La cárcel
La cárcel
Un «traidor» en prisión
El final político de Monzón queda certificado por el pequeño comunicado de apenas un párrafo inserto en diciembre de 1947 por el Comité Provincial de Madrid del PCE en el Mundo Obrero, en el que se razona su expulsión del partido. Monzón es apartado del PCE «por la labor de provocación que ha venido realizando de manera sistemática y consecuente desde hace mucho tiempo» y porque se ha comprobado que «no actúa al servicio de la causa de la clase obrera y de la lucha contra el franquismo y la reacción imperialista extranjera, sino al servicio de intereses ajenos al pueblo». Durante el año de 1947 el denominado «informe contra el monzonismo» ya se había distribuido también por las células que el partido tenía en las cárceles. Por lo tanto, cuando Monzón llega al Dueso en noviembre de 1948, no pasará mucho tiempo sin que se extienda la consigna de aislar al «traidor de Monzón». Pero no todos están dispuestos a comulgar con ruedas de molino. Hay gente que conoce perfectamente su trabajo político y, además, la larga mano del Buró Político tenía muchas dificultades para actuar dentro de las prisiones. Algunos de los dirigentes del PCE en la prisión siguieron hablando con él. Paradójicamente, el sistema carcelario franquista permitía conservar la autonomía organizativa de las células que funcionaban en su interior. Allí, en el Dueso, estaba también Juániz, el militante comunista navarro del barrio de La Rochapea con el que había organizado el «asalto a la Diputación» antes de la Guerra Civil.
Foto sacada en el Dueso. Juániz, con chaquetón oscuro, agarra del hombro a Jesús Monzón
Las acusaciones de aquel informe eran, para él, espantosas, empezando por aquella que lo definía como un joven perteneciente a un ambiente aristocrático, de mentalidad burguesa, del que, por lo tanto, no se podía esperar otra cosa que la traición. ¡Y haber ordenado a los guerrilleros entrar en España para apoyar la insurrección nacional contra el franquismo era considerada la mayor de las traiciones! Juániz en las reuniones del partido dejó claro que eso no era así, que Monzón había luchado por la democracia y el comunismo antes y durante la Guerra Civil; que, incluso, en la guerra había servido fielmente al partido haciendo el trabajo sucio de aplastar las colectividades anarquistas contrarias a la legalidad republicana.
Según cuenta él mismo, le amenazaron con la expulsión del partido y le exigieron que no se relacionara con Monzón, cosa que de ninguna manera podía admitir. Pese a que la capacidad de tomar represalias dentro de la prisión era para el partido muy limitada, Jesús no se aprovechó de esta circunstancia para rebatir aquellas acusaciones y defender su actuación en Francia y España; su capacidad intelectual le habría permitido ganar a muchos de los militantes hacia sus posiciones pero Monzón no hizo nada, se limitó a llevar su vida, se ensimismó en su aislamiento, sin abalanzarse contra la dirección aunque podía hacerlo. Incluso, pese a esta marginación, seguía las consignas que lanzaba el PCE dentro de la prisión. Cuando el Comité de la cárcel tomaba una iniciativa, él nunca se oponía, «justa o injusta, la aceptaba como los demás, aunque a veces un poco a regañadientes», recuerda Juániz, e incluso participó en las huelgas de hambre que se convocaron. Los otros comunistas navarros que estaban en el Dueso, con quienes celebraba todos los 7 de julio las fiestas de San Fermín, también eran de la opinión de Juániz, porque conocían su trayectoria de honradez y su total dedicación al partido.
Para Jacinto Ochoa, igualmente comunista navarro pero encarcelado en el penal de Burgos, el informe sobre el «monzonismo» que se difundió dentro de las prisiones supuso «un choque» consigo mismo. Jacinto había militado con Juániz y Monzón antes de la Guerra Civil, pero fue detenido al estallar la sublevación del 18 de julio de 1936 antes de que pudiera plantearse la huida o buscar un refugio. Encarcelado en las sórdidas mazmorras del Fuerte de San Cristóbal, participó en la fuga masiva protagonizada por cientos de presos el año 1938, siendo apresado en las cercanías del monte en cuya cima está la gigantesca fortificación. Tras ser puesto en libertad en el año 1940, es detenido de nuevo dos años más tarde cuando, con Juániz y otra media docena de jóvenes, tratan de reconstruir el partido en Pamplona. Vuelve a escaparse, llega hasta Francia, se enrola en el maquis y finalmente es apresado durante una incursión guerrillera en Navarra. Era el año 1944 y estuvo en prisión veinte años, sobre todo en Burgos, donde se enteró del caso Monzón y pudo conocer el «informe contra el monzonismo».
