XII
—Mezcal —dijo el Cónsul.
El cuarto principal de ‘El Farolito’ estaba desierto. Desde un espejo que, colgado tras el bar, también reflejaba la puerta abierta a la plaza, su propio rostro, mudo, lo miró fijamente con ojos llenos de austero y familiar presagio.
Sin embargo, el sitio no estaba en silencio. Lo invadía aquel latido: el tictac de su reloj de pulsera, de su corazón, de su conciencia, de algún otro reloj. También, de muy abajo, venía un lejano rumor de hirientes y amargas acusaciones que él mismo lanzaba contra su propia desdicha, voces como de un altercado, la suya más potente que las demás, mezclada ahora a las otras que parecían gemir acongojadas en la distancia: —¡‘Borracho’, ‘Borrachón’, ‘Borraaacho’!
Pero una de estas voces, implorante, era como la de Yvonne. Seguía sintiendo a su espalda la mirada de ambos, la mirada de Hugh e Yvonne en el ‘Salón Ofelia’. Rechazó deliberadamente todo pensamiento sobre Yvonne. Bebióse rápidamente dos mezcales: las voces cesaron.
Chupando un limón, hizo el inventario de cuanto le rodeaba. El mezcal lo tranquilizaba y a la vez entorpecía su mente. Para que cada objeto llegara hasta él era menester que transcurrieran algunos momentos. Echado en un rincón del cuarto, un conejo blanco le rola un elote. Mordisqueaba con aire indiferente las teclas moradas y negras como si tocase un instrumento. Detrás del bar, colgaba de un torniquete giratorio una hermosa cantimplora oaxaqueña con ‘mezcal de olla’ de la que habían escanciado sus dos copas. A ambos lados alineábanse botellas de Tenampa, Barreteaga, ‘Tequila Añejo’, ‘Anís doble de Mallorca’, un garrafón violeta con ‘delicioso licor’ de Henry Mallet, una botella de cordial de menta, una botella alta y estriada de ‘Anís del Mono’, en cuya etiqueta un demonio blandía un tridente. Sobre el ancho mostrador había platos con palillos, chiles, limones, un cubilete lleno de popotes y un tarro de vidrio en el que se cruzaban las cucharas. En uno de los extremos alzábanse multicolores jarras bulbiformes llenas de aguardiente, alcohol crudo de diferentes sabores en el que flotaban cortezas de cítricos. Un cartel del baile de la noche anterior en Quauhnáhuac, clavado junto al espejo, le llamó la atención: ‘Hotel Bella Vista Gran Baile a Beneficio de la Cruz Roja. Los Mejores Artistas del Radio en acción. No falte Ud.’ Un escorpión estaba prendido del cartel. El Cónsul observó con cuidado todas estas cosas. Exhalando largos suspiros de glacial alivio, contó los palillos. Aquí estaba a salvo; era éste el lugar que amaba: el refugio, el paraíso de su desesperación.
El ‘cantinero’, muchachito diminuto y moreno de aspecto enfermizo —hijo del Elefante—, conocido como el Pocas Pulgas, con mirada miope detrás de unas gafas con montura de concha escrutaba los dibujos de «El Hijo del Diablo», episodios de una revista infantil Ti-to. Y leyendo con sordo murmullo, engullía chocolates. Cuando devolvió al Cónsul otra copa llena de mezcal, derramó un poco en el mostrador. Continuó su lectura sin limpiarlo y siguió refunfuñando a la vez que se hartaba de calaveras de chocolate para el Día de Muertos, esqueletos de chocolate y carrozas fúnebres, sí, de chocolate. El Cónsul apuntó con el dedo hacia el escorpión de la pared y el muchacho lo hizo caer de un manotazo irritado: estaba muerto. El Pocas Pulgas volvió a enfrascarse en el relato, alzando su pastosa voz masculló: —‘De pronto Dalia vuelve en sí y grita llamando la atención de un guardia que pasea. ¡Suélteme! ¡Suélteme!’
Sálvame, pensó vagamente el Cónsul en tanto que el muchacho se alejaba de pronto en busca de cambio, ‘suélteme’, auxilio: pero tal vez, como el escorpión no quería que lo salvaran, se había matado con su propio aguijón. El Cónsul caminó por el cuarto. Después de tratar sin éxito de hacer migas con el conejo blanco, acercóse a la ventana abierta a su derecha. Un abismo casi perpendicular llegaba hasta el fondo de la barranca. ¡Qué lugar tan oscuro y melancólico! En Parián, Kubla Khan… Y también allí seguía el despeñadero (como en Shelley o Calderón, o en ambos) el despeñadero que no se decidía a derrumbarse por completo, tal era la desesperación con que, hendido, se asía a la vida. El abismo era aterrador, pensó asomándose para contemplar de soslayo la roca resquebrajada, tratando asimismo de recordar aquel trozo de Los Cenci que describe la enorme hacina colgada de la masa de tierra como si se apoyara en la vida, no temerosa de caer, pero oscureciendo de todos modos el lugar donde habría de desplomarse si se zafase. Era un descenso tremendo, espantoso, hasta el fondo. Pero se le ocurrió que tampoco él temía caer. Mentalmente trazó el sinuoso sendero abismal de la ‘barranca’ a través de los campos y de las minas destrozadas hasta llegar a su propio jardín, y luego volvió a verse esta mañana parado con Yvonne ante el escaparate del impresor contemplando la imagen de aquella otra roca. ‘La Despedida’, roca glacial que se desmoronaba entre las invitaciones de boda y la rueda que giraba a sus espaldas. Le pareció que todo aquello había ocurrido hacía mucho tiempo, que era tan extraño, tan triste y tan remoto como el recuerdo de su primer amor o hasta de la muerte de su madre; cual lastimera aflicción, pero esta vez sin esfuerzo alguno, desvanecióse la imagen de Yvonne.
Por la ventana, el Popocatépetl se erguía con su inmensa falda en parte oculta por tempestuosos nubarrones; su cima cubría el cielo, y se alzaba sobre la cabeza del Cónsul, y directamente en su base estaban la ‘barranca’ y ‘El Farolito’. ¡Bajo el volcán! Por algo los antiguos situaron el Tártaro bajo el monte Etna, y en su interior al monstruo Tifeo con sus cien cabezas y sus ojos y voces —relativamente— temibles.
El Cónsul se volvió y llevó su copa a la puerta entornada. Una agonía de mercurocromo teñía el poniente. Miró hacia Parián. Allá, tras una parcela cubierta de hierba, extendíase la inevitable plaza con su jardincillo público. Hacia la izquierda, en la orilla de la ‘barranca’, dormía un soldado al pie de un árbol. Casi frente a él, a la derecha, en un declive, alzábase lo que a primera vista tenía el aspecto de un monasterio en ruinas o de una central eléctrica. Se trataba del cuartel almenado y gris de la Policía Militar que le había mencionado a Hugh como el supuesto cuartel general de la ‘Unión Militar’. El edificio, que también incluía la prisión, lo observaba con un ojo amenazante por entre un arco colocado al frente de su baja fachada: un reloj marcaba las seis. A cada lado del portal, las ventanas enrejadas de las oficinas del ‘Comisario de Policía’ y de la ‘Policía de Seguridad’ miraban al sitio en que un grupo de soldados charlaban, echadas al hombro sus cornetas pendientes de cordones de brillante color verde. Otros soldados, con las polainas sueltas, daban traspiés durante su guardia. Bajo el portal, en la entrada del patio, un cabo trabajaba ante una mesa sobre la cual había una lámpara de petróleo apagada. El Cónsul sabía que estaba escribiendo algo en caligrafía inglesa, porque en su vacilante caminata hasta aquí —aunque no tan vacilante como antes en la plaza de Quauhnáhuac, si bien de cualquier modo escandalosa— estuvo a punto de caerle encima. Por entre los arcos el Cónsul distinguía, agrupadas en torno al patio, las mazmorras con barrotes de madera y aspecto de pocilgas. En el interior de una de ellas gesticulaba un hombre. Hacia la izquierda extendíanse por doquier chozas techadas de oscura paja y confundíanse con la espesura de la selva que por todos lados rodeaba al pueblo, encendido ahora con la luz lívida y monstruosa de la tempestad que se avecinaba.
Cuando regresó el Pocas Pulgas, el Cónsul fue al mostrador a recoger su cambio. Simulando no oír, el muchacho le sirvió más mezcal de la hermosa olla. Al tenderle la copa, volcó los palillos. Por el momento, el Cónsul no volvió a aludir al cambio. Sin embargo, mentalmente tomó nota para pedir la siguiente copa que costaba más de los cincuenta ‘centavos’ ya entregados. De esta manera se vio recuperando su dinero poco a poco. A pesar de lo absurdo, llegó a convencerse de que sólo por esto le era forzoso quedarse. Sabía que existía otra razón, aunque le era imposible precisarla cobraba conciencia de ello cada vez que la imagen de Yvonne tornaba a su mente. Parecía en verdad entonces como si tuviese que permanecer allí por ella, no porque Yvonne fuera a seguirlo hasta allí —no, ya se había marchado, al fin la había dejado irse; Hugh podría venir pero ella, nunca, no; esta vez era obvio que se iría y la mente del Cónsul no podía ir más allá de este punto— sino por alguna otra cosa. Sobre el mostrador vio su cambio del cual no habían deducido el precio del mezcal. Echóselo íntegro en el bolsillo y de nuevo se acercó a la puerta. Ahora se invertía la situación: el muchacho tendría que vigilarlo a él. Encontraba una lúgubre diversión imaginando en provecho del Pocas Pulgas —si bien consciente en parte de que el muchacho, enfrascado en la lectura, no lo observaba— que había asumido la expresión de aburrimiento característico de cierto tipo de borrachos, templados con dos copas servidas a crédito de mala gana, mirando fijamente ante la puerta de un salón vacío —expresión que simula estar esperando una ayuda, cualquier tipo de ayuda que viene en camino, amigos, cualquier tipo de amigos que andan al rescate. Para éstos la vida está a la vuelta de la esquina en forma de otra copa en una nueva cantina. Y sin embargo, no desea ninguna de estas cosas. Abandonado por sus amigos, como él los ha abandonado, sabe que nada, salvo la aplastante mirada del acreedor, se halla a la vuelta de la esquina. Ni tampoco se ha fortificado lo bastante para pedir más dinero prestado, ni para obtener más crédito; ni, de cualquier manera, tampoco le gustan las bebidas que sirven en la cantina de al lado. ¿Por qué estoy aquí? dice el silencio, ¿qué he hecho? repite el eco de la vacuidad, ¿por qué me he arruinado de esta manera deliberada? —dice, riendo entre dientes, el dinero de la gaveta, ¿cómo he podido caer tan bajo?, murmura la avenida, a todo lo cual la respuesta era… La plaza no le daba la respuesta. El pueblecillo, que le había parecido vacío, se llenaba a medida que caía la noche. A veces, algún oficial bigotudo pasaba contoneándose con paso denso y golpeando su fuste contra los guardapiernas. La gente regresaba de los cementerios, si bien la procesión tal vez tardaría aún un poco en pasar. Un pelotón de soldados harapientos marchaba en la plaza. Se escuchaba una fanfarria de cornetas. También los policías (aquellos que no estaban en huelga o los que habían simulado estar de servicio en las tumbas, o los delegados… tampoco era fácil establecer con nitidez la distinción entre policías y militares) habían llegado. Con alemanes fritos, sin duda. El cabo seguía escribiendo en su mesa; esto, por extraño que pareciese, le tranquilizaba. Pasaron rozándolo tres bebedores que entraron al ‘Farolito’, con sombreros adornados de borlas sobre la nuca, y pistoleras que les golpeaban contra los muslos. Llegaron dos pordioseros que se instalaron en su puesto a la salida de la cantina, bajo el cielo tempestuoso. Uno, sin piernas, se arrastraba en la tierra cual desdichada foca. Pero el otro, que hacía gala de una única pierna, manteníase en pie, rígido y altivo, apoyado en la pared de la ‘cantina’ como si estuviese esperando a que lo fusilaran. Luego este mendigo cojo se inclinó hacia adelante: dejó caer una moneda en la mano tendida del otro. Los ojos del primer mendigo estaban llenos de lágrimas. Después el Cónsul advirtió que a su extrema derecha, por el mismo sendero del bosque que él había tomado para venir, salían extraños animales semejantes a gansos, aunque grandes como camellos, y hombres sin piel ni cabeza, trepados sobre zancos, cuyas entrañas palpitantes se arrastraban por tierra. Cerró los ojos ante esta visión y cuando volvió a abrirlos, un hombre con aspecto de policía pasó llevando un caballo por la senda; era todo. Se rió, a pesar del policía, y luego calló. Porque veía que el rostro del mendigo apoyado en la pared se transformaba lentamente en el rostro de la señora Gregorio, y luego, a su vez, en el de su madre, en el que aparecía una expresión de infinita piedad y súplica.
