Irlanda

Las máquinas emiten un gruñido gutural que atraviesa el endoesqueleto del ferry. Los remaches se tensan, las escaleras repiquetean, las puertas resuenan en sus marcos, los vasos que se secan en sus estantes detrás de la barra tiemblan. Un perro en el salón lo nota en las patas y se mete bajo una silla para consolarse entre gemidos.

Michael Francis, en plena discusión con Vita sobre las razones por las que no debe uno meterse queso en las orejas, alza la cabeza y anuncia: ¡Zarpamos! Aoife, que está fumando un cigarrillo en cubierta, lo percibe y se inclina sobre la borda para ver el violento torbellino de agua que provocan las hélices, y ella también se ve sacudida por una oleada de excitación. Gretta, que rebusca entre las cajas de salchichas y pasteles de carne y muslos de pollo, se incorpora y mira interrogante el cielo que se oscurece por la ventana. Y Mónica, que se encuentra en esa tierra de nadie entre fingir que duerme y estar dormida de verdad, con la cabeza apoyada en la áspera tela del asiento, abre los ojos una rendija, contempla a la porción de su familia que tiene enfrente, y vuelve a cerrarlos.

El ferry nocturno a Cork. Los Riordan han hecho ese viaje muchas veces, en sus muchas versiones: primero Gretta sola, embarazada, luego con Michael Francis de bebé, a continuación Gretta con Michael Francis algo mayor y Mónica de bebé, después Gretta con dos niños, y finalmente con Aoife en su moisés y los otros dos correteando por los pasillos toda la noche. Gretta iba todos los veranos a visitar a su madre durante un mes; Robert se unía a ella la última semana. Según él, no le gustaba nada dejar el banco, pero Gretta piensa que es porque se sentía incómodo en Irlanda, como si fuera su casa y a la vez no lo fuera. Irlandés de nombre y nacimiento, pero inglés en su educación, avergonzado de su confuso acento, sus suaves consonantes irlandesas mezcladas con las alargadas vocales de Liverpool. Pasaron un último verano en la granja después de que Aoife naciera. Su madre se colgaba al bebé a la espalda, como había hecho con sus otros hijos, para meterse en el río a recoger los huevos del gallinero, construido en un pequeño islote para protegerlo de los zorros. Gretta lo ve como si fuera ayer: su madre con las faldas levantadas por encima del agua, el gorrito azul de Aoife brincando sobre la mantilla de lana, las gallinas cloqueando agitadas al verlas acercarse, los pies blancos hundiéndose y aflorando sobre las aguas salobres.

Gretta saca un rollito de salchicha de su envoltorio de plástico y lo muerde. Algo para no tener el estómago vacío. Le ofrece la fiambrera a Michael Francis, que coge dos, y a Claire, que niega con la cabeza.

La madre de Gretta murió cuatro meses después de aquello. Cayó muerta a la puerta de su casa. No sufrió, le aseguró su primo cuando llamó. Un coágulo cerebral. Gretta se ha imaginado ese coágulo muchas veces, un oscuro y férrico cúmulo de sangre, como un nudo en una madeja de lana, rondando por el cráneo de su madre hasta el momento en que ésta llegó a la puerta de su casa. ¿Estaría entrando o saliendo?, se ha preguntado Gretta. ¿Estaría mirando al cielo, con los puños en las caderas? ¿Habría salido a buscar los huevos? El primo no le dijo nada de eso. Sólo que el hombre que iba por la leche se la había encontrado en la puerta.

Luego, por supuesto, la granja la heredó el hermano mayor de Gretta, que la vendió y se marchó a Australia. Gretta jamás se lo perdonará. Jamás. Después, cada vez fueron menos, hasta que el viejo tío que vivía solo en la isla le dejó su casa a Gretta. De pequeña, ella solía recorrer el istmo, una o dos veces por semana, más si hacía frío, para llevarle huevos, leche, pan y bizcochos. No se le olvidó ni una vez, ni siquiera cuando los azotaba una tormenta del Atlántico. No le gustaba imaginárselo allí solo en su casa. Aquí viene, decía él al verla, y dejaba su azadón. Esto fue casi todo lo que le dijo en su vida. Ella le daba la cesta, él, un toquecito en el hombro. Ella se quedaba un rato, le limpiaba la cocina, enderezaba sus libros y papeles, le preparaba un té, un huevo frito. La marea está subiendo, decía él al cabo, y Gretta sabía que era hora de marcharse.

Cuando le llegó la carta del abogado de Clifden, no salía de su asombro. ¿Por qué la había elegido su tío a ella, por encima de todos sus hermanos, por encima de sus primos y los primos de sus primos? Aquello provocó algún que otro resquemor, sobre todo entre los que todavía vivían en Galway. Pero a ella no le importó. Su tío le había legado su casa en la isla de Omey. La había elegido a ella. Podrían ir a Irlanda de nuevo siempre que quisieran. Gretta alquilaba la casita la mayor parte del año, recibiendo así unos buenos ingresos, pero la mantenía libre en agosto. Agosto era para ellos, para los Riordan, para ella y los suyos y nadie más. Aoife tenía tres años, Mónica trece y Michael Francis catorce, cuando pasaron su primer mes en la isla. Gretta salía a la puerta al final del día para llamarlos, y ellos volvían del risco, o de pescar en el río, o de coger conchas en la playa o de hablar con el burro que tenían atado más arriba en la carretera. Mónica sólo fue a la isla otras dos veces, porque luego empezó a salir con Joe y no quería dejarlo. Pero Aoife fue con su madre durante años. Las dos solas, juntas en la casa. Siempre había entre ellas más armonía allí que en Londres, no discutían tanto.

Gretta se incorpora y gira la cabeza, sacándose subrepticiamente un trocito de salchicha de la muela con la uña. ¿Dónde se ha metido Aoife? Se fue a fumar hace un siglo, justo cuando salían de Swansea. Ya debería estar de vuelta.

—¿Dónde está tu hermana? —Da un codazo a Mónica, que finge dormir. Gretta sabe que no le dirige la palabra, pero ha decidido simular que no se ha dado cuenta. Por lo general, con Mónica esta estrategia da resultado.

—Ni idea —contesta ella, demasiado deprisa para alguien que estuviera de verdad dormido. Y su madre asiente satisfecha. Sabía que estaba despierta.

Mónica se reajusta la rebeca que tiene doblada bajo la cabeza y mira de reojo a Gretta. Desde la discusión a gritos en casa de Michael Francis no se han hablado. La hija todavía arde de furia y no piensa dirigirle la palabra a la madre, de ninguna manera, hasta que le pida perdón o le dé explicaciones. La telaraña de mentiras que ha llegado a tejer, la muy hipócrita. Cuando se acuerda de la vez que Gretta descubrió que se había acostado con Joe antes de casarse con él... La llamó de todo, le aseguró que ardería en el infierno. Y Mónica se quedó horrorizada, se arrepintió mucho, y todo eso mientras su madre, su propia madre, vivía en constante pecado mortal. No da crédito.

Pero su madre está recurriendo al truco de siempre cuando sabe que ha enfadado a alguien: hacerse la tonta, la inocente, fingir que no advierte lo gélido del ambiente. Siempre hace lo mismo, y si Mónica de pronto le preguntara: ¿por qué no nos hablamos?, Gretta se volvería hacia ella con una expresión sorprendida y herida y replicaría: pero ¡si yo jamás dejaría de hablarte, jamás, nunca en la vida! Ahora se abanica con un horario del ferry, su vestido de poliéster, con estampado de helechos, tenso y húmedo en la espalda. Canturrea, y Mónica sabe que el canturreo significa que está restaurando su estado de ánimo, como un albañil repararía un tejado con goteras. Gretta canturrea y va limando aristas en su mente: el cuñado ex delincuente, el marido fugado, su inconcebible condición de soltera, todo eso desaparece. Todo ha vuelto a ser agradable y normal.

Gretta gira la cabeza a un lado y otro. Mónica también conoce esa expresión expectante, esa mirada penetrante. Gretta está buscando a alguien con quien conversar. A Mónica le dan ganas de liarse a puñetazos. ¿Cómo se atreve su madre a buscar compañía para charlar en lugar de hacer lo que debería, que es ponerse de rodillas y pedirles perdón por haberles mentido toda su vida?

Gretta avista a una pareja de ancianos al otro lado del pasillo y los saluda con un resonante:

—Menudo calor, ¿eh?

Los ancianos alzan las cabezas como ovejas sobresaltadas, pero Gretta ya ha metido la cuña. Se traslada un par de asientos.

—¿Están de vacaciones?

Mónica sabe que al cabo de unos segundos su madre les habrá sonsacado toda la historia de su familia y un exhaustivo itinerario de su viaje, y estará embarcada ya en relatar lo suyo.

Es medianoche, más o menos, Aoife no lo sabe con exactitud. El salón de la cubierta B está inundado de luz, y en todas las superficies disponibles hay gente durmiendo: cuerpos tumbados con mantas y sacos de dormir por los pasillos, cuerpos acurrucados en las puertas, sobre las mesas, sobre los repechos de las ventanas. Junto a la cafetería cerrada alguien emite unos guturales y largos ronquidos. Los motores rugen y el barco sube y baja, sube y baja. Aoife, tumbada entre dos asientos, intenta no ver la inclinación del suelo, el balanceo de las lámparas del techo, la puerta que se abre y se cierra sola. Intenta pensar en otras cosas, en el delta de grietas del techo de su apartamento, en los tiempos de revelado de los negativos, en cómo Gabe se sube las gafas sobre la nariz con el dedo índice, en el procedimiento adecuado con un proyector y un filtro. Intenta decirse que el rumbo del barco la lleva hacia el oeste, más cerca de Gabe y Nueva York y su auténtica vida: ya no falta mucho para volver, para tratar de arreglar las cosas con él. Pero las olas no cesan, el barco cabecea, el hombre ronca, la reja de la cafetería traquetea en su marco.

Aoife se incorpora de pronto, se pone en pie, sortea los cuerpos y las bolsas de su familia. Su madre murmura algo, pero no llega a despertarse.

Atraviesa el salón hasta el pasillo. Su mente está ágil, la vista despejada; está concentrada en una única misión. Abre la puerta de los servicios, franquea el alto umbral metálico. Tiene la vista fija en uno de los cubículos, y habría llegado a tiempo de no ser por el hedor a vómito que le abofetea la cara como una fina bruma. Es muy precisa en sus movimientos. Sabe que no tiene mucho tiempo. No llegará al cubículo, eso está claro, de manera que se desvía hacia el lavabo. Justo a tiempo. Se aparta el pelo, cierra los ojos, se prepara. Y la fuerza de la náusea la dobla. Vomita una vez, dos veces y una dolorosa tercera vez. Nunca se ha sentido tan mal, piensa. Jamás se ha sentido tan terriblemente mal en su vida. Tiene la garganta escocida, dolorida, el estómago en un puño, y esos danzantes destellos de luz que la han atormentado toda su vida vuelven a salpicar su campo de visión. Tal vez no llegue siquiera a Irlanda. Podría morirse allí, en esos servicios llenos de vómito, sin alcanzar a ver tierra. Abre el grifo antes que los ojos y se enjuaga la boca, se echa agua en la cara, tiende una mano hacia la toalla, pero al ver ese trapo sucio, gris y ajado cambia de opinión. Coge en cambio papel higiénico del cubículo y se lo lleva a la cara. Y al hacerlo piensa en los oscilantes destellos, esos familiares y minúsculos fantasmas. Suelen presagiar una migraña, un dolor que llegará como un tren a una estación, una de esas nieblas afiladas que descienden sobre ella durante tres días. Lucecitas que destellan y parpadean como luciérnagas, que aparecen si toma demasiado café o mira una luz brillante, o también cuando le viene la regla. La última vez que la asaltaron fue un frío día de finales de abril, cuando un viento proveniente del Hudson barrió Nueva York, formando remolinos de basura y papeles por las calles, llenándole de polvo los ojos, el pelo, las costuras de la ropa. No recuerda haber vuelto a tener la regla desde entonces.

Se queda paralizada un instante, con el papel higiénico contra la cara. Se lo aparta por fin despacio, se mira en el espejo. Tiene el semblante pálido, amarillento, los ojos hundidos, muy abiertos en una expresión incrédula. Le parece que fue otra persona la que entró en los servicios hace un momento. Esta que está en el espejo, esta Aoife, es otra totalmente distinta.

Recorre a trompicones el pasillo, agarrándose primero a la barandilla de la izquierda y luego, cuando la proa del barco desciende, a la de la derecha. Abre como puede la puerta salpicada de sal y sale a cubierta.

Si hay una ola de calor, esa zona en concreto del mar de Irlanda es ajena a ella. El viento se lanza de inmediato contra su pelo, contra su ropa, como si intentara arrancársela. Aoife agacha la cabeza y llega hasta la barandilla, a la que se aferra. Ve el costado oxidado del barco, que cae hasta las agitadas aguas negras. Enormes remolinos de espuma se abren a su estela, y varios metros más allá se aplanan, desaparecen devorados por las olas. La lluvia, o el agua del mar, no lo sabe muy bien, la salpica en fuertes rachas. Siente el impulso de gritar algo, lo que sea, a ese viento, a ese mar, sólo para sentir la debilidad de su voz, su impotencia contra la formidable furia de los elementos.

—¡Joder! —se desgañita—. ¡Mierda!

No puede oírse. Sólo sabe que está emitiendo sonidos porque su cerebro, su lengua y su boca forman las palabras. Se aferra a la fría barandilla con las manos, apoya la cabeza en ellas y siente el oleaje y la vibración del barco.