«Yo no tenía una imagen iconoclasta de Monzón —se explica Ochoa—, pero le apreciaba como un hombre que, cuando hablaba, me seducía. Cuando dijeron esas cosas, no me cabían en la cabeza. Yo había seguido las ideas del partido sin preguntar de quién eran, si eran de Dolores Ibarruri o de José Díaz. Me encontré en una situación de confusión, era como ir montado en un vehículo que iba en una determinada dirección, por ejemplo un tren que va hacia el norte, y, después de marchar durante mucho tiempo, me encuentro con que el tren va hacia el sur.»[87]
Tanto Ochoa como Juániz reconocen que dentro del partido Monzón no tuvo posibilidad alguna de defenderse. Ambos estaban convencidos de que se había convertido en cabeza de turco por el fracaso de la invasión del Valle de Arán y que la línea política que seguía no podía haber sido elaborada y puesta en práctica sin el consentimiento de la dirección. Ochoa, que formó parte del comité directivo comunista en la prisión burgalesa, llegó a plantear que la línea de Monzón había sido rubricada, en el sentido más estricto del término, por otros dirigentes y que él mismo había visto la firma de esos dirigentes del partido en algunos documentos en los que se defendía la estrategia elaborada por Monzón para la Unión Nacional. Pese a su seguridad, le contestaron que eso no era posible, que «no existían» tales documentos, que estaba equivocado y que se resistía a «comprender» los planteamientos de la dirección.
Solamente aquellas personas que habían conocido personalmente la trayectoria de Monzón lograron mantener sus posiciones. Ochoa se refiere concretamente a un grupo de jóvenes comunistas catalanes con los que coincidió en las cárceles por las que pasó y que habían trabajado con Monzón en la clandestinidad. «Eran unos chicos catalanes —recuerda Ochoa—; no estaban de acuerdo con los cargos que se habían vertido; tenían un concepto muy bueno de él; todo aquello les resultaba extraño». Manuel Gimeno, lugarteniente político de Jesús, ratifica esta impresión: «Yo jamás he visto atacar a Monzón a nadie que le conociera personalmente»[88]. Carmen Caamaño fue también de las personas que se enteraron en la cárcel de la expulsión de Monzón. Según recuerda, dentro de las prisiones Jesús no era muy conocido, no le había dado tiempo a trabajar en este sector de la organización mientras estuvo en España; aún y todo, está segura de que muchos militantes no acaban de aceptar la medida porque «conocían bastante a Carrillo». «Si la envidia fuera tiña…», dice Carmen Caamaño para explicar la actitud de Santiago Carrillo, para quien, según la secretaria en su época de gobernador civil, Jesús Monzón «era lo que le hubiera gustado ser y no había podido ser». «Carrillo era muy envidioso, no consentía que tuviera más personalidad que él, que la gente estimara a Jesús más que a él…; para él, era un ser a eliminar», sentencia Caamaño.
También se mantuvo fiel, pese a no conocerlo personalmente, Teodora Gómez Serrano, infatigable luchadora apreciada en los ambientes comunistas de Navarra con el cariñoso nombre de «Dora». Dora no dudó en definirse como «hermana política de Monzón» ante el propio Carrillo. Esta militante de la Guerra Civil, que había sido subsecretaría de armamento en Toledo, se asentó en Pamplona acabado el conflicto y participó en un nuevo intento de reconstrucción del partido, justo un año después de las detenciones de 1942, en las que cayeron Juániz y Ochoa. Dora había comenzado a salir con Fernando Gómez Urrutia, hermano de Aurora, la mujer de Monzón. Ambos se comprometieron con otro puñado de militantes a reactivar la organización navarra, llegando a recibir publicaciones de la Unión Nacional, como Reconquista de España, y otra que llevaba de cabecera la palabra Amayur, emblemático nombre de la fortaleza del Baztán tras cuyos muros los hermanos de San Francisco Javier dieron la última batalla por la independencia de Navarra antes de ser conquistada por la Corona de Castilla.
Dora, entonces, tenía una pequeña tienda en la calle Descalzos, muy cerca de la iglesia del Carmen, a la que tantas veces había ido a misa de la mano de su padre Jesús siendo niño y en la que Salomé, su madre, y Mariacho, hermana de Sito, seguían siendo de las más activas feligresas. Un día llegó a la tienda de Dora un viajante de una fábrica de bacalao que había en Miranda de Ebro, Isidoro Gaitán; era un contacto que venía de Zaragoza y traía documentación en una maleta, que ella se encargó de guardar; pero la policía les seguía de cerca. Fueron cayendo uno tras otro. Allí estaban comprometidos Julia Bea, Martín Gil, Miguel Gil, un conocido luchador de Aoiz, otro del pueblo de Echauri apellidado Fernández, Vicente Rey, masajista del equipo de balompié Osasuna, su hermano Paco, la propia Dora y su ya novio Fernando. Pasaron veinte días incomunicados en la tristemente célebre Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol en Madrid, aunque Dora reconoce que no les torturaron. Fernando Gómez Urrutia fue condenado a 20 años de prisión y a ella, al no existir prueba alguna porque había conseguido deshacerse de la maleta con los documentos, le cayeron seis años por el «grave delito» de ser la novia de Fernando. Fue en prisión donde Dora se encontró con Carmen Caamaño y donde se enteró de la detención y proceso contra Monzón, que nunca aceptó[89].
