Un marxista maestro de empresarios

Un marxista maestro de empresarios

Director comercial en México

Como otros muchos que se lanzaban a hacer las Américas, Monzón baja del barco que le trae de España con lo puesto; él solía comentar que había entrado en México con cinco duros en el bolsillo. Bien es verdad que no estaba solo, tenía a Aurora y eso era mucho. Pero los documentos que certificaban sus trabajos, estudios, titulación, los cargos de responsabilidad que había ocupado… todo se había quedado atrás, con su pasado. El inglés le podría servir de algo en el ambiente de la petrolera en la que trabajaba Aurora, pero lo tendría que perfeccionar. Cuando se encontraba con alguien que tampoco dominaba esta lengua solía decirle con el sentido del humor que le caracterizaba siempre: «Tú hablas muy mal inglés ¿verdad?». «¿Por qué?», contestaba el otro. «Porque te entiendo todo», y se echaba a reír. Aurora y Jesús no tardaron en regularizar el matrimonio por poderes que habían hecho en Pamplona y el 10 de marzo de 1961 se casan por la Iglesia en la Curia Arzobispal de México. En la casilla del acta matrimonial destinada a la religión de los contrayentes Aurora puso: «religión católica»; Jesús: «acatólico».

Para algo tenía que servirle haber conseguido «engañar», como aseguraba Carrillo, a todo un partido tan importante como el PCE, a él mismo, a la mítica Pasionaria, a sus miles de militantes, cuadros y dirigentes, a todo el régimen franquista, incluido el propio dictador, y a la muerte en tres ocasiones. Fueron sus iniciativas arrolladoras, su capacidad de comprensión en las situaciones difíciles y sus extraordinarias cualidades de persuasión las armas que siguió utilizando, pero ahora no para hacer la revolución sino para abrirse camino por la jungla de los negocios. Consiguió trabajo en una de las principales firmas comerciales mejicanas, los Arango, y, como Aurora, no tardó en destacarse y conquistar la confianza de los empresarios. Manuel Rodríguez Casanueva, que lo conoció en estas tesituras mejicanas y se convertiría en uno de sus mejores amigos, comenta haciendo referencia a su pasado político: «Debió haber sido demoledor. Si podía vender ideas políticas, fíjate la facilidad con la que pudo vender cosas». Monzón escaló rápido y, al cabo de unos años, ya era el director comercial de su empresa[94].

Manuel Rodríguez, cuyos padres procedían también de España, le conoció hacia el año 1967, cuando el Opus Dei estaba poniendo en marcha un ambicioso proyecto para perfeccionar la formación, y de paso captar para la obra, a la élite empresarial mejicana. Tan dado el Opus a las siglas rimbombantes, aquel centro iba a llevar el nombre de IPADE: Instituto Panamericano de Alta Dirección Empresarial, y se crearía a imagen y semejanza del IESE ya existente en Barcelona. No era la primera vez que Monzón entraba en contacto con «la obra de Dios». En Pamplona el instituto fundado por Escrivá de Balaguer había irrumpido arrolladoramente y, aprovechando los profundos sentimientos católicos de los navarros, estaba levantando su primera Universidad sobre unos terrenos ingenua y gratuitamente cedidos por el Ayuntamiento pamplonés. La Universidad de Navarra sería la principal base de operaciones en todo el mundo del marqués de Peralta. Una de las personas que estaban comprometidas en este proyecto era Federico Suárez, uno de los más reconocidos historiadores del carlismo en esa época. Suárez, junto con Álvaro D’Ors, que después sería destacado dirigente de la Comunión Tradicionalista, puso en marcha la Facultad de Historia de la Universidad de Navarra. Eran los momentos en que Monzón acababa de salir de prisión. Sito y Federico, que tras la Guerra Civil tomó los hábitos de sacerdote, se conocieron haciendo excursiones por los montes de Navarra de la mano de Félix Azqueta, una de las amistades nacionalistas de Jesús anteriores a la conflagración. Fue Federico Suárez quien le dio el nombre y le conectó con Ignacio Canals, otro miembro de la obra puesta en marcha por Escribá de Balaguer que se encontraba en México.

A través de este conducto, Jesús Monzón se convirtió en uno de los altos cargos empresariales elegidos por el Opus Dei para formar parte del grupo fundacional del IPADE, integrado por medio centenar de selectos empresarios. No importaba que se las diera de marxista, que profesara el ateísmo, que hubiera sido el jefe de los maquis rojos… Uno de los oficios mejor aprendido por el Opus Dei es perseverar, no rendirse nunca y, ¡qué duda cabe!, pensarán, la obra de Dios también llegará al corazón de Jesús, en su momento, cuando el Señor lo decida. Como los indultos, solamente es cuestión de tiempo. El Opus busca líderes, y Monzón tiene madera, lo ha demostrado con creces. Y, mientras, a una sociedad con tan mala fama de reaccionaria y ultraconservadora como este instituto religioso no le vendrá mal un toque de comunismo, sobre todo en un país con tanta tradición revolucionaria como México. Monzón podrá ser su estandarte ateo, la palmaria prueba de su apertura librepensadora a todas las creencias, «su comunista», como ocurriría, a la inversa, con el caso de Rafael Calvo Serer en España, compañero de viaje de Carrillo en la Junta Democrática.

