VIII

¿Y dices que es este el mismo lugar en el que ves a la mujer con la que sueñas? —preguntó Elvira a su sobrina.

Tras despedirse de Teresa, se habían marchado de la casa del tilo con más preguntas que respuestas. La atenta anfitriona había recordado el nombre del notario que terció en la compraventa de la casa —un tal Enrique Mancebo Alonso—, pero también les dijo que por desgracia ya había fallecido, así que esa vía quedaba cortada. Ana sabía que aquella visita había impresionado a su tía tanto como a ella, y tras su pregunta no percibió la incredulidad de antaño, sino auténtico interés.

—Sí —contestó—. Después de haber permanecido bajo el tilo, estoy completamente segura de que las personas cuya identidad queremos descubrir fueron felices en esa casa. Las vibraciones que percibí no pueden engañarme, ese era su lugar preferido. Sí, tía Elvira, el tilo fue testigo y cómplice de su amor, porque ahora sé que las dos personas que buscamos se amaban.

El breve tiempo que Ana había pasado bajo el árbol le había bastado para advertir la fuerte carga de energía positiva que este irradiaba y antes de que se diese cuenta, había colmado su alma y su corazón del placer de vivir.

—¿No has pensado en dedicarte a escribir? —bromeó Elvira.

—¿Acaso no me crees?

—Claro que te creo, era una broma. Aunque comprenderás que tenga mis dudas sobre la autenticidad de lo que me dices. Entiéndeme, no dudo de que tú lo sientes, pero… —Ahí aparecía de nuevo parte de la racionalidad de la que su tía hacía gala.

—No te disculpes, comprendo muy bien tu postura. Olvídate de mis sensaciones y recapitulemos los datos seguros que poseemos —pidió Ana.

—De acuerdo —contestó Elvira—. Creo que Bruno Ruscello es una de las personas que nos interesan. Y estoy tan segura sobre todo por la coincidencia entre la hoja que tú dibujabas, la que aparecía en la partitura y la del tilo: las tres son idénticas.

—Estoy de acuerdo —aseguró Ana—, porque el hecho de que Bruno Ruscello haya desaparecido de la Escuela de Música y de Madrid en las fechas que nos interesan es un indicio, pero no definitivo. Sin embargo, la hoja de tilo nos confirma la conexión de esta persona con el misterio de la partitura. Pero ¿cómo podríamos averiguar qué pasó con él?

—Creo que es imposible. ¿Y quién era la otra persona?

—Una mujer, seguro, porque existía el amor entre ellos —dijo convencida Ana.

—¿Acaso no sabes, querida sobrina, que puede existir el amor entre personas del mismo sexo?

—Eso no es amor, es otra cosa —respondió Ana.

—Estás equivocada. Casi siempre es amor, aunque algunas veces puede darse el caso de alguna persona homosexual que siente amor auténtico por alguien del sexo contrario, pero que, no puede materializarlo porque sexualmente le deja indiferente.

—Menudo problema —ironizó Ana.

—Mucho mayor de lo que tú nunca llegarás a imaginar.

Algo en la voz de su tía le disparó la alarma y de repente lo entendió.

—¿Es lo que os pasa a ti y a Juan? —exclamó sin poder contenerse.

Habían llegado a Madrid. El cochero detuvo los caballos y acercándose a la ventanilla les preguntó si las llevaba a casa.

—¿Has quedado con alguien? —preguntó Elvira mirando a su sobrina—. ¿Necesitas llegar a casa a una hora determinada?

—No.

—Pues entonces, Manuel, llévenos al Café de Levante. —Y mirando de nuevo a su sobrina añadió—: Seguro que Gálvez puede decirnos algo de Bruno Ruscello… Y además, tomando una copa me será más fácil hablarte de mi relación con Juan.

Al llegar a la Puerta del Sol, Elvira indicó a Manuel que detuviese el coche.

—¿Sucede algo, doña Elvira? Ya estamos llegando, ¿no quiere que siga?

—No, nos bajamos aquí y vamos andando. Así tomamos un poco el aire. Puede venir a recogernos dentro de hora y media.

A Elvira no le apetecía detener el coche delante del café. Prefería llegar a él de forma más discreta. Además, la calle Arenal estaba al lado y seguro que el brevísimo paseo le sentaba bien para despejarse un poco y sobre todo para mover las piernas un tanto anquilosadas por el viaje.

—Indiscutiblemente, querida Ana, los años no perdonan. No sabes cómo necesito moverme.

—Pero si estás estupenda. Nadie diría la edad que tienes —dijo Ana complaciente.

—Ya lo sé, pero la tengo.

—Tía Elvira, ¿de verdad quieres que vayamos al Levante? Es probable que Gálvez no esté.

—Si no está, volvemos otro día. Hoy te contaré mi historia.

—Como quieras —contestó Ana, que se sentía nerviosa ante las confidencias de su tía. No podía alejar de su mente un único interrogante: ¿cuál de los dos sería homosexual, Juan o Elvira?

Las tres personas que se encontraban a la entrada en la barra del café las miraron con cierto recelo. Al pasar a la parte posterior, tía y sobrina se cruzaron con un grupo de cinco o seis hombres que salían hablando animadamente entre ellos: eran los componentes de una de las muchas tertulias que allí se celebraban.