En el presidio de Santoña, marginado de la organización del PCE, Monzón se vio obligado a buscar por su cuenta la forma de pasar aquellos largos años que tenía por delante tras las rejas. Aprovechó el tiempo que le sobraba a raudales para completar sus estudios de Derecho y comenzar los de inglés. Una de las personas con las que hizo buenas migas fue el capellán de la cárcel, un borrachín que se bebía el vino de la misa, al que, debido a haber estado internado con los jesuítas, ayudaba en la celebración de la eucaristía. El cura se aprovechó de tener a mano una persona de la formación intelectual de Monzón, y quien fuera el más peligroso dirigente comunista terminó escribiéndole los sermones, que le salían bordados ante el asombro de unos internos asistentes forzosos a misa. La relación llegó a ser tan buena que el religioso solía seguir los consejos que le daba este Jesús ateo. Recuerda Josefina —una de las hermanas que regentan en Pamplona el restaurante de Las Pocholas— cómo en una ocasión Sito le contó que, esperando una importante visita del obispo, recomendó al capellán que no bebiera, porque aquel encuentro era muy importante y tenía que estar sereno.
Otra foto de El Dueso. Juániz es el primero a la izquierda. Monzón, el que está bebiendo en bota
El periodo de la prisión es el más adecuado para la reflexión sobre el pasado, sobre su labor en el PCE; a veces, cuando se le insiste que explique lo que ocurrió, suele decir que hablará cuando salga de la cárcel y dejará claro que la invasión del Valle de Arán se realizó con consentimiento de la dirección. Es durante estos años cuando recupera la relación con la vieja Iruña, con sus hermanos, con sus amigos y, finalmente, con «Ciruelica», a través de Elvira, hermana de Aurora. Son ellos quienes le van a visitar a El Dueso, quienes le llevan comida y por los que se entera de la grave enfermedad de su madre; se teme por su vida; quiere verla. Urmeneta, que sería alcalde de Pamplona durante los años sesenta, y Garicano Goñi interceden ante el régimen. Ellos se ofrecen como avales de que no intentará escapar; la Dictadura todavía le teme. Garicano y Urmeneta solamente quieren que vea a su madre antes de morir. El régimen acepta. Bajo una fuerte escolta de policías secretas, Monzón es conducido a Pamplona, al domicilio del Paseo Sarasate. Es una corta visita, pero suficiente; hay un férreo despliegue policial en el edificio pero se respeta la intimidad del encuentro madre-hijo en la habitación; mientras, Garicano y Urmeneta —que vive en el piso de arriba— esperan acompañados por los policías. Salomé, pese a su extremada gravedad, saldrá adelante.
Fue durante los primeros años cincuenta cuando Sito comenzó a escribirse con Aurora, que, partiendo absolutamente de cero, había llegado a ser una importante ejecutiva de la multinacional petrolera Shell en México; se había ganado la confianza por su honradez en un país donde la «mordida», el pago de comisiones ilegales o los fraudes son moneda de curso. Con Aurora las cuentas siempre cuadraban. En México, Aurora había intentado enterarse del paradero de Sergio. Es allí donde le había llegado la noticia de su muerte. Intenta por conductos diplomáticos saber qué le había ocurrido exactamente y dónde había sido enterrado. Incluso, algunas personas que tuvieron relación con ella en México aseguran que preparó un viaje a Moscú para visitar la tumba. Lo que no le iba bien a Aurora era su nuevo matrimonio. Tras recibir la carta de Sito comunicándole la ruptura definitiva, Aurora había conocido a un exiliado catalán, Juan Bayo Roura, con quien acabó casándose. En la certificación de su nacionalidad española utilizada por las autoridades mejicanas para el enlace, se dan algunos detalles físicos de Aurora: ojos café, pelo castaño y 1,60 de altura. Pronto aparecen los problemas y, a medida que el matrimonio se va haciendo jirones, aumenta la correspondencia con Monzón. Aurora termina echando pestes de Bayo y divorciándose el 30 de agosto de 1956. Para entonces las cartas que se cruzan Sito y Ciruela son constantes; los amantes de Pamplona se habían reconciliado quince años después de que la pérdida del pequeño Sergio hubiera destrozado sus vidas.
Aurora en México, cuando trabajaba para la multinacional petrolera Shell
Preso con la condena cumplida
Para Sito lo peor había quedado muy atrás; se había salvado de la condena a muerte y se abría la esperanza de un reencuentro con Aurora. Con el transcurso de los años en El Dueso, Monzón confiaba en seguir los pasos de muchos de sus compañeros que iban, progresivamente, dejando atrás los muros de las prisiones de Franco. El régimen dictatorial, a través de su política de redenciones de condena y de sucesivos indultos, intentaba vaciar unas cárceles abarrotadas de «rojos» para mejorar su imagen internacional. El mismo Monzón ya se había beneficiado de uno de estos indultos nada más ser condenado a 30 años de reclusión. Hasta para un preso tan peligroso como él todo discurría de acuerdo con la estricta normativa de una dictadura tan burocrática como la engendrada por Franco; una vez que el sistema de redención de penas estaba en marcha solamente había que esperar a que a uno le llegara su turno; se trataba, por lo tanto, poco más que de un asunto de paciencia; tarde o temprano a todos les tocaría la campana de la libertad. Todo se limitaba a un simple estadillo matemático, que ni siquiera tenían que hacer los presos, para calcular la acumulación de redenciones bien por el trabajo en la cárcel, por buena conducta y por los indultos que se iban decretando.