Cuando se funda el IPADE en 1967, a Monzón le faltará tiempo para ponerse en primera fila. El instituto estaba organizado por jefaturas de área —estrategia, política de empresas, enseñanza, comportamiento humano, comercial…— y a Monzón le propusieron ser el jefe del área comercial. Y, casi sin darse cuenta, Sito se vio convertido en maestro de empresarios. Él se justificaba criticando al Opus, hasta haciendo burlas con eso de que vendían trozos de cielo, pero admiraba de verdad su forma de funcionar y su capacidad de gestión. En realidad su agresiva militancia, compromiso sagrado y ansias de hegemonía tenían mucho que ver con las tácticas proselitistas de los partidos comunistas.

Monzón, a la derecha, en una de sus divertidas intervenciones siendo profesor del IPADE en México

En sus clases utilizaba un método conocido como «el caso», en el que se consumaría como todo un especialista. Se trataba de elegir un ejemplo de desarrollo o fracaso comercial y analizarlo en profundidad, diseccionando con bisturí analítico cada una de sus fases, cada uno de sus elementos, cada uno de sus errores… Manuel Rodríguez, al que Monzón invitó a hacer un curso en el IPADE, recuerda el ingenioso problema que estudiaron basándose en el México del Imperio Azteca. Utilizaron como material de estudio los textos de Bernal Díaz del Castillo, el soldado que describió descarnadamente, con estremecedor lujo de detalles, la conquista del Imperio Azteca por Hernán Cortés en un libro clásico e irrepetible. De acuerdo con esos datos, se podía ver cómo el sistema de distribución de mercancías estaba centralizado en Tenochticlán, desde donde los productos se distribuían al resto de la ciudad por los canales de agua. A partir de ahí, se establecía una comparación con las redes de distribución existentes todavía en los años 50 de este siglo; así llegaron a la conclusión de que el sistema de distribución apenas había evolucionado y de que era necesario y más rentable buscar alternativas más flexibles.

Para Sito, que seguía definiéndose marxista, aquello también tenía que ver con el materialismo dialéctico y solía decir que él estaba haciendo marxismo en el IPADE, porque era una forma dialéctica de análisis; a fin de cuentas, analizaban algo para después presentar una alternativa de cambio y convencer a los afectados para que pusieran en práctica ese cambio: dialéctica pura.

En 1967, al ponerse en marcha el IPADE, se decide que algunos profesores, entre ellos Monzón, se desplacen a la casa matriz, el IESE del Opus en Barcelona, para conocer de cerca los métodos de enseñanza. El grupo de empresarios toma el avión en dirección a Madrid para después dirigirse a Barcelona. Para sorpresa de todos, varios policías secretas están esperando a Monzón al pie de las escalerillas. Según el expediente que tienen en sus manos, había salido de la prisión para exilarse y no volver jamás. Él les dice que no, que precisamente tuvo que estar más tiempo de la cuenta encarcelado porque se negó a semejante chantaje; pero no lo puede demostrar, no hay certificación de eso, ni la puede haber. En lógica consecuencia, no podía desembarcar. Monzón tiene que volver a tomar el avión y dirigirse ahora a París. Desde aquí llama a Garicano Goñi, que ya era gobernador civil de Barcelona. Su amigo del alma le dice que ha habido un terrible error y que no hay ningún problema para que regrese. Toma un vuelo a Barcelona y se planta en la Ciudad Condal. Al asomarse a la escalerilla, Monzón ve con horror que en tierra le está esperando una formación de guardias civiles. «¡Joder! Imagínate yo que veo a aquellos tíos; no sabía si me iban a detener. Resultó que estaban allí para homenajearme», solía contar Monzón. Garicano Goñi le había mandado a la Guardia Civil a recibirle para demostrarle que ya podía entrar en España sin ningún problema.

Pero no sería la última experiencia de este tipo. Volvió a suceder al año siguiente, en 1968, cuando deciden pasar las Navidades en Pamplona con sus familias. En principio, teniendo en cuenta el precedente de Barcelona, no tiene que haber problema alguno. Toman el vuelo para Madrid. Primero baja por las escalerillas Aurora, arropada por un abrigo de piel como la de un leopardo; le sigue Sito, tocado con una boina y asiendo con la mano las cuerdas de una caja de cartón. Los fotógrafos que se buscan la vida al pie de las escalerillas inmortalizando la llegada de los visitantes intentarán sacar unas perrillas vendiéndole la foto a aquel señor con pintas de pueblerino justo en el momento de pisar tierra española. ¿Cómo van a saber ellos que eso está asegurado, que están fotografiando el regreso del líder del maquis a su patria? Quienes sí lo saben, y muy bien, son los policías secretas que también les están esperando. A Aurora no le ponen ningún problema pero ella tiene que ver cómo se llevan a Sito detenido a un despacho.