Volviendo a cerrar los ojos, de pie, con la copa en una mano, pensó por un momento con glacial tranquilidad, indiferente y casi divertida en la horrible noche que inevitablemente le aguardaba, siguiese o no bebiendo mucho más, y en su cuarto cimbrándose con demoníacas orquestas, en las ráfagas de sueño aterrado y tumultuoso, interrumpido por voces que en realidad eran ladridos de perros, o por su propio nombre repetido sin cesar por imaginarios grupos que iban llegando, en los malévolos gritos, en el tañer de las guitarras, en los portazos, los golpes, la lucha con insolentes archidiablos, en el alud que derrumbaba la puerta, en los pinchazos desde debajo de la cama y, siempre afuera, en los gritos, los gemidos, la terrible música, las espinas en la oscuridad; regresó a la cantina.
Diosdado, el Elefante, acababa de entrar por atrás. El Cónsul lo vio quitarse la chaqueta negra, colgarla en el armario y luego tentarse en el bolsillo de la camisa inmaculadamente blanca buscando una pipa que por él asomaba. Sacóla y comenzó a llenarla con el contenido de un paquete en el que se leía ‘Tabaco Country Club de El Buen Tono’. El Cónsul se acordó ahora de su pipa: allí estaba, no cabía duda.
—‘Sí, sí’, míster —respondió inclinando la cabeza para oír la pregunta del cónsul—. ‘Claro’. No, mi pipa… este… no es inglesa. Es de Monterrey. Estaba usted… este borracho un día. ¿No, señor?
—‘Cómo no’ —dijo el Cónsul—. Dos veces al día.
—Estaba usted borracho tres veces al día —dijo Diosdado, y su mirada, el insulto y el alcance de su rebajamiento invadieron el alma del Cónsul—. Entonces va a regresar a los Estados Unidos —añadió mientras buscaba algo detrás del mostrador.
—¿Yo? No. ¿Por qué?
De pronto Diosdado dejó caer sobre el mostrador un grueso paquete de cartas atadas con una liga: —…¿‘es suyo’? —preguntó sin rodeos.
¿Dónde están las cartas Geoffrey Firmin las cartas las cartas que te escribió hasta que se rompió su corazón?
Aquí estaban las cartas, aquí y en ningún otro lado: éstas eran las cartas y el Cónsul lo supo en seguida sin tener que examinar los sobres. Al hablar no podía reconocer su propia voz:
—‘Sí, señor, muchas gracias’ —dijo.
—De nada, señor —Diosdado le volvió la espalda.
La rame inutile fatigue vainement une mer immobile.
Durante un minuto el Cónsul no pudo moverse. Ni siquiera hacer un ademán para acercarse a la copa. Luego, sobre el mostrador comenzó a dibujar de lado, en el licor que se había derramado, un minúsculo mapa de España. Diosdado regresó y lo observó con interés. —España —dijo el Cónsul, y luego prosiguió—: ¿Usted es español, ‘señor’?
—‘Sí, sí señor, sí’ —dijo Diosdado, observándolo, pero con nuevo tono de voz—. ‘Español’. ‘España’.
—Estas cartas que me dio ¿ve? son de mi esposa… mi ‘esposa’. ‘¿Claro?’ Nos conocimos allá. En España. ¿La reconoce, su antigua patria? ¿Conoce Andalucía? Esto de aquí arriba es el Guadalquivir. Detrás está la Sierra Morena. Aquí Almería. Éstas —dijo, dibujándolas con un dedo— en el medio, son las montañas de Sierra Nevada. Aquí está Granada. Aquí fue. En este lugar nos conocimos —el Cónsul sonrió.
—Granada —dijo Diosdado de súbito con pronunciación diferente, más áspera que la del Cónsul. Observólo con mirada importante, suspicaz y escrutadora, y lo volvió a dejar solo. Luego se puso a hablar con un grupo en el otro lado de la cantina. Los rostros se volvían para contemplar al Cónsul.
Con las cartas de Yvonne, el Cónsul se llevó otra copa a un cuarto interior, uno de los cubículos de este rompecabezas chino. No los recordaba enmarcados con cristales opacos, como a los compartimentos de los cajeros en los bancos. En realidad no le sorprendió encontrar a la anciana tarasca que viera en el Bella Vista esa misma mañana. En el centro de la mesa redonda tenía un tequila rodeado por fichas de dominó. Su pollito picoteaba entre ellas. El Cónsul se preguntó si los dominós serían de ella, o bien si sólo le era indispensable tenerlos consigo dondequiera que fuese. Su bastón con el mango de garra colgaba de la mesa como si estuviera vivo. El Cónsul se le acercó, bebió la mitad del mezcal, quitóse las gafas y zafó la liga del paquete.
…«¿Te acuerdas de mañana?», leyó. No, pensó; las palabras se hundían en su mente como piedras… Era un hecho que estaba perdiendo contacto con la situación… Se hallaba separado de sí mismo, pero se percataba de ello claramente como si el impacto de recibir las cartas le hubiese despertado en cierto modo, si bien tan sólo, por decirlo así, para pasar de un estado de sonambulismo a otro; estaba borracho, estaba sobrio, estaba crudo: todo al mismo tiempo; eran pasadas las seis de la tarde, y, fuera por estar en el Farolito o por hallarse ante esta anciana en este cuarto cubierto de vidrio, donde ardía una luz eléctrica, le pareció haber regresado a la mañana: era casi como si fuese otra especie de borracho, en circunstancias diversas, en otro país, a quien le aconteciera algo muy diferente: era como alguien que se levanta, en la madrugada, medio idiotizado por el licor, murmurando: —¡Cristo, esto es lo que soy! ¡Qué asco! —para despedir a su mujer que sale temprano en un camión (aunque sea demasiado tarde) y sobre la mesa puesta para el desayuno encuentra una nota: «Perdóname por haberme puesto histérica anoche, aunque me hayas lastimado no puede disculparse explosión semejante, no olvides meter la botella de leche», bajo la cual puede leer, como si fuera casi una reflexión tardía: «Amor mío, no podemos seguir así, es demasiado horrible, me voy…» y, en vez de comprender del todo el significado de esto, recuerda de modo incongruente haberle contado al cantinero la noche anterior, después de muchos esfuerzos, cómo ardió la casa de alguien —y por qué le dijo en dónde vivía, ahora la policía puede averiguarlo… y por qué el cantinero se llama Sherlock ¡nombre inolvidable!— y tomándose una copa de oporto y un vaso de agua y tres aspirinas que le producen náuseas, se percata de que deben transcurrir todavía cinco horas antes de que abran las cantinas, para volver a la misma a presentar sus disculpas… Pero, ¿dónde puse mi cigarrillo?, ¿y por qué está mi copa bajo la tina de baño?, ¿y acaso lo que oí fue una explosión en algún lugar de la casa?
Y, encontrando sus ojos acusadores en otro espejo del cuartito, el Cónsul tuvo la impresión extraña y pasajera de que había salido de la cama para hacer esto, que se había levantado de un salto y ahora debía mascullar: —Coriolano ha muerto— o —Confusión, confusión, confusión— o —Creo que fue ¡Oh! ¡Oh!— o algo en verdad carente de sentido como —¡Cubos, cubos, millones de cubos en la sopa!— y que ahora volvería (aunque estaba sentado tranquilamente en ‘El Farolito’) a sumirse en las almohadas para observar, temblando con impotente terror ante sí mismo, las barbas y los ojos que se formaban en las cortinas, o llenar el espacio entre el ropero y el techo, y escuchar desde la calle los suaves pasos del policía eterno y fantasmagórico que la recorría…
«¿Te acuerdas de mañana? Es nuestro aniversario de bodas… No he recibido una sola letra tuya desde que me marché. ¡Dios mío!, es este silencio lo que me aterra.»
El Cónsul bebió un poco más de mezcal.
«Es este silencio lo que me aterra… este silencio…»
El Cónsul releyó varias veces esta frase, la misma frase, la misma carta, todas las letras, vanas como las que llegan al puerto a bordo de un barco y van dirigidas a alguien que quedó sepultado en el mar, y como tenía cierta dificultad para fijar la vista, las palabras se volvían borrosas, desarticuladas y su propio nombre le salía al encuentro; pero el mezcal había vuelto a ponerlo en contacto con su situación hasta el punto de que no necesitaba comprender significado alguno en las palabras, aparte de la abyecta confirmación de su propia perdición, de su propia ruina infructífera y egoísta, acaso acarreada al fin por él mismo, con su propio cerebro en angustiosa pausa ante esta prueba cruelmente omitida de las congojas que le había ocasionado a Yvonne.
«Es este silencio lo que me aterra. He imaginado que te ocurre todo género de desgracias, es como si te hallases lejos, en la guerra, y yo estuviese esperando, esperando noticias tuyas, la carta, el telegrama… pero ninguna guerra tendría semejante poder para helar así mi corazón y aterrarlo tanto. Te envío todo mi amor, todo mi corazón y todos mis pensamientos y mis oraciones.» Mientras bebía, el Cónsul advirtió que la vieja con las fichas de dominó trataba de atraer su atención, para lo cual abría la boca e indicaba hacia el interior con un dedo; luego se ponía a girar sutilmente en torno a la mesa para acercársele. «Sin duda debes haber pensado mucho en nosotros, en todo lo que construimos juntos, en el descuido con que destruimos la estructura y la belleza, pero sin embargo no destruimos el recuerdo de aquella belleza. Esto es lo que me ha obsesionado día y noche. Al mirar al pasado nos veo en cien lugares con cien sonrisas. Llego a una calle y allí te encuentro. De noche me deslizo en el lecho y allí me esperas. ¿Qué otra cosa hay en la vida aparte de la persona a quien se adora y la vida que puede construirse con ella? Por primera vez comprendo el significado del suicidio… ¡Dios! ¡Qué fútil y vacío es el mundo! Días llenos de momentos despreciables y empañados se suceden; con amargo ritmo rutinario se siguen una tras otra las noches inquietas asediadas por espectros: el sol brilla sin esplendor y la luna sale sin derramar sus rayos. Mi corazón sabe a ceniza y con el llanto y la fatiga se me anuda la garganta. ¿Qué es un alma perdida? Es la que se ha desviado de su verdadera senda y anda a tientas en la oscuridad de los caminos del recuerdo…»
La anciana le tiraba de la manga y el Cónsul —¿habría estado leyendo Yvonne las cartas de Abelardo y Eloísa?— estiró el brazo para tocar un timbre cuya presencia, cortés si bien violenta en estos extraños nichos minúsculos, nunca dejaba de impresionarle. Al cabo de un momento entró el Pocas Pulgas con una botella de tequila en una mano y otra de mezcal Xicoténcatl en la otra, y volvió a llevársela, después de llenarles las copas. Con la cabeza hizo el Cónsul una seña a la anciana, le indicó la copa de tequila, bebióse la mayor parte de su mezcal y siguió leyendo. No podía recordar si había pagado o no. «Oh, Geoffrey, ¡con cuánta amargura lo lamento ahora! ¿Por qué lo aplazamos? ¿Es demasiado tarde? Deseo tener hijos tuyos, pronto, ahora mismo, los quiero. Quiero que tu vida me llene y se mueva en mí. Quiero sentir tu felicidad bajo mi corazón y tu tristeza en mis ojos y tu paz en los dedos de mi mano…» Detúvose el Cónsul: ¿qué decía? Se restregó los ojos y se puso a buscar sus cigarrillos: ¡Alas!, la trágica palabra zumbó en el cuarto cual bala que le hubiese atravesado. Fumando prosiguió la lectura: …«Estás caminando al borde de un abismo y no puedo seguirte. Me despierto y me hallo en una oscuridad en la que sin cesar debo seguir mis propios pasos, odiando al yo que eternamente me sigue y se me enfrenta. ¡Si pudiésemos resurgir de nuestra miseria, volvernos a buscar el uno al otro y encontrar de nuevo el solaz de nuestros labios y de nuestros ojos! ¿Quién ha de interponerse? ¿Quién puede impedirlo?»