Pero el caso de Sito iba a ser muy diferente al de los demás: excepcional desde el punto de vista jurídico y tal vez único, en términos políticos, de todo el régimen franquista. El rechazo de una solicitud presentada por su madre para beneficiarse de uno de los indultos, el que le correspondía por haber cumplido la mitad de la pena, anunciaba el nuevo calvario que Jesús Monzón estaba a punto de recorrer. Era una ingenuidad pensar que aquello era un simple régimen burocrático atrapado por el legalismo. La dictadura franquista, como tal sistema totalitario, dejaba discurrir la administración de justicia, pero no se olvidaba de las tuercas que necesitaban ser apretadas continuamente y Sito era una de las que se estaban aflojando demasiado. Para Monzón tenía prevista una ley propia, no escrita, hecha a su medida.
Con fecha 4 de mayo de 1954 y desde un punto de vista puramente reglamentario, Monzón se encuentra en las puertas de la libertad. Así se lo explica Aranzadi a Aurora en una larga carta fechada en Pamplona el 19 de abril de 1955 y que Estanis aprovecha para dejar bien claro que continúa siendo no solo el abogado de Sito sino el amigo fraternal que no dejará de serlo jamás. Monzón acariciaba en esos momentos la libertad porque la Capitanía de Burgos había certificado que los delitos de Sito estaban calificados como «de guerra», y esto suponía que durante el tiempo que estuvo penando redimía condena en proporción de dos días por cada jornada trabajada, tal y como estipulaba el artículo 100 del entonces vigente Código Penal. En su misiva, Estanis intenta ordenar a Aurora el rompecabezas de los descuentos incluyendo incluso el estadillo de las redenciones elaborado por la dirección del presidio.
Resulta que Sito había comenzado a redimir un día de condena por cada jornada trabajada, pero, después, de acuerdo con esa legislación, aumentó a dos días de condena por cada día trabajado y tres días por cada día, hasta lograr la máxima redención: cinco días de condena por cada día trabajado. De acuerdo con las cuentas de la Dirección del Penal de El Dueso, el 4 de mayo de 1954 Monzón había cumplido realmente ocho años, diez meses y cuatro días de prisión; debido a los descuentos por los días trabajados, eran igualmente anulados de la condena otros trece años, siete meses y veintiséis días; en total, veintidós años y medio, lo que le daba derecho a salir en esa fecha en «libertad condicional», ya que había liquidado las dos terceras partes del total, debiendo terminar el tercio que le restaba en su casa, presentándose periódicamente en Comisaría o en el Juzgado. Toda la contabilidad de los descuentos había sido realizada de forma meticulosa siete veces cada mes, es decir había sido actualizada en total 504 veces, avaladas por el Patronato de Nuestra Señora de La Merced, entidad encargada de supervisar las redenciones.
Cumpliendo un trámite rutinario, el que se hacía con todos los presos para aplicar la estricta norma de la ley penal, el director de la prisión solicita el visto bueno al mencionado Patronato. Junto al informe favorable del director de la prisión se acompañan otros de la Comisión Provincial de Santander de Libertad Vigilada y del jefe de Policía de Pamplona, que está obligado a dar su informe por ser la ciudad fijada como de residencia por Sito.
Sorprendentemente, en contra de lo que se decidía en la totalidad de los casos, el Patronato de Nuestra Señora de la Mereced paraliza lo que en principio solamente era un trámite administrativo. Varias personalidades, entre ellas destacados políticos afectos al régimen, como Arellano e Iturmendi, intervienen para desbloquearlo pero se encuentran con una mano oculta contra la que nada pueden hacer. El 23 de julio llega la respuesta, que será ratificada oficialmente por escrito el día 27. No solamente se deniega la «libertad condicional» a la que tiene derecho sino que se invalidaban todas las redenciones hechas hasta ese momento. A Jesús Monzón Repáraz se le aplica, en virtud de los graves cargos que pesaban sobre él, una redención de un día de condena por cada dos trabajados. En la práctica es como si Jesús Monzón hubiera sido condenado de nuevo a otros dieciséis años. Según este nuevo cálculo, la salida de prisión no se produciría hasta 1970. El golpe es brutal. Estanis Aranzadi añade en su carta un dato que agravaba la situación: dos días antes de la comunicación oficial denegando la libertad condicional, se había promulgado el denominado Indulto Jacobeo, que reducía a todos los presos una sexta parte del tiempo que inicialmente debían permanecer tras las rejas; en este caso, los 30 años de prisión del Consejo de Guerra quedaban reducidos a 25, por lo que, como dice Aranzadi, sumando la estancia en la cárcel, la redención por trabajo y el indulto, Jesús Monzón había cumplido en la fecha en que se envía la carta a Aurora íntegramente toda su condena y ni siquiera necesitaba ya la libertad condicional[90].
