15
Cuando Anna-Karin abre la puerta, el aroma a pan recién hecho le da en la cara, donde se dibuja una amplia sonrisa.
—Hola, cariño, ¿ya estás en casa? —se oye la voz de la madre desde la cocina.
—¡Sí! —grita Anna-Karin mientras se quita la chaqueta y la cuelga en el perchero de la entrada.
Apenas ha tenido tiempo de quitarse los zapatos cuando aparece su madre y le da un abrazo fuerte y cálido. Desde que dejó de fumar, no apesta a ceniza revenida. Y la casa huele a pan recién hecho, a jabón y a aire fresco.
—¿Cómo te ha ido hoy en el instituto? —pregunta su madre.
—Muy bien. Lo tenía todo bien en el examen de historia.
—¡Pero qué niña más lista! —exclama la madre orgullosa.
Anna-Karin no siente el menor remordimiento por haber escrito al tuntún antes de utilizar su fuerza con el profesor. Lo cierto es que tiene sus reglas. En la medida de lo posible, trata de no manipular a los profesores, y a los de ciencias naturales no los toca nunca, solo a los que imparten materias inútiles como historia, alemán y gimnasia. Después de todo, no le servirán de nada cuando sea veterinaria. Y, en el fondo, ¿a quién iba a hacer feliz que ella se aprendiera un montón de cosas absurdas, que olvidaría a la primera de cambio?
—Estaba haciendo panecillos, pero luego he caído en que, ya puesta, podría hacer también unos bollos de canela —dice su madre riendo mientras se limpia en el delantal la mano llena de harina.
La sonrisa de su madre no llega a reflejarse en los ojos, pero a Anna-Karin eso la trae sin cuidado. Su madre no tardará en darse cuenta de lo agradable que es vivir. Y entonces la sonrisa será auténtica. Está segura.
Peppar se acerca sigiloso escaleras abajo y se detiene en el último peldaño.
—Hola, amiguito —dice Anna-Karin, se pone en cuclillas y extiende la mano.
A Peppar le brillan los ojos de un verde amarillento. Mueve la cola cauteloso de un lado a otro. Y no se acerca. Anna-Karin no se explica lo que le pasa últimamente. Peppar, el pequeñín, que hace nada ronroneaba en su bolsillo.
—Ven aquí, Peppar —trata de convencerlo—. Miso, miso, miso…
El animal no se mueve del sitio.
VEN AQUÍ, piensa Anna-Karin sin dejar de mirarlo intensamente a los ojos. VEN AQUÍ AHORA MISMO PARA QUE PUEDA ACARICIARTE. SOLO QUIERO JUGAR UN POCO.
Peppar da un bufido y huye por la escalera hacia el piso de arriba.
—¡Bueno, pues no vengas! —bufa también Anna-Karin.
En ese mismo momento suena el móvil. Es el número de Rebecka. ¿Es que no piensa rendirse? Ni ella ni las demás comprenden hasta qué punto merece Anna-Karin la nueva vida que ahora disfruta. Y no piensa disculparse.
Todo se irá al cuerno, piensa Rebecka. No conseguiré reunirlas nunca.
Se guarda el móvil en el bolsillo y busca con la mirada a Gustaf en Citygallerian, ahora sin gente. Se le olvidó la bufanda en el quiosco de Leffe cuando estuvieron comprando caramelos.
—Espérame, voy corriendo a buscarla —le dijo.
Y ya hace un buen rato que se fue. Demasiado rato.
Rebecka da pataditas de impaciencia y piensa que le habría gustado tener algo que leer. Algo distinto del libro de biología. Pasea la mirada por los escaparates a oscuras, donde su propia figura se refleja como una sombra. Parece un fantasma en el interior de los locales vacíos. Solo hay luz en la nueva tienda, Kristallgrottan.
Rebecka se acerca. En el escaparate se agolpan pirámides de latón, cartas del tarot, incienso, estatuillas de ángeles y, naturalmente, cristales de todos los colores, formas y tamaños. En un estante aparte hay joyas en un batiburrillo deslumbrante de plata y piedras baratas.
