el capitán Horacio Espectrini no empezó ese mismo día sus investigaciones, alegando que estaba fatigado por el largo viaje. Por suerte, los fantasmas se tomaron el día libre y no tuvimos que contabilizar la pérdida de ningún otro criado.

—Esto no me gusta —dijo Solsticio aquella tarde.

Estaba otra vez sentada con Silvestre, en la Terraza Superior, zampando bollos, magdalenas y pastelillos de té. Yo me había posado a poca distancia, aunque sin quitarle ojo a la mesa, no fuera que volviera a intentar alguna jugarreta con mi pico.

—Quieres decir que él no te gusta —dijo Silvestre, un comentario increíblemente brillante viniendo de su parte.

—Vale, sí —dijo ella—. No me gusta él. «¿Todo bien, niños?». ¡Ja!

—¿Solo eso? —preguntó Silvestre.

También estaba el asunto de los dientes, pensé, pero Solsticio no iba a entretenerse ahora en detalles.

—¿Te parece poco? —replicó.

Silvestre bajó la cabeza.

—Tienes razón.

—Además, ¡padre encontrará los fantasmas con su artilugio!

Me conmovió la repentina devoción de Solsticio por su padre, pero también me inquietó la posibilidad de que estuviera mostrando un atisbo de la locura que siempre se ha cebado en los Otramano.

—Eso si consigue encontrar el opuesto de un fantasma —dijo Silvestre. Y añadió, dolido—: Otro que no sea yo, claro.

—Sí, exacto —dijo Solsticio—. Quizá… Se me ocurre una idea… A lo mejor podríamos ayudarlo.

—¿Cómo? ¿Con su invento? —dijo Silvestre, nervioso—. No creo que sea muy buena idea.

Por una vez no tuve más remedio que coincidir con él. Colegui aún seguía escabulléndose por los rincones como una rata asustada, y aunque no quiero darte la impresión de que me había ablandado o me apiadaba del mono, su lamentable estado demostraba hasta qué extremos habían llegado las cosas.

—Lo que hemos de hacer —dijo Solsticio— es ponernos a pensar en serio. Así quizá podamos descubrir el opuesto de un fantasma, decírselo a padre y poner su artilugio a trabajar. Y así podremos librarnos del capitán Espectrini.

—¿Y por qué no dejar que el capitán Espectrini se libre del capitán Espectrini? —apuntó Silvestre—. Madre ya le ha pagado una parte. También podemos dejarle que haga su trabajo, que acabe de una vez con los fantasmas, y volver a la vida normal.

¿Normal?, pensé. Defíneme «normal» chaval.

—Pero él no está haciendo su trabajo, ¿verdad? —replicó ella—. Se está instalando a sus anchas en el ala de invitados.

—Porque ha llegado muy cansado tras un largo viaje —protestó Silvestre—. Y ha de prepararse para mañana, ha dicho.

—¿Y por eso ha tenido doña Sartenes que cocinar cinco veces más de lo normal? ¿Para que esté bien alimentado?

—Bueno —observó Silvestre—, no será porque nosotros no nos hayamos beneficiado.

Sonrió con voracidad mirando la mesa cubierta de pasteles. Yo también la miré, pero no iba a arriesgarme a hacer una incursión. Seguía sin quitarles ojo a las rendijas de la mesa.

Solsticio sonrió también. Se sirvió otro bollo y empezó a untarlo con mermelada de arándanos.

—Cierto —dijo, entre un bocado y otro—. Pero debo decir que estos pasteles no están a la altura de siempre.

—Porque se le ha acabado la harina normal. Doña Sartenes me ha dicho cuando he pasado por la cocina que habría de usar harina integral y que no nos quejásemos.

—Una cosa —dijo Solsticio, masticando con aire pensativo—. ¿Cómo sabemos que el capitán Espectrini es lo que dice ser?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Silvestre, alarmado.

—Bueno, ¿cómo sabemos que es el Gran, el Mayor Cazafantasmas conocido por el hombre o los «ya sabes qué»?

—Tiene muchos diplomas —dijo Silvestre—. Los he visto. Me los ha enseñado.

—¿Te los ha enseñado?

—Sí. He ido a su habitación, a ver si le gustaban los monos, y me ha enseñado un montón de diplomas que se ha ganado por ser bueno de verdad encontrando fantasmas.

—¿Y por librarse de ellos?

—Y por librarse de ellos. Claro, también. Ese es el objetivo, ¿no? Yo creo que deberías dejar que ponga manos a la obra mañana por la mañana, cuando dice que empezará, y que encuentre a los fantasmas y los quite de en medio. Entonces quizá mi pobre monito volverá a estar contento.

Solsticio abrió la boca, pero enseguida volvió a cerrarla. Posiblemente aquella era la frase más larga que Silvestre había pronunciado en su vida. Y demostraba lo preocupado que estaba por ese maloliente primate, conocido como Colegui.

—Muy bien —dijo al fin—. Le dejaremos hacer su trabajo. Y yo no le quitaré los ojos de encima.

«Esa es mi chica», pensé: una Otramano hasta la médula.

Suspicaz y fisgona.