La situación en la que se encuentra Monzón es comparable a la que también sufrieron otros dos dirigentes comunistas: López Raimundo, del PSUC, y Santiago Álvarez, del PCE. La diferencia con ellos estriba en que mientras que López Raimundo y Santiago Álvarez tienen a su favor la fuerte presión exterior alimentada por el Partido Comunista, junto a Monzón solamente están sus amigos que, pese a tocar cargos de alta responsabilidad en el régimen, no tienen la fuerza necesaria. «No sé si hemos sabido hacer ver bien estos datos a los señores que tienen hoy en sus manos la suerte de Sito —se queja Aranzadi ante Aurora—, o si no nos atienden debidamente porque no merecemos mayor atención; por eso sería formidable que entre todos encontráramos la persona que pueda decir con fuerza y a quien se le escuche, sin regateos, en el Patronato Central de Nuestra Señora de la Merced del Ministerio de Justicia que el caso de Sito es el del preso que ha cumplido el total de la pena y, a pesar de ello, sigue en la cárcel».
¿Dónde está el problema? Monzón se lo comunica a Aurora: existe una presión directa de la Dirección General de Seguridad, que forma parte de la comisión decisoria del Patronato de la Merced. Esa es la clave. En la cúpula del aparato represivo de la dictadura acaban de descubrir que, respetando la legalidad, el enemigo público número 1 del régimen quedará libre. Esta es la única explicación que justifica la aberración jurídica que supone anular de forma retroactiva tal cantidad de pena redimida cuando las deducciones habían sido ya validadas por el organismo competente. Con el reglamento de Prisiones de aquellos años en la mano, a ningún preso se le podía arrebatar unos beneficios ya concedidos; se podía, eso sí, limitar las deducciones a partir de un momento determinado pero no invalidar las ya establecidas hasta ese momento. Únicamente se admitía una excepción: que el preso hubiera sido expedientado por mala conducta. De forma grotesca, no solamente no había tal expediente sino que no se le había aplicado la más mínima falta y sí había sido, por el contrario, premiado con tres menciones meritorias en el trabajo.
Jesús Monzón durante su estancia en la
«prisión granja» de Teruel
Entre pliego y contrapliego, Monzón descubre que, en la contabilidad penitenciaria, se está utilizando la fecha de 30 de junio de 1945 como el comienzo de su detención. Pide una rectificación, que al menos se reconozca que fue detenido el 8 de junio. Ni por esas. La Jefatura Superior de Policía contesta que el apresamiento lleva fecha de 9 de julio, mientras que la Prisión de Barcelona constata que ingresó el 8 del mismo mes; es decir que, según esto, había sido detenido estando en prisión.
Embrollándose cada vez más este galimatías mientras corría el año 1955, en El Dueso estalla un motín entre los presos comunes. Sito, que llevaba varios días recluido y totalmente incomunicado en una celda de castigo por negarse a ayudar al cura en la misa, es considerado el cabecilla de la revuelta. Conclusión, el 13 de enero es trasladado desde Santander a los gélidos páramos de Teruel, donde ingresa en la pomposamente bautizada como Prisión Provincial Granja Agrícola; en lenguaje paladino: un centro de escarmiento. Solo sus familiares, sus inquebrantables amigos iruñazarras y algunas publicaciones que el Gobierno Vasco publica en los exilios de París y Argentina se hacen eco del nuevo suplicio. Aquella será la mancha que podrá ser utilizada para invalidar los beneficios penitenciarios a los que tiene derecho.
Mucho más adelante describirá el placer que le producía extenderse desnudo bajo el sol en un hueco hecho entre la nieve. En este ambiente polar, el 2 de febrero de 1956, recibe la resolución «salomónica» del teniente juez encargado de superar las contradicciones en torno al día de su detención: ni el 8 de junio, ni el 30 de junio, ni siquiera el 9 de julio: Monzón fue detenido, porque así lo decide el teniente juez, el 8 de julio de 1945. De esta forma ni se daba la razón a Sito, ni a la Policía. Asunto resuelto y bien resuelto porque el legado castrense ordena enmendar la situación y modificar un hecho tan evidente como el día en que había sido detenido el reo. Hasta el propio ministro de Justicia, el tradicionalista Antonio Iturmendi, tuvo que reconocer a un amigo correligionario que a Monzón no le faltaba la razón. Aquí surge una nueva variante del problema: lo que la Dictadura no quiere es que el peligroso líder comunista se quede en territorio español haciendo de las suyas; deberá, otorgada la libertad que nadie cuestionaba, tomar de inmediato el camino del exilio, concretamente en algún país de América. Ni cortos ni perezosos el ya convertido en comité de amigos se pone a trabajar. Casi instantáneamente se logra un visado para poder residir en México durante todo un año, desde el 28 de septiembre de 1956 hasta la misma fecha de año siguiente. Pero caducó el visado y Sito seguía sin salir pese a las presiones realizadas.