Casi todo parecen baratijas, pero se le va la mirada hacia un collar de plata con piedrecitas rojas, como pequeñas, pequeñísimas gotas de sangre alrededor del cuello. Pega los dedos al cristal. Ese collar no es de su estilo y, aun así, lo quiere. Quiere comprarlo ahora mismo, ya, y llevarlo siempre puesto.
Si tuviera dinero, claro. Si tuviera dinero por una vez.
Rebecka no sabe cuánto tiempo lleva allí mirando el collar cuando nota un cosquilleo en la nuca.
Alguien la está observando. Está segura.
Fija la vista en los reflejos del escaparate. Una figura desdibujada se alza detrás de ella, solo puede intuirla a la débil luz del sol que se filtra por la entrada del centro comercial. Pero la reconoce bien.
No se atreve a darse la vuelta. Transcurren varios segundos que se le hacen interminables. La figura sigue allí.
Ve que se mueve alguien en el interior de Kristallgrottan. Una mujer con un traje vaquero y una frondosa melena rubia. Va de un lado a otro hablando sola. Si levantara la vista y mirara a Rebecka… Pero la mujer se pierde detrás de una cortina y Rebecka comprende que, si la figura se abalanzara sobre ella, no habría ningún testigo. La penumbra de aquel centro comercial es perfecta para atacar a alguien, pese a que es mediodía y está en pleno centro. Solo de pensarlo se le encoge la columna vertebral de puro pánico.
Rebecka se obliga a armarse de valor. No hay nada peor que quedarse allí esperando a que suceda. Trata de convencerse de que es fuerte. Tiene una fuerza cuya existencia desconocía la otra vez que la figura la siguió.
Respira hondo y se da media vuelta al mismo tiempo que las puertas de entrada se abren con un leve silbido. La figura ha desaparecido. Gustaf aparece corriendo hacia ella. Sus pasos resuenan huecos sobre el suelo de piedra.
—Perdona que haya tardado tanto —dice Gustaf—. Leffe se toma su trabajo un poco demasiado en serio. He tenido que describirle la bufanda para que me la devuelva. Y la verdad, no me había fijado en el color de los cuadros…
Se interrumpe y la mira extrañado.
—¿Qué pasa?
—Nada. ¿Has visto a alguien al entrar?
—No… ¿Por qué lo preguntas?
Rebecka consigue esbozar una sonrisa alegre y despreocupada.
—No, que me ha parecido ver a un conocido —dice volviéndose hacia el escaparate de Kristallgrottan—. ¿Has visto la tienda nueva? Qué cosas más feas. Bueno, aunque algunas son bonitas.
—¿Te gusta algo en particular?
Rebecka señala el collar.
—Lo sabía —responde Gustaf sonriendo satisfecho.
—¿El qué?
—Bah, no, que estaba pensando… Pronto será tu cumpleaños… Aunque no tendría que haberlo dicho, claro.
Gustaf se ríe y ella sospecha que ya le ha comprado el collar para regalárselo. O al menos, que tiene pensado comprarlo. Es como un niño. Se le ve todo en la cara. Como si nunca hubiese tenido necesidad de aprender a ocultar nada.
—No me compres nada caro —le dice ella bajito, con la esperanza de no herirlo.
Han intentado hablar de lo del dinero, pero es difícil. Los padres de Gustaf tienen mucho y son generosos, pero en casa de Rebecka, con una familia tan numerosa, nunca sobra el dinero. Gustaf siempre le dice que su familia también es generosa, que uno da en relación con lo que tiene. Parece lógico. Si ella tuviera mucho, también daría mucho. Pero si tienes poco, cuesta recibir.
—Qué callada estás —dice Gustaf, y Rebecka se da cuenta de que llevan un buen rato andando.
—Estaba pensando en una cosa.
—A veces me gustaría poder leerte el pensamiento —sigue Gustaf, sonriendo.
—Te aburrirías enseguida —responde ella, pasándole el brazo por la cintura.
Rebecka contempla la foto de ella con Gustaf, la que tiene en la pared, junto a la cama. Era Gustaf quien sostenía la cámara, durante un paseo por las esclusas, su primera semana como pareja oficial.
Ahora apoya la cabeza en su brazo, está tumbada a su lado sintiendo el calor de su cuerpo.
—Te quiero —le susurra él, y siente su aliento cálido junto a la oreja.