La primera vez que se acostó con Gabe fue... ¿cuándo? Abre los ojos un momento, ve sus dedos mojados, manchas de óxido, la gruesa capa de pintura blanca con la consistencia de un tofe duro. Su mente gira sin control, incapaz de detenerse, pero encuentra la respuesta.

Abril. La mañana antes de que se marchara a Connecticut.

El despertador sonó a las seis de la mañana, arrancándola de un sueño en el que atravesaba en bicicleta Clissold Park, para devolverla a una habitación que de pronto parecía haberse transformado. Siempre estaba sola en esa habitación, pero no ahora. Tiró de un manotazo el despertador, que se plegó al caer al suelo, su timbre apagado, obediente, contrito.

Junto a ella, Gabe emitió un gruñido, se dio media vuelta y la rodeó con un brazo.

—Más vale —masculló con la cara en su pelo— que tengas una excusa fantástica para haberme despertado tan temprano.

—Hum —atinó a decir ella, apartándose el pelo de los ojos. No compartía el talento de Gabe para la elocuencia matutina.

Sacó un pie de la cama, luego el otro. Se levantó. Rebuscó por el suelo algo que ponerse, cualquier cosa. Encontró unos pantalones suyos, una camiseta de Gabe y unos calcetines desparejados.

Para cuando Gabe emergió de las sábanas, Aoife estaba adecuadamente vestida, el pelo recogido, el café casi terminado, y se estaba pintando los labios.

—¿Cómo puedes hacer eso sin espejo? —preguntó él desde la puerta, mientras ella cerraba con un chasquido la barra de carmín. Se sonrieron primero, luego apartaron los dos la vista. Él le cogió la taza de café y bebió un sorbo—. ¡Joder! —exclamó con un respingo—. ¿Nunca te han dicho que haces un café espantoso?

Ella se puso en pie.

—No. Todos los que me han robado el café, me lo han alabado mucho.

Gabe la siguió hasta el fregadero y la abrazó por detrás.

—Pues son unos idiotas sin paladar. —Le alzó el pelo y comenzó a besarle el cuello—. ¿Adónde vas? Si casi es todavía de noche.

Ella contestó mientras lavaba el cuenco de los cereales:

—Me voy a una colonia nudista.

Gabe interrumpió un momento la exploración de su cuello.

—Mira, si me lo dice cualquier otra persona, pensaría que era una broma. Pero tú hablas en serio, ¿verdad?

—Pues sí. Evelyn va a sacar unas fotos.

—Sí, ya me imagino. No es que pensara que de pronto te hubieras hecho nudista o algo así. —Sus manos le abrieron la blusa en la cintura—. Aunque, si te da por ahí, por mí estupendo.

—Gabe, tengo que irme.

—Lo sé. —Pero sus manos le cubrían ya los senos, y con su cuerpo la aprisionaba contra el fregadero.

—De verdad que tengo que irme. —Se volvió dentro del círculo de sus brazos—. Regreso dentro de tres días.

—¿Tres días? ¿Tanto tiempo?

—No puedo volver a la cama ahora, Gabe. De verdad.

Él barrió platos y cubiertos del mostrador hasta el fregadero.

—¿Quién ha hablado de una cama?

Estuvo a punto de perder el tren de Connecticut. Volvió a pintarse los labios mientras iba en el vagón sentada frente a Evelyn. Fueron a la colonia nudista. Fotografiaron a la gente desnuda en las hamacas, junto a la barbacoa, jugando al ping-pong. Cuando volvió, fue a buscarlo al restaurante, y cuando Gabe la vio a través del vapor y el caos de la cocina, lo que asomó a su rostro fue sobre todo alivio.

En el ferry a Irlanda, Aoife se asoma a la furiosa noche negra. ¿Cómo ha podido pasar esto, por Dios bendito? La primera vez fue la noche antes de que se marchara a Connecticut, y luego fueron numerosas las ocasiones, pero habían tomado precauciones cada vez, estaba segura. ¿Cuándo le vino la última regla? Un par de semanas antes de lo de Connecticut. Tres meses, tal vez. ¿Podía hacer tanto tiempo? ¿Podía ser que...?

—¿Vas a vomitar o ya has vomitado? —le pregunta Michael Francis, que ha aparecido como de la nada.

Aoife alza la cabeza bruscamente, como un caballo asustado. Tiene la cara mojada, azotada por la lluvia, el pelo alborotado. Se queda mirándolo como si no lo reconociera.

—¿Estás bien? —Su hermano se palmea los bolsillos—. Tengo por aquí un caramelo de menta, si quieres.

—No, gracias.

—Y yo que creía que tenías un estómago de hierro... —Le rodea los hombros con un brazo—. Igual lo has perdido por ahí en Nueva York.

—Sí, a lo mejor. —Ella sigue mirando el mar, aferrada a la barandilla.

—Anda, ven. Ya está bien de rayos y truenos. Vamos dentro.

Ella niega con la cabeza.

—Me quedo aquí fuera.

—¿De verdad? Hace un frío horroroso.

—Ya lo sé. Me gusta la novedad.

—Vale, tú misma. Nos vemos luego.

Michael Francis avanza a trompicones por la resbaladiza cubierta, abre con fuerza la puerta y entra en el barco. Desde dentro la saluda con la mano. Ella aparta su mano de la barandilla para devolver el saludo. Y se queda contemplando las ventanas iluminadas del salón hasta que lo ve aparecer, lo ve franquear la sala y sentarse entre Claire y Hughie, lo ve recibir el cuerpo dormido de Vita y tumbarlo con suavidad sobre su regazo.

Había salido a buscarla. La idea casi la hace sonreír.

El ferry sigue cabeceando con su ritmo inexorable. Aoife continúa aferrada a la barandilla con las dos manos. Si se queda así, piensa, todo irá bien.

No lo entiende. Esa idea se asienta en su cabeza, pesada como un trapo mojado. No entiende nada. Siempre ha tomado precauciones, siempre ha tenido mucho más cuidado que casi todo el mundo. En algunos aspectos de su vida sabe que es un poco laxa, un poco complaciente, pero no con la contracepción, en parte porque sabe que sería muy mala madre. ¿Qué clase de madre iba a ser, si no podría ni leerle cuentos a su hijo? ¿Cómo demonios ha pasado eso? ¿Y cómo puede haber sido tan estúpida para no darse cuenta? Intenta imaginárselo, imaginar a ese ser aferrado a sus entrañas, como aquel actor de cine mudo que se agarraba a las manillas del reloj, colgado sobre la calle. Pero no puede. No puede, no puede, no puede explicárselo. Ni siquiera puede imaginarse qué dirá Gabe. No puede ni pensarlo.

Gracias a un concentrado ejercicio de papiroflexia humana, han conseguido embutirse en el coche de Michael Francis. Éste al volante, Gretta a su lado, Mónica, Claire y Aoife en el asiento de atrás, turnándose a Vita sobre las rodillas, y Hughie en el maletero, rodando sobre las maletas.

Durante la primera etapa del viaje, desde que salieron del ferry y luego del laberinto de los muelles, a través de Cork y hasta la carretera del norte, Aoife fue sentada en medio, entre Claire y Mónica. Pero nada más dejar atrás la ciudad tuvo que salir a vomitar sobre unos matorrales, y luego otra vez tres kilómetros más adelante, nada más pasar un puente peraltado. A partir de entonces se colocó junto a la puerta, con la ventanilla bajada y el viento en la cara. Hughie se quejó del viento, decía que sentía cosas raras en el pelo, pero Gretta, desde el asiento delantero, lo hizo callar.

Sólo Mónica advirtió cómo volvió Claire la cabeza, sólo ella vio la mirada inescrutable que clavó en su hijo.

Después de aquello, durante un rato, todo el mundo guardó silencio.

Michael Francis piensa sólo en lo práctico: después de Limerick tienen que dirigirse derechos a Galway y después hacia la costa. Es consciente de su mujer, sentada detrás con los brazos rodeando a su hija. No piensa en ella, no piensa en el hecho de que haya ido, de que haya renunciado a asistir a una tutoría para acompañarlo a Irlanda, no piensa en eso, en lo que podría significar para su relación, no, en absoluto. Tampoco piensa en su padre, en que se casó con una joven irlandesa de Sligo, en que su hermano se fugó con su mujer el día después de la boda, en la posibilidad de que haya por ahí un hermanastro Riordan.

Aoife deja que el viento le abofetee la cara. Con los ojos cerrados va trazando un organigrama mental de sus posiciones en el coche, con líneas continuas entre aquellos que se comunican y líneas discontinuas entre los que no lo hacen. En esta segunda categoría se encuentran: Mónica y ella, Mónica y Gretta, Michael Francis y Claire, Hughie y Vita (tras una breve pelea por unos caramelos). También se imagina a su padre buscando a su mujer y su hermano por las calles de Dublín. ¿A cuál de los dos desearía más encontrar? Intenta meterse en esa escena: su padre preguntando en las pensiones, en los muelles. La insoportable familiaridad del rostro que buscas. ¿Se parecería Frankie a él? Aoife casi siente las llamaradas y el crepitar de su ira, de su dolor. ¿Cómo te sentirías si tu propio hermano te traicionara de esa manera, si te robara a la mujer que amas?

Los pensamientos de Mónica son monotemáticos: odia ese coche, odia ese viaje, odia a toda la familia. Ojalá no hubiera ido, ojalá no se hubiera puesto ese vestido de cuadros, pues después de viajar tan apretados al salir estará hecho un acordeón, si es que llegan a salir del coche.

De vez en cuando, Claire mira la nuca de su marido, sus manos en el volante, la sección de su frente que asoma en el espejo retrovisor, el respaldo del asiento que se tensa cuando él se reacomoda. Experimenta la extraña dicotomía de un matrimonio de muchos años, cuando una persona puede parecer a la vez abrumadoramente familiar y curiosamente desconocida. Siente el peso caliente y denso de Vita, sus pequeños talones redondos sobre el muslo. Vuelve la cabeza y al instante Hughie alza la mirada, alerta. Todavía espera de ella explicaciones, señales, pistas que le indiquen cómo comportarse, cómo reaccionar, qué esperar del mundo. Ella esboza su sonrisa más tranquilizadora y él vuelve a tumbarse satisfecho entre el equipaje.

¿Y Gretta? Gretta piensa en el azar, en todas las coincidencias del mundo: que tu marido puede marcharse, desaparecer, que puedes buscarlo por todas partes, llamar a la policía, rebuscar entre sus pertenencias, pero en realidad lo único que necesitas es la llamada de un primo que comenta que alguien le ha contado a alguien que han visto a Robert junto a la puerta de un convento, y qué cosa más curiosa, ¿no?

Gretta sonríe para sus adentros. Ya lo decía ella, ya les había dicho a sus hijos, que se creen tan listos con sus llamadas a la policía y su insistencia en registrar la casa, que todo se resolvería. Y se ha resuelto. El día antes, en la puerta de la casa de Michael Francis, Mónica le gritaba aquellas cosas horribles, Aoife le decía a Mónica que se callara, Michael Francis intentaba, como siempre, poner paz, con el argumento de que ya sabían dónde estaba papá y vamos a concentrarnos en eso. Gretta volvió a casa todavía peleando a gritos con Mónica. ¿Y qué pasó entonces? Pasó que hicieron las maletas para ir a Irlanda.

Gretta coge el bolso que lleva en las rodillas para ponerlo en el suelo, y luego de vuelta a las rodillas. Siempre ha sabido que todo saldría bien, que lo encontrarían. Y allí están todos, después de la noche en el ferry, de camino a Connemara.

—Para, por favor —pide Aoife una vez pasado Limerick.

Michael Francis detiene el coche a un lado de la carretera y ella sale como una exhalación.

—La tita Evie vomita muchas veces —observa Hughie con interés desde el maletero.

—Pues sí —dice Mónica.

—Es Aoife, Hughie, no Evie —lo corrige Michael Francis—. Ao-ife.

—Iiife —repite Hughie obediente. Y se empuja las mejillas hacia arriba, hasta ocultarse los ojos, y luego hacia abajo, abriéndolos mucho. A Mónica le perturba un poco el gesto—. Me extraña que todavía le quede algo dentro —comenta el niño.

—A lo mejor vomita hasta el estómago —aventura Vita, a quien todos creían dormida.

Hughie se echa a reír, encantado con la idea.

—Sí, a lo mejor. Lo desparramará por la carretera y papá tendrá que recogerlo y metérselo dentro otra vez y...

Gretta abre la portezuela y sale al arcén de hierba. Una golondrina pasa como una flecha sobre ella, un destello de alas negro azulado. Se acerca a su hija, que sigue doblada con las manos en las rodillas, aspirando bocanadas de aire. Gretta le recoge el pelo que le cuelga junto a la cara.

—Gracias —balbucea Aoife, y vuelve a vomitar.

Gretta le da palmaditas en la espalda, que nota húmeda a través de la fina blusa. Aoife se endereza con los ojos cerrados, la madre le da un pañuelo y contempla a su pequeña: la palidez grisácea de sus mejillas, el temblor de sus dedos. Le da otro pañuelo.

—¿No hay nada que tengas que decirme, Aoife?

La joven abre de golpe los ojos. Madre e hija se miran un momento. Y Gretta siente, sólo un instante, la presencia de esos bebés, esas personas que jamás llegaron a respirar, cinco fueron sus no-del-todo-niños. Se alinean entre Aoife y ella, ahora y para siempre, como una hilera de muñecos de papel. La golondrina baja en picado de nuevo, el cuello rojo, como una advertencia.

—No.

Gretta se acerca un paso más.

—Por favor, dime que no te has metido en un lío.

