11
MI PADRE nunca quiso tener domicilio fijo y como era un apasionado de las películas se metió de representante en la Paramount. Iba de pueblo en pueblo, del desierto a la selva, del calor a la nieve. Era como si caminara delante de sus propios pasos, aunque quizá no hacía más que huir de ellos. Tenía hormigas en los pies y no estuvo con mi madre ni siquiera el día de mi nacimiento.
Recuerdo como si fuera ayer el día que regresó de Chile. Mi madre daba una fiesta para sus amigas y de pronto tocó el timbre. Traía un cigarro enorme que dejaba aureolas de humo a su alrededor; estaba espléndido con un sobretodo de pelo de camello, sombrero marrón, traje cruzado y zapatos relucientes. No le faltaba más que ponerse a repartir puros y prenderlos con billetes de mil. Fue a besar a mi madre, aunque eso era asunto concluido y al verme abrió los brazos y me levantó hasta cerca del techo. «Mañana te lo traigo», le dijo a mi madre. Subimos a un Buick flamante que lo esperaba en la puerta y tardamos una semana en volver.
Íbamos de un cine a otro y creo que esos fueron los días en que más cosas aprendí. Me compraba una caja de maní con chocolate y ni bien se apagaban las luces me dejaba en la primera fila para que nadie me tapara la pantalla. Se iba a la cabina, pero yo sabía que no se olvidaba de mí porque en algún momento de la función el Corsario Negro aparecía en la pantalla tapando las otras imágenes. Era la señal convenida para que fuera a reunirme con él. Apoyaba el alfiler de la corbata sobre la lente del proyector y lo que yo veía en la pantalla era la sombra del Corsario. Ocurría tan rápido que los espectadores no alcanzaban a protestar y yo salía al pasillo oscuro apenas marcado por las luces en el suelo. Subía la pendiente caminando hacia atrás para mirar la última escena y despedirme de los personajes. Así descubrí los besos apasionados y el inolvidable instante en que Frankenstein toma conciencia de que los monstruos son los otros. Años más tarde mi padre me contó que la primera película que había visto en su vida fue el Drácula de Bela Lugosi y que durante mucho tiempo su mundo había sido denso y sombrío como aquella cinta. Desde entonces me pregunto si no nos parecemos a las primeras historias que nos cuentan, si acaso las cosas no son tan simples como eso.
¿Cómo habría hecho mi padre para ganarse el Buick, el puro, los zapatos brillantes y además recuperar la sonrisa? Había regresado envuelto en volutas de humo, como si saliera de la lámpara de Aladino, y nadie podía imaginar que con la ayuda del tío Gregorio había hecho saltar la banca en el casino de Viña del Mar.
Al tercer día de andar por los cines hubo un apagón en el centro. Serían las seis de la tarde en invierno y el tránsito empezó a taponarse detrás de tranvías y trolebuses paralizados. El gerente de la sala comentó que «los peronchos» habían hecho saltar las torres eléctricas. El cine quedó a oscuras y la gente empezó a chiflar y a buscar la salida a los tropezones. A mí me invadió un pánico profundo, me puse a llorar tan fuerte y con tanta congoja que de pronto por el megáfono salió la voz de mi padre. No explicó lo que pasaba, ni siquiera se ocupó del público; solo se dirigía a mí con voz pausada y densa. Me decía que me quedara tranquilo, que el Corsario Negro ya venía en mi ayuda. Y así fue que por segunda vez en pocos días se me apareció como por arte de magia. Traía una linterna y el fuego del puro brillaba delante suyo como la estrella que guía a los Reyes Magos.
—Ya pasó —me dijo al oído—. Acá está el Corsario Negro.
En la oscuridad, mientras los acomodadores revoloteaban las luces de las linternas, una mujer gritó «¡Viva Perón, carajo!» y el aire se enrareció. Podían haber cerrado el cine y dejarnos a todos adentro hasta que llegara la policía, pero una voz muy enérgica respondió «¡Que se muera el hijo de puta!» y enseguida el gerente devolvió las entradas.
