Capítulo 13
La acción de gracias a Amón por la inspiración y la ayuda prestada a la casa de Tao que culminó con la gran victoria en el desierto, cerca de Het-Nefer-Apu, fue la celebración más suntuosa que se recordaba. El oro de los barcos del tesoro capturados, que había sido almacenado en el templo, fue utilizado por Kamose para asegurarse de que no se reparara en gastos en la ceremonia y en la fiesta que le siguió. El homenaje que él mismo realizaría, ante los millares de personas que se esperaba que llenaran el atrio exterior y los pocos y selectos invitados que estarían de pie en el atrio interior, se celebraría a última hora de la tarde, pero durante la mañana elegida, Kamose, sencillamente vestido con un shenti, un gorro de lino y sandalias, caminó en el silencio que precede al amanecer para saludar a Amón en un acto de especial deferencia.
Cuando Kamose lo recorrió, el sendero del río estaba desierto, y en ese silencio expectante que precede a la salida del sol, llegó al canal y dobló por su plácida orilla. Delante se alzaban los pilones gemelos, formas oscuras contra un cielo todavía hundido en la noche a pesar de que las estrellas se iban borrando, y los muros que encerraban el sagrado recinto corrían hacia ambos lados y se perdían en la penumbra. Pero un punto de luz bailaba en el atrio exterior. Al llegar hasta él, Kamose hizo una reverencia y Amonmose se inclinó brevemente.
—¡Purifícate! —pidió mientras le pasaba la lámpara a un acólito y, obediente, Kamose siguió al muchacho bajo los pilones hacia el lago sagrado, con su tranquila superficie negra. Allí se quitó la ropa y caminando por una de las cuatro rampas de piedra que conducían hasta el agua, sumergió en ella todo su cuerpo, permitiendo que el líquido le entrara en los ojos y la boca. Al salir recibió ropa limpia de manos del muchacho, se secó con rapidez, se puso las sandalias y volvió al lugar donde lo esperaba el Sumo Sacerdote.
—Estoy purificado —dijo.
Amonmose hizo un gesto. Kamose lo siguió a través del desierto atrio exterior y entraron en el atrio interior.
Allí, el tejado impedía la entrada de otra luz que no fuera la de los rayos del sol al ponerse, y a esa hora la oscuridad estaba iluminada por antorchas. Los sacerdotes de menor jerarquía acababan de finalizar la procesión hasta el altar del centro, con sus ofrendas de comida, cerveza, vino, aceite y flores, que eran purificadas rodándolas con agua del lago sagrado y consagradas con incienso. Kamose hizo una profunda aspiración. El templo, lo mismo que el viejo palacio, siempre le hablaba a aquella parte de su ser que necesitaba la cordura de las órdenes divinas y la seguridad de la continuidad. En aquel momento, rodeado del perfume de flores frescas y del olor entre dulce y ácido del incienso, sintió que se relajaba. A sus espaldas oyó que se reunía el coro del templo, una serie de murmullos y algunas toses, pero no se volvió.
A la luz de las antorchas, Amonmose se acercó al santuario, su larga túnica blanca resplandecía y la cabeza de leopardo, cuya piel tenía sobre un hombro, le golpeaba con suavidad una cadera. Al llegar a la puerta hizo una pausa, esperando la señal del acólito que estaba en el tejado del templo y que le indicaría que el sol acababa de aparecer en el horizonte. Al poco se oyó el grito. Entonces, Amonmose rompió el sello de las puertas y las abrió de par en par. Enseguida se iniciaron los cánticos de los sacerdotes:
«¡Elévate, gran dios, en paz! ¡Elévate hermosamente en paz!».
El coro reunido detrás de Kamose respondió y su música resonó en la habitación.
«¡Has salido! Estás en paz. Elévate hermosamente en paz. Despierta a la vida, dios de esta ciudad».
Una vez más se oyó la voz del solista y de nuevo el coro le replicó.
«Tu frente despierta en la belleza, ¡oh, radiante rostro que no conoce la cólera!».
Amonmose hizo una seña y Kamose entro con el a la presencia de Amón.
En el santuario, el pequeño y secreto corazón del templo, Amón estaba sentado sonriendo con bondad, las llamas anaranjadas de las antorchas deslizándose como aceites preciosos sobre su piel dorada. Las dos plumas de avestruz que recordaban su antigua personificación como el Gran Graznador salían delicadamente de la corona que le rodeaba la frente. Con las manos en las rodillas miraba a Kamose como si lo reconociera. A su izquierda, la barca sagrada en la que hacía sus poco frecuentes viajes descansaba en su pedestal. A su derecha, el cofre de cedro exquisitamente tallado que contenía los utensilios que Amonmose necesitaba para llevar a cabo las abluciones del dios, y otro altar en el que estaban los ofrecimientos de la tarde anterior.