El Cónsul se levantó —ciertamente, Yvonne había estado leyendo algo— e hizo una reverencia a la vieja y salió al bar que, en su imaginación, se había estado llenando durante todo ese tiempo, pero que, en realidad, seguía casi desierto. Sí, por cierto, ¿quién habría de interponerse? Volvió a permanecer en la puerta, como antes en otras ocasiones, en la engañosa alborada de color violeta. ¿Quién, por cierto, podría impedirlo? Una vez más contempló la plaza. El mismo pelotón de harapientos parecía seguir atravesándola, como una película interrumpida que se repitiese. El cabo luchaba aún con su ejercicio de caligrafía bajo el portal, sólo que su lámpara estaba ya encendida. Oscurecía. Los policías no se dejaban ver por ningún lado. Aunque por la ‘barranca’, el mismo soldado dormía aún bajo un árbol; ¿o acaso no era un soldado, sino algo diferente? Volvió la mirada hacia otra parte. Negros nubarrones volvían a amontonarse y en lontananza se escuchaba el distante retumbar del trueno. Aspiró el aire asfixiante en el que flotaba una ligera insinuación de frescura. ¿Quién, claro, aun ahora, habría de interponerse?, pensó con desesperación. En ese mismo momento deseaba a Yvonne, quería tomarla entre los brazos, deseaba más que nunca ser perdonado y perdonar: ¿pero adónde ir? ¿En dónde la encontraría ahora? Toda una inverosímil familia de clase indefinida desfiló ante la puerta: a la cabeza, el abuelo corregía la hora en su reloj, atisbando el del cuartel que, casi invisible, seguía marcando las seis, luego la madre echándose el ‘rebozo’ sobre la cabeza, reía, acaso para burlarse de la probable tempestad (en lo alto de las montañas, dos deidades ebrias colocadas a gran distancia la una de la otra seguían empeñadas en violento partido de ping-pong interminablemente incierto, acompañando su juego con un gong birmano), el padre, aislado, sonreía orgulloso en actitud contemplativa, ora haciendo sonar los dedos, ora sacudiendo un grano de polvo de sus botas negras, limpias y relucientes. Dos hermosas criaturas de límpidos ojos negros caminaban entre ambos, asidas de la mano. De pronto, la mayor soltó la mano de su hermana y comenzó a dar una serie de cabriolas en el lozano césped. Todos reían. Al Cónsul le repugnaba verlos… Al fin se marcharon, ¡a Dios gracias! Angustiadamente, deseaba y no deseaba a Yvonne. —¿‘Quiere María’? —murmuró una voz a su espalda.
Sólo vio de pronto las bien torneadas piernas de la muchacha que lo hacía caminar ahora por la sola fuerza opresiva de la carne adolorida, de la lujuria patética y temblorosa aunque brutal, por entre los cuartuchos con paneles de vidrio, que cada vez se empequeñecían y oscurecían más, hasta que llegaron junto al ‘mingitorio’ de los «Señores» (en cuya hedionda penumbra estalló un siniestro risoteo), en donde había tan sólo un anexo sin luz, no mayor que un armario, y en el cual, sentados, bebían o tramaban algo dos hombres cuyos rostros no pudo ver.
Luego se le ocurrió que alguna fuerza criminal y temeraria lo arrastraba y lo forzaba a hacer (en tanto que él seguía apasionadamente consciente de todas las posibles consecuencias y, en cierto modo, tan inocentemente inconsciente), sin precaución ni conciencia, lo que nunca podría deshacer ni desconocer, y que lo sacaba irresistiblemente al jardín —que, iluminado ahora con los relámpagos, le recordaba de modo extraño su propia casa y el Popo, adonde había pensado ir antes, sólo que este lugar era más macabro, el anverso de aquél—, le hacía pasar por la puerta abierta y luego entrar en el cuarto —uno de tantos que daban al ‘patio’— en el que aumentaba la oscuridad.
Así pues, esto era todo, el último rechazo estúpido y antiprofiláctico. Todavía ahora podía impedirlo. No lo impediría. Sin embargo, tal vez sus familiares, o una de sus voces, tuviese un buen consejo que darle, miró en torno suyo para escuchar; erectis pútibus. No se dejó escuchar voz alguna. De repente se echó a reír: había sido muy listo al engañar a sus voces. No sabían que estaba aquí. El cuarto mismo, alumbrado por un único foco azul, no era sórdido: a primera vista era una habitación de estudiante. De hecho, se asemejaba mucho a su antiguo cuarto del colegio, sólo que éste era más amplio. Tenía las mismas puertas amplias y un librero en un lugar que resultaba familiar con un libro en el estante superior. En un rincón, incongruentemente, había un sable gigantesco. ¡Cachemira! Imaginó haber visto la palabra, que luego desapareció. Tal vez la había visto, porque el libro —por extraño que pareciese— era una historia española de la India Británica. La cama estaba en desorden, cubierta de pisadas y hasta de algo que parecían manchas de sangre, aunque también esta cama se asemejaba a un catre de estudiante. Notó junto a ella una botella de mezcal casi vacía. Pero el piso era de losas rojas y en cierto modo su fría e implacable lógica anulaba el horror; bebió el resto de la botella. Mientras la muchacha cerraba las puertas, le hablaba en extraño idioma, acaso en zapoteca y, luego vino hacia el Cónsul, que se percató de cuán joven y hermosa era. Al encenderse un relámpago se dibujó en la ventana la silueta de un rostro que por un momento pareció ser el de Yvonne. —¿Quieres María? —volvió a ofrecerse ella y, rodeando con sus brazos el cuello del Cónsul lo atrajo sobre la cama. También su cuerpo era el de Yvonne, sus piernas, sus pechos, su corazón que latía apasionado; a medida que los dedos del Cónsul recorrían el cuerpo de la muchacha, crujía la electricidad bajo sus caricias, aunque la ilusión sentimental se desvanecía, estaba hundiéndose en un mar, como si no hubiese estado allí, habíase convertido en el mar, en un horizonte desolado donde navegaba vertiginosamente un enorme barco negro, con el casco oculto deslizándose hacia el ocaso; o bien su cuerpo no era nada sino una mera abstracción, una calamidad, un diabólico aparato para producir sensaciones calamitosas y enfermizas; era el desastre, era el horror de despertarse por la mañana en Oaxaca vestido de pies a cabeza, a las tres y media de cada madrugada después de la partida de Yvonne; Oaxaca y la nocturna fuga del Hotel Francia que dormitaba, allí donde Yvonne y él habían sido felices, la huida del mismo cuarto barato que desde la altura veía hacia ‘El Infierno’, aquel otro ‘Farolito’, el horror de buscar la botella en la penumbra y no encontrarla, el buitre posado en la palangana; sus propios pasos, insonoros, el silencio sepulcral fuera de su cuarto, demasiado temprano para que se escucharan allá abajo en la cocina los aterradores sonidos y los chillidos y la matanza; el horror de bajar la escalera alfombrada hasta llegar al inmenso pozo oscuro del comedor desierto (antaño patio), el hundirse en el mullido desastre de la alfombra, sus pies que se sumían en la congoja cuando, llegado a la escalera, no estaba seguro de no hallarse en el descanso, y la puñalada de pánico y de horror de sí mismo al pensar en la ducha de agua fría allá atrás, a su izquierda, la misma que sólo una vez usara, pero una le había bastado; y el último acercamiento mudo, tembloroso y respetable, sus pies hundiéndose en la calamidad (y era esta calamidad la que él, con María, penetraba, la única cosa viva en él era este órgano maligno ardiente, hirviente, crucificado… ¡Dios!, ¿es posible sentir sufrimiento mayor que éste? De este sufrimiento debe nacer algo, y lo que nacería sería su propia muerte) porque ¡ah! qué semejantes son los gemidos del amor y los de la agonía; y sus pasos se hundían en su temblor, el frío temblor nauseabundo, y en el oscuro pozo del comedor con una luz mortecina a la vuelta flotando por encima del escritorio, y el reloj —demasiado temprano— y las cartas no escritas, impotente para escribir, y el calendario que eterno e impotente anunciaba su aniversario de bodas, y el sobrino del gerente dormido en el sofá, esperando salir a recibir el primer tren de México; la oscuridad que, palpable, murmuraba, la soledad fría y dolorosa en el altisonante comedor, rígido con sus servilletas de color gris blancuzco muertas y dobladas, el peso del sufrimiento y la conciencia mayores (parecía) que el soportado por cualquier superviviente; la sed que no era sed, sino que, congoja y lujuria, era muerte: muerte y otra vez muerte y muerte la espera en el frío comedor del hotel, hablándose a sí mismo en voz baja, mientras aguardaba, puesto que ‘El Infierno’ aquel otro ‘Farolito’, no abría sino hasta las cuatro de la mañana y difícilmente podía uno esperar en la intemperie… (y esta calamidad en que ahora penetraba, era la calamidad, la calamidad de su propia vida, su esencia misma en la que ahora penetraba, en donde estaba penetrando, donde había penetrado)… aguardando el ‘Infierno’ cuya única lámpara de esperanza pronto brillaría allende las atarjeas descubiertas y, sobre la mesa, en el comedor del hotel, difícil de distinguir, una jarra de agua; llevar, tembloroso, tembloroso, la jarra de agua hasta sus labios, pero no lo bastante cerca, era demasiado pesada, como este peso de congoja —“no puedes beber de ella”—, sólo podía humedecer sus labios, y luego (debe haber sido Jesús quien me mandó esto, después de lodo sólo Él me seguía) la botella de vino tinto francés traída de Salina Cruz, que aún estaba allí en la mesa puesta para el desayuno, marcada con el número de cuarto de algún otro huésped, descorchada con dificultad y (cuidándose de que el sobrino no lo viese) asirla con ambas manos, y dejar que el bienaventurado licor escurriese por su garganta, sólo un poco, porque después de todo uno es inglés y responsable, y luego recostarse también en el sofá —su corazón un frío dolor, cálido en un costado— en fría concha temblorosa de palpitante soledad, sintiendo, no obstante, un poco más el vino, como si el pecho se llenase ahora de hirviente hielo, o como si un hierro al rojo vivo atravesara el pecho, pero de fríos efectos, porque la conciencia que vuelve a enfurecerse debajo y hace estallar nuestro corazón, arde tan fieramente con las llamas infernales, que un hierro candente resulta, en comparación, simple escalofrío, y el tic-tac del reloj, con su corazón que palpita como tambor cubierto por la nieve, y hace tic-tac y se estremece, el tiempo se estremece y se acerca al ‘Infierno’, haciendo tic-tac, y luego —¡la fuga!— poniendo sobre su cabeza la cobija que en secreto había bajado del cuarto del hotel, salir a hurtadillas, pasando junto al sobrino del gerente —¡la fuga!— junto al mostrador del hotel, sin atreverse a mirar si hay cartas; «¡es este silencio lo que me aterra!» (¿puede estar allí? ¿soy yo? ¡Ay de ti!, miserable infeliz que te condueles de tus propias desgracias, viejo bribón) pasando junto —¡la fuga!— al velador indígena que duerme en el suelo y, apretando en el puño los pocos pesos que le quedan, con aspecto de indígena ahora, salir a la vieja ciudad amurallada y cubierta de adoquines, pasando, junto —¡la fuga por el pasadizo secreto!— a las cloacas descubiertas en las tristes callejuelas y a los pocos faroles solitarios de mortecina luz, salir a la noche, al milagro de hallar todavía los ataúdes de las casas y las mojoneras, la fuga por las aceras resquebrajadas, gimiendo, gimiendo —y ¡qué semejantes son los gemidos del amor a los de la agonía!— y las casas tan silenciosas, tan frías antes del alba, hasta ver brillar, al volver la esquina, ya a salvo, la única lámpara de ‘El Infierno’, que tanto se asemejaba a ‘El Farolito’, y luego, sorprendido una vez más de haber podido llegar hasta allí, parado en aquel sitio, apoyado en la pared, con la cobija aún sobre su cabeza, hablar a los mendigos, a los obreros madrugadores, a las sucias prostitutas, a los padrotes, al desecho y basura de las calles y a lo más bajo de la tierra, pero que se hallaban, no obstante, mucho más alto que él, bebiendo de la misma manera que él había bebido aquí, en ‘El Farolito’ contando mentiras, mintiendo —¡la fuga, siempre la fuga!— hasta el alba teñida de lila que debiera haber traído la muerte, y él también debiera haber muerto, ¿qué he hecho?