1968: Aurora desciende del avión en Barajas. Sito, llevando una caja, no sabe que va a ser detenido.

De nada le sirvieron las quejas, el número que les montó a los de la Brigada Político Social. Lo volvieron meter en el avión y Aurora no tuvo más remedio que abordarlo también. De nuevo a París y, desde allí, bajaron, volviendo a hacer el recorrido de la huida de 1940, al País Vasco del norte, a San Juan de Luz, muy cerca de Navarra. La villa vascofrancesa fue aquellas Navidades un peregrinar de amigos y familiares: los Urmeneta, los Aranzadi, las Pocholas… Allá, junto al mar de los vascos, los Monzón Repáraz y los Gómez Urrutia tuvieron una de las cenas de Nochebuena más inolvidables. Aprovecharon para «montar el pollo» por lo ocurrido, hablaron por teléfono con gente del Opus, con Garicano Goñi y, según recuerda su sobrina Maite, posiblemente hasta con Carrero Blanco. Solamente había una explicación para aquel entuerto: Franco en persona, abrumado por la contestación política y social, había dado la contraorden; todavía tenía miedo de su capacidad para arrastrar a un pueblo, que, un cuarto de siglo después de cuando Monzón lo intentó con la Unión Nacional, estaba haciendo arder la hierba en las mismísimas plantas de sus pies.

Monzón con la caja de cartón descendiendo del avión

Monzón volvería más veces al IESE. Fue la mejor época, económicamente hablando, de su vida. Aurora era una persona de confianza en una de las principales multinacionales del mundo y él había llegado a la cumbre empresarial mejicana, se había convertido en toda una figura reconocida públicamente. Sito siguió recuperando el gran sentido del humor que tenía, le sacaba punta a todo y procuraba encontrar en las situaciones negativas el lado bueno de las cosas. Era de un carácter arrollador. Cuando Manuel Rodríguez vio cómo se hundía su negocio, Monzón le dijo que se aprendía de los errores, no de los éxitos. «Yo me pasé en la cárcel 15 años y mira como estoy», le comentaba para animarle. Sin embargo era estricto en el trabajo; en las reuniones, se levantaba y se ponía a andar, hablaba y andaba, constantemente; no podía estar mucho tiempo sentado; reconocía que esta manía de hacer constantes y cortos paseos, como los que repetía todos los días en casa de los Urmeneta en Pamplona al salir en libertad, era una secuela que le había quedado de la cárcel. También conservaba el placer de comer y beber bien por el que había sido tan criticado por algunos militantes en la época de Francia y ridiculizaba a quienes decían que a un comunista no le podía gustar el buen paté o cualquier otro manjar y que si le gustaba se tenía que sacrificar. «¡Eso es una chorrada!», solía exclamar, «¡El paté está buenísimo! ¡Qué tiene que ver eso con ser o no comunista!». Se consideraba navarro cien por cien; por eso le dolía que los navarros apoyaran tanto al tradicionalismo y se ufanaba de haber sido él quien había fundado el Partido Comunista precisamente en Navarra. Manuel Rodríguez, como otras personas, le preguntaron por qué no escribía sus memorias, por qué no explicaba lo ocurrido, pero se callaba. Lo único que consiguió sacarle fue que no publicaría sus memorias «porque el partido quedaría muy mal».

Su casa del Pedregal de San Ángel era un modelo de confort y bienestar, pero incapaz de borrar la amargura que dejaba el fantasma de Sergio cada vez que les visitaba. El destino, implacable, les reservaba aún momentos de mayor sufrimiento. ¿Era posible? Lamentablemente sí. No habían podido descubrir las causas de la muerte de Sergio cuando los médicos tuvieron que comenzar a luchar contra las que iban a provocar la de Aurora. Le habían detectado nada menos que una esclerosis múltiple, para la que apenas había tratamiento; en el mejor de los casos, se podría paralizar el proceso degenerativo, alargar algo su vida pero no impedir el anticipado y fatal desenlace. Y en el caso de Aurora el final sería inmisericorde; la esclerosis galoparía veloz durante dos años, paralizando sus articulaciones, comenzando por las manos, que ya no podrían moverse con soltura, las piernas que no obedecen, y después los músculos, que se van volviendo rígidos y encorsetan órganos de vitalidad expansiva, como los pulmones o el propio corazón. No les queda mucho tiempo; temiendo lo peor, deciden en 1969 regresar a España, aunque Jesús no pueda todavía dejar el IPADE.