Aoife, a pesar de todo, a pesar de sí misma, se echa a reír.

—¿Dónde está la gracia? Yo no la veo.

—Estamos en mil novecientos setenta y seis, mamá. —Hace una bola con el pañuelo de papel y se lo mete en el bolsillo.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Que ya no se dice «meterse en un lío».

—Yo lo digo como quiero. ¿Así que es verdad? ¿Lo admites?

—No tengo nada que admitir. No es asunto tuyo.

—Ay, Dios. —Gretta se lleva una mano a la frente—. Eres una chica joven, soltera...

—Mira quién fue a hablar —le espeta la otra. Y Gretta retrocede como si hubiera recibido una bofetada.

En el coche, Mónica se inclina sobre Claire para ver mejor.

—¿De qué están hablando?

—No lo sé —contesta Claire, a pesar de que ha escuchado parte de la conversación y a pesar de que ya había sacado sus propias conclusiones a partir del aspecto demacrado de Aoife y sus extraños antojos.

—Sí, ¿de qué hablan? ¡Vamos! —Irritado, Michael Francis toca la bocina un momento, sin contar con el efecto que eso producirá sobre sus hijos. Es instantáneo: se lanzan como un solo hombre a la parte delantera del coche y sobre su regazo, gritando; ¿puedo tocar yo la bocina?, ¿puedo, puedo?, me toca a mí, no, a mí, no, a mí—. ¡Ya está bien! —vocea su padre entre un remolino de brazos y el ruido del claxon—. Volved los dos a vuestro sitio ahora mismo. —Recibe un involuntario bofetón de Hughie en la frente, un codo (el de Vita, cree) se le clava en el cuello y luego una rodilla se hunde, con dolorosa precisión, en su entrepierna. La bocina ahoga su juramento, pétalos de dolor se abren y florecen en la parte inferior de su cuerpo, fuegos artificiales estallan en su mente. Se ve inmovilizado por el dolor, por el cinturón de seguridad, por el peso de su descendencia.

—Baja. —Claire abre la portezuela de su lado y le quita a los niños de encima, uno por uno—. Ya conduzco yo.

A la hora de comer han llegado a los Twelve Bens, las enormes montañas grisáceas que se alzan desde la línea de árboles, sus laderas como piel de elefante proyectadas en las aguas del lago. Su sombría presencia impresiona incluso a Vita, que se queda callada. Antes de llegar al pueblo de Roundstone, Gretta indica a Claire que gire a la derecha para luego tomar un camino de tierra.

—A mí dejadme aquí —pide cuando llegan a un punto en el que dos caminos se cruzan bajo unos robles.

—¿Qué? —Mónica da un respingo—. ¿Aquí? ¿Aquí por qué? No podemos dejarte aquí.

—El convento está ahí, un poco más arriba. —Gretta señala con un pañuelo. Tras rebuscar en su bolso saca un bote, aparentemente al azar, se toma una pastilla, a continuación saca otro y se toma otras dos. Las tritura con los dientes y hace una mueca—. Voy a ir sola.

Mónica protesta, objeta, discute; Michael Francis cree que deberían ir todos juntos; Claire les da una galleta a los niños; Aoife sale del coche.

—¿Tú adónde vas? —inquiere Michael Francis, justo cuando Hughie pregunta esperanzado:

—¿Va a vomitar otra vez?

—Sólo a hacer pis —contesta Aoife, y desaparece entre los matorrales.

Gretta se mantiene firme. Coge su bolso, su pañuelo, sus pastillas, se apea y echa a andar.

—Vuelvo en dos horas —asegura. Pero se detiene un instante al ver a Aoife salir de detrás de un árbol subiéndose la cremallera del pantalón. Se miran un momento y luego Gretta echa a andar de nuevo sin decir nada, hasta desaparecer camino arriba.

Aoife vuelve al coche.

Vita, sentada en las rodillas de Claire, se inclina para fijarse bien en su tía, esa fascinante persona que tanto vomita, que ha aparecido de la nada, con su camiseta estampada con flamencos. La sobrecoge el impulso de lamerle el brazo desnudo. Quiere saborear esa piel morena, notar en la lengua esos pelitos. Tiene la impresión de que será suave como la miel y que las pecas pueden resultar un poco picantes. Se estira de golpe, antes de que nadie pueda detenerla, y pasa la lengua por el brazo de su tía, cerca del codo.

Aoife se vuelve hacia ella.

—¿Acabas de lamerme?

—No —contesta Vita, todavía con la punta de la lengua fuera—. ¿Te encuentras mejor?

—Sí. —Se queda mirando a la niña un momento y susurra—: ¿Sabes lo que podríamos hacer mientras vuelve la abuela?

Vita capta rápidamente el tono confidencial y susurra también:

—¿Qué?

—Ir a bañarnos.

Aparcan en la bahía de Mannin. En cuanto abren las puertas, los niños salen corriendo como galgos en un hipódromo, para corretear en círculos y zigzags. Hughie lanza un puñado de algas por los aires y Vita enfila en línea recta hacia el mar, hacia las diminutas olas que rompen y se entrecruzan sobre la arena plateada.

Mónica se sienta en una roca con el vestido bien recogido. Se va pasando de una mano a otra puñados de arena: trozos rotos de coral blanquecino, pulidos y articulados como huesos de diminutas criaturas. Su contacto le provoca una sensación parecida a una campana tañendo en un campanario, tal es su familiaridad. Todos los veranos de su infancia parecen destilarse en ese particular momento, en ese acto concreto, sus dedos hundiéndose en la arena, todos aquellos días de correr por la playa en bañador y jersey, Michael Francis siempre por delante, sus pies rosados glaseados de arena; todos los paseos a lomos del burro de su abuela, y aquella lluvia que no era más que agua caída dulcemente del cielo, tibia y limpia, no como la lluvia de Londres. Excavar buscando turba con su tío y su madre, la cortante caída de la pala, escurrir el agua de las sábanas lavadas mientras las gallinas cloquean en torno a sus piernas.

Alza la vista y ve siluetas de personas, su familia, de un negro resplandeciente contra el refulgente telón de fondo del mar, su hermano con su mujer cerca de la orilla, y Aoife, como un elfo, quitándose la ropa entre los excitados gritos de los niños.

Los diminutos trocitos de coral quedan atrapados en los pliegues de sus dedos. Es a esa escala como Mónica recuerda mejor Irlanda: las minucias de la pequeña bahía, el tacto de aquella extraña arena de coral, el verde, el turquesa, el azul, los grandes festones de sargazos que yacen en las rocas como gordas focas.

Aoife está ahora en el agua, se la oye gritar. Vita va tras ella, abriéndose paso decidida entre las olas. Tal para cual, piensa Mónica. ¿Se da cuenta Claire de que esa niña va a darle problemas? Michael Francis corre tras su hija antes de que una ola la embista. La coge en brazos y la niña chilla y patalea, pero cuando vuelve sobre la arena se está riendo de nuevo, tras haber dejado su furia por los aires. A Mónica le parece verla disiparse en la lejanía azul.

Hughie se ha puesto a cavar un hoyo, moviendo las manos como si fuera un perro, salpicando a su espalda un arco de arena. Vita lo contempla un segundo, tal vez dos, y procede a imitarlo. Michael Francis se vuelve y se sorprende al ver a su mujer a su lado. La rodea con los brazos, cerrando el vacío entre ellos. Es un acto de puro instinto, hecho sin pensar, y al sentir aquel cuerpo alinearse con el suyo, una sensación tan familiar, tan perfecta, se pregunta si ella se alejará o si lo aceptará, y también por qué hace tanto tiempo que no están así. ¿Cuándo fue la última vez y cómo es posible que después no hayan estado así? ¿Por qué no están así constantemente?

Ella no se aparta. Llega incluso a rodearlo con sus brazos, que lo estrechan en torno a la cintura. Michael Francis cierra los ojos y se siente celoso de sí mismo, como si estuviera contemplando la escena desde lejos.

—Gracias por venir —le dice.

—No seas tonto —responde ella, la cabeza descansando bajo el mentón de su marido—. Cómo no iba a venir.

Él había ido a llevar a su madre y a Mónica a su casa, ambas todavía enzarzadas en reproches, gritos y llantos, Mónica loca de furia. Mónica, la favorita de su madre, su ojito derecho, su confidente. ¿Cómo has podido?, sollozaba una y otra vez, ¿cómo has podido mentirme así?, ¿cómo has podido aparentar que estabas casada sabiendo que...? Y Gretta lloraba a moco tendido, lo siento, cariño, no sabes cómo lo siento, no es que mintiera, es que... no quería... no sabía... no...

Cuando ya estaba en el recibidor, dispuesto a volver a su casa para hacer las maletas, Mónica empezó a despotricar acordándose de cuando Gretta la había obligado a ir a confesarse porque se había acostado con Joe sin estar casada e iría derecha al infierno. Michael Francis se volvió para despedirse y se encontró a su lado a Aoife cruzada de brazos.

—¿Tú adónde vas?

—Adonde vayas tú —dijo ella—. No me quedo aquí con ellas ni loca.

De manera que fueron Aoife y él los que entraron en su casa y se encontraron a Hughie y Vita sentados en la escalera, ambos con los ojos muy abiertos. Un rumor de voces salía del salón, y risas, y los ligados de una música de cítara que jamás se había oído en esa casa.

—¿Qué pasa? —les preguntó a los niños.

Hughie lo miró a él, luego a su tía, luego a la puerta cerrada del salón.

—Un grupo de estudio para preparar un examen. —Y el niño pronunció las palabras con un cuidado que a Michael Francis le partió el corazón, se le resquebrajó en el pecho para luego, allí en el pasillo, con sus hijos sentados en la escalera, romperse y caer hecho añicos por su cuerpo.

Claire se asomó y, al verlo, cerró la puerta deprisa a su espalda.

—Ah, eres tú. No sabía si ibas a volver o...

—Pues claro que iba a volver. ¿Por qué no iba a volver? ¿Por qué me hablas como si ya no viviera aquí?

Claire mantenía la puerta cerrada sin soltar el pomo. Estaba sonrojada, desaliñada, el pelo de punta, como solía ponerse cuando bebía vino.

—No es eso. Es que...

En ese momento salió por la puerta una mujer a la que Michael Francis no conocía. Llevaba el pelo cano recogido en dos coletas, como hacía a veces Vita, y vestía una falda cruzada, larga y amplia.

—¡Bienvenidos! —exclamó, lanzando los brazos al aire.

—¿Bienvenidos? —preguntó Michael Francis, pero la mujer, que ya había agarrado a Aoife del brazo, no captó la ironía.

—¿Vienes a unirte al grupo? —le preguntó, sus ojos iluminados por un celo evangélico.

Y Michael Francis, que no tenía mucho de qué alegrarse en ese momento, que no tenía nada de lo que alegrarse, se alegró no obstante de que, de toda su familia, fuera Aoife la que estuviera con él. Ni Mónica ni Gretta. Aoife era la única capaz de hacer frente a eso.

—Verás que somos un grupo de lo más abierto —proseguía la mujer—. Yo soy Ángela y ésta es Claire. Estamos en su casa y...

Aoife, imperturbable, se apartó de la mujer de las coletas, se acercó a la escalera y cogió a Vita y Hughie de la mano.

—¿Por qué no me enseñáis vuestra habitación? Todavía no la he visto. Anda, vamos arriba.

La mujer volvió al salón y Michael Francis se quedó a solas con su mujer en el recibidor. Se sentó en el último escalón, apoyó la cabeza contra un pilar de la barandilla y se sorprendió al encontrar un leve atisbo de consuelo en la tersa madera barnizada que presionaba su sien. No miró la cara de su esposa, sino sus pies, sus pies descalzos. Siempre había tenido unos pies excepcionalmente bonitos: finos, de altos arcos y uñas curvas y pálidas. No como los suyos, peludos, anchos como platos, los dedos torcidos de sus días de rugby. Decidió ser breve. Resumió en tres frases lo que iba a hacer, manteniendo la vista fija en aquellos pies, en las perladas curvas de sus uñas, en la telaraña que las venas azules dibujaban en el empeine: toda la familia se iba a Irlanda, esa misma noche en el ferry nocturno, y saldrían en media hora.

—Y —añadió— me llevo a los niños. Tú puedes hacer lo que quieras, yo no...

—Voy a hacer la maleta —declaró la dueña de los pies—. Yo también voy.

En la bahía de Mannin, Hughie entra y sale brincando de su hoyo, Vita da patadas al agua salpicando alrededor, con arcoíris que destellan fugazmente entre las gotas.

—Escucha —le dice a Claire, que sigue pegada a su costado.

—Mike —contesta ella—, tengo que decirte una cosa.

Él se aparta.

—Ay, Dios, no.

—¿Qué?

—No, por favor. —Y se tapa las orejas con las manos. No puede soportarlo, no puede, no quiere oírlo. Siente el impulso de salir corriendo por la playa, meterse de un salto en su coche y marcharse, cualquier cosa por evitar oír lo que su mujer está a punto de decirle.

—¿A qué te refieres? ¿Qué crees que voy a decirte?

—Pues... no lo sé... —Se deja caer sobre la arena—. Pero no lo digas.

—¿Que no diga qué?

—Eso.

—¿Qué es «eso»?

—Que te has acostado con otro. —Michael Francis traza un círculo con la mano en el aire—. No lo digas. Ahora no. No podría soportarlo.