Los ojos del Cónsul se fijaron en un calendario que pendía sobre la cama. Al fin había llegado a la crisis, crisis sin posesión, casi —después de todo— sin placer, y lo que vio, bien pudiera ser (no estaba seguro de que lo fuera) un cuadro del Canadá. Bajo los rayos de un brillante plenilunio había un venado a orillas de un río donde remaban, en una canoa de abedul, un hombre y una mujer. Las hojas del calendario mostraban lo futuro, el mes siguiente, diciembre: ¿en dónde iba a estar entonces? En la penumbra azulosa llegó hasta a distinguir los nombres de los santos para cada día de diciembre, impresos bajo los números: Santa Natalia, Santa Bibiana, S. Francisco Javier, S. Sabás, S. Nicolás de Bari, S. Ambrosio: con el trueno abrióse la puerta y el rostro de M. Laruelle se esfumó en el umbral.
En el ‘mingitorio’ un hedor como de mercaptano le aplicó amarillentas manos en el rostro y ahora, desde las paredes del urinario, sin haberlas invitado, volvió a oír sus voces que, silbantes, le gritaban y le aullaban estridentes: —¡Ahora sí que la hiciste, ya la hiciste en verdad, Geoffrey Firmin! Ahora ni nosotros podemos ayudarte ya… de todos modos, mejor sácale todo el provecho posible ahora, la noche es joven aún…
—¿Le gusta María? —la voz de un hombre (el Cónsul reconoció que pertenecía al que había reído entre dientes) surgió de la penumbra y, con rodillas temblorosas, el Cónsul miró a su derredor: lo que primero vio fueron desganados cartelones en las viscosas paredes iluminadas por una luz mortecina: ‘Clínica Dr. Vigil, Enfermedades Secretas de Ambos Sexos, Vías Urinarias, Trastornos Sexuales, Debilidad Sexual, Derrames Nocturnos, Emisiones Prematuras, Espermatorrea, Impotencia. 666’. Su versátil compañero de esta mañana y de la noche anterior habría podido informarle que no todo estaba perdido aún… por desgracia ahora ya estaría en camino hacia Guanajuato. Distinguió en un rincón, sentado y encorvado en la taza del excusado, a un hombre increíblemente mugroso cuyos pies, cubiertos por los pantalones, no alcanzaban a tocar el piso inmundo y cubierto de papeles sucios. —¿Le gusta María? —volvió a pujar—. Se la mandé. Yo soy su amigo —soltó un pelo—. Mi cuate inglés, siempre, siempre. —¿‘Qué hora’? —preguntó tembloroso el Cónsul, al ver en el canal un escorpión muerto; después de un destello fosforescente, desapareció, o nunca estuvo allí—. ¿Qué hora es? —Sick —respondió el hombre—. No it er oh half past sick by the cock. —Quiere decir, la seis y media en punto. —‘Sí señor’. Half past sick by the cock.
606.—Betabelga enchilaba, pitobel enchilado; componiéndose la ropa rióse el Cónsul lúgubremente por la contestación del padrote (¿o acaso era una especie de delator, en el sentido más estricto del vocablo?). Y quién era el que, antes, había dicho half past tree by the cock. ¿Cómo había podido averiguar este tipo que él era inglés?, preguntóse, mientras la risa del hombre lo seguía por los cuartos rodeados de cristales, en medio del bar que ya empezaba a llenarse, hasta llegar a la puerta. Tal vez trabajaba para la ‘Unión Militar’, y pasaba todo el día sentado, encorvado, en las letrinas de la Seguridad espiando la conversación de los prisioneros, mientras que el lenocinio sólo era tal vez su oficio complementario. Podría averiguar algo sobre María, si ella… pero no quería saberlo. Con todo, el hombre le había dado bien la hora. El reloj de la ‘Comisaria de Policía’, con forma de anillo y de imperfecta luminosidad, indicaba, como si acabase de moverse dando un salto, que eran poco más de las seis y media, y el Cónsul puso a tiempo su reloj que se atrasaba. Y ya era bastante la oscuridad. No obstante, el mismo pelotón harapiento parecía seguir cruzando la plaza. Sin embargo, el cabo había dejado de escribir. Enfrente de la prisión había un único centinela inmóvil. Una violenta luz recorrió de repente el portal que quedaba a su espalda. Más allá, junto a las celdas, mecíanse en la pared las sombras de la linterna de algún policía. Invadían la noche extraños rumores semejantes a los del sueño. El redoble de un tambor que resonó en algún lado fue una revolución, en la calle estalló el grito de alguien a quien asesinaban, unos frenos chirriaron en lontananza, un alma en pena. Sobre su cabeza flotaban las notas de una guitarra. En la distancia repicó frenética una campana. Relampagueó. Half past sick by the cock. En la Columbia Británica, en el Canadá, en el frío lago Pineo donde mucho ha su isla habíase convertido en selva de laurel y alcandía, fresas silvestres y acebo de Oregón, recordó la extraña creencia que tienen los indios de que un gallo canta ante el cuerpo de un ahogado. ¡Qué horrenda confirmación la de aquella noche plateada hacía muchos años cuando, fungiendo como Cónsul de Lituania en Vernon, acompañó al grupo de salvamento en el bote, y el gallo salió de su marasmo para cantar siete veces con estridente grito! Al parecer, las cartas de dinamita no habían perturbado nada; remaban lúgubremente hacia la orilla en la bruma crepuscular, cuando vieron de pronto en el agua algo que sobresalía y que a primera vista les pareció un guante: la mano del lituano que se había ahogado. Columbia Británica, amable Siberia, que no era ni amable ni Siberia, sino inexplorado y tal vez inexplorable Paraíso, pudo haber sido una solución; regresar allá, para construir, si bien no en su isla, en algún otro lugar, una nueva vida con Yvonne. ¿Por qué no pensó en eso antes? ¿O por qué no lo había pensado Yvonne? ¿O acaso sería eso a lo que ella aludió esa misma tarde y que a medias captó la mente del Cónsul? Mi casita gris en el oeste. Parecíale haber pensado antes en ello a menudo en este preciso lugar en que ahora se hallaba. Pero cuando menos también ahora esto quedaba claro. No podía volver a Yvonne, aunque lo quisiese. La esperanza de una nueva vida en común, aunque se la volviera a ofrecer milagrosamente, apenas podría sobrevivir en la árida atmósfera de un enajenado aplazamiento al que, amén de todo lo demás, debía someterse sólo por brutales razones higiénicas. Cierto, esas razones carecían por ahora de bases sólidas pero, por otro propósito que se le escapaba, debían permanecer inexpugnables. Ahora, todas las soluciones —incluso el perdón— tropezaban contra su enorme muralla china. Volvió a reír, sintiendo una extraña liberación, casi una sensación de logro. Su mente estaba despejada. También físicamente parecía sentirse mejor. Era como si hubiese sacado fuerzas de una última contaminación. Sentíase libre para devorar en paz lo que le quedaba de vida. Al mismo tiempo, cierta horrenda alegría se insinuaba en su estado de ánimo y, de modo extraordinario, cierta ingrávida maldad. Tenía conciencia de un deseo a la vez de completo olvido saciado y de una inocente travesura infantil. —¡Ay! —pareció quejarse una voz a su oído—. Mi pobre criatura, en realidad no sientes ninguna de esas cosas: sólo estás perdido, sin hogar.
Sobresaltóse. Ante sí, atado a un arbolillo que no había advertido antes a pesar de que se alzaba justo frente a la cantina al otro lado del sendero, pastaba un caballo en la hierba fresca. Algo familiar en el animal le hizo acercarse. Sí… tal como lo suponía. Ahora ya no cabía lugar a duda respecto al número siete marcado en la grupa ni respecto al labrado en el cuero de la silla. Era aquella cabalgadura, aquel caballo del indio al que primero vio cantando, montado sobre él cuando salía al mundo iluminado por los rayos del sol, y al que luego volvió a ver abandonado, agonizante junto a la carretera. Acarició al animal, que sacudió las orejas y siguió pastando imperturbable… tal vez no tan imperturbable; al estallar el trueno, el caballo, al que misteriosamente le habían vuelto a poner las alforjas, tembloroso lanzó un relincho adolorido. A pesar de lo cual, también misteriosamente aquellas alforjas ya no tintinearon. De modo espontáneo surgió en la mente del Cónsul una explicación de los acontecimientos de esa tarde. ¿Acaso no se habían mutado en un agente de policía todas aquellas abominaciones que había visto poco ha, en un agente de policía que traía un caballo en esta dirección? ¿Por qué no habría de ser aquél, este caballo? Habían sido aquellos vigilantes que se presentaron esta tarde en la carretera, y aquí en Parián, como se lo había dicho a Hugh, estaba su cuartel general. ¡Cómo disfrutaría Hugh todo esto si estuviese aquí! La policía, ¡ah!, la temible policía —o, mejor, no la verdadera policía, se corrigió— sino aquellos tipos de la ‘Unión Militar’ se hallaba en el fondo, de manera que locamente complicada pero en el fondo, no obstante, de todo aquel asunto. De súbito tuvo la certeza. Como si de una correspondencia entre el mundo subnormal y el universo anormalmente delirante y sospechoso que hervía en su interior hubiese surgido la verdad, surgido, empero, como sombra que…
—¿‘Qué hacéis aquí’?
—‘Nada’ —contestó sonriendo al hombre que tenía aspecto de sargento de la policía mexicana y acababa de arrebatarle la rienda—. Nada. ‘Veo que la tierra anda; estoy esperando a que pase mi casa por aquí para meterme en ella’ —logró expresarse en español con brillantez. Sobre el latón de las hebillas en el uniforme del sorprendido policía se reflejó la luz que emanaba de la puerta de ‘El Farolito’ y luego, mientras se daba la vuelta, en el cuero de su cinturón, de suerte que lo hizo lustroso como hoja de plátano y, por último, la reflejaron sus botas brillantes como plata antigua. El Cónsul se rió; bastaba sólo mirarlo para sentir que la humanidad estaba a punto de que la salvaran en seguida. Repitió el chiste, mexicano, no tan bueno en inglés: I leam that te world goes round, so I am waiting here for my house to pass by, dando golpecillos en el brazo del policía que lo miraba sin expresión con la boca abierta de estupor, y le tendió la mano a la vez que le decía: —‘Amigo’.
El policía gruñó y con brusco ademán rechazó la mano del Cónsul. Luego, echándole miradas rápidas y sospechosas por encima del hombro, ató más seguramente el caballo al árbol. El Cónsul se dio cuenta de que en esas miradas rápidas había sin duda algo serio, algo que le conminaba a huir ante el peligro. Un poco resentido, recordó que de la misma forma lo había mirado Diosdado. Pero el Cónsul no se sintió preocupado ni con deseos de huir. Ni tampoco cambió de parecer al sentir que el policía lo empujaba a la ‘cantina’, tras la cual, a la luz del relámpago, apareció por un instante en el oriente la tempestad que embestía. Al trasponer el umbral de la puerta, precediéndolo, pensó el Cónsul que de hecho el policía trataba de ser cortés con él. Con ágil movimiento se hizo a un lado para invitar al agente a que pasara primero. >—‘Mi amigo’ —repitió. El policía lo empujó y ambos fueron a un extremo de la barra que estaba vacío.
—‘Americano, ¿eh?’ —dijo ahora con firmeza este policía—. Espérese ‘aquí’. ¿Comprende, ‘señor’? —y se metió detrás de la barra para discutir con Diosdado.
En vano trató el Cónsul de introducir, en beneficio de su conducta, una cordial nota explicativa para el Elefante, que tenía un aspecto torvo, como si acabase de asesinar a otra de sus mujeres para curarle la neurastenia. Mientras tanto, el Pocas Pulgas, ocioso por el momento y con gesto de sorprendente claridad, deslizó un mezcal sobre el mostrador. De nuevo la gente se quedó mirándolo. Luego el policía volvió a enfrentársele desde el otro lado de la barra. —Dicen que tiene dificultades para cobrarle —dijo en su mal inglés—. Usted no pagó el whisky mexicano. No le pagó a la muchacha mexicana. Usted no tiene dinero, ¿eh?