En una carta a Aurora, Jesús reflexiona así sobre la persecución que no ceja de cebarse con él hasta en la más recóndita de las celdas: «En el camino de mi libertad hay un valladar hasta ahora inexpugnable de todo punto, ajeno por completo al pleno derecho que, desde hace dos años y medio me asiste, el cual no es negado jurídicamente por nadie. Parece, según buenos y sensatos amigos bien situados, que se trata de una terquedad personal y extrema, tan extrema que no es psicológicamente capaz de ponerse en trance de considerar por un instante siquiera ningún tipo de argumentos legales ni morales. Como a mí esto me parece un poco demasiado fuerte, no paso del todo a creerlo, tendiendo todavía a estimar más probables otros factores. En todo caso, confío en ir desenredando la madeja, no en el sentido de lograr lo que me corresponde, pero sí en el de llegar a ver bien lo que de verdad ocurre en mi inusitado caso». Aurora recibe otra comunicación de Aranzadi, desolado: «No sé qué decirte en orden al tema de Jesús. Cada vez entiendo menos este asunto. Mejor dicho, cada vez lo veo más claro. Una fobia personal, de una sola persona, ha logrado detener el curso favorable del mismo. Para que luego estudies para abogado…».
Ignacio Ruiz de Galarreta, la única de sus amistades juveniles que seguía con vida, cumplidos ya los 87 años, en el momento de escribir esta biografía, relata en su despacho del Paseo Sarasate de Pamplona, ubicado a tres calles del domicilio familiar de Monzón, cómo se rompió el bloqueo que iba camino de convertir una condena liquidada en prisión a perpetuidad. Un día llegó el recado del propio Monzón, un auténtico SOS. Entonces Iñako Usechi tenía coche y propuso a Ruiz de Galarreta ir a Madrid[91]. Era un día extremadamente caluroso, el 25 de julio, día de Santiago. Se alojaron en el hotel Florida, junto a la plaza del Callao, y consiguieron que Garicano Goñi, ya con un puesto de gran influencia, les abriera las puertas del despacho del director general de Prisiones. Ruiz de Galarreta le presenta la cuestión al director de Prisiones; no se trata de pedir un favor sino de cumplir con una obligación. «Pero ¡hombre!, ¿cómo me piden ustedes estas cosas? Monzón es un muchacho muy peligroso, peligrosísimo», contesta el máximo responsable de las cárceles españolas. «No le digo a usted que no, pero no armará ninguna zapatiesta después de todo lo que está pasando; póngale usted 18 guardias alrededor, pero no lo crucifique manteniéndole en la cárcel», responde Galarreta antes de lanzarle una advertencia: «Tenga usted en cuenta que, si en el plazo de ocho días, no nos pone a Monzón en la cárcel de Pamplona se va a enterar toda Europa, porque voy a decir que en la cárcel hay un muchacho que se llama Jesús Monzón Repáraz que ha cumplido ya la condena y esto, con todos los códigos que usted quiera, de cualquier país, es un injusticia que no se puede tolerar. Usted mándelo a Pamplona, no le pido más que esto, y allí yo ya me encargaré de la última parte: que se vaya a su casa». La gestión surtió efecto y el 22 de noviembre de 1957 es conducido a la prisión de Pamplona.
Es también por esta época, diciembre de 1957, cuando se interesa igualmente por su situación Antonio Añoveros, obispo de Cádiz, navarro como Sito y al que conocía igualmente desde los tiempos jóvenes. Como en el caso de Garicano, Lizarza, Del Burgo, Solchaga… la guerra les había situado en bandos opuestos. Añoveros había participado como capellán de requetés y, tras la guerra, perteneció al sector carlista que se fue distanciando del régimen. Antonio Añoveros protagonizó en marzo de 1974 el primer gran enfrentamiento entre la Iglesia y la Dictadura franquista cuando estaba al frente del obispado de Bilbao. Su defensa de las clases más desfavorecidas le permitieron gozar de gran popularidad cuando estaba al frente de la Iglesia gaditana y, más tarde, en Euskadi, su apuesta por las libertades vascas terminó provocando la cólera del dictador. Franco decidió expulsarlo del país; el avión llegó a estar preparado en el aeropuerto; pero desde el Vaticano llegó un aviso: si Añoveros era expulsado sobre el propio Franco podía caer la excomunión papal. Desde entonces, Añoveros ostentó el cargo de «obispo dimisionario» de Bilbao. Con el llamado «caso Añoveros», quedó enterrado ante la opinión pública nacional e internacional el «espíritu del 12 de febrero», con el que Arias Navarro intentaba dar credibilidad a una supuesta predisposición aperturista del régimen de Franco.