Al llegar al salón del fondo comprobaron tranquilas que no había mucha gente y eligieron la mesa más discreta, situada en uno de los ángulos. El camarero era el mismo que las había atendido la otra vez y lógicamente las reconoció.

—De nuevo ustedes por aquí. Hoy no ha venido el señor Gálvez, pero si quieren verlo, les aconsejo que se queden. Es probable que en media hora esté aquí. Si a esa hora no ha llegado, ya no viene. ¿Se quedan? ¿Qué les sirvo?, ¿un café?

—Pues no. Yo quiero un oporto y tú también, ¿verdad? —preguntó Elvira a su sobrina.

—Sí, sí, lo mismo que tú.

El camarero las miró con cara de susto y se fue sin decir nada.

—¿Te imaginas lo que dirá de nosotras? —preguntó Ana.

—Prefiero no pensar en ello. Es a lo que nos exponemos al venir aquí. Ya verás —dijo Elvira riendo—, igual esta tarde conseguimos que nunca se olvide de nosotras.

El camarero atendió su petición con una diligencia inusitada.

—El oporto, señoritas —dijo con cierto retintín.

—Muchas gracias —respondió Ana.

Elvira levantó su copa.

—Por nosotras, querida sobrina. Por esa amistad y complicidad que has despertado en mí. Porque sepamos desarrollarla y mantenerla viva siempre.

Ana solo había tomado oporto una o dos veces en su vida y casi no recordaba su sabor. Tomó un sorbito con precaución y observó a Elvira, que lo paladeaba como una experta.

—¿Sabes, Ana? El día que me enteré, también sentí la necesidad de tomarme unas copas. En aquella ocasión no fueron de oporto, sino de grappa.

—Así llaman al aguardiente de orujo en Italia, ¿no?

—Sí. Nos encontrábamos en Venecia. Había preparado aquel viaje con la mayor ilusión porque estaba convencida de que en aquel escenario tan romántico, Juan se decidiría a pedirme matrimonio. Recuerdo que la quemazón del aguardiente en mi garganta no fue capaz de mitigar el otro dolor… Sentía que la vida se desvanecía por momentos. Juan, mi amigo y novio desde hacía más de seis años, acababa de confesarme que me amaba, pero que se sentía atraído por los hombres. Era mi alma gemela, pero tan gemela que nos gustaban las mismas cosas. Nos pasamos la noche entera bebiendo en medio de una desesperación que amenazaba con ahogarnos.

Ana la escuchaba sin saber qué decir. ¿Cómo habría reaccionado ella ante una situación similar? No entendía muy bien cómo su tía no se había dado cuenta en todos esos años de las tendencias de Juan.

—Y tú ¿nunca sospechaste nada?

—Jamás. Juan era cariñoso. Salíamos mucho en pandilla y siempre estaba pendiente de mí. Su comportamiento era normal. Me daba muestras de su cariño, pero me respetaba.

—Si te lo hubiera dicho antes, te habría evitado muchos sufrimientos —se lamentó Ana.

—Sin duda, pero él no estaba seguro de sus tendencias y creía poder superarlas. Cuando se convenció de su homosexualidad, yo ya me había enamorado de él.

—Lo que no entiendo, tía Elvira, es por qué no dejaste esa relación que no conducía a ninguna parte. ¿Crees que él se hubiera comportado de la misma forma contigo? —preguntó Ana.

—Por favor —dijo Elvira al camarero—, ¿nos sirve otra copa de oporto? —Nadie estaba pendiente de ellas porque las dos mesas ocupadas se encontraban en el otro extremo y a los contertulios se les oía discutir sobre temas de actualidad. Elvira parecía serena, relajada al confiar a su sobrina sus íntimas preocupaciones. Tomando la mano de Ana, le dijo—: No, no creo que él hubiese hecho lo mismo que hice yo; pienso que se habría comportado de forma distinta, Juan me habría dicho adiós. También soy consciente de que si él pudiera mantener una relación en libertad con otro hombre, probablemente dejaría de quererme a mí.

—¿Y entonces?

—Le quiero, Ana. Y así será mientras viva. He intentado alejarme de él, rehacer mi vida como si no existieran mis sentimientos… Fue en vano. Nada me llenaba, incluso me propuse enamorarme de otros, pero resultó inútil. Claro que deseé tener hijos, formar una familia, aunque al final he decidido interpretar a lo largo de mi existencia el papel de novia eterna. No sé quién decía que ningún placer es estéril cuando nos reconcilia con la vida.

—¿Tú te reconcilias con la vida a través del amor por Juan? —planteó incrédula Ana.

—Sí, por ridículo que te parezca, es así. ¿Sabes? Me costaría mucho vivir sin la presencia y el apoyo de Juan. Es mi confidente, no existe ningún tipo de secreto entre nosotros. Mañana le contaré esta conversación que hemos mantenido. Yo te lo digo antes de que me lo preguntes: por supuesto que sufro y tengo celos, pero lo soporto con tal de estar a su lado; de viajar con él, de comer con él, de cuidarle cuando está enfermo, de sentirme halagada por su admiración. De su cariño desinteresado.

Ana la miraba asombrada. Le costaba creer que su tía estuviese hablando en serlo. ¿Llegó su padre a saber aquello?

—¿Quiénes conocen vuestra situación? —quiso saber.

—Nadie. Puede que algunos sospechen algo, pero como somos desde hace muchos años un grupo de amigos y la mayoría seguimos solteros, Juan y yo no resultamos diferentes.