Aoife, que flota en el agua, el cielo sobre ella, el fondo marino debajo, nota que sus pies tocan fondo. Se incorpora con el desconcertante descubrimiento de que está casi en la orilla —el agua hasta las rodillas, goteándole por el cuerpo— y no mar adentro, como pensaba. Se sube bien las bragas mojadas y comienza a salir de entre las olas, respirando con bruscos jadeos, el pelo pegado a la espalda y los hombros. Pasa junto a Michael Francis, que sigue sentado en la arena con la cabeza gacha, Claire de pie a su lado; pasa junto a los niños, que achican el agua de un hoyo que vuelve a llenarse al instante.

—Tenéis para largo —les dice.

Ellos alzan la cabeza hacia Aoife, sus expresiones distantes, traspuestas, y Aoife comprende que les habla desde el otro lado de una galaxia invisible, que ahora mismo no están en la bahía de Mannin, sino en el reino de su juego.

Recoge su ropa del suelo, sacude la arena, quita algunas algas. No muy lejos, Mónica está sentada con las rodillas juntas, la falda extendida en torno a ella, como si posara para un retrato, piensa Aoife. Y hace interiormente un gesto exasperado. Se quita el sujetador empapado y se pone la blusa sin desabrochar.

—¿Cómo está el agua? —La voz de su hermana le llega por el aire. La playa y el mar refulgen y centellean con el calor; las algas se secan en las rocas; la arena cruje y se desmenuza al sol.

Mónica se estruja las manos en el regazo. Sus gafas le ocultan casi toda la cara.

—Muy buena —contesta Aoife.

Mónica tarda un momento en asentir con la cabeza. Es evidente que no se le ocurre qué más decir.

—¿No vas a bañarte?

—¿Yo? —Mónica se incorpora como sobresaltada ante la idea—. Qué va. No sé nadar.

Aoife, que se está poniendo los pantalones, se frena en seco.

—¿Que no sabes nadar? ¿En serio?

—En serio.

—¿Lo dices de verdad?

—Sí.

—¿De verdad de verdad?

Mónica empieza a irritarse.

—¡Sí, de verdad! —exclama—. Si no me crees, pregúntale a Michael Francis.

Aoife se acerca y se sienta en la arena, cerca de su hermana pero no demasiado.

—¿Y eso?

—No sé. —La voz de Mónica está en su hombro, proviene de detrás de ella—. Nunca aprendí. No... no podía meterme en el agua. Me daba pánico esa profundidad.

—Pero ¿no te obligaban a ir a clase de natación en la piscina? Aquellos profesores sádicos que te pegaban con una vara si no lo hacías bien.

—Fui una vez, y no me gustó nada.

—No me explico por qué.

Mónica guarda silencio. Su expresión es incierta, perpleja, como si no supiera si Aoife se burla de ella.

—Mon, que es broma. Profesores sádicos, varas... Se llama sarcasmo. Pues claro que lo odiabas. Todo el mundo lo odiaba.

—Ah, vale. —Mónica se alisa el vestido, una prenda de cuadros hecha a medida que, a ojos de Aoife, parece insoportablemente calurosa y restrictiva—. En fin, que lo mío no es nadar.

—Ya.

Permanecen allí sentadas, juntas pero no del todo. Aoife estira las piernas, arrastra por la arena los dedos de los pies en arcos geométricos. Los mira de un lado, luego de otro, entornando los ojos para planear sus restantes curvas imaginarias.

—¿Tú qué piensas? —pregunta de pronto Mónica, señalando las siluetas de Michael Francis y Claire recortadas junto a la orilla, ella haciendo expansivos gestos con las manos, él todavía sentado en la arena—. ¿Crees que seguirán juntos?

Aoife se retuerce un mechón de pelo húmedo y salobre.

—No lo sé.

Para cuando Gretta llega a la puerta del convento, está acalorada, sin aliento y furiosa. No sabía que el trayecto sería tan largo, no había tenido en cuenta aquel horrible terreno pedregoso, no había sabido que tendría que vigilar cada paso si no quería torcerse un tobillo, y todo eso con la rodilla mala.

Está sudando, jadeando, de pronto lívida de furia contra su marido, cuando llama a la puerta. ¿Cómo se ha atrevido? ¿Cómo se ha atrevido a ir allí sin encomendarse a nadie? ¿Cómo se atreve a obligarla a llegar hasta allí andando, y encima con los niños y los nietos a cuestas? ¿En qué estaba pensando, por Dios bendito?

Una monja abre la puerta y, al verla, la ira de Gretta se desinfla como un globo pinchado.

—Hola, hermana —comienza humildemente, dominando el impulso de hacer una genuflexión—. Siento mucho molestarla, pero tal vez podría ayudarme. Estoy buscando a mi... —Gretta se topa con un escollo. Es incapaz de pronunciar la palabra «marido», no ante aquella mujer, no ante aquel rostro arrugado pero sereno, enmarcado en blanco, con unos hermosos ojos verdes, las cejas alzadas en gesto interrogante—. Bueno, a mí... Verá, es que está aquí. Robert... Ronan... El señor Riordan, que ha venido a ver a... alguien. Frankie, esto... Francis, Francis... —Gretta no recuerda el apellido. ¿Cómo era? Hasta que le viene a la cabeza—: Francis Riordan.

La monja inclina la cabeza.

—Entre. La acompaño abajo.

Gretta la sigue por un gran vestíbulo de gruesas alfombras en cuya superficie, como de musgo, se hunden sus pies. La sigue por un salón, por una escalera, por un pasillo. Está aterrada, nunca había sentido tal terror en su vida. Hasta el momento, la persecución de Robert/Ronan iba muy bien: la llegada de sus hijos, las visitas, el juego detectivesco, luego la llamada de teléfono que informó de su paradero. Pero de pronto, mientras camina como una penitente detrás de la monja, se le ocurre pensar que quizá Robert no quiera que lo encuentren. Que quizá no quiera volver. Que tal vez se marchó con la idea de no volver. Que quizá se marchó aquel día con la decisión de abandonar a su familia para retornar a su pasado. ¿Por qué no se le ha ocurrido antes? ¿Qué está haciendo allí, por Dios santo?

Pasan junto a un enorme crucifijo de madera, un cuadro del Santo Padre, un tapiz de una escena religiosa tejido con lanas naranja y púrpura (Gretta no tiene ocasión de identificar el episodio bíblico, algo con una colina achaparrada al fondo y un Jesús de pelo anaranjado que alza los brazos al cielo). Entran en un pasillo más angosto y oscuro tras una maltrecha puerta. Clic-clac, resuenan los zapatos de Gretta en la piedra, cliquiti-clac. Nota el dolor palpitando en su cabeza y quisiera meter la mano en el bolso para buscar sus pastillas, pero no se atreve delante de la monja.

—¿Viene de muy lejos? —pregunta la religiosa sin dejar de andar.

—No, no muy lejos, hermana. —Gretta se ve obligada casi a galopar para mantener el paso: bajo el hábito, la mujer debe de tener piernas zancudas—. Bueno, de Londres. Pero es que verá, yo soy de aquí. Me crié cerca de Claddaghduff, así que no tengo la impresión de venir de lejos. No sé si me entiende.

La monja no dice nada.

—¿Cuánto tiempo lleva Francis con ustedes? —se aventura a preguntar Gretta, y el corazón se le desboca, porque es la única parte de la historia que desconoce.

La monja vuelve la cabeza mientras bajan por una escalera más pequeña y aún más angosta.

—El señor Riordan lleva con nosotras mucho tiempo. Quince años más o menos, creo.

Gretta hace un último sprint para ponerse a la altura de la monja, de manera que ahora bajan codo con codo.

—Su salud estaba muy resentida, como tal vez ya sepa. Pero nos cuidaba bien el jardín y trabajaba en el mantenimiento de los edificios lo mejor que podía. Siempre lo hemos considerado un apacible miembro más de nuestra pequeña comunidad. Pero ahora, por supuesto, su tiempo con nosotras toca a su fin. Ya hemos llegado —indica, señalando la puerta ante la que se ha detenido—. Puede usted pasar.

—¿Está...? —Gretta se enjuga el cuello con el pañuelo, se ajusta el bolso sobre el brazo—. ¿Está ahí dentro?

La monja inclina la cabeza.

—Puede pasar —se limita a repetir.

—¿Sería mucha molestia pedirle un vaso de agua, hermana? Lo siento mucho, pero es que he tenido que andar un largo rato con este calor, y además debería tomarme una pastilla. ¿Quiere que la acompañe a buscarlo? A lo mejor es más fácil. No quisiera hacerla recorrer todo el camino de vuelta por...

—Espere aquí. Vuelvo enseguida.

Gretta se queda en el pasillo, delante de la puerta. Mira a un lado: una escalera. Al otro: una silla de incómodo aspecto con las patas acabadas en forma de garra. ¿Por qué no ha considerado, durante el ajetreo de los preparativos del viaje, durante el viaje en el ferry, durante el trayecto en el coche, que tal vez Robert no la quería allí? Que tal vez no quiera volver a Londres, a Gillerton Road. Enfrentada a esa puerta, sabe de pronto que ha cometido un error, un terrible error. En esa habitación está Robert, y está con el hermano al que había declarado muerto, el hermano cuya existencia Gretta conoce hace años sin que su marido lo sepa, el hermano que les ha ocultado a ella y a todos, el hermano que se fugó con su mujer, el hermano que se pasó la mayor parte de su vida en la cárcel por un crimen que tal vez cometió. Robert tenía sus razones para ocultarle todo aquello, y ahora a ella no se le ocurre otra cosa que pasar por encima de esas razones y aparecer allí sin previo aviso. ¿Qué está haciendo? Debe de estar loca. Nunca vayas detrás de un hombre, le decía su madre. No sacarás nada bueno. ¿Por qué, por qué no le hizo caso? ¿Por qué tuvo que ir a Londres? Ahora podría estar casada con un agradable granjero de Galway, en lugar de verse en esa situación: una mujer humillada sin siquiera un...

De pronto oye el rumor de unos pasos, muchos, varias personas caminando al unísono, el chasquido de lo que podrían ser unas llaves, o cubiertos. Y el miedo a que la encuentren allí plantada como un pasmarote la impulsa hacia delante, a través de la puerta, a la habitación.

La luz le resulta cegadora tras la penumbra del pasillo, y por un momento tiene que protegerse los ojos con la mano hasta que se le adapta la visión, y entonces distingue una pequeña habitación de techo alto, árboles detrás de la ventana, una mesa, una silla.

La silla está vacía. La cama no.

Mantas a rayas, armazón metálico, las sábanas revueltas, arrugadas, salidas por los lados. El que allí yace es alto, calcula Gretta, y delgado. No se lo esperaba, pues Robert es un hombre macizo y de baja estatura. Aquellos pies llegan justo al final de la cama, a pesar de tener las rodillas flexionadas ligeramente a un lado. Hileras de frascos en la mesilla, una cubeta metálica con forma de riñón, una bombona de oxígeno con un tubo transparente que serpentea hasta el rostro del enfermo.

Gretta se pone manos a la obra. Endereza las mantas, alisa las sábanas, alza el borde del colchón para remeterlas con esmero, bien dobladas como un sobre. Con cuidado le alza un brazo y después el otro para que el embozo le cubra recto y liso, para que esa persona esté cómoda, porque una sábana arrugada puede ser como un cuchillo para la piel de un enfermo, ella lo sabe.

Podría haber sido enfermera. Una buena enfermera. Lo habría sido si hubiera tenido la oportunidad.

Los brazos son ligeros, secos como ramas. Gretta alza al enfermo y ahueca las almohadas. Reconoce el olor que emana (dulzón, empalagoso, rancio), pero no sabe de dónde. Vuelve a recostarlo, más derecho que antes.

—Bueno —dice.

Se sienta. ¿Dónde está Robert? Ha debido de estar allí, en esa misma silla, pero ¿adónde ha ido? Se mueve contra el duro asiento, imaginándose a su esposo allí mismo, igual que ella, viendo las mismas cosas que ella: el agujero en la manta, las avispas muertas panza arriba en la ventana, el reloj algo torcido en la pared. ¿Son imaginaciones suyas o la silla está caliente? Qué curioso pensar que Robert ha podido estar allí hace sólo un momento. Alinea bien los frascos de la mesilla, tira con un gesto una pluma al suelo, vuelve a llenar el vaso de agua y lo acerca a la cara del hombre.

—¿Le apetece beber un poco?

Inclina la pajita hacia sus labios. Los labios de Frankie, agrietados y secos, pobrecito. Se permite alzar la vista hasta su rostro, poco a poco, se esfuerza por fijarse en él, rasgo a rasgo, el hombre que ha existido en los límites de sus vidas durante tanto tiempo. Una larga cicatriz, blanca y lívida, corre como una costura por la piel de su frente para desaparecer entre su pelo. Casi la sobresalta lo mucho que se parece a Robert: la misma frente saliente, el mismo pelo blanco y abundante, la misma tensión decidida en la mandíbula. Una tontería por su parte, realmente, no habérselo esperado. Es como si el que yaciera allí en la cama fuera su marido, o como si a ella se le ofreciera una visión del futuro. Se estremece.

—Debe de tener sed. Un sorbito nada más.

Los labios se entreabren, aceptando la pajita. El líquido recorre hacia arriba toda su longitud. Frankie traga una vez, dos veces, y parece costarle un esfuerzo tremendo, como quien mueve un mueble muy pesado. Gretta deja el vaso.

Frankie. Permite que el nombre ruede como una canica por su cabeza. Éste es Francis. Francis Riordan. Sorprendido por el ejército británico junto al cadáver de un oficial de policía, había contado el cura aquella vez. ¿Cuánto tiempo habrá estado en la cárcel, y qué le habrán hecho allí? Gretta mira la cicatriz de su frente, y aparta la vista al instante.