Con rapidez, Kamose se inclinó a besar las manos y los pies de la estatua y luego retrocedió. Amonmose, en un gesto ritual que estaba lleno de afecto, abrazó al dios, llevando así su alma desde el cielo a su lugar en el templo. Cantó cuatro veces con suavidad: «Adoro tu Majestad con las palabras elegidas, con las oraciones que aumentan tu prestigio, en tus grandes nombres y en las sagradas manifestaciones bajo las que te revelaste el primer día del mundo», y los devotos saludos eran acompañados por las voces del coro.
Amonmose comenzó las tareas de su cargo, retirando los ofrecimientos de la noche y reemplazándolos con los regalos que estaban en el altar del atrio interior, lavando, pintando y vistiendo al dios y presentándole los retales de lino blanco, azul, verde y rojo que representaban la totalidad de Egipto. Al amparo de los movimientos del Sumo Sacerdote y de la música que surgía del santuario, Kamose habló en voz baja.
—Mi Señor, protector de Weset y sostén de mi familia —dijo con un nudo en la garganta—. Reconozco tu omnipotencia, Venero tu benigno poder. Hoy vendré a ti con toda la pompa y con la vestimenta de mi cargo, pero ahora estoy humildemente frente a ti, como tu hijo. Te agradezco la victoria que has querido regalarle a mi ejército. Te agradezco los sagrados sueños que me has enviado y por los que me has hecho conocer tus deseos. Te agradezco el privilegio de limpiar de este país la mancha de pies extranjeros para que puedas caminar por la tierra de Egipto sin dolor, y te prometo que si me das Het-Uart te elevaré sobre todos los dioses y que todas las rodillas en Egipto se hincarán ante tu gloria.
Pero no te agradeceré por tu oráculo, dijo para sí. Tal vez algún día Ahmose tenga motivos para estar donde estoy yo ahora y rendirte homenaje por tus palabras, pero tu deseo me parece difícil. ¡Oh, Poderoso!, aunque, por supuesto, es justo. Perdóname este pequeño rincón de miedo que anida en mi alma.
Observó a Amonmose a través del agradable humo del incienso gris mientras cogía el recipiente de alabastro lleno de aceite, introducía en él el dedo meñique de la mano derecha y tocaba con gesto reverente la frente del dios, para que estuviera protegido de todo mal y de influencias impuras y pudiera realizar su divino trabajo sin impedimentos. Hizo la ofrenda de las sales, cinco granos de natrón de Nekheb, cinco granos de resina, cinco granos de sales inferiores. Permite que llegue hasta aquí con la Doble Corona sobre mi cabeza para santificar mi divinidad, a pesar de ese espantoso oráculo, pensó Kamose apasionado. ¡Ten piedad de mi agonía, Amón! Concédeme el último premio a las noches sin dormir y a los días llenos de muertes. Pero en la leve y enigmática sonrisa del dios, no leyó ningún cambio, ninguna sensación de que el poder que llenaba el santuario se ablandara.
Amonmose casi había completado los ritos de la mañana. Varias veces roció el suelo y las paredes del santuario con agua sagrada antes de velar el rostro del dios. Vació sobre el suelo el incienso sin usar. Con una escoba en la mano, el Sumo Sacerdote comenzó a salir de la habitación retrocediendo y mientras lo hacía iba barriendo las huellas de sus pasos. Kamose, con una última mirada al ser sublime que de alguna manera se había convertido también en el compañero de su alma, precedió a Amonmose, quien cerró con llave las puertas y las volvió a sellar con arcilla. Los cantantes callaron, se prosternaron ante las puertas y comenzaron a dispersarse. Amonmose se volvió hacia Kamose y sonrió.
—Ven a la sacristía, Majestad —dijo—. Tengo algo que mostrarte.
El atrio exterior estaba ya bañado por el sol límpido de las horas tempranas y el cielo era de un azul delicado. A Kamose le hacía ruido el estómago. De repente se sentía hambriento, pero acompañó al Sumo Sacerdote a una de las pequeñas habitaciones laterales que rodeaban la parte interior del atrio. Un acólito esperaba para librar a Amonmose de la piel de leopardo. Amonmose se la quitó, se encaminó a una de las grandes cajas de almacenaje que había contra la pared, levantó la tapa y sacó un collar. A pesar de no estar iluminado por una luz directa, resplandecía.
—Los joyeros de Amón se han tomado la libertad de hacer diez como éste —le dijo a Kamose—. Amón decretó la victoria para ti. Por lo tanto, los hombres trabajaron con la certeza de que querrías conceder el Oro de los Favores a aquellos que, bajo tu mando, se hayan distinguido.
El Oro de los Favores. Durante unos instantes Kamose ni siquiera pudo hablar. Cogió el pesado collar de manos de su amigo y lo miró emocionado. Cada uno de los gruesos anillos de oro tenía una intrincada filigrana. Kamose sabía la cantidad de horas de trabajo que suponía realizar un tesoro semejante.