—¿Mi padre lo sabía? —insistió.

—No. Ya te he dicho que nadie. Mi confesor y tú sois los únicos. Tu padre, mi querido hermano, nunca lo habría entendido. ¿Para qué iba a darle un disgusto?

Mientras hablaba, Elvira pensó que tal vez había sido egoísta al contarle a Ana su complicada relación amorosa. No estaba segura de que su sobrina, aunque fuera mucho más joven y viera la vida desde otro prisma, pudiese asimilar con cierta normalidad su comportamiento.

—Perdóname si te he hecho daño. Quiero que sepas que soy inmensamente feliz con Juan. ¿Que sufro algunas veces?, ¿y quién no? Te juro, mi querida sobrina, que es maravilloso experimentar este sentimiento. Juan me quiere y disimula su dolor cuando piensa que alguien me interesa más de lo normal. Pero en el fondo sabe, como lo sé yo, que mientras estemos en esta vida siempre iremos de la mano, juntos. No podemos seguir hablando —dijo Elvira—, mira quiénes se acercan.

Fernando Gálvez y Santiago Ruiz Sepúlveda caminaban hacia ellas.

—Nos ha dicho el camarero que estaban ustedes esperándome —dijo Gálvez a modo de saludo, para añadir—: Y no saben la alegría que me he llevado. He pensado mucho en ustedes.

—¿Ha recordado usted algo que pueda interesarnos? —preguntó Ana ingenuamente.

—No. Pero estaba deseando volver a verlas. He soñado varias noches con usted —dijo Gálvez mirando a los ojos de Elvira.

—¿Conmigo? —preguntó coqueta, y comentó—: Seguro que han sido pesadillas de las que estaba deseando despertarse.

—Todo lo contrario.

Santiago, que permanecía en silencio, miraba a su amigo y consideró conveniente decir algo para explicar aquella euforia y coqueteo de Gálvez.

—Hoy es un día especial para él —aseguró— porque por fin ha decidido volver a enseñar música. Venimos ahora de concertar dos clases semanales que le permitirán recuperar un ritmo más normal de vida del que llevaba en los últimos tiempos.

—Cuánto nos alegramos —exclamó Elvira.

—Todo ha sido obra suya —dijo Gálvez mirando a Santiago—. Es como mi hermano. Siempre pendiente de lo que hago. La verdad es que he aceptado para no seguir escuchándole un día tras otro. Y también, señorita Elvira, porque viéndola a usted quisiera ser el mejor hombre del mundo para que se fijara en mí.

—Qué zalamero, ha debido de tener novias por doquier —exclamó Elvira siguiéndole la corriente.

—No se crea, nunca encontré la mujer que anhelaba y presentía en mis sueños. Pero debo confesar que al verla a usted…

Ana seguía la conversación un tanto contrariada. No entendía cómo su tía coqueteaba con aquel individuo al que no conocían de nada. Seguro que su comportamiento era fruto de las copas de oporto que había tomado. Parecía que se hubiera olvidado del único tema que les interesaba de Gálvez. Miró a Santiago y tuvo la sensación de que él se sentía tan molesto como ella. Decidida, intervino en la conversación.

—Perdón, señor Gálvez, queríamos preguntarle por Bruno Ruscello, que fue durante un tiempo bibliotecario de la Escuela de Música.

—Hay que ver cómo son los jóvenes —comentó el conquistador violinista mirando a Elvira con complicidad—. No entienden nada, solo van a lo que les interesa. ¿Qué quiere saber de Ruscello?

—Todo lo que pueda contarnos.

—Le traté muy poco. Era más o menos de mi edad. Muy discreto y reservado. Mientras yo estuve en la Escuela de Música no se le conocían amigos. Tal vez el ser de otra nacionalidad, me parece que era italiano, aunque no estoy seguro, dificultaba sus relaciones con los demás —dijo Gálvez—. Aunque no lo creo. Los italianos y los españoles tenemos mucho en común. En opinión de las mujeres, era guapísimo. Tenía fama de conquistador pese a que no trascendió ningún tipo de amorío con las señoras que trabajaban en la Escuela y que lo asediaban sin cesar. Pero los comentarios eran inevitables y se decía que en una casa que tenía en El Escorial se reunía con sus numerosas amantes.

—¿Estaba usted en la Escuela cuando él se fue? —preguntó Ana.

—La verdad es que no lo sé. Yo la dejé en la primera quincena de enero. ¿Cuándo se marchó él?

—En enero también, aunque no sabemos la fecha exacta —dijo Ana.

—Pero seguro que fue después que el señor Gálvez —apuntó Elvira—, porque de estar en la Escuela, habría oído los comentarios sobre su accidente.

—¿Tuvo un accidente? ¿Qué fue de él?

—No sabemos nada con seguridad. La única certeza es que ha desaparecido y que es una de las personas que tratamos de localizar —aseguró Ana, y añadió—: Por eso son tan importantes los datos que pudiera aportarnos sobre las amistades de Bruno Ruscello.

—De verdad que lo siento —se lamentó Gálvez—, pero no puedo ayudarlas. Por cierto, ¿han localizado a Inés, la profesora de la que les hablé? Ella era una de las que intentaban conquistar a Ruscello.