Compran un piso en uno de los mejores edificios que se están construyendo por esos años en el Tercer Ensanche de Pamplona, en la torre de Erroz. Está muy cerca de la casa de Navas de Tolosa que le vio nacer, en la misma calle del último de los «hoteles» franquistas que le habían hospedado antes de gozar de la libertad. Mientras Aurora ya se ve obligada a usar bastón y mueve ya con dificultad las manos, Sito tendrá que estar viviendo a temporadas en Pamplona y viajando a México y Barcelona en espera de que surja la ocasión para asentarse de forma definitiva.

La transición mallorquina

La ocasión no tarda en aparecer; ocurre en una de sus esporádicas visitas al IESE de Barcelona. Algunos de los más emprendedores hombres de negocios de Mallorca, como Manuel Bonet, Jerónimo Albertí y Damián Barceló, acariciaban por aquellos tiempos la idea de hacer los cursos del IESE en las Islas, para no tener que andar desplazándose hasta la Ciudad Condal. De esta forma ahorrarían dinero y no se verían obligados a abandonar temporalmente sus empresas. Pero allí está Monzón, que desea instalarse definitivamente en España; los directivos del IESE se lo presentan a Jerónimo Albertí: es el hombre que les conviene. Albertí habla con él desconociendo totalmente su pasado comunista: «En la primera entrevista que tuve con él me di cuenta de que era un hombre de gran humanidad, con una ilusión desbordante y contagiosa, y que con él al frente era imposible que no tuviera éxito cualquier proyecto», recuerda que pensó el entonces presidente de la Asociación Sindical de Industriales de Mallorca (ASIMA).

El proyecto será una realidad el 3 de octubre de 1971, se llamará Instituto Balear de Estudios de Dirección de Empresas (IBEDE), que tendrá como director a Jesús Monzón y, como segundo de abordo, a Joaquim Molins, quien con el tiempo, una vez que España recuperara las libertades políticas, se convertiría en el «delfín» de Jordi Pujol, presidente de la Generalitat de Catalunya, y, además, en cabeza visible del grupo parlamentario de Convergència i Unió en el Congreso de los Diputados. Para poder dar los cursos, se acondicionó una planta en la sede de ASIMA, emblemático edificio que se levantaba en polígono industrial impulsado por esta asociación en Palma de Mallorca. Allí se prepararon con toda urgencia unas instalaciones mínimas: un aula con forma de anfiteatro, varios despachos y una pequeña cafetería; poco más, pero el 3 de octubre de 1971 se podía dar aquello por inaugurado formalmente. Para la ocasión, el ministro de Desarrollo envió para representarle al subcomisario de Industria del Plan de Desarrollo, José María Ordeix.

Cuando en 1997 se realizaron los actos para conmemorar el 25 aniversario del comienzo de los cursos, la figura de Monzón volvió a surgir como el verdadero motor e impulsor del instituto que marcaría a la generación empresarial durante la transición democrática en las Islas Baleares. Monzón no se limitó a trasladar los métodos de enseñanza del IESE y el IPADE a Mallorca, dejó impresa su propia huella y, simbólicamente, hasta diseñó su escudo: las cuatro barras de los condes de Barcelona, el árbol de Ramón Llull y una fortaleza sobre el Mediterráneo; verdadero criptograma de su ambicioso proyecto: preparar una sólida clase empresarial de cultura catalana para navegar a toda marcha sobre el mar de una Europa unida económica y políticamente, en el que España estaba llamada a ser, irremediablemente, uno de los principales puertos.

El empresario que buscaba Monzón debía comenzar la adaptación consiguiendo la renovación y racionalización de sus economías en un nuevo marco donde las reglas del juego serían la competitividad, la participación, la libertad y la representatividad democrática. No se podía seguir viviendo de las rentas y permanecer aislados mientras el mundo cambiaba alrededor. El empresario «monzonista» tenía que aprender a respetar a los trabajadores de sus empresas, a buscar el espíritu de participación en las mismas, tratar a los demás con respeto y tener una moderna formación cultural. Por eso, las conferencias a las que asistían los empresarios mallorquines no versaban solo sobre los «casos prácticos» a diseccionar o cómo mejorar los resultados y controlar los costes. La asimilación de una nueva concepción en la gestión de los recursos humanos y la actualidad económica, cultural y política tenían un fuerte protagonismo. Esto es lo que explica la presencia como profesores de Ramón Tamames, Jordi Pujol, Francisco Fernández Ordóñez, Joaquín Garrigues Walker, Rafael Jiménez de Parga, Julián Marías, Camilo José Cela, José Luis Sampedro y González Seara.

En sus once años de funcionamiento, por el IBEDE pasaron 500 empresarios: los más jóvenes, los más emprendedores, los más dispuestos al cambio. Algunos de ellos jugarían un papel destacado en los organismos que, como la Junta y la Plataforma Democrática, unían las fuerzas antifranquistas, y otros formarían parte, unos años más tarde, del núcleo fundacional de la Unión del Centro Democrático, partido que, con Adolfo Suárez a la cabeza, conduciría a buen puerto la transición política de la dictadura a la democracia.