—Zicker —dijo el Cónsul consciente de que su español, a pesar de un pasajero resurgimiento, había desaparecido virtualmente—. ‘Sí’. ‘Mucho dinero’ —añadió poniendo un peso a disposición del Pocas Pulgas. Vio que el policía era un hombre apuesto, de cuello grueso, negro bigote arenoso, dientes brillantes y aires de fanfarronería más bien afectados. En este momento se le unió un hombre alto y esbelto, de rostro sombrío y recio, manos largas y hermosas, vestido con un traje de tweed de corte elegante. Mirando de vez en cuando al Cónsul, habló en voz baja con Diosdado y el policía. Este hombre, con rasgos castellanos de pura cepa, le parecía conocido y el Cónsul se preguntó en dónde lo había visto antes. Separándose de él, el policía sé inclinó y apoyando los codos en la barra le habló al Cónsul. —Usted no tiene dinero ¿eh? y ahorita iba a volarse mi caballo —guiñó el ojo a Diosdado—. ¿Para qué quería escaparse con el caballo mexicano? Para no pagar dinero mexicano, ¿eh?
El Cónsul lo miró. —No. Decididamente no. Por supuesto que no iba a robarme su caballo. Simplemente lo estaba viendo, admirándolo.
—¿Para qué quería ver el caballo mexicano? ¿Para qué? —el policía se rió de repente, con auténtico júbilo, golpeándose los muslos; era evidente que se trataba de una buena persona y, sintiendo que el hielo se rompía, el Cónsul rió también. Pero obviamente el policía estaba también bastante borracho, así que resultaba difícil definir el sentido de su risa. En tanto que las caras de Diosdado y del hombre vestido de tweed seguían sombrías y ceñudas—. Dibuje el mapa de España —insistió el policía dominando al fin su risa—. ¿Conoce España?
—Comment non —dijo el Cónsul. Así, pues, Diosdado le había contado lo del mapa, lo cual sin embargo era algo inocente, inocuo—. Oui. ‘Es muy asombrosa’ —no, no era Pernambuco: definitivamente no debía hablar portugués—. Jawohl. ‘Correcto, señor’ —concluyó—. Si, conozco España.
—¿Dibujaste un mapa de España, cabrón bolchevique? ¿Eres miembro de las Brigadas Internacionales y estás armando líos?
—No —respondió el Cónsul con firmeza y cortesía, aunque algo agitado ahora—. ‘Absolutamente no’.
—Ab-so-lu-ta-mente, ¿eh? —guiñó nuevamente un ojo a Diosdado, el policía imitó la actitud del Cónsul. Salió de detrás del mostrador para acomodarse de nuevo del otro lado, y trajo consigo al hombre lúgubre que no decía una sola palabra ni bebía, sino simplemente estaba allí, con su aspecto severo, como el del Elefante que, frente a ellos ahora, secaba con enojo unos vasos—. ¡Muy… —dijo el policía arrastrando las sílabas, y—: …bien! —añadió con tremendo énfasis a la vez que daba una fuerte palmada en la espalda del Cónsul—. ¡Muy bien! Vamos, mi amigo… —invitólo—. Bebe, bebe todo lo que quieras. Hemos estado buscándote —prosiguió con voz estentórea medio bromeando y con tono de borracho—. Asesinaste a un hombre y huiste por siete estados. Queríamos saber de ti. Descubrimos —¿así se dice?— que desertaste de tu barco en Veracruz. Dices que tienes dinero. ¿Cuánto traes?
El Cónsul sacó un billete arrugado y volvió a metérselo en el bolsillo. —Cincuenta pesos, ¿eh? Puede ser que eso no alcance. ¿Por quién estás? ¿Inglés? ¿Español? ¿Americano? ¿Alemán? ¿Ruso? ¿Eres de los S.S.? ¿Qué haces?
—I no sipikker di Inglish… hey, ¿cómo te llamas? —le preguntó a su espalda una voz estridente y, al volverse, el Cónsul vio otro policía vestido de manera muy semejante al primero, sólo que de menor estatura, quijadas robustas y diminutos ojos crueles plantados en un rostro cenizo, carnoso y recién afeitado. Aunque llevaba pistola al cinto le faltaban el índice y el pulgar derechos. Al hablar hizo un obsceno movimiento giratorio con las caderas y guiñó el ojo al primer policía y a Diosdado, aunque rehuyó la mirada del hombre vestido de tweed—. ‘Progresión al culo’ —añadió (por razones que ignoraba el Cónsul) moviendo aún las caderas.
—Es el Jefe del Municipio —explicó cordialmente al Cónsul el primer policía—. Éste quiere saber cómo te llamas.
—Trotsky —respondió, burlón, alguien desde el otro extremo del mostrador, y el Cónsul, consciente de su barba, se sonrojó.
—Blackstone —respondió solemnemente; y por cierto, preguntóse al aceptar otro mezcal, ¿acaso no había, vengativo, venido a vivir entre los indios? La única dificultad era que tenía mucho miedo de que estos indios resultaran también gente con ideas—. William Blackstone.
—¿De qué lado está usted? —gritó el policía gordo, cuyo nombre era algo así como Zuzugoitea—. ¿En favor de quién está? —y repitió el catecismo del primer policía al que parecía imitar en todo—: ¿Inglés? ¿Alemán?
El Cónsul negó con la cabeza: —No. Sólo William Blackstone.
—Eres Juden —preguntó el primer policía.
—No. Sólo Blackstone —repitió el Cónsul meneando la cabeza—. William Blackstone. Los judíos raras veces están muy ‘borrachos’.
—Estás… este… ‘borracho’, ¿eh? —dijo el primer policía y todos se rieron… varios que evidentemente eran sus secuaces, habíanseles unido, aunque el Cónsul no podía distinguirlos con precisión, salvo, inflexible e indiferente, el hombre vestido de tweed—. Éste es Jefe de Jardineros —siguió explicando el primer policía. Y en su tono de voz se advertía un temor reverente—. Yo también soy jefe. Soy el Jefe de Tribunas —añadió, pero casi pensativo, como si quisiera decir—: Soy sólo Jefe de Tribunas.
—Y yo… —comenzó a decir el Cónsul.
—Estoy ‘perfectamente borracho’ —terminó el primer policía, y todos volvieron a estallar en carcajadas, salvo el ‘Jefe de Jardineros’.
—Y yo… —repitió el Cónsul, pero ¿qué decía? Y en realidad ¿quién era toda esta gente? Jefe de qué Tribunas, Jefe de qué Municipio; sobre todo, Jefe ¿de qué Jardines? Con seguridad este tipo silencioso vestido de tweed, de aspecto también siniestro, aunque aparentemente era el único que no portaba armas entre los del grupo, no era el responsable exclusivo de todos aquellos jardincillos públicos. A pesar de lo cual, el Cónsul sintió la sombría presciencia que ya tenía respecto a los que invocaban estas pretensiones titulares. Asociábalos en su mente Con el Inspector General del Estado y también, como le había dicho Hugh, con la ‘Unión Militar’. Sin duda, los había visto aquí antes, en uno de los cuartos o en el bar, pero ciertamente no tan cerca como ahora. Sin embargo, tanta gente hacía llover sobre él preguntas a las que no podía contestar, que acabó por olvidar casi el significado de su presentimiento. Supuso, no obstante, que el respetado Jefe de Jardineros, a quien en este mismo momento lanzó una muda súplica de ayuda, debía estar «más arriba» que el mismo Inspector General. Por toda respuesta recibió una mirada más torva que nunca: al mismo tiempo recordó el Cónsul dónde lo había visto antes; el Jefe de Jardineros pudo haber sido su propia imagen, cuando esbelto, bronceado, serio, sin barba, en la encrucijada de su carrera, asumió el Viceconsulado de Granada. Traían innumerables tequilas y mezcales y el Cónsul bebía todo cuanto tenía a su alcance, sin considerar a quién pertenecía. —No es suficiente decir que estuvieron juntos en ‘El Amor de los Amores’ —oyó que repetía su propia voz, contestando tal vez alguna insistente pregunta relativa al incidente de esta tarde, si bien ignoraba por qué se la hacían—. Lo que importaba es cómo ocurrió todo. ¿Estaba borracho el ‘peón’?… aunque tal vez no, se trataba de un ‘peón’. ¿O se cayó del caballo? Tal vez el ratero reconoció a un compañero de parranda que le debía una o dos copas…
El trueno gruñó afuera de ‘El Farolito’. El Cónsul se sentó. Se trataba de una orden. Todo se volvía caótico. El bar estaba casi repleto. Algunos de los parroquianos, indios vestidos con ropas holgadas, venían de los cementerios. Había soldados andrajosos y entre ellos aquí y allá un oficial vestido con elegancia. En los cuartos de cristales distinguió cornetas y cordones verdes que se movían. Entraron varios danzantes que, cubiertos con largas túnicas negras rayadas de pintura luminosa, representaban esqueletos. A su espalda hallábase ahora de pie el Jefe del Municipio. También de pie estaba el Jefe de Tribunas, hablando a su derecha con el ‘Jefe de Jardineros’, cuyo nombre, según descubrió el Cónsul, era Fructuoso Sanabria. —¡Hola! ¿‘Qué tal’? —preguntó el Cónsul. Volviéndole en parte la espalda, había alguien sentado junto a él, que también le parecía conocido. Tenía aspecto de algún poeta amigo de sus años de escuela. Sobre su noble frente caían rubios cabellos. El Cónsul le ofreció una copa que el joven no sólo rehusó en español, sino que para hacerlo se puso de pie, moviendo una mano como para rechazar al Cónsul, y luego se retiró al otro extremo de la barra, con rostro iracundo, oculto en parte. El Cónsul se sintió herido. Volvió a lanzar una muda llamada de auxilio al Jefe de Jardineros: éste le respondió con una mirada implacable, casi definitiva. Por vez primera olfateó el Cónsul la tangibilidad de su peligro. Sabía que Sanabria y el primer policía discutían con suma hostilidad para decidir lo que harían con él. Luego los vio tratando de atraer la atención del Jefe del Municipio. Los dos solos se abrieron paso detrás del bar para regresar a un teléfono que antes no había notado, y lo curioso de este teléfono era que parecía funcionar normalmente. El Jefe de Tribunas era el que hablaba: ceñudo, Sanabria permanecía a su lado y a todas luces daba instrucciones. Lo hacía sin apresurarse y, al darse cuenta de que la llamada —aparte del carácter que tenía— se refería a él, el Cónsul, con lento, ardiente y angustioso dolor, sintió una vez más cuán solo estaba, sintió que cuanto le rodeaba, a pesar de la multitud y del estrépito que aminoró un poco obedeciendo a un ademán de Sanabria, se extendía como el desierto de la gris marea del Atlántico que hacía un rato, cuando estaba con María, había surgido ante sus ojos en un conjunto, sólo que en esta ocasión no había velas a la vista. El ambiente de malicia y liberación se había desvanecido por completo. Sabía que en parte había esperado todo el tiempo que Yvonne viniese a rescatarlo, y ahora estaba consciente de que era demasiado tarde, de que no vendría. ¡Ah, si Yvonne (aunque sólo fuera como una hija) que comprendería y lo confortaría, pudiese estar ahora a su lado! Aunque sólo fuera para llevarlo de la mano, para dirigir su borrachera rumbo a casa, entre campos de piedra, entre los bosques —sin interferir, claro está, con sus ocasionales tragos de la botella y ¡ah, cómo echaría de menos, por doquiera que fuese, aquellos ardientes sorbos solitarios que tal vez eran los momentos más felices de su vida!—, como había visto que los hijos de los indios llevaban a casa a sus padres los domingos. Instantánea, conscientemente, volvió a olvidar a Yvonne. Por su cabeza cruzó la idea de que quizá podría abandonar ‘El Farolito’ solo, sin ninguna ayuda, inadvertido y sin dificultad, porque el Jefe del Municipio seguía enfrascado en su conversación, mientras que los otros dos policías estaban vueltos de espalda, y sin embargo no se movió. En vez de ello, con los codos en el mostrador, hundió el rostro en las manos.