Ana le contó su experiencia con Inés y expresó en voz alta la duda que ahora se le planteaba: si Inés era una de las enamoradas de Ruscello, ¿por qué no le había comentado su desaparición? ¿Cómo era posible que intentara relacionarse con él cuando estaba a punto de abandonarlo todo para casarse con su novio cordobés? Los tres la escucharon muy atentos. Gálvez fue el primero en responder.

—Creo que los dos interrogantes tienen una explicación lógica. Puede que Inés se marchase antes de la desaparición de Ruscello o que simplemente, al haber fracasado en sus intentos de conquistarlo, decidiera olvidarlo para siempre. En cuanto a lo de su novio, no es tan extraño.

—Es verdad que algunas mujeres siguen comportamientos propios de los hombres —apuntó Elvira—, pero están en su derecho. Sí, es probable que Inés se sintiera deslumbrada por Ruscello, aunque quien la quería y le brindaba seguridad era su novio de siempre y por eso se fue con él.

—Y no debe descartarse la posibilidad —dijo Santiago— de que el interés de Inés por Ruscello fuera un simple bulo. Todos sabemos que muchas veces se inventan historias por diversos motivos.

Ana miró a su profesor con verdadera admiración. Le parecía estupendo que viera el lado bueno de las cosas. Sin duda, la planteada por él era una explicación tan creíble como cualquier otra.

—De todas formas, Inés Mancebo no es la otra persona a quien buscamos —dijo Ana.

—Es verdad —exclamó Gálvez—. Mancebo, sí, ese era el apellido del que no lograba acordarme.

—Por cierto, según las informaciones que he conseguido, la mejor profesora interpretando a Paganini era Elsa Bravo. ¿Era esta a la que usted se refería cuando hablamos la primera vez?

—Sí, esa era. ¿Qué ha sido de ella? ¿Sigue en la Escuela?

—No, también la dejó a comienzos de 1871 y nadie ha vuelto a saber nada —aclaró Ana.

—¿Cree usted que puede ser ella la otra persona?

—Estoy casi segura.

—Tengo la impresión, y conste que no deseo inmiscuirme en sus preocupaciones y motivaciones para buscar a estas personas —dijo Gálvez—, de que si una de ellas es Bruno Ruscello, la otra tendría que estar relacionada con él por uno u otro motivo y la verdad es que me parece casi imposible que la señorita Bravo le prestase la menor atención al bibliotecario. No concibo que ellos pudieran tener nada en común.

—¿Por qué? —preguntó Ana interesada.

—Elsa era la persona más delicada y dulce que he visto en mi vida. No alternaba con nadie de la Escuela. Recuerdo que tenía un hermano que la acompañaba a todas partes. Creo que era político o estaba muy relacionado con ese mundo.

Santiago escuchaba en silencio. No había hablado con Gálvez de la maravillosa y misteriosa interpretación del Capricho 24 realizada por Ana y no entendía nada de la conversación que estaban manteniendo, pero no le importaba. Seguro que ella tendría sus razones para buscar a esas personas. Ya llegaría el momento en que se lo contara todo. Y si no era así, tampoco le incomodaba. Su único anhelo era estar cerca de ella. Miró a Elvira, que plácidamente seguía tomando pequeños sorbitos de una copa que rellenaba con alegría desbordante. Él mismo, al llegar y ver que las dos mujeres estaban tomando oporto, había pedido al camarero que les dejara allí la botella. Gálvez y él beberían lo mismo.

A Ana no le pasó desapercibido el comportamiento de su tía. No tenía ni idea del oporto que se habría tomado, por eso dijo:

—Tía Elvira, creo que se nos ha hecho tarde. Me siento cansada. Si te parece, nos vamos y volvemos otro día por si el señor Gálvez recuerda algo.

Elvira era consciente de que había bebido más de la cuenta y notaba cierta euforia. Se sentía bien, solo lamentaba que Juan, su amado Juan, no pudiera contemplar sus coqueteos con Gálvez. Siempre le resultaba estimulante demostrarle que otros hombres sí se fijaban en ella y la deseaban. De repente se asustó de sus propios pensamientos y mirándose las manos —que jamás ocultan la edad— pensó en lo triste de su situación. «Soy una vieja —se dijo—. Una vieja ridícula que se las da de conquistadora, que ha desperdiciado su vida fomentando un amor imposible. A mi edad no debería estar aquí, sino en casa rodeada de hijos y hasta nietos…».

—… pero esto es lo que he querido —se le escapó sin darse cuenta, en voz alta, mientras apuraba lo que le quedaba en la copa.

—¿Decías, tía Elvira? —preguntó Ana.

—No, nada. Podemos quedarnos un poco más. Gálvez tiene que darme su dirección —dijo dirigiéndose a él—, quiero convidarle a casa. Ya verá qué amigos tan divertidos tengo.

—Es usted maravillosa —dijo el otro para añadir emocionado—: Le juro que lo que le voy a contar es verdad: en toda mi vida me he enamorado dos veces, y en ambas mi espíritu solo se identificaba y calmaba su ansiedad manifestando sus sentimientos a través de una composición.

—¿Y es? —preguntó impaciente Elvira.

—La misma que llevo interpretando desde el día en que la conocí. La misma que le dedicaré ahora mismo si usted me lo permite.

Y diciendo esto se puso en pie para coger el violín.

—Estoy deseando escucharle. Me siento muy honrada —manifestó Elvira con la mejor de sus sonrisas.