Monzón con Julián Marías. Detrás, el escudo del IBEDE diseñado por Sito

Los cursos del IBEDE terminaron, finalmente, haciendo sospechar a los últimos gobernadores franquistas que tuvo Mallorca. Uno de los asistentes, Ramón Seijo —después también presidente de ASIMA— recuerda el interés que provocaban aquellos distinguidos y polémicos conferenciantes. Gracias a ellos, se ponían al día «sobre las intrigas que se cocinaban en la capital de la nación, los rumores sobre la salud de Franco y los últimos intentos desestabilizadores» contra el régimen.

En 1972, Monzón puso en marcha el curso denominado «IBEDE compacto», destinado a empresarios de toda España que quisieran participar de aquella filosofía. Algunos de los invitados que procedían de la Península llegaron a comentar que lo que se hacía en el IBEDE no se podía hacer en el resto de España. «Esto tenía su explicación —explica Jerónimo Albertí—, pues, mientras ESADE tenía su color muy definido, lo mismo que IESE, nosotros reuníamos entre el alumnado y el profesorado a todas las ideologías, pensamientos, conductas filosóficas y tendencias políticas. Desde comunistas hasta socialistas, pasando por monárquicos, republicanos, regionalistas, democráticos cristianos, liberales o sindicalistas de izquierda». Sin saberlo, Jerónimo Albertí estaba resumiendo el programa de la Unión Nacional de Monzón de hacía tres décadas. El espíritu «monzonista», incansable, renacía con fuerza.

Albertí, presidente del Consell Balear Interinsular en 1982, recuerda que, incluso, llegaron a tener problemas con la Policía. En una ocasión estaba prevista la presencia en una mesa redonda de Ramón Tamames, destacado dirigente del PCE, Jordi Pujol, entonces líder de la clandestina Convergència Democrática de Catalunya, y Garrigues Walker, destacado opositor liberal. El gobernador Carlos de Meer, el último de los franquistas, le llamó por teléfono para que suspendiera el acto. Albertí se negó. Entonces le pidió una cinta magnetofónica en la que estuviera grabada la intervención de Tamames. Nueva negativa. La mesa redonda se celebró, pero el local donde disertaron los tres conferenciantes fue rodeado por los «grises», la Policía Armada que no daba abasto para disolver trabajadores y estudiantes, y que ahora estaba a punto de cargar sus iras contra los empresarios mallorquines.

Aquel espíritu también tuvo su «caso práctico» que resolver, pero no supuesto sino real. Tal y como ocurría en la mayor parte de las regiones españolas, en Mallorca el combativo sindicato clandestino Comisiones Obreras preparó una huelga general en el sector de la hostelería. Como las demás huelgas generales, tenía un claro componente político: imponer al régimen y a su Sindicato Vertical —controlado por los restos de la Falange— el reconocimiento público de los sindicatos ilegales como únicos interlocutores válidos en la negociación. Normalmente, el apoyo de las asociaciones empresariales a las tesis de la Dictadura hacía que todo desembocara en un problema político y que trabajadores y «grises» terminaran a palos en las calles. En Mallorca no fue así; en consonancia con la filosofía ibediana, los empresarios isleños dejaron a un lado el acartonado y resquebrajado Sindicato Vertical y formaron, junto a los representantes de Comisiones Obreras, una mesa de negociación. Lejos de los salones oficialistas, empresarios y trabajadores se pusieron de acuerdo en reuniones semiclandestinas que se celebraban en los bares de Palma. Para ambos aquello era un ejemplo práctico de lo que tenían que ser las relaciones laborales en una democracia.

Retorno a Pamplona

En Mallorca se forja la amistad entre Ramón Tamames y Jesús Monzón. Tamames le recuerda como una persona profundamente vitalista, capaz de humanizar el campo de batalla en que se habían convertido las empresas bajo el franquismo. Una opinión semejante la comparte Manuel Rodríguez Casanueva, llegado desde México para colaborar con Monzón y Joaquim Molins en sacar adelante el IBEDE. Manuel Rodríguez, siguiendo esta concepción filosófica de las relaciones económicas, fundaría unos años más tarde el Centro Europeo para el Desarrollo de la Empresa —EUROFORUM— de Madrid; estaba convencido de que en las ideas de Monzón pesaba mucho la capacidad del ser humano, fuera obrero o empresario, para aceptar una evolución permanente, un cambio constante, mejorando de forma progresiva la actividad cotidiana.