Con los ojos de la mente volvió a ver «Los Borrachones», aquella extraordinaria imagen colgada en la pared de Laruelle, sólo que ahora adquiría un aspecto un tanto distinto. ¿Acaso no tendría otro significado ese cuadro, carente de intención como su humorismo, más allá de lo simbólicamente obvio? Vio que aquellos personajes con aspecto de espíritus, aparentemente se volvían más libres, más separados, y sus nobles rostros característicos tornaban a ser más característicos, más nobles, mientras mayor era su ascenso hacia la luz; aquellos seres rubicundos que se semejaban a demonios amontonados, se volvían más parecidos entre sí, más juntos, más semejantes a un único demonio mientras mayor era su cercanía a las tinieblas. Tal vez esto no fuera tan ridículo. Cuando él había luchado por elevarse, como al principio de su existencia con Yvonne, ¿acaso los «rasgos» de la vida no habían parecido aclararse, animarse más, los amigos y enemigos volverse más identificables, los problemas especiales, las escenas, y con ellos el sentido de su propia realidad, más separados de sí mismo? ¿Y no resultó que, mientras más se hundía mayor era la tendencia de aquellos rasgos a disimularse, a obstruirse y resolverse, para, a la larga, transformarse en algo apenas mejor que horrendas criaturas de su hipócrita yo interno y externo, o de su lucha, si la lucha existía aún? Sí, pero aunque lo hubiera deseado, anhelado, este mismo mundo material, por ilusorio que fuese, pudo haberse convertido en aliado para indicarle el buen camino. En este caso no habría habido recurrencia, por medio de voces irreales y engañosas y formas de disolución que cada vez se asemejaban más a una sola voz, a una muerte más muerta que la muerte misma, sino una infinita dilatación, una infinita evolución y extensión de límites, en que el espíritu era una entidad, perfecta e íntegra: ¡ah! ¿quién sabe por qué fue ofrecido al hombre —por acosada que fuese su suerte— el amor? Y sin embargo, tenía que enfrentarse a ello: había caído, caído, caído hasta… pero ahora mismo se percataba de no haber llegado enteramente hasta el fondo. Todavía no era el fin completo. Era como si su caída se hubiese detenido sobre un estrecho borde, borde desde el que no podía subir ni bajar, y sobre el cual yacía bañado en sangre y medio aturdido mientras que allá abajo, en las lejanas profundidades, aguardaba bostezando el abismo. Y mientras yacía sobre aquel borde lo rodeaban en delirio los fantasmas de sí mismo, los policías, Fructuoso Sanabria, aquel otro tipo que parecía poeta, los esqueletos luminosos, hasta el conejo de la esquina y las cenizas y escupitajos en el piso inmundo, porque, ¿acaso no todos y cada uno de ellos correspondían, en forma que no le era posible comprender (si bien la reconocía de modo confuso), a alguna facción de su ser? Y vio con imprecisión, cómo también la llegada de Yvonne, la serpiente en el jardín, su disputa con Laruelle y después con Hugh e Yvonne, la máquina infernal, el encuentro con la ‘señora’ Gregorio, el hallazgo de las cartas y muchas otras cosas más, cómo todos los acontecimientos del día habían sido sin duda como indiferentes matojos a los que se había asido sin convicción o como piedras que se habían aflojado en su caída y seguían lloviendo sobre su cabeza. El Cónsul sacó el paquete azul de cigarrillos con alas impresas: ¡Alas! Volvió a levantar la cabeza; no, estaba donde estaba y no tenía adónde huir. Y fue como si un perro negro se le hubiese subido a la espalda para mantenerlo en la silla.
El Jefe de Jardineros y el Jefe de Tribunas seguían junto al teléfono, tal vez en espera del número correcto. Quizá estaban llamando al Inspector General; pero, ¿suponiendo que hubieran olvidado al Cónsul… suponiendo que no estuviesen telefoneando sobre su caso? Recordó las gafas oscuras que se había quitado para leer las cartas de Yvonne, y al atravesar por su mente la fatua idea de un disfraz, volvió a ponérselas. A su espalda, el Jefe del Municipio seguía absorto; ahora, una vez más, podía marcharse. Con auxilio de sus gafas oscuras, ¿qué podía ser más sencillo? Podía marcharse… sólo que necesitaba otra copa; la del estribo. Además, se percató de que lo arrinconaba una sólida masa de gente y, para empeorar las cosas, un hombre con un sombrero negro y mugroso echado hacia atrás y cinturón de cartucheras colgándole sobre el pantalón, le asía con afecto por el brazo; era el padrote, el espía del ‘mingitorio’. Encorvado casi en la mismo postura que antes, aparentemente había estado hablándole durante los últimos cinco minutos.
—Mi amigo para mí —farfullaba en su mal inglés—. Todos éstos, nada para ti, nada para mí. Todos estos hombres… ¡nada para ti o para mí! Todos estos hombres son hijos de puta… ¡Seguro, tú, inglés! —asió con mayor firmeza el brazo del Cónsul—. ¡Todo mí! Mexicanos: ¡todo tiempo inglés, mi amigo, mexicano! No me importan los hijos de puta americanos: no son buenos para ti ni para mí, mexicano todo tiempo, todo tiempo, todo tiempo… ¿eh?
El Cónsul retiró el brazo, pero en seguida le asió alguien más de nacionalidad incierta, bizco de borracho, que tenía aspecto de marino. —Maldito inglés —afirmó llanamente a la vez que giraba en su taburete—. Yo soy del condado de Pope —vociferó con lentitud este desconocido metiendo el brazo bajo el del Cónsul—. ¿Qué crees? Mozart fue el que escribió la Biblia. Estás aquí para estar aparte allá. El hombre aquí en la tierra, será igual, y que haya tranquilidad. Tranquilidad significa paz. Paz en la tierra, de todos los hombres…
El Cónsul liberó su brazo. El padrote volvió a asirlo. Casi en busca de socorro, miró al derredor. El Jefe del Municipio seguía ocupado. En el bar, el Jefe de Tribunas volvía a telefonear; Sanabria permanecía a su lado, dándole instrucciones. Engarzado en la silla del padrote, otro hombre al que el Cónsul creyó norteamericano miraba de soslayo por encima de su hombro como si estuviese esperando a alguien, y decía, si bien a nadie en especial: —¡Winchester! Carajo, eso es otra cosa. No me digan. ¡Eso es! El Cisne Negro está en Winchester. Me capturaron en el sector alemán del campo y en el mismo lado del lugar en que me capturaron había una escuela para niñas. Una maestra de escuela. Me la pegó. Y se la regalo a ustedes. Ténganla.
—¡Ah! —dijo el padrote asido aún del brazo del Cónsul. Hablaba por encima de la cabeza de éste, y volviéndose en parte al marino—. Mi amigo… ¿Qué te pasa? Te he estado buscando todo el tiempo. Mi inglés, todo el tiempo, todo el tiempo, seguro, seguro. Con perdón. Este hombre está diciéndome mi amigo para ti todo el tiempo. ¿Te gusta? Este tipo tiene chorros de lana. Este hombre… bueno o malo, seguro. Mexicano mi amigo o inglés. Cabrón americano hijo de puta para ti o para mí o para cualquier tiempo.
El Cónsul bebía inextricablemente con estos macabros personajes de los que no podía deshacerse. Cuando, en esta ocasión, miró en torno suyo, encontró los ojos minúsculos y crueles del Jefe del Municipio que lo observaban. Renunció a tratar de comprender lo que decía el marino analfabeto, que parecía más equívoco aún que el soplón. Consultó su reloj: seguían siendo las siete menos cuarto. También el tiempo, intoxicado de mezcal, volvía a fluir circularmente sobre sí mismo. Sintiendo que los ojos del señor Zuzugoitea seguían clavados en su cuello, sacó de nuevo y con ademán importante, defensivo, las cartas de Yvonne. Con las gafas oscuras puestas, Dios sabe por qué, le parecían más claras.
—Y lo que del hombre es aparte aquí, hará que el señor esté con nosotros todo el tiempo —bramó el marino—, ésa es mi religión resumida en unas cuantas palabras. Mozart fue el hombre que escribió la Biblia. Mozart escribió el antiguo testimonio. Concrétate a eso y te sentirás bien. Mozart era abogado.
…«Sin ti estoy desechada, amputada. Soy una proscrita, una sombra de mí misma…
—Me llamo Weber. Me capturaron en Flandes. Más o menos podrían dudar de mis palabras. ¡Pero si me capturaran ahora!… cuando llegaron los de Alabama pasamos con talones alados. No hacemos preguntas a nadie, porque allí no corremos. ¡Cristo! si los quieren, anden, captúrenlos. Pero si quieren Alabama, aquel montón —el Cónsul levantó la vista; Weber cantaba—. Sólo soy un ca-campesino. No sé nada —hizo un saludo militar a su imagen reflejada en el espejo—. Soldat de la Légion Etrangère.
«Allí encontré cierta gente de la que debo hablarte, porque tal vez al presentarla ante nuestros ojos como una plegaria de absolución, el recuerdo de ellos pueda fortalecernos una vez más para alimentar la llama que nunca podrá apagarse, pero que arde ahora mortecina».
—…Sí, señor. Mozart era abogado. Y no me siga discutiendo. Bebo a lo que es aparte de Dios. ¡Me pondría a discutir mis incomprensibles argumentos!
—…de la Légion Etrangère. Vous n’avez pas de nation. La France est votre mère. A cuarenta kilómetros de Tánger, con bastante estrépito. El Ordenanza del Capitán Dupont. Era un tejano hijo de puta. Nunca diré su nombre. Ocurrió en el Fuerte Adamant.
—…¡Mar Cantábrico!…
…«Naciste para andar en la luz. Si sacas la cabeza fuera del candor celeste forcejeas en un elemento extraño. Crees estar perdido, pero no es así, porque los espíritus de la luz te ayudarán y te levantarán a pesar de ti mismo, aun a pesar de toda la oposición que les presentes. ¿Te parezco loca? A veces creo estarlo. Posesiónate de la inmensa fuerza dentro de tu alma, devuélveme a la cordura que me abandonó cuando me olvidaste, cuando me mandaste lejos, cuando dirigiste tus pasos hacia un camino diferente, sendero desconocido que has recorrido solo…»
—Demolió allí los torreones de aquella fortaleza subterránea. Quinto escuadrón de la Legión Extranjera Francesa. Lo condecoraron con la Gran Águila. Soldat de la Légion Etrangère —Weber volvió a hacer ante su imagen el saludo militar y golpeó los talones—. El sol seca los labios y se parten. ¡Por Cristo qué vergüenza! Los caballos se alejan dando coces en el polvo. Me sublevé. También a ellos les tocó.
…«Tal vez soy el ser más solitario de la creación. No hallo en la bebida el espíritu de compañerismo que encuentras tú, por poco satisfactorio que sea. Mi desdicha está prisionera en mi interior. Solían clamar pidiéndome ayuda. La súplica que hoy te hago es mucho más desesperada. Ayúdame, sí, sálvame de todo cuanto me envuelve que, amenazador y tembloroso, está a punto de derrumbarse sobre mi cabeza».
—…hombre que escribió la Biblia. Tiene que profundizar mucho para saber que Mozart escribió la Biblia. Pero te diré, no puedes pensar como yo. Mi mente es algo terrible —decía el marino al Cónsul—. Y te deseo lo mismo. Deseo que te vaya bien. Sólo que yo, al Diablo —añadió y, víctima de repentina desesperación, se levantó y salió haciendo eses.
—Los americanos no son buenos para mí, no. Los americanos no son buenos para el mexicano. Esos burros, esos hombres —dijo el padrote en actitud contemplativa mirando primero al Cónsul y luego al legionario que examinaba una pistola en la palma de su mano como si se tratara de una brillante joya—. Todo yo hombre mexicano. Todo el tiempo, hombre inglés, mi amigo mexicano —haciendo una seña, llamó al Pocas Pulgas y, ordenando más copas, indicó que el Cónsul pagaría—. No me importa el hijo de puta americano, no es bueno para ti ni para mí. Mi mexicano, todo el tiempo, todo el tiempo, todo el tiempo, ¿eh? —declaró.
—¿‘Quiere usted la salvación de México’? —interrogó de pronto una radio colocada en algún lugar detrás del bar—. ¿‘Quiere usted que Cristo sea nuestro Rey’? —y el Cónsul vio que el jefe de Tribunas había dejado de telefonear, aunque seguía en el mismo sitio con el Jefe de Jardineros.
—No.
…«Geoffrey, ¿por qué no me contestas? Sólo puedo creer que no has recibido mis cartas. He hecho a un lado todo mi orgullo para rogarte que me perdones, para ofrecerte mi perdón. No puedo creer, me resisto a creer que hayas dejado de amarme, que me hayas olvidado. ¿O es acaso porque piensas erróneamente que estoy mejor sin ti, que te estás sacrificando para que yo halle la felicidad con otro? Amor mío, cariño, ¿no te das cuenta de que eso es imposible? Podemos darnos el uno al otro tanto más de lo que pueden darse los demás, podemos volvernos a casar, podremos construir proyectándonos hacia el futuro…»
…—Eres mi amigo para siempre. Yo pago por ti y por mí y por éste. Este hombre es mi amigo y amigo de éste —y el padrote dio una calamitosa palmada en la espalda del Cónsul, que en ese momento tomaba un largo sorbo de su copa—. ¿Lo quieres?