Pero ¿dónde está Robert, por Dios?, se dice, ahora irritada. Debería estar allí: a Frankie no le queda mucho tiempo, eso salta a la vista, y qué terrible, qué enormemente triste que una persona llegue al final de su vida y no tenga a nadie. A nadie más que a un hermano al que no ha visto en treinta años. ¿Cómo es posible que una vida pueda ser tan espantosamente solitaria, habiendo tanta gente en el mundo?

Tiende una mano para apartar el quebradizo pelo blanco de la frente, alisa mejor el embozo bajo el mentón. Coge entre los suyos los dedos de Frankie, que son como un puñado de ramitas.

Y se imagina a otra mujer cogiendo aquella mano y huyendo después de su boda, y cómo puede un hombre hacerle eso a su hermano, es que no se lo puede una creer. Le gustaría borrar esos pensamientos de su mente porque al fin y al cabo el hombre se está muriendo y ése es momento para perdonar, para olvidar, de manera que se decide a hablar. Pero como no sabe qué decir en esa situación, entona:

—Dios te salve, María, llena eres de gracia. —Las conocidas palabras brotan de sus labios al silencio de la habitación, y tan sólo darles forma, tan sólo oír su ritmo, es en sí un consuelo—. El Señor está contigo. Bendita Tú eres entre todas las mujeres.

Recuerda que su madre le enseñó a llamar «señoras» a las otras mujeres. Era lo educado, decía. Cuidado con esa señora, decía, si estaban en una aglomeración de gente. O: dale el dinero a la señora, si estaban pagando en una tienda. Y Gretta le preguntó que si decir «señora» era educado, ¿por qué no se decía «bendita Tú eres entre todas las señoras»?

Le había enviado a su madre una foto de Robert y ella, y su madre la enmarcó y la puso en la ventana, la que daba al lago de las gallinas. Era una foto preciosa: habían ido al estudio de un fotógrafo en Essex Road. Gretta le pidió prestado el vestido a una compañera de trabajo (de un hermoso tono lila, un color que siempre la había favorecido). Se había colocado un lirio en el pecho, se había comprado guantes nuevos. Entonces estaba delgada, todavía con una cintura diminuta, y su mano con el guante nuevo de piel parecía otro lirio sobre el brazo de Robert. Él con su traje, su pelo tan bien peinado. ¿Quién iba a sospechar que no era una foto de boda? Ella nunca dijo que lo fuera. Le había escrito a su madre para participarla de que Robert y ella se habían casado y mandarle una foto.

—Madre de Dios —sigue murmurando, con la mano de Frankie entre las suyas—, ruega por nosotros, pecadores.

¿Dijo de verdad que se habían casado, o se limitó a mandar la fotografía? No podía haberle dicho eso a su madre, no podía haberle mentido a su madre. Ella jamás habría hecho eso.

Era como uno de esos socavones en las calles de Londres. Los abren y todo se ve espantoso: esos tajos en el asfalto, los escombros y la basura, la tierra abierta y el fango tan cerca de la superficie de la ciudad. Y luego los llenan, los tapan, y todo parece nuevo e incongruente, el asfalto negro y reluciente y abombado destacando en la calle vieja y polvorienta. Pero luego, al cabo de un tiempo, ese asfalto nuevo se va rebajando, llenando de polvo, mimetizándose, de manera que ya no se distingue del antiguo, de manera que parece que allí no ha pasado nada.

Él le había propuesto matrimonio. Se declaró en la cubierta superior de un autobús que circulaba por Rosebery Avenue. Clavó una rodilla en el suelo y ella se llevó tal sorpresa que pensó que se le había caído algo. Un gemelo o un penique, tal vez. No le ofreció ningún anillo, no tenían dinero. Pero por entonces, recién acabada la guerra, nadie tenía dinero. Y así quedaron prometidos. ¿O no? Sí. Pero entonces él dijo que no podían casarse, no exactamente, no todavía: primero necesitaba solucionar un asunto. ¿Fue así? A Gretta le resulta difícil recordarlo. Él aseguró que estaban prácticamente casados, que era lo mismo. ¿Fue así? ¿Le pidió que se casara con él o se limitó a decir que todavía no podían casarse, pero que se casarían más tarde, en cuanto fuera posible? ¿Y ella pensó que tendría algo que ver con lo que le había pasado en la guerra, las cosas terribles que allí había visto, y ésa fue la razón de que no le presionara demasiado, porque él odiaba hablar de eso? Había dado la entrada para una casa, anunció, una casa preciosa con un pequeño jardín.

Y se mudaron. Él le dio un anillo de boda: vas a necesitarlo, dijo. De eso sí se acuerda Gretta, de que le dijo «vas a necesitarlo», y de que ella se alegró. ¿O no? ¿Se alegró por el anillo de boda o se echó a llorar en la cocina de su bonita casa nueva, con el anillo entre el pulgar y el índice? ¿Ésa era ella u otra persona? El caso es que tenía mucho miedo porque ya estaba embarazada y no sabía qué otra cosa hacer: no podía volver a su casa en ese estado, no podía decírselo a su madre porque se habría muerto de vergüenza, de manera que tenía que quedarse con aquel hombre, tuvo que ponerse el anillo, que se le atascó en el nudillo y por un momento pensó que no le cabría en el dedo, pero al final le entró y allí estaba. Gretta dijo que quería hacerse una foto y él accedió, lo cual ella tomó como una buena señal. Y la fotografía, cuando les llegó, le pareció preciosa. Pidió tres copias y envió una a su madre, se quedó con otra y la tercera se la dio a Robert, para que se la mandara a su familia, que ella sabía que vivía en Sligo. Con la foto en la repisa de la chimenea y el anillo en el dedo, todo pareció ir mejor. Se presentaba como la señora Riordan; decía: sí, estoy esperando un hijo, para febrero, sí, es el primero, no, me da igual que sea niño o niña, siempre que nazca sano. Incluso reunió el valor necesario para ir a misa y decirle al sacerdote que se habían casado en Liverpool. ¿De verdad dijo eso? ¿Fue capaz de decirle eso a un sacerdote? Se convenció de que no importaba, de que lo suyo era igual que un matrimonio, no importaba haber encontrado la tercera copia de la fotografía metida en un cajón, en lugar de haber sido enviada a Sligo, porque allí estaba ella y allí estaba él y eso era lo que importaba. Cuando nació Michael Francis, fue el bebé más hermoso que Gretta había visto en su vida, entero y sano, y no podía ser más bueno, nunca lloraba y era capaz de pasarse horas sentado sobre una manta en el suelo de la cocina. Ella paseaba por Highbury al sol primaveral con el chirriante cochecito, exhibiendo a su niño, y de alguna forma jamás volvió a mencionarse el tema, y pronto estaba de nuevo embarazada, y Robert consiguió trabajo en un banco más grande y estaba ocupado y era más feliz, y la vida parecía buena, demasiado buena para ser verdad. Casi.

—Dios te salve, María, llena eres de gracia —dice Gretta, que ha vuelto al principio de ese interminable bucle de palabras, todavía sosteniendo la mano del hermano de su marido—, el Señor está contigo.

Claire de pie junto a él. Una vez más se le presenta la vista de sus pies, enmarcados ahora en las huellas que el agua va erosionando a su alrededor.

—Pues claro que no me he acostado con nadie —está diciendo por encima de él—. Qué idiotez. ¿Con quién demonios iba a acostarme?

—No lo sé. Con alguien de tu curso o...

—¿Con alguien de mi curso? —Los pies de Claire se giran, se alejan, se detienen—. ¿Creías que estaba acostándome con alguien de mi curso? Pero si... si son mis amigos, Michael. Son los amigos más interesantes que he tenido desde que fui a... —Se interrumpe, da unos pasos más, tensos, alejándose. Luego vuelve—. Mira, no sé qué decirte. —Y en su tono ya no hay enfado, sólo perplejidad.

—Lo siento —murmura él—. Lo siento. Es que ya casi nunca sé ni dónde estás. Estás siempre fuera y nunca me cuentas nada. Pensé que querrías... no sé...

—¿Que querría qué? —pregunta Claire, de nuevo de pie a su lado.

Él no responde. Su corazón aporrea su caja torácica, desesperado por salir.

—¿Querría qué, Mike?

No puede alzar la vista, no quiere ver el fantasma de Gina Mayhew, que sin duda está allí en la playa con ellos. No quiere verlo. Allí no, ahora no.

—Vengarte —logra decir.

Se encuentra allí, está seguro, entre ellos en la playa, con su falda pantalón y aquellas robustas sandalias de hebillas.

Claire guarda una extraña inmovilidad. Es la primera vez, advierte Michael Francis, que se han referido directamente a Gina desde aquella ocasión en que llegó de Francia, cuando, después de meter a los niños en la cama, se volvió hacia él en la cocina y le preguntó: ¿Dónde estabas cuando te llamé? El peor de los peores momentos, que se extendió desde aquella pregunta durante toda la tarde, durante toda la noche, hasta el día siguiente. Cuando amaneció, seguían sentados a la mesa de la cocina, él con la cabeza entre las manos, casi como está ahora, incapaz de mirarla a la cara.

—¿Sabes lo que iba a decir? —La voz de Clara, una vez más, no es de enfado, sino serena, comedida—. Iba a decir que a lo mejor deberías marcharte.

Ahora sí alza Michael Francis la cabeza.

—¿Marcharme adónde?

Ella le mantiene la mirada. El viento sopla entre las dos figuras y a su alrededor. Los gritos de sus hijos resuenan por la playa. Y Michael Francis se da cuenta de que quien está con ellos no es Gina Mayhew, sino el final, su final, allí con ellos como una tercera persona.

—Quieres decir... —No es capaz de terminar la frase. No puede creer que haya pasado eso, que haya llegado ese momento. Ha llegado el final. Algo en lo que ha pensado, algo que ha temido mucho tiempo, y ahora se lo encuentra allí, en la bahía de Mannin. Le resulta peculiarmente familiar, como si lo conociera, como si todo lo que están diciendo ya lo hubieran dicho antes—. ¿Quieres decir que me vaya de casa?

—Podemos tomárnoslo de manera civilizada, ¿no? Eso sí podemos. Podrás ver a los niños siempre que quieras. Pero es que estoy muy cansada, Mike. Estoy harta de intentar conservarte. Harta de intentar imaginar qué clase de persona es la que quieres a tu lado. Harta de sentir siempre que estoy haciendo algo mal, que debería estar constantemente pidiendo perdón porque tuvieras que renunciar a tu postdoctorado, por haber tenido que hacerte profesor. Vivimos en la misma casa, pero tú no estás allí de verdad. Tú estás viviendo tu vida imaginaria como catedrático en Estados Unidos. Y no me digas que no, porque sé que sí. Así que quiero que sepas que puedes marcharte. A donde quieras. Puedes irte. Vita ya va al colegio, y yo me sacaré el título y luego me buscaré un trabajo. No tienes que quedarte. —Y abre las manos como quien deja libre a un animalillo.

—¿Quieres que me vaya?

Ella no dice nada, no asiente con la cabeza, ni siquiera da muestras de haberle oído. Se limita a volver la cara al mar, al viento, y dejar que la brisa agite su pelo esquilado.

Más allá, Mónica se pone en pie, consulta el reloj, mira el mar.

—Deberíamos irnos ya.

—¿Por qué? —Aoife está tumbada en la arena con los ojos cerrados.

—Mamá dijo que la recogiéramos en dos horas, y ya casi han pasado.

—Imposible.

—Y está empezando a subir la marea.

—¿Y qué?

—Pues que hay que llegar a la isla antes de que suba del todo.

Aoife se incorpora. El mar está como siempre: verde, espumoso, alzándose inquieto.

—¿Cómo puedes saber que sube la marea?

Michael Francis se levanta. De pronto se siente totalmente espabilado, como si dejara atrás la noche en vela del ferry, apartando de golpe el cansancio. Las palabras de Claire parecen trazar círculos en torno a él y aglomerarse en el aire como una nube de moscas.

—Claire, mira...

En ese momento llega Vita como un ciclón y se arroja a la vez sobre los dos para estrujarlos en un arenoso abrazo. En el nudo de brazos y pelo y articulaciones y piel, los dedos de Claire se apartan de los de Michael Francis. Y él quiere ir tras ellos, quiere cogerlos de nuevo, pero oye que lo llaman. Sus hermanas hacen gestos con las manos y señalan el coche.

En la encrucijada donde han dejado a Gretta estalla una discusión. Aoife quiere ir en el coche hasta el convento; Mónica insiste en que deberían esperar, tal como han quedado; Michael Francis parece apoyar ambas opiniones, dependiendo de quién hable. Claire guarda silencio.

Todavía están discutiendo y Aoife ha abierto la puerta del coche, diciendo que se va andando, cuando por la curva aparece Gretta. Camina con su paso peculiar, irregular, como a trompicones desde aquella operación de rodilla, y agarra el bolso con una mano.

—¿Viene papá con ella? —susurra Aoife.

—Creo que no —contesta Michael Francis.

Gretta abre de golpe la portezuela del copiloto y sube al coche con una exhalación, un enorme suspiro y el frufrú de su ropa.

—Estoy muerta —anuncia.

Se produce una pausa.

—No tienes pinta de muerta —observa Aoife.

—No seas impertinente, Aoife —le reprocha su madre—. No tienes ni idea de lo que he pasado, ni la más remota idea. Estoy muerta de cansancio. ¡Y qué calor! Es insoportable. Nunca he visto cosa igual. La hermana me prometió que me llevaría un vaso de agua, pero no volvió. Os juro que si no me tomo un té en la próxima media hora, reviento.