Sito, a la derecha, con Camilo J. Cela y Ramón Tamames en el IBEDE

En Monzón se unían la vitalidad desbordante y la fidelidad a sus convicciones. Manuel Rodríguez piensa que esa honradez pudo ser la causa de su excomunión política; en el PCE no cedió, no rompió con sus principios, no buscó un acomodo a las nuevas circunstancias, a los nuevos jefes, y eso supuso que fueran contra él a por todas. Durante su periodo mallorquín, siguió recibiendo sugerencias para explicar las causas de su defenestración en el PCE, para que diera algo de luz a aquellos «años de plomo», que constituyen la etapa más funesta y tenebrosa de la historia del PCE. Monzón seguía negándose rotundamente y siempre daba la misma explicación: sería muy perjudicial para un partido al que, en 1970, nadie negaba su posición de vanguardia al frente de la lucha contra la dictadura. Salvo en muy contadas excepciones, rechazaba hablar de ese pasado y de Carrillo; era, junto a la pérdida de Sergio, un tema tabú. «Mejor te leo a García Lorca», le contestaba a su sobrina Maite cuando insistía. Y se ponía a recitar a García Lorca o a Miguel Hernández, y lo hacía maravillosamente, porque Monzón también era un consumado recitador de poemas. Maite, que solía ir de Pamplona a visitar a su tía Aurora y a Sito en Mallorca, conserva aquellos improvisados e íntimos recitales poéticos como uno de los más agradables recuerdos de Jesús. «Leía divinamente», dice Maite, que también entendía, al escucharle cuando se ponía mitinero, cómo podía haber arengado a las masas: «Tenía que arrastrar a la gente; era un orador increíble».

Una de las últimas fotos de Aurora y Monzón juntos

Hasta la risa, socarrona, se contagiaba de su vitalidad. Diera la impresión de que la propia vida se le fuera a salir del cuerpo para burlarse otra vez de la muerte que con tanta intensidad la había codiciado. Monzón no sabía que su vieja contrincante estaba allí, aguardando, con un as de oros bajo la manga, dispuesta a sacar el triunfo definitivo. Era junio de 1973, un mes en que Pamplona entera salió a la calle en una huelga general de solidaridad con los obreros despedidos de Motor Ibérica que, por su exclusivo carácter solidario, amplitud y violencia, tuvo una repercusión política que asombró a España entera, por mucho que Monzón recordara que «para huelgas, las que organizaban ellos» cuando dirigía el PCE en Navarra. La enfermedad de Aurora hacía que frecuentaran los médicos para seguir su tratamiento. Ya estaba totalmente impedida de la cintura para abajo; podía mover las manos pero con dificultad, le daba mucha rabia no poder abrir algo y, para moverse, se tenía que valer de una silla de ruedas que ella misma impulsaba. Aurora dependía, para casi todo, de Monzón. En una de estas revisiones, Monzón aprovechó para hacerse un chequeo; había tenido unos vómitos y quería saber si era algo serio. Con los resultados, las cartas quedaron boca arriba y al rostro pálido de la dama lúgubre se le escapó una sonrisa mientras descubría, orgullosa, sus triunfos. Es Monzón, y no Aurora, quien está más grave. Sito tiene un cáncer de pulmón en estado extremadamente avanzado; apenas le quedan unos meses de vida; puede, incluso, morir antes que Aurora. La muerte les atrapaba a los dos, poniendo fin fatalmente a una vida que parecía no haber tenido sentido. Toda una vida entregada a una causa pero que, en realidad, había destrozado su vida y, ahora, cuando la están recomponiendo, les cierra el paso con una barrera infranqueable.

El panorama no podía ser más terrible. Monzón se enfurecía porque, al desaparecer él, Aurora se quedaba desvalida: «¡Vinimos a España para que se muriera Aurora, no para que me muera yo! ¿Cómo voy a dejar a esta mujer sola, impedida?», solía exclamar. Pese a ello, aún le quedaba algo de humor en medio de la desolación que se avecinaba. «Jesús, ¿qué te pasa?», le preguntó la madre de su amigo Manuel Rodríguez al visitarles en Mallorca: «Pues nada, que tengo la estocada de la muerte. Pero alguna cabronada tendré que hacer todavía», fue su contestación. Por de pronto, lo que se terciaba era dejarlo todo y volver a Pamplona, donde conservaban el apoyo de la hermana de Monzón, Mariacho, de la familia de Elvira con la sobrina Maite, Las Pocholas, los Urmeneta, Aranzadi, Usechi… y demás amigos. Manuel Rodríguez fue quien se encargó de sacarlos de las Islas Baleares, primero a Sito, en avión, y después a Aurora, en barco, porque llevarla también en avión con silla de ruedas resultaba extremadamente engorroso. El traslado de Monzón fue especialmente difícil, como relata Manuel, porque era el mes de agosto y el aeropuerto de Palma de Mallorca entra en un estado de locura que obliga a ir retrasando todos los vuelos. Tuvieron que estar en el aeropuerto, con Sito tumbado en una camilla, cerca de seis horas; después vino el número de colocar la camilla en los asientos, ocupando varias plazas; llegaron a Madrid bien entrada la noche, y de Madrid a Pamplona en una ambulancia Seat 1500, como los coches que utilizaba la Brigada Político Social. Manuel fue sentado todo el viaje a su lado, Jesús le iba describiendo los sitios por los que pasaban, recordándole lo que había ocurrido en aquellos pueblos en el periodo del Frente Popular y la Guerra Civil, cómo en tal sitio habían arrasado, cómo en tal otro habían perdido; los relatos son más intensos a medida que se acercan a Pamplona, cuando atraviesan ya territorio navarro.