Ana miró a su tía y le pareció que había rejuvenecido: sus ojos brillaban de una forma inusual y unos cuantos rizos rebeldes se escapaban del control del sombrero dándole un aspecto pícaro y divertido. ¿Era todo efecto del oporto o le interesaba Gálvez? Estaba sorprendida, nunca había pensado que situaciones similares se pudiesen dar en personas de aquella edad. Dirigió sus ojos hacia Santiago, un poco avergonzada del comportamiento de su tía.

Este, tal vez adivinando sus pensamientos, dijo:

—La misma noche que nos encontramos aquí, Gálvez no paró de hacerme preguntas: quería saber todo sobre usted, Elvira. Desde entonces no ha dejado de interrogarme.

—Pero si ha cumplido los sesenta —exclamó Ana un tanto indignada.

—Y eso qué tiene que ver —exclamó enfadada Elvira—. ¿Acaso crees que después de los cincuenta los sentimientos dejan de existir?

No siguieron hablando, el violín de Gálvez se había impuesto en el local con una fuerza inusitada…

Ana se había olvidado de la incomodidad ocasionada por su tía y seguía apasionada la interpretación de Gálvez. En aquellos instantes no existía nada en el mundo a excepción de aquella melodía.

Elvira dejaba que sus lágrimas se deslizasen en libertad: nunca había escuchado una interpretación tan buena de la Chacona de Bach. Era emocionante que Gálvez pensara en ella al ejecutarla, pero Elvira no podía responderle siquiera con un sentimiento de simple afecto porque quien ocupaba su mente de forma obsesiva era su amigo Juan: veía su cara, sus maravillosos ojos grises y soñaba con acariciarlo, apretar su mano compartiendo la emoción de la música… Sin embargo, estaba sola… ¿Dónde se encontraría él? No deseaba ceder ante los celos. Lo habían hablado muchas veces… Se sintió desgraciada y rompió a llorar… Lloraba por la emoción de la música, por su amor no correspondido, porque se sentía una mujer frustrada, porque su vida era un desastre… Lloraba…

Santiago miraba a hurtadillas a Ana. Deseaba tanto abrazarla que no era capaz de concentrarse en la música. «Tal vez —se dijo— algún día pueda abrirle mi corazón», pero sabía que mientras fuese su profesor debía ocultar sus sentimientos.

Fernando Gálvez formaba un todo con el violín; aquella noche la Chacona de Bach era suya. Tan suya como lo fue en otras ocasiones, aunque esta vez era distinto. Quizá fuese verdad que Bach la había escrito como un lamento por la muerte de su esposa, pero aquella noche él, Fernando Gálvez, la había convertido en su grito de amor desesperado. Esa sería su última oportunidad. ¿Qué significaban aquellas lágrimas de Elvira?

—¡Maravilloso! —exclamó Ana—, no sabía que Gálvez fuera tan bueno. Genial. Ha sido increíble. ¿No estás de acuerdo, tía?

Ana se sorprendió al ver los ojos enrojecidos de su tía y los esfuerzos que hacía para contestarle.

—Sí, me he emocionado como nunca —dijo con un hilo de voz, pero recobrando su tono habitual al ver que Gálvez se acercaba, manifestó—: ¡Felicidades! Es la mejor interpretación de la Chacona que he escuchado en mi vida. Pero hay algo que no entiendo, ¿por qué su corazón elige un lamento por el amor perdido cuando aún no lo ha conseguido? El día que venga a casa, yo le interpretaré mi respuesta al chelo.

—Qué amable es usted —dijo el violinista a la vez que, emocionado, besaba su mano.

—Creo que es la hora de retirarnos —apuntó Elvira mientras intentaba levantarse con cierta dificultad. Ana se fijó e inmediatamente le brindó su apoyo—. Pronto tendrá noticias nuestras —dijo a Gálvez a modo de despedida.

—Las acompañaré hasta la salida —dijo Santiago.

—No se moleste —respondió la joven.

—Por favor, no es ninguna molestia, sino un placer.

Elvira se estaba dando cuenta ahora de sus excesos con el oporto. Todo le daba vueltas y no controlaba muy bien la situación; por ese motivo, sin pensarlo dos veces, se dirigió al profesor:

—Santiago, le voy a pedir un favor. No me encuentro muy bien y prefiero quedarme en casa antes de llevar a mi sobrinas ¿Le importaría venir con nosotras en el coche para así poder acompañarla después y que no vaya sola?

—Encantado, no faltaría más —contestó él solícito.

—Qué tontería es esa, tía. Yo puedo ir a casa sola. Por favor, don Santiago, no le haga caso.

Pero él no estaba dispuesto a desaprovechar aquella ocasión.

Santiago no sabía dónde vivía la tía de Ana. Suponía que sería en una buena calle porque conocía la casa en Almagro y no se le escapaba que la situación económica de la familia era importante. Aunque no imaginaba que la residencia de Elvira se levantara en el mismo paseo de Recoletos donde se encontraban algunos de los más bellos palacios de Madrid.

La casa de los Sandoval era un palacete; no resultaba tan espectacular como el del marqués de Salamanca o el de Alcañices, situados los dos en aquel paseo, pero no desdecía en absoluto de ellos. Bueno, en realidad el profesor no podía sino comparar el aspecto exterior de los tres edificios, pues nunca había entrado en ninguno de ellos.