Claire saca un termo del asiento trasero.

—Aquí queda un poco de zumo, Gretta.

—Ah, no. —Lo desdeña con un gesto de la mano, los ojos cerrados—. Eso es de los niños.

—No pasa nada, bébetelo tú.

—No podría.

—Anda, mujer.

—No se lo voy a quitar a los niños.

Michael Francis coge el termo, lo abre, sirve un vaso y se lo tiende a su madre.

—Toma, bebe.

—No podría —dice Gretta mientras se lo bebe de golpe—. No podría. —Devuelve el vaso, reclina la cabeza y cierra de nuevo los ojos.

Aoife se asoma entre los asientos.

—Bueno, ¿qué ha pasado?

Gretta no contesta.

—¿Has visto a papá? ¿Dónde está? —Le toca el hombro—. ¿Mamá? ¿Qué has averiguado?

—Pero ¿es que no puede descansar una ni un momento? ¡Menudo día llevo!

—No digas tonterías. Sólo queremos saber un par de cosas, por ejemplo si has visto a papá, dónde está, qué pasa con Frankie, qué...

—El caso es —interrumpe Mónica con voz templada, como queriendo llamarles la atención sobre algo interesante que ha visto por la ventanilla, una torre de agua tal vez, o un árbol particularmente memorable— que tenemos que ponernos en marcha si queremos pasar por el istmo antes de que lo cubra la marea.

Parecen las palabras clave, y Aoife se maravilla ante su efecto. Gretta abre de golpe los ojos y se incorpora. ¿Cómo lo hace su hermana? Mónica es como una válvula cardíaca externa para Gretta, que responde de inmediato y con total precisión a cada estado de ánimo, a cada deseo que a su madre se le pueda ocurrir.

—¿Que sube la marea? —Gretta los mira a todos, de pronto espabilada.

—Bueno —dice Mónica, todavía sin emoción, todavía distante—, va a subir.

—¡Entonces tenemos que irnos! —Gretta da un palmetazo en el salpicadero, como un instructor de autoescuela con un alumno especialmente torpe—. ¡Vamos!

Michael Francis coloca una mano en la llave de contacto.

—¿Papá... viene... o...? —comienza con cautela, evitando mirar a su madre.

Ella se pone a trajinar ajustándose los zapatos.

—No está —dice cortante—. La hermana dice que viene y va, que nunca saben dónde anda.

Cuando el coche dobla la última curva en Claddaghduff, la ven: una franja de tierra que hiende el mar.

—¡Oh! —exclama Gretta, llevándose las manos al pecho—. ¡Mirad!

El istmo es un relumbrante camino blanco entre las olas, que rompen y espumean a cada lado.

Hughie comentó en el barco que no se acordaba para nada de la isla. Tienes que acordarte, insistió su padre. Bueno, sólo tenías cinco años la última vez que fuimos, comentó su madre. Pero ahora que el coche avanza por la rampa de cemento y las ruedas comienzan a sisear sobre la arena, el niño se da cuenta de que sí se acuerda. Se acuerda justo de eso: la impresión de ir en coche por la playa, la blanda sensación de las ruedas sobre la arena, las hileras de olas que van deslizándose. Le viene de pronto a la cabeza un jardín abandonado rodeado de una tapia de piedra, un camino agrietado, un cobertizo lleno de escarabajos, una cama junto a una pared blanca, una ventana que da a la hierba y al mar. Y quiere decir: me acuerdo, ahora me acuerdo. Pero no dice nada. Se guarda las palabras en su mente, bien encerradas. Se agacha más cerca de las maletas y contempla la isla cada vez más próxima, su forma verde como el lomo de un monstruo marino dormido.

Cuando llegan a la casa, estalla un revuelo de actividad. Gretta deambula de habitación en habitación ensalzando los méritos de cada una, lamentando el aspecto de grietas/marcas/alfombra/manchas/insectos muertos. Se embarca con fervor en la limpieza de la cocina, sacando todos los platos y cacerolas de los armarios, pero pierde fuelle a medio camino y sale al jardín, donde procede a arrancar malas hierbas, poseída por un súbito mal humor, diciéndole a todo el que pasa cerca que no cree que Robert vaya a volver, que ya no la quiere. Mónica trastea con los mandos de la caldera, pasa la aspiradora con un pañuelo sobre la cara. Michael Francis traslada cajas y maletas del coche. Hughie y Vita entran corriendo en la casa, salen por la puerta trasera, y vuelta a empezar. Aoife enciende el fuego en la chimenea. Claire hace las camas.

Gretta ceja en sus labores de jardinería y sus lamentos y se lleva a los niños a la playa, asegurando que tienen que encontrar el tesoro de una sirena antes de que se haga de noche. Mónica se sienta en el escalón de la puerta y mira el mar. Michael Francis corta leña, encontrando paz en la rítmica caída del hacha. Aoife, de pronto hambrienta, comienza a freír huevos con beicon, y Claire, al oler la comida, entra para poner la mesa. No dice nada cuando Aoife empieza a comer de pie junto al fogón, devorando huevos y pan como una posesa. No dice nada, ni una palabra, se limita a pasarle un plato y un tenedor.

Cuando terminan de cenar y los rectángulos de luz en las ventanas son de un azul índigo, acuestan a los niños, que tienen el pelo tieso de sal, y Michael Francis entra en la sala donde están su madre, sus hermanas y su mujer, y donde un fuego crepita en la chimenea.

—Ven —le dice a Claire, cogiéndole la mano—, vamos a dar un paseo.

Ella deja su libro, se pone en pie y lo sigue.

Al cabo de un momento, Mónica y Aoife se miran, Mónica con las cejas enarcadas.

—No sé de qué os reís vosotras dos —dice Gretta, sin alzar la vista de su labor de punto—, porque al menos Michael Francis sabe cómo solucionar un problema. Siempre ha sido así y siempre lo será.

Aoife hace una mueca, exasperada por el descarado favoritismo de su madre. Se acerca a una ventana, luego a otra. Atiza el fuego, coge el libro de Claire, pasa una página, vuelve a dejarlo. Tiene la curiosa sensación de que su cuerpo contiene demasiada sangre: la nota bombear y bombear con incómoda persistencia. Tiene que decidir qué hacer y cuándo. Tiene que salir. Tiene que llamar a Gabe. O tal vez no. Tal vez es lo último que debería hacer. Tiene que pensar, por Dios, pero ¿cómo pensar en aquella diminuta casita, con toda la familia allí, todos dispuestos a sorberle los pensamientos?

—¿Qué hora es? —Y sin esperar respuesta añade—: ¿Dónde está el teléfono más cercano?

—En Claddaghduff —contesta Gretta—, pero ahora no puedes ir.

—¿Por qué no?

—La marea ha subido.

—¡Mierda! —exclama Aoife, lo cual hace que a Gretta se le salte un punto.

—Aoife Magdalena, ¿quieres cuidar ese lenguaje?

Aoife se asoma a la puerta, comprueba que su madre tiene razón, cierra de un portazo, vuelve y se deja caer en una butaca. Al cabo de un instante está de nuevo en pie, rebuscando en la cesta de la leña.

—Por el amor de Dios, ¿quieres parar, Aoife? —le espeta Gretta, mientras cuenta los puntos.

—¿Parar de qué?

—De comportarte como un elefante en una cacharrería.

—No lo hago.

—Mira, búscate algo que hacer y...

—... hazlo —termina Mónica el mantra.

Aoife, en cuclillas, mira a las dos sin disimular su hostilidad. No sabe por qué las tardes con su familia la hacen sentir así: insoportablemente inquieta, encerrada, atrapada, ansiosa por escapar a toda costa.

—Vale. Me marcho.

Atraviesa la sala y sale dando un portazo.

Gretta suspira, cambiándose de manos las agujas de punto.

—Ay, qué chica —se lamenta.

Mónica vuelve la página de su revista sin contestar. Gretta la mira por encima de las gafas: la espalda recta de una institutriz, una rígida expresión de puritana, los tobillos cruzados. Su hija tiene unas buenas piernas, siempre lo ha pensado. Las ha heredado de ella, aunque ninguna de las dos lo ha mencionado jamás.

—Por lo menos, los niños se han dormido —comenta, entre el chasquido de sus agujas. La lana se va trenzando casi de manera independiente de sus manos—. Debían de estar agotados, los pobres.

Aún no hay respuesta. Mónica se limita a alzar ligeramente el mentón.

—Mañana seguro que vuelve a hacer buen tiempo. El cielo estaba rosa esta tarde sobre el mar. ¿Te has fijado?

Gretta sigue tejiendo, la lana se hace puntos, los puntos labran hileras y las hileras van formando la manga de lo que pronto será un jersey. Es una lana lila estupenda, lavable. Había decidido que sería el regalo de Navidad para Mónica, pero tal vez cambie de opinión si la señoritinga no se muestra un poco más agradable.

—Mañana volveré al convento —anuncia, y es consciente de que su hija siente un ramalazo de interés—. A lo mejor quieres venir conmigo.

Silencio.

—Te llevo si quieres. Pero sólo a ti. Con los otros sería demasiado.

Con un gesto ampuloso del índice, Mónica pasa otra página.

—El pobre Frankie está muy mal. A juzgar por su aspecto, ha tenido un derrame cerebral. No le queda mucho tiempo. Me parece que es cuestión de días. Ya se le percibe ese olor... ya sabes, el olor de la muerte. Igual que mi padre cuando agonizaba.

Alza la cabeza. Mónica está mirándola, pero se apresura a bajar la vista.

—¿Y mi padre? ¿Qué pasa con mi padre?

Al oír la voz de Mónica, a Gretta le da un brinco el corazón, de alivio y de triunfo. ¡Sabía que conseguiría que volviera a hablar! ¡Lo sabía!

Para disimular su júbilo, ladea la cabeza y baja la vista y el tono.

—No estaba, cariño. La hermana me comentó que se pasa por allí a visitar a Frankie y luego se marcha. Yo... no sé qué pensar. No sé qué hacer.

Mónica vuelve a guardar silencio. Gretta no puede arriesgarse a mirarla ahora, de manera que prosigue con la misma voz lastimera:

—La hermana con la que hablé creo que pensaba que volvería mañana, por la mañana o a primera hora de la tarde. —Frunce el entrecejo intentando recordar qué había dicho exactamente la monja—. En fin, lo uno o lo otro. Podríamos...

Mónica deja bruscamente su revista.

—¡No creas que te he perdonado!

Gretta, esperanzada y alentada por el estallido, deja también su labor.

—No, no lo creo. —Sigue con la cabeza gacha, sumisa, las manos en el regazo. Esa postura le recuerda a un cuadro, aunque no sabe cuál. ¿Ese perfil de mujer, de gesto sombrío, de aquel pintor escocés? A lo mejor. Ya lo mirará cuando vuelva a casa. La idea le provoca cierta emoción. Le encantan las enciclopedias que compró rebajadas. Los volúmenes sólo estaban un poco dañados por el agua en las esquinas. Los de la A a la M eran los que se encontraban en peor estado, pero de la N a la Z apenas se notaba, vamos, casi nada si una no se fijaba mucho, y quién se iba a...

—Nunca podré perdonarte. —Mónica abre y cierra las manos, como cuando era pequeña y se daba cuenta de que se le había olvidado realizar alguna tarea que le había encargado su madre.

¿Habría sido demasiado dura con ella cuando era niña? ¿Por eso era ahora una adulta tan temerosa, tan reticente a abrirse camino en el mundo? ¿Era culpa de Gretta? Pero con Mónica no podría haber cambiado nada: estaban muy unidas, más que unidas, como solía comentarle a Bridie, que con toda seguridad se moría de celos puesto que ella sólo tenía hijos varones.

—Ya lo sé, cariño. No sabes cómo lo siento. Siento haberte defraudado. Pero es que... no sé... Fue hace mucho tiempo, y después de la guerra y todo eso... No sé, eran tiempos muy difíciles y...

—Me da igual lo difíciles que fueran, no deberías haber mentido. No deberías haber fingido.

—Ya lo sé. —Gretta agacha aún más la cabeza—. Lo siento.

—¿Qué diría el sacerdote?

El miedo se clava hondo en el corazón de Gretta, desvaneciendo cualquier recuerdo de las enciclopedias, cualquier reflexión sobre la crianza de sus hijos.

—¡Ay, no me digas eso! No...

—A ver qué cara pone si voy y le digo que papá y tú no estáis casados, que de hecho papá todavía está casado con otra, que nos tuviste a todos fuera del matrimonio, que...

—Pero tú no le dirás nada, ¿verdad? Por favor te lo pido, no digas nada. Prométeme que no dirás nada o...

—Pues claro que no. —Mónica suspira, como irritada por la mera idea. Se apoya en el respaldo de la silla, se cruza de brazos y aparta la mirada—. ¿Qué vamos a hacer con papá?

Gretta se anima al oír ese plural y alza la cabeza.

—Bueno, ahora estamos aquí, y él también, eso lo sabemos. Le he dejado un mensaje en el convento, para que sepa dónde estamos. Así que habrá que esperar. A ver si viene. De todos modos, tendremos que ir a ver a Frankie. No te imaginas lo mal que está, y al fin y al cabo es de la familia...

—¿Eso es todo? —le espeta Mónica—. ¿Sólo esperar?

—Es que no se puede hacer nada más.

Mónica cruza las piernas, hace oscilar un pie arriba y abajo, tan inquieta como Aoife a veces, piensa Gretta. Luego se levanta y se acerca a la ventana.

—Por lo menos podríamos lavar estas cortinas —comenta alzando la mano—, ¿no te parece?

Gretta se pone en pie al instante.