Llegan de madrugada a la Clínica Universitaria del Opus Dei, donde le estaba esperando un grupo de amigos, entre ellos Josemari, el hermano de Las Pocholas. Previo pago del correspondiente talón, es alojado en una lujosa suite. Tras los primeros análisis, los médicos consideran necesaria la inmediata aplicación de radioterapia, pero la Clínica Universitaria todavía no tiene estos medios. Monzón es enviado al Hospital General de Navarra, de donde ya no saldrá con vida. Las acometidas que dirige el doctor Aguilera para atajar el cáncer le debilitan sin que se consigan muchos avances. Las Pocholas le visitan todos los días; le llevan comida del restaurante, cosas que le gustaban: pescado fresco, como lenguado y merluza, alubias «¿Por qué no embotáis las pochas?», les recomendaba. Le resultaba difícil tragar la comida del hospital. Estando aún convaleciente y con plena consciencia, Aurora, tal vez por indicaciones de Sito, le pide a su sobrina Maite que destruya la documentación que hay en una maleta. Aurora la abrió y comenzó a decirle: quema esto, y esto, y esto… Maite hizo una hoguera y se dedicó a quemar escrito tras escrito, documento tras documento… solamente quedaron las cartas, las fotografías, algunos carnés oficiales, como el de identidad o el de conducir y los libros. En aquel humo se volatilizaban algunos de los secretos que podrían explicar su trayectoria, y con su vida desaparecía un obstáculo al regreso de Carrillo a España, porque, con toda seguridad, Monzón se vería obligado a romper el silencio cuando la dirección que le defenestró del partido volviera a España, como ocurrió tres años después, en loor de multitudes.

Mientras la vida se precipita por el abismo, la radioterapia le va apagando la voz. Se ponía negro por no poder hablar. Amortiguan el dolor con pastillas y tiene que comunicarse con los demás con lápiz y papel. Estamos en el último tramo, ya se puede ver el final del camino. Sorprendentemente, cuando ya nada se espera, tendrán que hacer frente a una última batalla. Varios sacerdotes lanzan una verdadera ofensiva para reconquistar el alma de Monzón; quieren que se confiese y vuelva a la fe. Aurora y Monzón realizan un último juramento. Ninguno de los dos permitirá caer en ninguna trampa. Los curas del Opus intentan desesperadamente estar con él a solas para convencerle y Aurora tiene que lanzarse a la carrera, con su silla de ruedas por los pasillos del hospital, para impedir que entren en la habitación y presionen a Sito. Aurora se ponía en la puerta, como un guardián, y no les dejaba entrar, y si se colaba alguno, Aurora iba detrás suya y se colocaba junto a él. Ante la insistencia, Ciruela se indignaba, lo vivía con una agresividad impresionante: «¡Es que estos cabrones quieren entregar la cabeza de Monzón a alguien!», llegó a decir, como si pensara que solamente querían tener un trofeo del que vanagloriarse.

Uno de los primeros, cuando Sito todavía podía hablar, le preguntó si no se arrepentía. Sito le respondió: «Mira, yo no creo en Dios; si tú crees, pues reza. Si verdaderamente es un Dios bueno y justo, pues ya verá que mi vida ha sido buena y justa. Yo, ¿cómo voy a rezar si no creo en Dios? Reza tú qué crees». En su particular cruzada llegaron a intentar que no se le sedara para tenerlo consciente y, de esta forma, pudiera regresar voluntariamente al camino de Dios. También apareció por allí para intentarlo Federico Suárez, consejero religioso del entonces príncipe Juan Carlos. Para él, Jesús tenía que tener un sacerdote a su lado en este momento para que muriera cristianamente y tuviera un entierro religioso. Él mismo se ofreció para atenderle espiritualmente. Después vino desde México otro sacerdote del Opus Dei; era español pero había estado muchos años en México, donde ambos contrajeron una gran amistad. Iba camino de Roma, se enteró de la situación y al regresar fue a verlo con el mismo objetivo. Josefina y Aurora estaban dentro; Josefina le comentó a Aurora que sería conveniente dejarles un rato solos, que podrían tener algo que decirse en la intimidad, algún secreto, o encargarle alguna cosa para México. A regañadientes, Aurora consintió en salir, mientras le explicaba a Josefina que tenían un pacto: «Mira, es que Jesús y yo nos hemos juramentado que, cuando llegue este momento, nadie intervenga». «Aurora —le respondió Josefina— a lo mejor quiere decirle algo; ya sabes, todas las personas llevamos algo nuestro dentro que nadie nos puede impedir tener». Ella quería volver a entrar enseguida y no tardaron hacerlo, justo cuando el cura salía desairado; encontraron a Jesús llorando y el clérigo, antes de irse, se volvió y dijo: «Al menos podremos gritar juntos: ¡Viva México!». «¡Viva México!», respondió Sito con lágrimas en los ojos. Josefina estaba segura de que no se había confesado.

