistema capitalista, sino hablar y medrar gracias a él hasta hacer que tu alma hieda?

—¡Cállate, Geoff, por lo que más quieras!

—¡Por eso mismo apesta el alma de ustedes dos! ¡Cervantes!

—Geoffrey, por favor, siéntate —pareció que dijo, aburrida, Yvonne—, estás dando un verdadero espectáculo.

—No no es cierto, Yvonne. Estoy hablando muy tranquilamente. Como cuando te pregunto: ¿qué diablos has hecho por alguien que no seas tú misma? —¿debía decir esto el Cónsul? Lo estaba diciendo; lo había dicho—; ¿Dónde están los hijos que pude haber deseado? Puedes suponer que pude haberlos deseado. Ahogados. Con acompañamiento del traqueteo de mil irrigadores vaginales. ¡Pero fíjate bien, al menos no pretendes amar a la «humanidad», ni así de poquito! Tú ni siquiera necesitas una ilusión (aunque por desgracia abrigas algunas) que te ayude a negar la única función buena y natural que tienes. ¡Aunque, pensándolo bien, tal vez fuese preferible que las mujeres no tuvieran función alguna!

—¡No seas tan cerdo, Geoffrey! —Hugh se levantó.

—Quédate donde estás —ordenó el Cónsul—. Por supuesto que veo el romántico aprieto en que se encuentran ambos. Pero aunque Hugh vuelva a aprovecharlo hasta el máximo no pasará mucho antes de que se dé cuenta de que él es sólo uno de los cientos y tantos mamatetas con agallas de bacalao y venas de caballo de carreras… pujantes todos como cualquier cabrón, calientes como macacos, salaces como lobos en brama. No, uno basta…

Un vaso, por fortuna vacío, cayó al suelo y se hizo añicos.

—Como si arrancara besos de raíz y luego colocase su pierna sobre el muslo de ella y suspirase. ¡Vaya divertida la que deben haberse dado ambos todo el santo día sobándose las manos y cachondeándose tetas y chichis, so pretexto de salvarme…! ¡Jesús! Pobrecito de mí tan indefenso, no había pensado en eso. Pero, ¿ven?, todo se reduce a algo perfectamente lógico: también yo traigo entre manos mi mezquina lucha por la libertad. ¡Mami, déjame volver al lindo burdel! Allá donde tañen esos triques, el trismo infinito…

—Cierto, he sentido la tentación de proponerles paz. Me han engañado con sus ofertas de un paraíso sobrio y sin alcohol. Cuando menos, supongo que por esos rumbos han andado rondando todo el día. Pero ahora he tomado mi decisión, una insignificante y melodramática decisión, en la medida en que he podido, pero he podido. ¡Cervantes! Que lejos de desearlo, muchísimas gracias, al contrario, elijo… Tlax… —¿en dónde estaba?— Tlax… Tlax…

… Casi era como si se encontrase en aquel negro andén descubierto de la estación, adonde había acudido —¿de veras había acudido?— aquel día, después de haber bebido toda la noche, para recibir a Lee Maitland que regresaba de Virginia a las 7.40 de la mañana, había acudido ligero y con paso ágil, y en aquel estado de ánimo en el que ciertamente se despierta el ángel de Baudelaire, tal vez deseoso de esperar a los trenes, pero no a los trenes que se detienen, pues en la mente del ángel no existen trenes que se detengan, y de tales trenes nadie baja, ni siquiera otro ángel, ni siquiera un ángel rubio como Lee Maitland. ¿Estaba retrasado el tren? ¿Por qué estaba el Cónsul paseándose por el andén? ¿Era el segundo o el tercer tren del Puente de Suspensión?… ¡Suspensión!… —Tlax… —repitió el Cónsul—. Elijo…

Estaba en su cuarto, y de pronto en este cuarto, la materia se dislocó; un picaporte se hallaba a cierta distancia de la puerta a la que correspondía Solitaria, una cortina entró flotando hacia el interior, desprendida y sin estar sujeta a nada. Ocurriósele al Cónsul que la cortina había venido a estrangularlo. Un metódico relojito detrás del bar le volvió a su juicio con su fuerte tic-tac: Tlax: tlax: tlax: tlax… Las cinco y media. ¿Apenas? —¡Carajo! —profirió absurdamente—. Porque… —sacó un billete de veinte pesos y lo puso sobre la mesa.

—Me encanta —les gritó desde afuera por la ventana abierta. Cervantes seguía detrás del mostrador, mirándolo asustado y sujetando su gallo—. Me encanta el infierno. Se me hace tarde para regresar a él. De hecho, voy corriendo, ya casi estoy de vuelta en él.

Y corría, en efecto, a pesar de su cojera, gritándoles enloquecido, y lo raro era que no hablaba verdaderamente en serio al correr hacia el bosque que cada vez tornábase más sombrío y tumultuoso por encima de su cabeza… Sopló entonces desde el bosque una ráfaga de viento y, lloroso, el pirul rugió.

Detúvose al cabo de un rato: todo estaba en calma. Nadie lo había seguido. ¿Acaso era bueno eso? Sí, era algo bueno, pensó, con el corazón desbocado. Y puesto que era tan bueno, tomaría el camino de Parián, al Farolito.

Ante él, clivosos, los volcanes parecían haberse acercado. Erguíanse dominando la selva y se adentraban en el cielo cada vez más bajo… sólidos intereses que se movían en el trasfondo.