…«Y si ya no me amas ni deseas que regrese a tu lado, ¿no quieres escribirme y decírmelo? Este silencio es lo que me mata, la incertidumbre que surge de este silencio y se posesiona de mis fuerzas y de mi espíritu. Escríbeme y dime que la vida que llevas es la que quieres, que eres feliz o desgraciado, que estás satisfecho o inquieto. Si has perdido la noción de mi existencia, háblame del tiempo, de la gente que conocemos, de las calles que recorres, de la altura… ¿En dónde estás, Geoffrey? Ni siquiera sé dónde estás. ¡Oh! todo esto es demasiado cruel. Me pregunto adónde hemos llegado. ¿En qué lugar lejano seguimos caminando asidos de la mano?…»
Levantándose por encima del clamor, la voz del soplón se diferenció… Babel, pensó el Cónsul, la confusión de lenguas, y volvió a recordar (a la vez que reconocía la lejana voz del marino, que ahora volvía a hablar) el viaje a Cholula: —¿Tú me lo dices o yo te lo digo? Japón no es bueno para los Estados Unidos, para América… ‘No bueno’. Mexicano, ‘diez y ocho’. Todo el tiempo los mexicanos van a la guerra por los Estados Unidos. Seguro, seguro, sí… Échame un cigarro. Dame un cerillo. Yo mexicano, voy a la guerra por Inglaterra todo el tiempo…
…«¿En dónde estás, Geoffrey? Si sólo supiera dónde estás, si sólo supiera que aún me amas, hace mucho que estaría contigo. Porque mi vida está unida irrevocablemente y para siempre a la tuya. No vayas a pensar nunca que por dejarme vas a quedar libre. De esta manera sólo nos condenarías a un último infierno sobre la tierra. Sólo liberarías algo que nos destruiría a ambos. Tengo miedo, Geoffrey. ¿Por qué no me dices qué ha ocurrido? ¿Qué necesitas? Y ¡Dios mío! ¿qué esperas? ¿Qué liberación puede compararse a la del amor? Mis muslos arden en deseos de estrecharte. El vacío de mi cuerpo no es sino el hambre que siento de ti. Mi lengua está seca en mi boca por la sed de nuestras palabras. Si dejas que algo te ocurra, dañarás mi carne y mi mente. Ahora estoy en tus manos. Salva…»
—Los mexicanos trabajan, los ingleses trabajan, los mexicanos trabajan, seguro, los franceses trabajan. ¿Para qué hablar inglés? Yo soy mexicano. A los mexicanos los ven en Estados Unidos como negros… ¿comprende?… Detroit, Houston, Dallas…
—¿‘Quiere usted la salvación de México’? ¿‘Quiere usted que Cristo sea nuestro Rey’?
—No.
Mientras metía las cartas en su bolsillo, el, Cónsul alzó la vista. Alguien, que estaba cerca de él, rasgaba con estrépito las cuerdas de un violín. Un viejo mexicano, desdentado y de barba rala y alambrada al que desde atrás alentaba irónicamente el Jefe del Municipio, tocaba casi a oídos del Cónsul el «Star Spangled Banner». Pero también le decía algo en secreto, en pésimo inglés: —¿‘Americano’? Éste es lugar peligroso para usted. Estos ‘hombres’ son ‘malos’. ‘Cacos’. Mala gente la de aquí. ‘Brutos’. ‘No bueno’ for aniy-one. ‘Comprendo’. Soy alfarero —continuó, apremiante, con el rostro cercano al del Cónsul—. Lo llevo a mi casa. Lo espero allá afuera —el anciano, tocando aún con frenesí, aunque bastante desentonado, se marchó y la multitud le abría paso, pero el lugar que dejó vacío entre el Cónsul y el padrote, vino a ocuparlo una anciana que, si bien respetablemente vestida con un bello ‘rebozo’ echado sobre los hombros, se comportaba de manera inquietante y no cesaba de meter la mano en el bolsillo del Cónsul, el cual, con igual inquietud, se la retiraba, creyendo que quería robarlo. Luego se dio cuenta de que también ella deseaba ayudarle. —No es bueno para usted —murmuró—. Mal lugar. ‘Muy malo’. Éstos no son amigos de los mexicanos —con la cabeza indicó el mostrador en donde seguían el Jefe de Tribunas y Sanabria—. Éstos no son de la ‘policía’. Son ‘diablos’. Asesinos. Ése mató diez viejos. Ese otro mató a veinte ‘viejos’ —echó una mirada nerviosa a su espalda para ver si el Jefe del Municipio la observaba y luego sacó de debajo del rebozo un esqueleto de juguete. Lo puso sobre el mostrador ante el Pocas Pulgas que, mirándolo intensamente, masticaba un féretro de mazapán—. ‘Vámonos’ —susurró al oído del Cónsul, mientras que el esqueleto, al que le había dado cuerda, bailaba dando saltos antes de desplomarse fláccidamente. Pero el Cónsul sólo levantó su copa. —‘Gracias, buena amiga’ —dijo sin expresión. Luego la vieja desapareció. Mientras tanto, la conversación en derredor del Cónsul se volvió más absurda y desenfrenada. Del otro lado, allí donde había estado el marino, el padrote manoseaba al Cónsul. Diosdado servía ‘ochas’, alcohol puro en humeante infusión de hierbas: de las piezas guarnecidas de vidrios salía también el punzante olor de la marihuana. —Todos estos tipos y viejas me dicen este hombre mi amigo suyo. ‘¡Ah!, me gusta gusta gusta’… You like me like? Yo pago por este hombre todo el tiempo —el padrote rechazó al legionario, que estaba a punto de ofrecer una copa al Cónsul—. ¡Yo, amigo del hombre de Inglaterra! ¡Yo para todo mexicano! Los americanos no son buenos para mí. Estos burros, estos hombres. No saben nada. Yo pago todas tus copas. Tú no eres americano. Eres inglés. O.K. ¿Lumbre para tu pipa?
—‘No, gracias’ —dijo el Cónsul, prendiéndola y mirando con intención a Diosdado, del bolsillo de cuya camisa volvía a sobresalir su otra pipa—. Da el caso que soy americano y que me están hartando sus insultos.
—¿‘Quiera usted la salvación de México’? ¿‘Quiere que Cristo sea nuestro Rey’?
—No.
—Estos burros. Cabrón hijo de puta para mí.
—One, twe, tree, four, five, twelve, sixee, seven… it’s a long, longy, longy, longy… way to Tipperaire.
—Noch ein habanero…
—…Bolchevisten…
—Buenas tardes, señores —saludó el Cónsul al Jefe de Jardineros y al Jefe de Tribunas, que volvían del teléfono.
Estaban junto a él. Pronto volvieron a decirse entre ellos cosas absurdas, sin razón adecuada: le parecía contestar preguntas que, a pesar de que no se las hubieran hecho, flotaban, no obstante, en el ambiente. Y en cuanto a algunas respuestas que otros daban, al volverse, no encontraba a nadie. Lentamente, el bar se vaciaba para la cena; y sin embargo, un puñado de misteriosos desconocidos ya habían entrado a ocupar el lugar de los demás. Ninguna idea de fuga afloraba ya en la mente del Cónsul. Tanto su voluntad como el tiempo que, desde la última vez que tuvo conciencia de él, no había avanzado cinco minutos, estaban paralizados. El Cónsul vio a alguien a quien reconoció: el chófer del camión de esa tarde. Había llegado a ese estado de ebriedad en que el estrechar las manos de todos se convierte en una necesidad. También el Cónsul se encontró saludando al chófer. —¿Dónde están sus palomas? —le preguntó. De pronto, obedeciendo a una señal de Sanabria, el Jefe de Tribunas metió las manos en los bolsillos del Cónsul. —Es hora de pagar por su whisky mexicano —dijo en voz alta, sacando la cartera del Cónsul a la vez que guiñaba un ojo a Diosdado. El Jefe del Municipio repitió su obsceno movimiento giratorio con las caderas. —‘Progresión al culo…’ —comenzó a decir. El Jefe de Tribunas había sustraído el paquete de Cartas de Yvonne: lo miró de reojo sin quitar la liga que había puesto nuevamente el Cónsul. —‘Chingao, cabrón’ —con la mirada interrogó a Sanabria que, silencioso y severo, volvió a hacer una seña con la cabeza. Del bolsillo de la americana del Cónsul el Jefe extrajo otro papel y una tarjeta que el Cónsul ignoraba llevar consigo. Las cabezas de los tres policías se juntaron por encima del mostrador para leer el papel. Desconcertado ahora, el Cónsul leía también el papel:
Daily… Londres Prensa. Campaña antisemita prensamex solicitud… fabricantes textiles comillas… alemana respalda… al interior ¿Qué era esto? …noticias… judíos país creencia… poder fines escrúpulos comillas stop Firmin.
—No. Blackstone —dijo el Cónsul.
—¿‘Cómo se llama’? Su nombre es Firmin. Aquí lo dice: Firmin. Dice que es judío.
—Me importa un demonio que diga lo que diga. Me llamo Blackstone y no soy periodista. De veras, soy ‘escritor’, sólo que de asuntos económicos —concluyó el Cónsul.
—¿Dónde están tus papeles? ¿Por qué no tienes papeles? —preguntó el Jefe de Tribunas mientras guardaba en su bolsillo el cable de Hugh—. ¿Dónde está tu pasaporte? ¿Por qué necesitas disimular?
El Cónsul se quitó las gafas oscuras. Sin pronunciar una sola palabra, el Jefe de Jardineros le presentó, con ademán sarcástico entre índice y pulgar la tarjeta: Federación Anarquista Ibérica, decía, Sr. Hugo Firmin.
—‘No comprendo’ —el Cónsul tomó la tarjeta y le dio vuelta—. Me llamo Blackstone. Soy escritor, no anarquista.
—¿Escritor? ¡Anticrista! ¡Sí, cabrón, anticrista! —el Jefe de Tribunas le arrebató la tarjeta y la guardó en su bolsillo—. Y judío —añadió. Quitó la liga de las cartas de Yvonne y humedeciéndose el pulgar miró de soslayo los sobres—. ‘Chingar’. ¿Para qué cuentas mentiras? —dijo casi con conmiseración—. ‘Cabrón’. ¿Para qué dices mentiras? También aquí dice que te llamas Firmin —parecióle al Cónsul que Weber, el legionario, que seguía en el bar, lo miraba con expresión vagamente perpleja, aunque luego volvió la mirada hacia otro lado. El Jefe del Municipio contempló el reloj del Cónsul que ahora tenía en su mano mutilada mientras que con la otra se rascaba con furia entre los muslos. —Aquí, ‘oiga’ —el Jefe de Tribunas sacó un billete de diez pesos de la cartera del Cónsul, lo arrugó y luego lo aventó sobre el mostrador— ‘Chingao’ —haciendo guiños a Diosdado se volvió a guardar la cartera con los demás objetos del Cónsul. Luego, Sanabria le habló por primera vez.
—Me temo que tendrá que ir a la cárcel —dijo simplemente en inglés. Volvió al teléfono.
El Jefe del Municipio hizo girar las caderas y asió al Cónsul de un brazo. El Cónsul gritó en español a Diosdado y, sacudiéndose, logró zafarse. Llegó a agarrar el mostrador, pero Diosdado, dándole un golpe hizo que lo soltara. El Pocas Pulgas se puso a ladrar. De la esquina provino un ruido que sobresaltó a todos: tal vez eran Yvonne y Hugh, ¡al fin! Volvióse el Cónsul con rapidez, libre aún del Jefe: pero no era sino la fisonomía enigmática sobre el piso del bar, el conejo que, presa de convulsiones nerviosas, temblando de pies a cabeza, arrugaba la nariz y arrastraba las patas en actitud reprobadora. El Cónsul alcanzó a ver a la anciana del rebozo: leal, no se había marchado. Lo miraba y movía la cabeza, fruncía el ceño con tristeza y el Cónsul se percató entonces de que era la misma anciana de los dominós.