—Yo también te quiero.
Los padres de Gustaf están cenando en casa del jefe de su madre, pero lo hicieron tan silenciosos como siempre. Es una costumbre que no se olvida, siempre tienen la sensación de que hay que ir con cuidado, como si alguien pudiera oírlos o entrar en la habitación de buenas a primeras.
—¿Estás a gusto así? —le susurra.
—Ummm… —responde Rebecka.
Se arrebuja pegándose un poco más a él. No se cansa de sentir su piel. Gustaf la abraza y la besa en la frente.
Fuera ha empezado a soplar el viento. La casa de Gustaf está en la última calle, antes de que el bosque se haga con el terreno a este lado de la ciudad. Existe allí una fosa común, por una epidemia de cólera. El verano pasado dieron un paseo hasta ahí. Unos bloques de piedra marcaban el lugar. Estaban fríos incluso al sol y los habían unido con una gruesa cadena negra.
La idea de la fosa le trae otros pensamientos desagradables. Rebecka recuerda la figura del escaparate y siente que se le tensan todos los músculos, como poniéndose en guardia para la defensa. Intenta relajarse de nuevo. Quedarse con la feliz sensación en la que se encontraba hacía un instante.
—¿Qué te pasa? —pregunta Gustaf.
—¿A qué te refieres?
Gustaf se retira un poco para poder verle la cara. La mira muy serio.
—Es que tengo la sensación de que estás… No sé cómo decirlo. Últimamente estás como en otra parte.
Rebecka abre la boca para protestar, pero Gustaf continúa:
—¿Ha pasado algo?
Ella lo abraza más aún y esconde la cabeza en su pecho. No quiere mirarlo a la cara mientras le miente.
—No.
—¿Seguro? —pregunta.
—Es que estoy muy liada con el instituto —dice Rebecka.
Oye latir el corazón de Gustaf y se pregunta cómo será ser él. Tan tranquilo y tan seguro en todas las situaciones.
—Ahora vas mucho con Minoo, ¿no? —le pregunta al cabo de un instante.
Rebecka se sorprende, pero siente un gran alivio con el cambio de tema.
—Sí. Me cae muy bien, la verdad. Es inteligente. Y legal. Y, además, muy divertida. A veces me da la sensación de que ni ella misma lo sabe.
—Pues tenemos que hacer algo los tres juntos.
—Ummm.
—¿Tú crees que podría gustarle alguno de mis amigos? ¿Rickard, por ejemplo? —sugiere Gustaf.
Rebecka se imagina juntos a Rickard y a Minoo y no puede reprimir una risita. Rickard es un pedazo de pan, pero solo sabe hablar de fútbol. Nada menos idóneo para Minoo.
—¿Por qué no?
—Minoo ya está enamorada de alguien.
Simplemente, se le escapa.
—¿De quién?
Ha prometido no contarlo, y ahora está a punto de hacerlo. Le gustaría tanto poder contarle a Gustaf un secreto… sería como compensarlo por todos los que no tiene más remedio que guardar.
Pero no, se dice. No debo hacerlo. No es un secreto mío, y Minoo no me lo perdonaría nunca.
—No puedo decírtelo.
—Pues claro que puedes.
—No, se lo he prometido.
—¡Venga ya!
—¿A qué viene tanta curiosidad? ¿Es que crees que está enamorada de ti o qué?
Se echa a reír al ver la cara de Gustaf, que finge estar enfadado. Luego le pasa una pierna por encima, la inmoviliza sujetándola contra el colchón y empieza a hacerle cosquillas en la barriga. A Rebecka se le escapa un gritito y se ríe a carcajadas sin poder evitarlo.
—Venga, dímelo —insiste Gustaf entre risas.
Rebecka solo puede responder con la cabeza, apenas le llega el aire a los pulmones.
Al final, se calman y se quedan en silencio. Él empieza a besarla, pero ahora siente cosquillas haga lo que haga. El roce de la barba en el cuello la hace chillar otra vez y Rebecka sube el hombro hacia la mejilla para protegerse.
Y en aquel preciso momento, allí, tumbada con él, no se explica cómo ha podido dudar nunca de que Gustaf la quiere pase lo que pase.