Elvira Sandoval bajó del coche ayudada por su sobrina y el profesor tras un trayecto dominado por el silencio.

—Querido Santiago, no le invito a pasar, perdone mi descortesía, pero me encuentro francamente mal. No te molestes, Ana —añadió luego—, seguro que María está a punto de aparecer. Siempre lo hace en cuanto escucha el ruido de la puerta de la verja.

—Gracias por todo, tía. Mañana pasaré a verte.

—No te preocupes —respondió Elvira, que añadió mirando a Santiago—: Cuide bien de ella, es una mujer extraordinaria.

Mientras entraba en la casa apoyada en María, los dos jóvenes se quedaron mirándola y solo se volvieron al cerrarse la puerta.

—¿Vive ella sola? —preguntó Santiago.

—Sí, con tres criados. La verdad es que es una casa grande. Recuerdo que mi padre la animaba a venderla y a comprar otra más pequeña, y con menos gastos de mantenimiento. Pero mi tía siempre se negó alegando que esta casa había sido de los Sandoval durante varias generaciones y no sería ella quien truncase la tradición. Dice que serán sus herederos los responsables del futuro del palacete. Mientras ella viva, asegura, esta será su casa.

Caminaban hacia el coche y Ana se dio cuenta de la insistencia con la que Santiago miraba al jardín del palacio del marqués de Salamanca. En su interior la fuente, realizada en mármol de Carrara, mostraba una bellísima composición con unos cuantos angelotes. Todos excepto uno se hallaban situados en un mismo nivel sosteniendo una gran concha sobre sus hombros, y en lo alto el otro angelote hacía sonar una caracola.

—¿Lo conoce? —preguntó Ana.

—No. He admirado el jardín desde el exterior. Le confesaré un secreto: pocas fuentes centellean como esta los días de sol, y siempre me he preguntado cómo luciría bajo la luna. Además, esta noche está en su plenitud —dijo Santiago mirando al cielo.

—Pues acerquémonos. No me había dado cuenta de que había luna llena. Creo que nunca la he visto más luminosa. Manuel —dijo al cochero—, ahora volvemos, solo unos minutos.

—Cuando usted quiera, señorita —respondió servicial.

—No tengo ni idea de las veces que habré pasado por aquí y nunca me he fijado en la fuente.

—Probablemente a mí me habría pasado lo mismo —afirmó Santiago—, pero tengo un amigo escultor que me habló de su belleza y por eso la he observado en varias ocasiones.

—¡Sí que es bonita! —exclamó Ana—. Fíjese, don Santiago, parece que la caracola emitiera sonido.

—Es verdad, son tan reales esos angelotes que incluso parecen cansados bajo el peso de la concha. Pero ese es su destino.

—Seguro que por las noches, cuando nadie los ve, la colocan en lugar seguro y se dedican a corretear por el jardín —comentó Ana risueña.

—Le gusta soñar, ¿verdad?

—Sí, disfruto imaginando. Por ejemplo, este momento me hace pensar en las personas que habrán estado aquí contemplando la fuente y en qué pensarán esas figuras al vernos detrás de los barrotes.

Habían buscado el lugar de la verja desde el que mejor podían contemplar la fuente. La luna, como si hubiese querido hacerles un favor, iluminaba en su totalidad aquella zona del jardín.

—¿Y qué cree que pensarán de nosotros esta noche, Ana?

—Para mí es difícil imaginar cuando conozco la realidad. Y sé muy bien lo que hacemos aquí.

—¿Está segura de que lo sabe?

—Claro —respondió ella con cierto nerviosismo.

—Haga un esfuerzo. Conviértase por unos minutos en uno de esos angelotes y mire, ¿qué es lo que ve en la calle a través de las rejas?

Ana decidió no oponer resistencia a aquel juego con el que su profesor quería ponerla a prueba. ¿Quería jugar?, pues de acuerdo.

—Veo a una mujer y a un hombre que nos miran y tengo la sensación de que los angelotes somos un simple pretexto para que sigan muy juntos, disimulando que les interesamos, porque en el fondo sus pensamientos no se centran en nosotros. ¿He acertado, don Santiago? ¿En qué está pensando usted ahora? —le preguntó Ana con voz sugerente.

—Es un momento muy hermoso el que estamos viviendo. Tiene usted una voz maravillosa…

Y sin poder reprimir su emoción, Santiago tomó las manos de su alumna y las besó con respeto. Caminaban hacia el coche en silencio. Los dos sabían que estaban pensando lo mismo: les gustaría que aquel breve paseo durara siglos.

En el coche se sentaron juntos, uno al lado del otro. Sus cuerpos estaban tensos. Santiago, sin poder contenerse, tomó de nuevo la mano de Ana y dijo emocionado:

—Voy a contestar a su pregunta. Pensaba en usted, que es la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Jamás olvidaré estos momentos, Ana. Ana, Ana… —repitió—. Me gusta tanto decir su nombre…

La joven se quedó callada y le miró a los ojos con total sinceridad. Un traqueteo del coche hizo que perdieran el equilibrio: cayeron uno en brazos del otro y, sintiendo un impulso irrefrenable, sus labios se acercaron hasta juntarse y besarse con pasión. A ninguno de los dos les hubiera importado que el mundo se terminase en aquellos momentos. Nunca habían sido tan felices. Ana deseaba permanecer siempre así, abrazada por él y besando su boca, sintiendo sus manos, que ansiosas recorrían su cuerpo. Todos los poros de su piel eran sensibles a aquel contacto.