No se podía nombrar a Perón ni al peronismo ni siquiera para hablar mal y las radios llamaban al General «Tirano prófugo». Cada vez que escuchaba eso, sentía un escalofrío porque le había oído decir a una amiga de mi madre que mi padre era el «Embustero prófugo». Mentiroso o no, había entusiasmado a Perón con su ciudad de cristal. Aquellos días estuvieron a punto de ser perfectos: parábamos en una suite doble del Plaza Hotel, nos traían el desayuno a la cama y antes de dormir mi padre me contaba historias de vampiros y fantasmas. Yo siempre le pedía otra más, pero él se levantaba para ir a su pieza y me decía, sonriente: «Mirá que yo no soy una máquina de contar cuentos».
Y de pronto, una noche no quiso contarme nada. Me dijo que me durmiera, que tenía que trabajar y recibir gente de negocios. Lloré en silencio abrazado a la almohada pero al fin me venció el cansancio. Entrada la noche me desperté con ganas de hacer pis y mientras caminaba para el baño me pareció escuchar un ruido de voces en la otra pieza. Dudé; sabía muy bien que no debía hacer eso, que era una de las primeras cosas que mi padre me había prohibido bajo amenaza de hacerme conocer todos los infiernos. Sin embargo algo, no sé qué irrefrenable curiosidad, qué turbia certeza me arrastró hacia la puerta que comunicaba las habitaciones. Imaginé o vi un lugar lleno de humo, mi padre desnudo, muy blanco, tirado en la cama de espaldas a mí, la nariz metida entre las piernas de una mujer alta, de largos cabellos que le tomaba la cabeza. No podían verme y tampoco me oyeron. Poco a poco retrocedí al baño. Estaba tan asombrado por lo que había visto que me costó horrores orinar, aterrorizado por la idea de que mi padre pudiera encontrarme despierto. Volví a la cama en puntas de pie y no pude pegar los ojos en toda la noche: escuché ruidos extraños, exclamaciones y risas. Después mi padre se asomó y distinguí la silueta alta y flaca de la mujer que pasaba hacia el baño vestida con una enagua blanca. A él no volví a verlo hasta la mañana, cuando se me apareció en la pieza con una bandeja llena de medialunas y dulce de leche y una taza de chocolate humeante. Ahora cada vez que siento el aroma del chocolate no puedo evitar una sensación de angustia, como si alguien fuera a rezongarme por algo que hice mal.
Recién al cumplir los dieciocho años, en un viaje al Sur que hicimos en moto, me atreví a confesarle lo que había visto en el hotel.
—¿Se lo contaste a tu madre?
—No, me daba miedo.
—Debía parecerte un grandote chabón, ¿no?
—Me pareció que eras muy grande y te habías olvidado de mí. ¿Era una novia que tenías?
—Una de tantas… ¿En el Plaza, dijiste?
—Cuando eras rico.
—Nunca fui rico. Empezaron a salir el 17, el 21 y el 6. —Por fin empezó a reírse—. Todo para mí, no me alcanzaban los bolsillos. Mierda, qué lindo es y qué poco que dura…
—¿Lo arregló el tío Gregorio?
—Habían mandado los cilindros de Mar del Plata y me llamó para que probara. «Si hiciste una ciudad de vidrio cómo no vas a saber calcular una rotación».
Estábamos en un rancho abandonado cerca de Trelew. Habíamos revisado las motos, limpiado las bujías y nos quedamos jugando a los dados hasta que empezó a refrescar.
—¿Sabés? —me dijo al apagar el último cigarrillo—. Un día vas a caer en la tentación de usarme. De acuerdo, hacé de mí lo que quieras, pero no me dejes mal parado. Con todas las que pasé lo único que me falta es que me robes el epitafio.