Las mieles de la victoria iban mezcladas sin embargo con amarga hiel. Sí, estaba increíblemente cerca de la calle donde había nacido, no llegarían ni a quinientos los metros que le separaban de la calle Navas de Tolosa, pero el régimen de aislamiento no podía ser más rígido. Fue separado de los demás presidiarios hasta el punto de sacarlo solo al patio y de apartarlo de los demás en la obligatoria misa dominical; únicamente puede escribir una carta, cada domingo, y su hermana Mariacho puede verle, como mucho, hasta diez minutos una vez por semana y en representación de su madre. Ni siquiera en la señalada fecha del Día de Reyes —estamos en 1958— en la que por cristiana costumbre se autoriza la presencia de los hijos en la prisión, se hace una excepción y su sobrino y ahijado de tres años se quedará sin ver a su tío y padrino; tampoco gozarán de tal privilegio un primo carnal, un sobrino —hijo de su hermano— y el propio Carmelo que se habían desplazado ex profeso desde Madrid para visitarle. Carmelo y su hijo podrán visitarle solamente unos minutos en los Sanfermines de ese año. Los únicos amigos que podrán verle de vez en cuando son Josefina, la de Las Pocholas, que entra en la prisión con una comisión de asistencia a los presos, sus abogados y el sacerdote de la parroquia de su barrio, la de San Nicolás, también amigo suyo desde la infancia.
La libertad
La posibilidad de beneficiarse de nuevos indultos, como el decretado por Presidencia el 31 de octubre de 1958, seguirá teniendo como condición sine qua non abandonar el país. Pero ahora Monzón es rotundo: no se plegará a esta despótica exigencia y seguirá cumpliendo una condena que no le corresponde. En realidad, Jesús Monzón, cuando el 24 de enero de 1959 recibe la comunicación de que se encuentra en «libertad condicional» no es la libertad de un preso sino de un rehén mantenido ilegalmente en la cárcel por ser considerado todavía, cuando ya se oteaban por el horizonte los movidos años sesenta, uno de los mayores peligros para la dictadura franquista.
Maite Asensio, la sobrina que más apreciaba, cumplía 14 años cuando Sito pudo abandonar, por primera vez aunque aún sin la libertad definitiva, aquellos altos muros de piedra, aledaños al Matadero de Pamplona, bajo la atenta vigilancia de los guardias civiles en las garitas. Sito se dirigió a casa de Elvira Gómez Urrutia, la hermana de Aurora, y lo celebraron comiendo ajoarriero navarro y angulas. «Sito me dijo: moceta, y ahora te voy a llevar al cine». Aquel día Maite se puso sus primeros zapatos de tacón y Jesús Monzón, el dirigente que había logrado renovar por unos años al Partido Comunista, volvió a pasear con su sobrina por las calles de la vieja Iruña. Josefina también guarda un grato recuerdo de aquellas primeras horas de libertad. Las Pocholas hacía tiempo que habían dejado la taberna de la época de la Guerra Civil y abierto el emblemático restaurante del Paseo Sarasate. «Entró en esta casa —relata Josefina— por la puerta de la cocina; había un partido, creo que Osasuna-Real Madrid; era cuando Osasuna estaba en Primera y había muchísima afición; entró con Garicano Goñi y Estanis Aranzadi». Pese a todo conservaba el buen humor: «¡Oye!, ¿se lleva esto?», preguntó mostrando el traje a rayas marrón y blanco que llevaba y que era con el que había entrado en la cárcel en 1945.
Justo enfrente de Las Pocholas estaba el piso de la familia de Monzón, en el que vivían su hermana, Mariacho, y su madre Salomé, muy enferma. Salomé, la hermosa y casadera joven que había surgido de la noble cuna de Reparacea, estaba en las puertas de la muerte. No hacía más que rogar para vivir hasta que Jesús saliera de la cárcel. Y así fue. A los pocos días de dejar la prisión —Josefina habla de cuatro o cinco días— Salomé murió. «Me acuerdo —cuenta Josefina— que ese día Jesús estaba comiendo con nosotras, en la mesa redonda, y cuando estábamos terminando de comer me llamó Mariacho: “Oye, que venga Sito enseguida”, que mamá se está muriendo». También fuimos mi hermano y yo; Jesús nos dijo que fuéramos a buscar al párroco de San Nicolás porque a su madre le gustaría. Fuimos a por don Pedro Alfaro; le dio la unción delante suyo, y estando él allí, presente, al rato murió. «Mariacho estaba fatal —sigue contando Josefina—, Monzón le dijo: Mariacho, estate serena, ponte bien arreglada». Al día siguiente, antes de sacar el cadáver de casa, la hermana de Jesús pidió que llamaran a Sito y que cerraran la puerta de la habitación; también hizo que entraran en el cuarto las «Pocholas». Delante del cadáver de su madre, Mariacho le arrancó una promesa a Jesús y después dijo: «Oye, Jesús, vamos a rezar una salve a mamá». «Ahora mismo, Mariacho», contestó Monzón. Rezaron juntos, los cuatro. Al terminar, Monzón se dirigió a su hermana: «¿Estás conforme, Mariacho?» «Sí», y los dos se echaron a llorar. Fue la gran concesión que el ateo y marxista de Jesús había realizado a su hermana en honor a su madre. En el entierro y durante el funeral, Monzón también mantuvo un pulcro respeto hacia las creencias religiosas de su familia.