Recobrando el dominio sobre sí mismo, Santiago se separó de Ana y se disculpó avergonzado.

—Lo siento, no tenía que haber pasado. Le pido disculpas.

Ana no dijo nada, simplemente sonrió. Nadie la había besado con tanta pasión. No tenía ni idea de lo maravilloso que era sentirse deseada por alguien a quien admiras y te gusta.

Manuel detuvo los caballos delante de la casa de la señorita y esperó a que salieran del coche. «El joven caballero la acompañará hasta la puerta», pensó, y por ello no bajó a abrirles. Pero después de unos minutos, y al ver que no daban señales de vida, se acercó. Sorprendido de que hubieran echado las cortinas, golpeó en la puerta.

—Hemos llegado, señorita Ana.

—Gracias, Manuel —respondió ella. Luego, mirando a Santiago mientras se arreglaba un poco el pelo, le dijo—: Me alegro tanto de que mi tía nos haya dejado a solas…

—¿Estás segura de lo que dices? —preguntó él, tuteándola—. Mi posición es muy comprometida. No debería seguir dándote clases.

—Ni hablar —contestó Ana simulando enfado—. Pasado mañana te espero como siempre y podremos charlar con tranquilidad.

—Sea como quieres. Sabes que no puedo negarte nada —le aseguró mientras besaba su mano a modo de despedida.

Manuel observaba sonriente la solemne despedida de los dos jóvenes, mientras esperaba para llevar al profesor de violín al Café de Levante.

Al entrar en casa, Ana se sorprendió al ver entreabierta la puerta del despacho de su padre y la luz encendida. «Sería un sueño —se dijo— que él estuviera ahí esperándome como tantas veces había hecho». Le gustaría contarle lo feliz que era, hablarle de Santiago. Pedirle consejo.

Caminaba por el pasillo ensimismada en sus pensamientos y no se percató de la presencia de su madre, que la miraba con cara de enfado desde el fondo del pasillo.

—¿Se puede saber de dónde vienes? ¿Cómo es que tu tía no te ha acompañado? Me han dicho que te has ido de casa a las diez de la mañana y son casi las diez de la noche. Doce horas fuera, ¿qué es lo que has estado haciendo? Déjame que te vea —siguió diciendo Dolores mientras tomaba a su hija de un brazo y la hacía girarse para mirarla directamente a la cara—. Tú vienes de estar con un hombre, esa expresión de alelada te delata.

Ana sentía deseos de gritar, de decirle a su madre que no la tratara de aquella forma; su padre jamás se habría comportado así con ella. Pero no estaba dispuesta a que nadie le amargara la noche. Quería disfrutar recordando los momentos vividos con Santiago y deseaba quedarse sola cuanto antes.

—No se preocupe, madre. No he hecho nada malo. Tía Elvira y yo hemos ido a El Escorial y no me ha acompañado a casa porque se encontraba mal. La he dejado antes a ella. Eso es todo.

—No. A mí no puedes engañarme. Tú acabas de estar con un hombre. Dime quién es. ¿Has dejado a Enrique por él? Se acabaron las salidas con tu tía. Sabes que puedo encerrarte en casa hasta que recobres el juicio y vuelvas con tu prometido.

—Madre, no tengo ningún prometido, nunca lo tuve. Enrique es historia pasada. No volveré a salir con él.

—Eso ya lo veremos. Me ha dicho que está dispuesto a esperar el tiempo que sea necesario.

—Es inútil, no voy a cambiar de idea. Y usted, madre, me puede encerrar, pero sabe que no más de un año, hasta que cumpla la mayoría de edad. Después podré hacer lo que quiera y disponer del dinero que me ha dejado mi padre.

—Tu padre, tu padre. Él es el culpable de haberte educado como a un muchacho.

—No quiero seguir escuchándola, madre. Me voy a mi habitación.

—Espera —le pidió—, tengo que enseñarte algo.

Ana se fijó entonces en el libro que su madre sostenía y del que sacó un sobre. Era un sobre pequeño, desgastado y amarillento, señal inequívoca del paso del tiempo.

—Esta noche tenía una cena en casa de los Núñez Colina a la que por tu culpa no pude asistir, porque no podía irme sin saber nada de ti desde esta mañana —dijo Dolores—. Pues bien, para no aburrirme mientras te esperaba, entré en el despacho de tu padre y curioseando entre los innumerables libros que llenan las estanterías me fijé en uno del que no podía leer el título. Al ir a colocarlo de nuevo en su sitio cayó al suelo este sobre. ¿Sabías que tu padre había sido alumno de la Escuela de Música?

Mientras escuchaba a su madre, la curiosidad de Ana iba en aumento. Estaba deseando ver qué contenía aquel sobre, pero se contuvo.

—No tenía ni idea de que papá estudiara música —mintió Ana—. ¿Por qué me lo pregunta?

—Mira esta fotografía.

Dolores extrajo del sobre una foto antigua y junto a ella una cartulina en la que a Ana le pareció reconocer que había una especie de poema escrito. Nerviosa, la tomó en sus manos y la observó con interés. Inmediatamente descubrió a su padre entre el grupo de jóvenes que posaron para el fotógrafo: eran siete chicos y cuatro muchachas.