—Pues sí. Vete a saber cuándo fue la última vez que vieron el agua y el jabón.

Aoife sube hasta el lomo de la isla, recorre el sendero, salta una tapia y llega hasta la arenosa falda del risco. A su derecha percibe el movimiento de algunas formas vagamente humanas al borde de la isla. Pero aparta la cara. No quiere saber qué está pasando entre Michael Francis y Claire allí en la oscuridad.

El aire está quieto. La noche platea el resplandor de una luna casi esférica que hiende el cielo estrellado y perfila los contornos de la isla, se refleja en el suelo bajo sus pies, en las formas grises de los muros de piedra seca. En el punto más alto de la colina, da una vuelta entera sobre sí misma. Oye el mar rodeándola. Están apartados de la tierra, envueltos por el mar, por el momento una auténtica isla.

Más adelante sabe que hay un saliente, luego un barranco y más allá una pronunciada pendiente de arena. Conserva en la memoria la topografía del lugar, aprendida en sus muchos veranos deambulando por allí. La ha almacenado en algún cajón de su conciencia desde la última vez que fue, hace unos diez años ya, más o menos. Pero sólo con pasar, sólo con estar allí en el punto más alto, con la isla expandiéndose a partir de ella en todas direcciones, el recuerdo aflora a la superficie, se despliega como un mapa.

El lago está justo debajo de ella, de hecho ve su masa negra en la hondonada, como una ausencia de luz, el único punto de negrura bajo la brillante luna. Tantea el camino hasta el borde del precipicio, sabe que camina con cuidado, no va a saltar ni a tirarse por la arenosa pendiente, como podría haber hecho. Baja notando la arena que invade sus zapatos, de nuevo consciente de su cautela.

Siente el lago antes de verlo. Un suelo húmedo y esponjoso que cede bajo sus pies, las puntiagudas plantas de pantano que hilvanan los bajos de sus pantalones. En la orilla se descalza y se sube las perneras. El agua le causa impresión, un frío delicioso que le hiela la piel. Sus pies avanzan sobre el lecho pedregoso y abrasivo del lago.

El agua le llega a las rodillas. El cielo es de un negro azulado, un negro púrpura, del tono de las moras maduras, con una luz plateada de fondo, un color que jamás ha visto en ningún sitio, no en la privada penumbra del cuarto oscuro de Evelyn, no en esos miles de negativos con los que ha trabajado.

Se lleva una mano al vientre. Qué extraño es sentirse tan sola y a pesar de todo saber que no lo está. Hay un segundo corazón latiendo en su interior. Aplica una ligera presión sobre su abdomen. Un embrión, ¿no es ésa la palabra? La palabra que mejor describe lo que está sucediendo en un oculto pliegue de su cuerpo, en un recóndito rincón de su ser. Últimamente no intenta comprender por qué suceden las cosas. No tiene sentido planteárselo, no sirve de nada. Lo que haya de ser, será, y por lo general sin obedecer a razón alguna. Pero eso... eso es otra cosa. Que haya llegado, que comience a desarrollarse ahora ese embrión, cuando tanta gente en su vida parece estar apartándose de ella... ¿Cómo es posible?

Y mientras esta idea teje sus últimas sílabas en su mente, a su derecha se produce un movimiento en el agua del lago. La superficie se abre, aparece una musculosa espalda, el destello de una piel reluciente. Aoife da un paso atrás y pierde pie al tropezarse con una afilada roca. Lanza un gritito de dolor. El lago parece estar esperando, la superficie de nuevo lisa como un espejo. Aoife mira a izquierda y derecha, buscando una onda, burbujas, cualquier cosa. ¿Qué era ese animal? ¿Y dónde se ha metido?

Un movimiento, un chapaleo... ¿Dónde? Vuelve la cabeza alerta, intentando apartar de su mente todas las historias que su madre les contaba de selkies, de espíritus del agua, de apariciones que atraen a los marineros a su muerte en noches como ésa. Se pregunta si alguien la oiría si gritase. ¿Acudiría corriendo Michael Francis? Sí. Pero ¿llegaría a tiempo?

Entonces lo ve, a un metro de ella, la cabeza alzada sobre el agua, mirándola. Una frente roma, pelaje mojado, bigotes largos, ojos oscuros y grandes. Es un perro, se dice. Es sólo un perro, de alguna granja de la zona. Pero las orejas son demasiado pequeñas para un perro, y el morro demasiado chato.

Aoife y la criatura se observan. Es como una nutria, pero grande, como una foca, pero con pelo. El animal alza una garra y se la pasa bruscamente por la cara, una vez, dos veces, a lo largo del morro y por la frente. Aoife se siente como a punto de estornudar, una congestión en la cabeza, un zumbido, como cuando mira demasiado tiempo una página de texto y no se esfuerza lo suficiente por mantener la mente centrada, aquella sensación de que lo que tiene delante se mueve y se transforma, que podría metamorfosearse en cualquier cosa si se descuida.

—¿Gabe? —pregunta.

Y mientras pronuncia la palabra es consciente de la tontería que está diciendo. Sabe que esa cosa, sea lo que sea, no es Gabe. No está loca. Gabe se encuentra al otro lado del océano, de ese mar a su derecha, en Nueva York. Y a pesar de todo, hay algo en la mirada de esa criatura, algo en el gesto de su garra.

Vuelve a susurrar su nombre.

—¿Gabe?

Entonces el animal se vuelve y desaparece sumergiéndose en el lago.

Aoife echa a correr. Corre sin pensar adónde va, sin recoger sus zapatos. Corre descalza duna arriba, corre por la cúspide, baja luego corriendo por la ladera de hierba. Salta la tapia, pasa de largo dos siluetas negras. Aoife, la llama la voz de su hermano, ven. Pero ella no va, ella no se detiene, y cuando llega al otro lado de la isla no le sorprende ver que las aguas se han abierto, que hay una estrecha franja de arena reluciente, removida por la marea, que lleva hasta el continente.

Corre por ese camino. Recorre a la carrera toda la longitud del istmo mientras el agua salada se esfuerza por lamerle los tobillos. Corre hasta llegar a Claddaghduff, y entonces ve la cabina telefónica, iluminada como una pista de aterrizaje, y se mete en ella.

Marca el número de su apartamento. No espera que Gabe esté allí, sólo quiere llamar, oír el teléfono y saber que está sonando en la pared junto a su cama. Son las siete de la tarde en Nueva York. Gabe estará en el restaurante, apilando platos, pelando verduras, limpiando superficies. Pero sorprendentemente oye un chasquido en la línea, oye su inhalación de aire, sus labios que se entreabren.

—¿Gabe?

—Sí.

—Soy yo.

—Aoife —dice él, alargando el sonido de su nombre—. ¿Cómo estás?

Tal vez sean imaginaciones suyas, tal vez esté haciéndose ilusiones, pero la voz de Gabe parece un poco menos brusca.

—Estoy en Irlanda.

—¿En Irlanda?

—Sí. Hemos venido a Irlanda toda la familia, incluidos mis sobrinos.

—¿Qué se sabe de tu padre?

—Lo hemos encontrado. Bueno, más o menos. Vaya, que sabemos dónde está, pero todavía no lo hemos visto.

—¿Está en Irlanda?

—Sí.

—¿Cómo es que se marchó a Irlanda?

—Es una historia muy larga. Ya te lo contaré. ¿Y cómo es que no estás en el restaurante? —Se produce una pausa. Aoife lo oye suspirar—. ¿Estás bien? ¿Ha pasado algo?

—No es nada —asegura él.

Ella aferra más el auricular.

—Dime qué pasa.

—Es que vino alguien buscándome.

—¿Al restaurante?

—Sí.

—Mierda.

—Seguramente no será nada, pero Arnault dice que debería quitarme de en medio unos días.

—Lo siento mucho, Gabe.

—No pasa nada, de verdad. Sólo significa que tendré que buscarme otro trabajo. Lo cual es una pena, porque el Arnault’s me gustaba.

—Ya encontrarás otra cosa.

—Supongo.

Otra pausa. Aoife lo oye moverse, como si paseara por la sala, o a lo mejor se ha sentado en la cama.

—De todos modos, he estado bastante ocupado —dice él al cabo.

—¿Sí?

—Me he encargado de tu carpeta.

Aoife se yergue de golpe.

—¿Sí?

—Sí. No tenía otra cosa que hacer y además así me distraía.

—¿Lo has hecho todo? ¿Todos los papeles?

—He metido los contratos en sobres y he juntado todos los cheques. Ya los cobrarás cuando vuelvas. O... —Es evidente que Gabe intenta sortear de puntillas su idea de que tal vez Aoife no vuelva—. Puedo llevarlos yo al banco, si me dices dónde tiene Evelyn la cuenta o me das el nombre de su contable o...

—Gracias, Gabe —salta ella—. Muchísimas gracias, de verdad, de verdad...

Él la interrumpe:

—No es nada, no te preocupes. Es que no podía... no sé, no podía dejar eso así. Y ya te he dicho que hoy no tenía nada mejor que hacer.

Aoife pega las manos al cristal de la cabina y apoya la cabeza sobre ellas. El atasco de la carpeta está resuelto. No puede creerlo. El problema que la lleva atormentando un año se ha solucionado. Así, sin más.

—Aoife —dice él de pronto—. Ya sé que éste no es el mejor momento, pero sólo quiero que sepas que no voy a agobiarte más. Sobre lo de vivir juntos y eso, ¿vale? Que ya lo he entendido.

—¿El qué has entendido?

—Todo, lo he entendido todo. Me di cuenta en el aeropuerto.

—¿De qué te diste cuenta?

—De que no quieres vivir conmigo... que en realidad no quieres estar conmigo.

—Pero...

—No pasa nada, no hablemos de eso ahora. Estaré fuera del piso para cuando vuelvas.

—Gabe —Aoife niega con la cabeza, aterrada—, no, no; lo has entendido mal, fatal, no es así en absoluto. Sí que quiero estar contigo, es lo que más deseo en el mundo, y me encantaría irme a vivir contigo, pero el caso es que... —y experimenta de nuevo aquella vieja y familiar sensación de no poder respirar, de que sus pulmones no inspiran aire suficiente— en el aeropuerto... no pude... ver... lo que habías escrito... no lo veía bien... —Intenta en vano lanzar su habitual risa despreocupada, burlona consigo misma—. A lo mejor necesito gafas o algo.

Se produce un silencio en la línea, un gran mar de silencio cuyo oleaje se agita entre ellos.

—Gafas —repite él por fin sin emoción en la voz.

—Quiero estar contigo —insiste ella—. Por favor, tienes que creerme. Pero es que... —Arruga la cara, de manera que las luces de Claddaghduff se nublan y se distorsionan. Le cuesta un considerable esfuerzo físico pensar siquiera en decirlo. Se pone de puntillas, tensa los hombros, como preparándose para recibir un golpe—. Es que... tengo un problema... tengo un problema con la lectura.

Por un momento no puede creer lo que ha dicho. Le parece alucinante que esas palabras hayan salido. Ahora revolotean en la asfixiante estrechez de la cabina, trazan círculos en torno a su cabeza. Le dan ganas de abrir la puerta, una rendija, dejarlas salir como abejas de una colmena al mundo exterior. «Tengo un problema con la lectura». Luego le preocupa que tenga que repetirlo, porque el tiempo va pasando, el teléfono se traga sus monedas, y Gabe no ha contestado. ¿Es posible que no la haya oído?

—Ah —dice él por fin—. Un problema con la lectura. Ya. Vale... ¿Sabes una cosa? —Parece que pronuncia cada palabra con cuidado—. Mi abuelo también tenía ese extraño problema con la palabra escrita.

Aoife inspira, espira. No puede creer lo que está oyendo. No puede creer que Gabe haya dicho «escrita» después de «palabra». Siente una inmensa oleada de amor hacia él, por eso, por haber hecho esa distinción, porque por supuesto que hay muchas clases de palabras, las palabras adoptan muchas formas, y es sólo la maldita palabra escrita la que se le resiste, la que la confunde, la que se enreda y se enmaraña como un cordel en su mente. Con todas las otras formas de palabra no tiene problemas.

—¿De verdad? —acierta a decir.

—Sí. Se pasó toda la vida fingiendo que no pasaba nada. Tenía un arsenal de excusas para ir tirando. Decía que sólo sabía leer en ruso, o que había perdido las gafas, o que le dolía la cabeza y si yo podía leerle el periódico. Pero no era verdad. Todos teníamos claro que no sabía leer.

En el tono estudiadamente flemático de Gabe, en lo que está diciendo, Aoife experimenta de pronto una sensación de ligereza, de ingravidez, como si unas flexibles alas de plumas se hubieran desplegado del hueso y los músculos de su espalda.

—¿Cuándo vas a volver? —pregunta él al cabo de un momento—. Te echo de menos. Te echamos de menos todos: yo, las ratas, las cucarachas, esas cosas espeluznantes que arañan las paredes por la noche...

—Pronto —contesta ella, mirando la isla de Omey—. Voy a volver muy pronto.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo. —Y sus palabras se plasman en vaho en el cristal—. Pero ¿sabes qué?

—¿Qué?

—Que deberíamos pasar aquí un tiempo.

—¿Aquí, dónde?

—Donde estoy ahora mismo, en la isla de Omey. Me encantaría que la vieras. Es preciosa. Mi familia tiene una casa aquí. Podríamos vivir en ella los dos una temporada, dejar que se asienten las cosas.

Lo oye tragar saliva, mover los dedos sobre el auricular.

—Eh... a lo mejor. ¿Me gustará? Vaya, que me imagino que no se parecerá mucho a Manhattan.