En esta ofensiva interviene incluso Pedro Alfaro, párroco de San Nicolás, la iglesia situada frente a la casa de Salomé y en la misma acera que Las Pocholas. Alfaro fue también amigo de Monzón durante los años jóvenes. Quiere que se le pregunte si desea hacer las paces con Dios. Utiliza a Urmeneta, vecino de Monzón y exalcalde de la ciudad. Tras resistirse inicialmente, Urmeneta acepta realizarle una pregunta algo menos directa. Como ya ha perdido totalmente la voz, Urmeneta le escribe en un papel: «¿Te arrepientes de algo en tu vida?». Monzón entiende la indirecta, toma un bolígrafo y contesta de puño y letra: «No. Estoy tranquilo». Urmeneta no dejará que le molesten más. Monzón, en contra de la leyenda que se extendió entre sus antiguos compañeros de los jesuítas, nunca renunció al marxismo, siguió definiéndose marxista hasta el final. «Para él el marxismo era su religión», asegura su amigo Manuel Rodríguez. En los últimos días, hasta su escritura se difuminaba, desaparecía, resultaba ininteligible; los restos de vitalidad se desintegraban en la lucha final. Ante la inminencia de la muerte, Manuel Rodríguez fue de nuevo a Pamplona para verle. «Haz lo que quieras —le dijo Aurora—, pero yo te sugeriría que te quedaras con la imagen que tienes de él».

Monzón murió el 24 de octubre de 1973. Aurora se negó a que tuviera un entierro religioso y a que se celebrara un funeral; acudió al entierro en su silla de ruedas junto a un pequeño grupo de amigos. Allí estaban, alrededor del ataúd de quien fue líder indiscutible del PCE, un pequeño grupo de personas con las ideologías más dispares unificadas por una figura que intentó la reconciliación nacional mucho antes que la inmensa mayoría de la clase política española y que pagó con el ostracismo por ello. En realidad estaban enterrando a alguien que ya había muerto mucho antes, apartado del surco que él había labrado en la historia.

Aurora la sobrevivirá dos años más, sumida en el dolor y viviendo en casa de su hermana Elvira. Ella se quejaba de que el entierro no hubiera tenido la difusión que Monzón se merecía, pero es Pamplona, su ciudad, la que les rinde un último homenaje. La vieja Iruña, que él quiso convertir en foco revolucionario, tras la huelga general de Motor Ibérica, vive momentos de gran convulsión política y social, las huelgas se multiplican, los Sanfermines de ese año se paralizan por primera vez para protestar contra la dictadura; obreros y campesinos se lanzan a la calle y se enfrentan con los «grises»; los carlistas y el clero juegan un importante papel y combaten abiertamente al régimen dirigiendo manifestaciones y protestas sociales. Solamente diez días antes de la muerte de Monzón, un comando de los Grupos de Acción Carlista (GAC) asalta en Pamplona una sucursal del Banco Central. El objetivo es recaudar fondos para impulsar la lucha armada que esta organización de jóvenes carlistas ya había comenzado en 1968 para derribar a Franco e instaurar un sistema democrático, federal y socialista bajo el liderazgo de Carlos Hugo de Borbón Parma, primogénito de Javier de Borbón, pretendiente tradicionalista que dio la orden para la sublevación del requeté el 18 de julio de 1936, y que colaboró con el maquis en la Francia de Vichy contra la ocupación nazi. La sucursal bancaria asaltada está en el barrio de la Rochapea, aquel foco obrero en el que cuajó el PCE de Monzón antes de la Guerra Civil y está situada justo en frente del callejón de los Cutos, el lugar donde se adiestraban las Milicias Obreras y Antifascistas puestas en pie por Monzón precisamente para defender a la República de la insurrección carlista en marcha. Esta paradójica coincidencia es todo un símbolo, porque los carlistas detenidos por esta acción, serán de los últimos presos políticos en ser amnistiados durante la transición política, incluso más tarde que los dirigentes del PCE carrillista. Es como si una nueva Pamplona, que había desarrollado la industrialización que él conoció en sus inicios, le estuviera tendiendo la mano, dándole la razón de que en su pueblo había un germen revolucionario del que él, Jesús Monzón Repáraz, y su inseparable compañera, Aurora Gómez Urrutia, habían sido pioneros; era como si Navarra, la que les dio la espalda en 1936, retomara el camino que él había marcado y que Carrillo y Franco habían desviado de la historia. Pamplona les lanzaba así, a Sito y Ciruela, la última sonrisa en el momento de encontrarse, finalmente, con la muerte.

Tumba de Sito y Ciruela en el cementerio de Pamplona el día de Todos los Santos de 1997. Solo se había dejado como recuerdo un jarrón con margaritas; después, alguien colocó otro ramo de flores en homenaje a una vida de sacrificios condenada al olvido.