—¿Para qué mientes? —repitió el Jefe de Tribunas con voz amenazadora—. Dices que tu nombre es Black. No es Black —lo hizo retroceder a empujones hacia la puerta—. Dices que eres escritor —volvió a empujarlo—. Tú no eres escritor —lo empujó con mayor violencia pero el Cónsul no cedió—. No eres escritor, eres espiador y en México matamos a los escorpías —algunos militares presenciaban la escena con inquietud. Los recién llegados se dividían en grupos. Dos perros callejeros correteaban en torno al mostrador. Aterrada, una mujer apretó contra su cuerpo a su hijo—. No eres escritor —el Jefe lo asió de la garganta—. Eres Al Capón. Eres un ‘chingao’ judío —sacudiéndose, volvió a soltarse el Cónsul—. Eres un escorpía.
Como Sanabria de nuevo había acabado de hablar por teléfono, la radio, que Diosdado había puesto a todo volumen, gritó de pronto en español (y el Cónsul tradujo para sí instantáneamente), igual que las órdenes que se gritan en medio de una tempestad, las únicas que pueden salvar el barco: —Incalculables son los beneficios que la civilización nos ha traído, inconmensurable el poder productivo de todo género de riquezas originadas por los inventos y descubrimientos de la ciencia. Inconcebibles las maravillosas creaciones del sexo humano para lograr que los hombres sean más felices, más libres y más perfectos. Sin par las fuentes cristalinas y fecundas de la nueva vida que siguen cerradas a los labios sedientos de la gente que sigue con sus tareas atroces y bestiales.
De repente el Cónsul creyó ver un enorme gallo que ante sus ojos agitaba las alas, arañando y cacareando. Levantó las manos y el gallo defecó sobre su rostro. El Cónsul dio un golpe directo en medio de los ojos al ‘Jefe de Jardineros’ que regresaba. —¡Devuélvame esas cartas! —oyó que gritaba su propia voz al Jefe de Tribunas, pero la radio ahogó su voz y luego un trueno ahogó la voz de la radio—. Montón de sifilíticos, montón de gonococos. Ustedes mataron a ese indio. Trataron de matarlo y de hacerlo pasar por accidente —rugió—. Todos tomaron parte. Luego, otros de ustedes llegaron y se robaron su caballo. Devuélvanme mis papeles.
—Papeles. ¡‘Cabrón’! No tienes papeles —enderezándose, el Cónsul vio que la expresión del Jefe de Tribunas adoptaba rasgos de M. Laruelle, y la golpeó. Luego vio su propia imagen en el Jefe de Jardineros y golpeó aquel rostro; después, en el Jefe del Municipio, vio al policía al que Hugh se había abstenido de golpear esa tarde, y también golpeó aquel rostro. El reloj de afuera dio siete rápidas campanadas. El gallo agitó las alas ante sus ojos, cegándolo. El Jefe de Tribunas lo tomó por la chaqueta. Alguien más lo asió por detrás. A pesar de sus esfuerzos, lo arrastraron hacia la puerta. El joven rubio, que había regresado, los ayudó a empujarlo; y Diosdado, que saltó pesadamente por encima del mostrador; y el Pocas Pulgas que le pateaba con saña las espinillas. El Cónsul asió un ‘machete’ de una mesa cercana a la entrada y lo blandió con ferocidad. —¡Devuélvanme esas cartas! —gritó—. ¿En dónde estaba ese cabrón de gallo? Le iba a tronchar la cabeza. Dando traspiés y caminando hacia atrás llegó al camino. Los que ponían sus mesas cubiertas de ‘gaseosas’ al abrigo de la tempestad, se detuvieron para contemplar la escena. Los pordioseros volvieron la cabeza con torpe movimiento. El centinela del cuartel permanecía inmóvil. El Cónsul ignoraba estar diciendo: —sólo los pobres, sólo mediante Dios, sólo la gente en la que uno se limpia los pies, los pobres de espíritu, los ancianos que llevan a cuestas a sus padres, y los filósofos que gimen en el polvo, América, tal vez; Don Quijote… —seguía blandiendo el machete (en realidad era el sable, pensó, que había visto en el cuarto de María)— si sólo dejaras de inmiscuirte, dejaras de caminar dormido, dejaras de acostarte con mi esposa, sólo los mendigos y los malditos —el machete cayó produciendo un ruido metálico. El Cónsul sintió que tropezaba, que se desplomaba de espaldas hasta caer en un montoncillo de pasto—. Ustedes robaron ese caballo —repitió.
El Jefe de Tribunas lo miraba desde lo alto. Sanabria estaba junto a él, silencioso, sobándose la mejilla con macabro ademán. —¿Norteamericano, eh? —dijo el Jefe—. Inglés. Judío —entrecerró los ojos—. ¿Qué carajos andas haciendo por estos rumbos? Eres un ‘pelado’, ¿eh? No es bueno para tu salud. Me he echado al pico a veinte tipos —dijo con tono mitad amenazante, mitad secreto—. Hemos averiguado… en el teléfono… ¿verdad?… que tú eres un criminal. ¿Quieres ser policía? Te hago policía en México.
Tambaleante, el Cónsul se puso en pie con lentitud. Alcanzó a ver el caballo atado a corta distancia. Sólo que ahora lo veía con mayor nitidez y como un todo, electrificado: en el hocico una reata el pomo de madera pulida detrás de cuya cinta pendían las alforjas, las esterillas bajo la cincha, la llaga y el brillo lustroso en el anca, el número siete marcado en la grupa, el clavo que, detrás de la hebilla de la montura, brillaba como topacio a la luz de la ‘cantina’. Tambaleante, se acercó al caballo.
—A purito balazo te voy a abrir de pies a cabeza, ‘chingao’ judío —amenazó el Jefe de Tribunas agarrándolo del cuello, mientras que, a su lado, el Jefe de Jardineros asentía solemne con la cabeza. El Cónsul se volvió a zafar de una sacudida, y comenzó a tirar desaforadamente de la brida del caballo. El Jefe de Tribunas se hizo a un lado con la mano puesta sobre su pistolera. Sacó su revólver. Con la mano desocupada hizo señales a los posibles curiosos para que se alejaran—. A purito balazo te voy a destripar de pies a cabeza, cabrón pelado —dijo.
—No, en su lugar yo no haría eso —dijo el Cónsul tranquilamente mientras se volvía—. Es una Colt 17, ¿verdad? Tira muchas virutas de acero.
El Jefe de Jardineros empujó al Cónsul fuera del alcance de la luz, dio dos pasos adelante y disparó. El relámpago brilló como una oruga geómetra que bajase por el cielo y, tambaleándose, el Cónsul vio por un momento sobre su cabeza la silueta del Popocatépetl empenachado de nieve color esmeralda y bañado de luz. El Jefe volvió a disparar dos veces y las detonaciones fueron espaciadas, deliberadas. El trueno estalló en las montañas y luego muy cerca. Libre ya, el caballo se encabritó; sacudiendo la cabeza, dio media vuelta y relinchando se precipitó en el bosque.
Al principio el Cónsul sintió un extraño alivio. Ahora se percataba de que habían disparado sobre él. Cayó sobre una rodilla y luego, gimiendo, boca abajo, cuan largo era sobre la hierba. —Dios —observó, perplejo— ¡qué manera de morir!
Una campana proclamó:
…¡Dolente… dolore!
Lloviznaba. Sobre su cabeza rondaban formas que le asían de la mano, tal vez tratando de robarle aún lo que llevaba en los bolsillos, o quizá deseosos de ayudarlo, o simplemente curiosas. Sentía que la vida se le escapaba por la herida como un hígado rebanado, y que se esparcía en la frescura de la hierba. Estaba solo. ¿Dónde estaban todos? ¿O acaso no había ido nadie? Luego un rostro brilló en la penumbra, una máscara compasiva. Era el anciano violinista que se agachaba sobre él. —Compañero… —empezó a decir. Y luego desapareció.
Luego la palabra «pelado» invadió toda su conciencia. Era la palabra con que Hugh describió al ratero: ahora alguien le había lanzado ese mismo insulto. Y fue como si, por un momento, se hubiera convertido en el ‘pelado’, en el ladrón… sí, en el ratero de confusas ideas desprovistas de significado de las que había surgido su rechazo de la vida, el ratero que había llevado dos o tres sombreros, sus disfraces, por encima de estas abstracciones: ahora la más real de todas ellas se hallaba cerca. Pero también, alguien le había llamado «compañero», lo cual era mejor, mucho mejor. Eso lo hacía feliz. Acompañaba a estos pensamientos que iban a la deriva por su mente una música que sólo podía escuchar si oía con atención. ¿Era Mozart, por casualidad? La Siciliana. Final del cuarteto en re menor por Moses. No, era algo fúnebre, tal vez Gluck, de Alceste. Sin embargo, había en aquella música algo que recordaba a Bach. ¿Bach? Un clavicémbalo que se oía desde muy lejos, en Inglaterra, en el siglo diecisiete. Inglaterra. Las cuerdas de una guitarra, también, alejándose un poco, se mezclaban al lejano clamor de una cascada y a lo que sonaba como los jadeos del amor.
Estaba en Cachemira, lo sabía y se hallaba recostado en las praderas cerca de un arroyo que serpeaba entre violetas y tréboles, el Himalaya allá a lo lejos, por lo que resultaba tanto más sorprendente que estuviese a punto de iniciar el ascenso del Popocatépetl en compañía de Hugh e Yvonne. Ya ellos le llevaban alguna delantera. —¿Puedes cortar buganvilias? —oyó que decía la voz de Hugh, y: —Cuidado —respondió Yvonne—, tiene espinas y debes mirar con cuidado para asegurarte de que no tiene escorpiones. —Nosotros, en México, matamos a los escorpías —masculló otra voz. Y con esto, desaparecieron Hugh e Yvonne. Sospechaba que no sólo habían ascendido al Popocatépetl sino que ahora se encontraban mucho más allá. Solitario, caminaba el Cónsul con dificultad recorriendo afanoso las laderas, en el rumbo de Amecameca. Con gafas ventiladas para nieve, con alpenstock, guantes y gorro de lana calado hasta las orejas, con puñados de ciruelas, pasas y nueces, con un frasco lleno de arroz que sobresalía de una de las bolsas de su saco, y la información del Hotel Fausto, que se asomaba por la otra, sentíase abrumado por el peso. No podía seguir adelante. Exhausto, desvalido, se desplomaba. Nadie le ayudaría, aunque pudieran hacerlo. Ahora era él quien quería morir a orillas del camino, en donde ningún buen samaritano se detendría. Aunque resultaba sorprendente que resonara en sus oídos ese estallido de risas, de voces: ¡Ah!, al fin lo rescataban. Encontrábase en una ambulancia que aullaba al atravesar por la selva, precipitándose cuesta arriba, dejando atrás los límites de la vegetación, rumbo a la cúspide —¡y ciertamente era éste un medio de llegar hasta allí!— en tanto que aquellas que le rodeaban eran voces amistosas: la de Jacques y la de Vigil harían concesiones, tranquilizarían a Yvonne y a Hugh en cuanto a él se refería. —‘No se puede vivir sin amar’ —dirían, lo cual explicaría todo, y lo repitió en voz alta. ¿Cómo pudo haber juzgado con tanta dureza al mundo, cuando el auxilio estuvo al alcance de la mano todo el tiempo? Y ahora había llegado a la cumbre. ¡Ah, Yvonne, amor mío, perdóname! Potentes manos lo alzaban. Abriendo los ojos, miró hacia abajo, esperando hallar a sus pies la espléndida selva, las cumbres, el ‘Pico de Orizaba’, la Malinche, el ‘Cobre de Perote’, semejantes a aquellas cimas de su vida, conquistadas una tras otra, antes de lograr con éxito este supremo ascenso, si bien de modo poco convencional. Pero no había nada: ni cumbres ni vida ni ascenso. Ni tampoco era ésta su cúspide, una cúspide exactamente: no tenía sustancia, no tenía bases firmes. También esto, fuera lo que fuese, se desmoronaba, se desplomaba mientras que él caía, caía en el interior del volcán, después de todo debió haberlo ascendido, si bien ahora había ese ruido de lava insinuante que crepitaba en sus oídos horrísonamente, era una erupción, aunque no, no era el volcán, era el mundo mismo lo que estallaba, estallaba en negros chorros de ciudades lanzadas al espacio, con él, que caía en medio de todo, en el incontenible estrépito de un millón de tanques, en medio de las llamas en que ardía un millón de cadáveres, caía en un bosque, caía…
De pronto, gritó y fue como si este grito fuera proyectado de árbol en árbol, como si sus ecos regresasen y, luego, como si los árboles se cerraran sobre su cabeza, apiñados, se cerrasen sobre su cuerpo, compadecidos…
Alguien tiró tras él un perro muerto en la barranca.