Aoife se echa a reír.

—No podría ser más distinto de Manhattan, te lo aseguro. Es una isla, pero ahí se acaba cualquier parecido.

—Aoife...

—Tú piénsalo.

—Vale. Tráeme una foto y lo pensaré.

Apoyada en un muro de piedra, Mónica aguarda. Es más de medianoche, cerca de la una. La luna pende sobre la isla, tan increíblemente redonda y brillante que parece falsa, una luna de película, una luna de papel y artificio y luces eléctricas.

El sueño intenta invadirla una y otra vez, insistente como la corriente de aire que se cuela por debajo de una puerta. Se le caen los párpados, se le cae la cabeza, pero en cada ocasión se endereza bruscamente.

Al ver que Aoife no volvía después del anochecer, ni después de que Claire y Michael Francis llegaran, Gretta no hacía más que levantarse de su silla, acercarse una y otra vez a la ventana, retorcerse las manos repitiendo: ¿adónde habrá ido?, ¿se habrá caído al agua, tú crees?, ¿por qué a todo el mundo le da por desaparecer? Mónica tuvo que mandarla a la cama prometiendo que saldría a buscarla. Todos estaban cansados de la noche pasada en el ferry. Cualquiera pensaría que Aoife también querría dormir, y encima con el jet lag, pero, claro, Aoife nunca ha sido muy de dormir.

Mónica salió a la oscuridad, caminó hasta el norte de la isla, dobló el cabo occidental, volvió hacia el sur, llamando sin cesar a Aoife, buscando en todos los lugares que se le ocurrieron. Se acordó de las veces que su hermana se levantaba sonámbula de pequeña. Aquellos paseos nocturnos se producían en oleadas: a lo mejor pasaban semanas sin ningún incidente, y de pronto Mónica despertaba una noche y veía vacía la cama de al lado, sábana y mantas apartadas, y sabía que algún desconocido impulso había levantado a su hermana. Entonces solía buscar por toda la casa: el baño, la escalera, el salón, la cocina. Una vez la encontró agachada junto a las ascuas del fuego; otras, sentada en la cama de Michael Francis; y en una ocasión incluso en el jardín, empeñada en abrir el cobertizo, con los ojos entornados y expresión aturdida, poseída por algún onírico drama. Su padre tuvo que poner candados en las puertas, a una altura fuera de su alcance, para impedir que saliera a la calle.

De manera que allí estaba otra vez, buscando a Aoife en plena noche para llevársela por las buenas a la cama.

La vio desde lo alto del arenoso risco: una diminuta figura volviendo por el istmo, cuya arena reluce a la luz de la luna. Mónica bajó (llevaba las botas de agua debajo del camisón), y ahora está esperándola allí, junto al muro.

Cuando Aoife llega a la cuesta, Mónica la llama:

—¡Aoife!

Su hermana da un respingo, se lleva una mano al corazón.

—¿Quién está ahí?

Y a Mónica le sorprende el miedo en su voz.

—Soy yo.

—Ah. Me has dado un susto de muerte. ¿Qué haces aquí?

—Esperarte. ¿Adónde has ido?

—Por ahí —contesta Aoife sin detenerse, pasando de largo.

—¿Por ahí dónde?

Ella señala con un brazo a su espalda, hacia Claddaghduff.

—Allí.

La oscuridad se cierne en torno a ellas, pero Mónica ve la expresión decidida de Aoife, su boca traza esa línea ligeramente curva hacia abajo que tan bien recuerda de su infancia. Mónica escala la tapia con cuidado, con muy poca pericia, entrechocando las botas con los bordes de las piedras, y corre para alcanzar a su hermana.

—¿Has ido a llamar a tu novio?

Aoife emite un ruido que puede significar sí o no, y Mónica, sin pretenderlo, se detiene.

—Aoife, escucha.

Ésta se para también, unos pasos más adelante, de espaldas.

Mónica se ha sorprendido a sí misma. No sabe qué quiere decir, no sabe qué pretende que su hermana menor escuche.

—Yo... —empieza—. Joe... —Se interrumpe—. Es que estaba tan... Todo era tan... después de lo que pasó, ya sabes... —Respira hondo y acierta a confesar—: Después de lo que hice... yo... en fin...

—Dilo y ya está —le espeta Aoife, todavía de espaldas.

—¿Que diga qué?

Aoife suspira.

—Hay que joderse...

Mónica da un respingo. Es una frase muy fea, una frase horrible. Joe la dijo cuando...

—Es una palabra que conoce todo el mundo. Todo el mundo menos tú, por lo visto. Empieza con pe...

Se produce otra pausa. Se oye el canto de un pájaro, la brisa agitando el camisón de Mónica, el lejano rumor de las olas.

—Perdóname —dice Mónica, en el istmo de la isla de Omey, a la rígida espalda de su hermana.

—¿Por qué?

—Por todo. Por pensar que eras capaz de decírselo a Joe. Tú nunca harías una cosa así. No sé por qué olvidé eso de ti. Y... —Se interrumpe, se tira de las mangas del camisón—. Aquel día en la cocina te dije cosas terribles. Cosas espantosas. Me he arrepentido desde entonces.

—¿Sí?

—Sí. No tenía que haberte atacado así, y tampoco haberte dicho esas cosas, que además no son verdad y...

—Ah, ahora sé que estás mintiendo.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que son verdad, que es verdad todo lo que dijiste de mamá y de mí de pequeña. ¿O no? Sé que es verdad.

—Bueno. —Mónica abre las manos y vuelve a cerrarlas—. Aun así, no debería habértelo dicho. Los últimos tres años han sido horribles sin ti. —Suspira y en ese momento se da cuenta de que es cierto y de que no va a volver a Gloucestershire: para ella se ha acabado todo. No volverá a la granja, no vivirá allí de nuevo. Jenny y las niñas pueden ir a esa casa que, al fin y al cabo, nunca fue de ella. Contempla esta perspectiva con una extraña serenidad. Es un hecho imperturbable, un hecho sin carga alguna de indecisión: no va a volver—. Horribles —repite.

Aoife se vuelve hacia ella.

—¿De verdad?

—Es que... parece que no sé tomar las decisiones correctas cuando tú no estás. Como el vestido de novia. Lo compré la semana antes, a toda prisa. Sabía que la falda era demasiado corta y que las rodillas se me veían fatal y que no me sentaba bien. La dependienta me dijo que me quedaba estupendo y mamá estaba de acuerdo, y yo quería creerlas. Pero cuando vi las fotos no hacía más que pensar: si Aoife hubiera estado aquí, me habría dicho que no me pusiera ese vestido, que me quedaba espantoso. Contigo no habría tenido ese problema.

—Pues sí.

—El vestido era un horror.

—¿Ah, sí?

—Moaré turquesa, falda con transparencias, mangas ahuecadas.

Ahora caminan juntas de vuelta a la casa, los pasos al mismo ritmo. Mónica había olvidado que podían marcar un paso perfecto. Nunca ha encontrado esa coincidencia tan exacta, tan de metrónomo, con ninguna otra persona. Seguramente es el legado de tantos años de ir y volver juntas al colegio, a las tiendas, al autobús, al metro, a la biblioteca.

—Parece espantoso.

—Lo era.

Aoife se detiene en la puerta de la casa.

—¿Así que te casaste disfrazada de mamarracho?

Mónica se echa a reír. Y quiere decirle: se acabó, no voy a volver con él. Sabe que su hermana lo entenderá, que no hará demasiadas preguntas. Pero ya habrá tiempo para eso más tarde.

—Pues sí.

—Sin mí.

—Sin ti.

—Bueno. —Aoife se encoge de hombros—. Todos cometemos errores.

Mónica suspira. Tiende una mano y le toca el brazo, y Aoife no lo retira.

—Es verdad. Todos. Y hablando de eso...

—¿Qué?

Mónica se muerde el labio.

—Pues... que mamá dice que cree...

Aoife ahora sí se aparta, con el clásico aspaviento.

—Ya sé lo que piensa.

—¿Y?

—¿Y qué?

—Que si es verdad. ¿Estás...? —Pero se le atraganta la palabra «embarazada». Pasa sus dedos por las hojas de los árboles, y sabe que las dos están pensando lo mismo, que las dos tienen en mente la misma imagen de una cama de hospital, de dos personas juntas en un cubículo.

—Lo estoy —contesta su hermana sin mirarla a los ojos.

—Ay, Aoife.

—¿Qué significa «ay, Aoife»?

—No lo sé. Sólo que... en fin... —Su voz es aguda y tensa. De pronto abraza a su hermana, sorprendida como siempre por lo menuda que es, la pequeñez de su esqueleto incluso ahora de adulta, lo fácil que resultaría para cualquiera hacerle daño—. Es sólo que...

—¿Qué?

Mónica alza las manos al aire, molesta por el picor en los ojos, el nudo que tiene en la garganta.

—¡Pues que va a haber otro bebé!

Aoife asiente. Abre la verja y entra en el sendero de la casa.

—¿Y el padre? Supongo que está... involucrado, ¿no? Era abogado, decías. Bueno, ya es algo. Trabajo seguro, buenos ingresos. Pero creo que deberías volver a Londres. No puedes tenerlo en Nueva York, lejos de nosotros. Podrías vivir una temporada en Gillerton Road, tener allí al niño y luego...

—Pero ¡¿tú estás loca?! —exclama Aoife, abriendo ya la puerta de la casa—. Me moriría. En serio, me moriría de verdad.

—No digas tonterías.

—Antes tengo al niño en una cuneta.

Mónica suelta una risita mientras en el recibidor se quitan botas y abrigos.

—Aoife...

—Te lo juro. Antes lo tengo en un gallinero, en una zanja, donde sea.

Mónica da tirones a su recalcitrante bota, siempre la del pie que tiene más grande.

—No sale —susurra.

—En una vagoneta —sigue mascullando Aoife—, en un cobertizo, en una carbonera. Trae. —Y tira de la bota de su hermana—. Sal, so cabrona. —Da un fuerte tirón y la bota sale de golpe con un ruido de succión. Aoife cae hacia atrás y se da con la cabeza contra un candil que cuelga de un gancho—. Joder —refunfuña, frotándose la zona dolorida.

La voz de su madre resuena en la oscuridad:

—¿Queréis dejar de armar escándalo? Algunos intentamos dormir.

Ambas llegan hasta la habitación que comparten. Aoife se deja caer en su lado de la cama.

—¿Crees que es posible morirse de agotamiento? —pregunta con los ojos ya cerrados.

—No lo sé. —Mónica se mete entre las sábanas—. Pero estoy segura de que ya lo habrás intentado.

Por la mañana, Mónica y Gretta hornean pan. Lo toman en el jardín, con la mantequilla comprada ayer cuando se detuvieron a repostar gasolina. Sacan las sillas de la cocina al sol y Claire tiende una manta en la hierba para los niños. Pero los niños no se sientan. Hughie se aposenta como un pájaro sobre la tapia y Vita se enrolla en la manta.

—¿No tienes mucho calor ahí dentro? —pregunta Gretta desde su silla.

Vita la mira con ojos entornados, las mejillas arreboladas.

—No.

Gretta se encoge de hombros y bebe un sorbo de su segunda taza de té. Le gusta bien caliente, bien cargado, negro, sin el menor atisbo de leche. Desde siempre.

El sol cae a plomo. ¿Cuándo cambiará el tiempo? Esto no puede durar mucho más.

Michael Francis y Claire se sientan juntos en la hierba, él con un brazo sobre los hombros de ella. Hughie pregunta: ¿Por qué Irlanda está tan vacía? ¿Dónde está la gente? Y su padre procede a hablarles de la Gran Hambruna, del mildiú que arruinaba las cosechas de patata, de los millares y millares de personas que emigraron, que se marcharon en barcos para no volver nunca. Hughie escucha con un trozo de pan en cada mano. Vita canturrea la palabra «diáspora» una y otra vez mientras rueda envuelta en la manta.

A eso de las diez, Aoife sale a trompicones por la puerta y se deja caer en el escalón frontal. Con un gemido, se pone unas gafas de sol y un cigarrillo entre los labios.

—¿Qué hora es? —pregunta con voz pastosa, buscando el mechero en los bolsillos.

Mónica, como un rayo, se levanta y le quita el cigarrillo de la boca.

—Ni te atrevas —le dice.

Aoife se queda mirándola con la cara fruncida. Mónica se inclina y le quita el paquete de tabaco y el mechero. Aoife vuelve a gemir, hunde la cara entre los brazos.

—¿Qué le pasa? —pregunta Michael Francis.

Claire lo hace callar:

—Nada, olvídalo.

—¿Quieres una tostada? —le ofrece Gretta a su hija pequeña.

—No. —Pero alza la cabeza y se lo piensa mejor—. Bueno, sí.

—Muy bien. —Su madre se levanta, contenta de tener algo que hacer. No le gusta estar de brazos cruzados, pase lo que pase. Sienta bien tener alguna tarea por delante, por insignificante que sea.

Está en la cocina, untando mantequilla, cuando oye gritar a Hughie:

—¡Mirad!

Se le escurre el cuchillo entre los dedos.

—¿Qué? —inquiere Michael Francis.

—¡Mirad quién viene!

Gretta sale a la puerta, al sol, al camino. En la verja se detiene y se hace visera con la mano. Alguien se acerca por el istmo, acaba de poner el pie en la isla. Paso encorvado, cabeza gacha, una mano que se alza a modo de saludo.

—¿Es él? —pregunta Mónica, que siempre ha sido algo corta de vista, aunque jamás lo admitiría.

Gretta abre la cerca, sale del jardín y alza también la mano saludando.

—Es él.