—Dale la vuelta —pidió Dolores. Ana miró el reverso y leyó lo escrito: «Alumnos de 1.° de violín del Real Conservatorio de Madrid. 1863»—. ¿No te extraña que nunca nos lo dijera? —insistió.

—Bueno, tal vez fue algo pasajero a lo que no le dio importancia —contestó muy segura, aunque sabía que su madre tenía razón, pues ella también se había hecho esa pregunta.

—Puede que sí, aunque el hecho de guardar esta fotografía y con este poema escrito de su puño y letra —dijo su madre mostrándole la cartulina, mucho más amarilla que el sobre— me lleva a pensar que tu padre nunca olvidó su paso por el Conservatorio y tal vez por eso no me habló de ello —dijo pensativa para añadir—: Claro, que yo conocí a tu padre a los cinco años de haberse hecho esa fotografía y entonces ya estaba terminando sus estudios de Derecho. Lo cierto —siguió diciendo Dolores— es que no debo dedicar a este tema ni un minuto más. Si lo hice fue por comprobar si tú lo sabías. Te confieso que a veces tuve la sensación de que tu padre y tú me dejabais al margen de vuestras vidas. Siempre me he sentido distinta porque no compartíamos las mismas aficiones. Además, él se preocupó de moldearte a su antojo y yo me quedé aislada.

Ana sintió pena. Su madre le estaba revelando algo en lo que jamás hubiera pensado: se encontraba sola. Entonces se dio cuenta de que posiblemente el comportamiento de Dolores respondiera a esa situación. En un gesto de ternura la abrazó.

—Madre, sabe que eso no es cierto. Papá la adoraba. Era para él lo más importante en el mundo —dijo mientras le daba un beso en la mejilla.

—Yo sé que no es así. Pero eso ahora poco importa —replicó Dolores, y dejando a Ana con el sobre en la mano, se fue pasillo adelante. Cuando estaba a punto de entrar en su cuarto, se volvió para decirle—: Tienes que prometerme que mañana nos sentaremos para hablar con calma de Enrique.

—Está bien, madre.

Ana volvió a mirar la fotografía. ¿Sería alguna de aquellas chicas la autora del texto de la partitura? ¿Por qué no un chico? Estaba convencida de que se trataba de una pareja de enamorados y que el bibliotecario, Bruno Ruscello, era uno de los protagonistas… por lo tanto, la otra persona era una mujer… Aunque bien es verdad que podría equivocarse. Pero ¿qué papel jugaba su padre en aquella historia? Leyó despacio los versos que Pablo Sandoval había copiado en una tarjeta.

¿Por qué volvéis a la memoria mía

tristes recuerdos del placer perdido,

a aumentar la ansiedad y la agonía

de este desierto corazón herido?

¡Ay!, que de aquellas horas de alegría

le quedó al corazón solo un gemido

y el llanto que al dolor los ojos niegan,

¡lágrimas son de hiel que al alma anegan!

¿Dónde volaron, ¡ay!, aquellas horas

de juventud, de amor y de aventura,

regaladas de músicas sonoras,

adornadas de luz y de hermosura?

imágenes de oro bullidoras,

sus alas de carmín y nieve pura,

al sol de mi esperanza desplegando,

posaban, ¡ay!, a mi alrededor cantando.

Ana reconoció inmediatamente aquellos versos: eran unos fragmentos del poema «Canto a Teresa» de Espronceda. ¿Alguna de las chicas de la foto se llamaría Teresa? ¿Habría sido el primer amor de su padre? ¿Habría muerto como la Teresa de Espronceda? Recordó que Inés Mancebo le había dicho que su padre era muy amigo de todas sus compañeras. Volvió a mirar la fotografía y creyó identificar a Inés en una de las muchachas. ¿Cuál sería Elsa?

Al ir a guardar en el libro el sobre con la fotografía y los versos, tuvo la sensación de haberlo visto antes en las manos de su padre. Estaba forrado con un papel azul fuerte y ella recordaba que muchas tardes su padre leía un libro como aquel. Sin grandes esfuerzos podía ver de nuevo su imagen sentado en su despacho con un libro azul en las manos mientras ella estudiaba. Dirigió una mirada rápida a la librería y no descubrió ningún ejemplar forrado de aquel color. Se fijó entonces en el título del ejemplar, Madame Bovary, y le sorprendió que su padre leyera novelas, no le encajaba nada. Ana advirtió que nunca había hablado con él sobre sus gustos literarios y sintió una punzada en su corazón al pensar que ya no podría nunca más contar con la opinión paterna sobre tantos y tantos temas que se le irían planteando a lo largo de la vida.

De haber sabido que su padre poseía aquel libro, Ana lo hubiese leído en secreto, ya que siempre le habían prohibido ese tipo de lecturas. Mientras lo colocaba en el estante, seguía dándole vueltas a por qué su padre habría guardado la foto y el poema en aquel libro. «Tal vez la historia de Madame Bovary le atraía por alguna razón —se dijo—, o simplemente lo leyó cuando frecuentaba la Escuela. También pudo regalárselo alguno de los que están en la fotografía».

A punto estuvo de volver a buscar el libro para empezar a leerlo, pero no; lo dejaría para otro día. Aquella noche solo quería pensar en la maravillosa sensación de los labios de Santiago sobre los suyos.