Fotografía de la época del Paseo Sarasate. A la izquierda el monumento en defensa de los Fueros de Navarra. Casi en frente, a la derecha, Las Pocholas instalaron su renombrado restaurante. En la parte izquierda del monumento estaba la casa donde vivían la madre y la hermana de Jesús Monzón.
La Pamplona que encuentra su libertad no tiene nada que ver con la que dejó antes de la Guerra Civil. Muchas cosas que le rodean se han transformado y la Casa del Pueblo, a la que se había ido a vivir con aquella joven de Izquierda Republicana convertida al comunismo, era un edificio más del nuevo ensanche que terminaba en un grandioso «Monumento a los Muertos en la Cruzada». Frente a aquella casa que guardaba entre sus paredes los momentos más intensos de su juventud revolucionaria, se levantaba ahora el nuevo Gobierno Civil y la Comisaría desde donde los esbirros de la Brigada Político Social comenzaban a reprimir el nuevo movimiento obrero que estaba aflorando ya en las fábricas de Pamplona.
Juan Cruz Juániz, que tras salir de la cárcel en 1954 se había instalado de nuevo en La Rochapea, era otra de las personas que estaban en las listas rojas de aquel centro de tortura; por eso Juan Cruz no quiso participar en el nuevo intento de reconstruir el PCE en Navarra. Estaba suficientemente «quemado» y su participación no era lo más conveniente. Solamente se atrevió a intervenir, al final de esta década de los cincuenta, en algunas de las reuniones organizadas por un activo grupo cristiano: la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC). Aquello era algo que ya había intuido Monzón antes de la guerra con el proyecto de crear un partido socialcristiano para frenar el irresistible ascenso del carlismo. Juániz se sorprendió por las posturas que defendía un «cura obrero» jesuita que daba los cursillos; por él, firmaba ahora mismo lo que decía; en algunas cosas iban incluso más adelante que el propio PCE. Juániz no podía imaginar entonces que aquello era el embrión, junto a la Vanguardia Obrera Juvenil, de la Acción Sindical de Trabajadores (AST), germen, a su vez, de la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT), uno de los partidos obreros de orientación maoista más radicales contra la dictadura franquista y que nació y tuvo una gran influencia, muy superior a la del PCE, entre la clase obrera que se estaba formando en el cinturón industrial de Pamplona.
Monzón en una fotografía realizada, posiblemente, tras salir de la cárcel de Pamplona.
Juániz sí había logrado asentarse; incluso encuentra trabajo como portero de Imenasa, una de las fábricas que están jalonando la capital navarra. Pero Monzón… con su pasado y, sobre todo, con Aurora en México tiene poco que hacer en su tierra. Podría haber echado mano de sus amigos, cada vez mejor situados, sobre todo Aranzadi, con su afamada editorial en temas jurídicos. Garicano ascendía fulgurante por los entresijos del régimen, y los servicios como abogado de Ruiz de Galarreta eran de los más preciados en Pamplona. También podría recurrir a su hermano Carmelo, quien, tras sobrevivir en prisión durante la Guerra, estaba triunfando en la capital de España como ingeniero en estructuras constructivas. Sito no dejaba de ir a Las Pocholas. Hablando de los negocios de aquellos años les soltó una premonición: «Un día os pagarán con dinero de plástico»; semejante profecía les hizo reir. Hasta la hermana de Garicano le conservaba el amor que nunca pudo ser. Pero la fuerza de Aurora tenía una atracción difícil de resistir.
Un día, paseando por los porches de la Diputación, un coche se detiene bruscamente a su lado, baja una persona que lo alcanza a la carrera. Es Del Burgo, quien pudo haberle denunciado cuando se refugió en casa de Francisco Lizarza. El encuentro le ha pillado totalmente por sorpresa. Del Burgo le saluda, le pregunta que qué tal está: «Bien; gracias». Es todo, no hay mucho más que decir. Es como si el fantasma del enfrentamiento civil hubiera hecho acto de presencia para hacer las paces; pero no hay ánimo suficiente[92]. Al menos, no existe rencor. Durante meses sube a cenar con los Urmeneta; les cuenta historias de la odisea de su vida… Monzón, mientras relata sus aventuras, no para de pasear por el salón, siempre haciendo, como un autómata, el mismo recorrido: sus pasos reproducen exactamente los límites de su celda[93].
La Diputación, con los porches donde se produjo el encuentro de Del Burgo con Monzón, después de salir de la cárcel.
Sito está decidido a recomponer en México su matrimonio con Aurora e iniciar una nueva vida. Comienza a pensar en emigrar a América y para facilitar el viaje se casarán de nuevo, pero esta vez según las leyes mejicanas y por poderes. El 13 de marzo de 1959, con un océano por medio, Sito y Ciruela contraen otra vez matrimonio. El 2 de junio de 1960, previa autorización gubernativa, Aurora puede volver por primera vez desde la Guerra Civil a España. Ese mismo mes de junio, Aurora va a la Península Ibérica para reencontrarse, por fin, con Sito en Pamplona y preparar su entrada al Nuevo Mundo.