—No sé cómo agradecértelo, Amonmose —dijo con voz ronca, volviendo a poner el collar en manos del Sumo Sacerdote—, ni el Oro de los Favores ni el Oro de las Moscas ha sido concedido desde que los que ahora vivimos tenemos memoria. Sólo puedo prometerte que dentro de los cofres de Amón caerá mucho más oro del que te imaginas. —Rodeó a Amonmose con sus brazos—. Envíaselos a Akhtoy. No te quepa duda de que los distribuiré en la fiesta de esta noche. Lleva contigo a los artesanos. No es una costumbre aceptada que simples artesanos sean invitados a una ocasión tan solemne, pero deseo reconocer públicamente la fe que tuvieron en mí.
En aquel instante de intimidad se sintió tentado de confiar su problema al Sumo Sacerdote, de interrogarlo acerca de las palabras del oráculo, de poner en palabras sus inseguridades, pero mantuvo la boca cerrada. Le gustara o no, entre él y el hombre que lo miraba sonriente, existía un abismo de sangre y de posición, pequeño pero imposible de cruzar. Se despidió de él, cruzó el atrio y salió de las sombras de los pilones al fuerte calor de la mañana de verano.
Por la tarde, vestido con telas recamadas en oro, una corona de oro y lapislázuli sobre la peluca, y el pectoral real descansando sobre su pecho moreno, fue llevado al templo entre la multitud casi histérica que llenaba el camino del río. Detrás, sus mujeres se balanceaban en las literas, las cortinas levantadas por orden suya, aunque Tetisheri protestó por la necesidad de exhibirse ante las miradas del pueblo. Los Seguidores lo precedían y seguían. Ankhmahor caminaba al lado de Kamose. Los heraldos voceaban sus títulos. Detrás iban los príncipes, caminando con sus shentis inmaculados y levantando el polvo del camino con sus sandalias enjoyadas. Con ellos iban los oficiales.
A lo largo de toda la carretera, los vendedores habían instalado puestos en los que ofrecían de todo, desde toscas imágenes de Amón hasta amuletos de la suerte que proporcionarían a quien los usara parte de la magia de aquel día bendito. Otros ofrecían filetes de carne de hiena, pescado frito, tiernas verduras recién cogidas y aderezadas con menta o perejil, fuerte cerveza negra, y todo lo necesario para fortalecer a la gente que había comenzado a reunirse no mucho después de que Kamose regresara pensativo a su casa, gente que había esperado con paciencia pero ruidosamente la posibilidad de atisbar la procesión. Pequeñas barcas de todo tipo llenaban el río. Los niños arrojaban pétalos de flores al agua.
El atrio exterior del templo estaba atestado por aquellos afortunados que consiguieron abrirse paso a codazos hasta posiciones privilegiadas. Los jóvenes sentados en las columnas gritaban con insolencia a los que luchaban debajo. Los heraldos tardaron algún tiempo en abrir paso al séquito real, pero por fin las literas fueron depositadas en el atrio interior.
Allí estaban ya el alcalde de Weset y otros notables locales, vistiendo sus mejores trajes. Se prosternaron ante Kamose, Ahmose y los demás miembros de la familia, se pusieron de pie para observar a Su Majestad acercarse a las puertas cerradas del santuario y encender los incensarios que se le tendían con respeto. Una vez prendidos, Kamose los cogió de manos de los acólitos y, sosteniéndolos en alto, comenzó el rito de acción de gracias. Su voz profunda se alzaba sobre el clamor del atrio exterior y por fin lo acalló. El coro del templo entonó su alabanza y él permaneció en silencio. «Salud a ti, Amón, Señor de la Tierra roja, vivificador de la Tierra Negra. Salud a ti, Amón, que has permitido que los invasores fueran aplastados bajo los pies de tu hijo Kamose. Salud a ti, por quien Egipto vive, por cuyo corazón Egipto se sustenta». Los bailarines sagrados, con el largo pelo negro suelto y címbalos en los dedos, giraban y se inclinaban en señal de adoración. Kamose se arrodilló y luego se tumbó cuan largo era en el pavimento de piedra para rendir público homenaje al dios de Weset.
No había llevado ningún tributo. No tenía nada material que ofrecer. Pero mientras permanecía tendido, con los ojos cerrados y la mejilla apoyada en el suelo, le ofreció a Amón mentalmente los cuerpos disecados de los setiu que quedaron en el desierto y la sangre extranjera que se derramó en las afueras de Het-Nefer-Apu. Acéptalos, Amón, suplicó. Es alimento para un Ma’at debilitado. Acéptalo como una muestra del tiempo en que todo Egipto estará limpio.
Después de la ceremonia, fueron llevados a casa en medio de fuertes aclamaciones. Ankhmahor apostó guardias en el embarcadero y alrededor del muro que rodeaba la propiedad, para desalentar a cualquier ciudadano excesivamente celoso que quisiera darle las gracias personalmente a Kamose, pero la muchedumbre comenzó a dispersarse no mucho después de que Kamose y la familia se perdieran de vista. El mediodía había traído el calor irrespirable del verano del sur. Nadie quería estar fuera de su fresco hogar de adobe. Dentro del dominio de los Tao descendió un pesado silencio. Los habitantes fueron a sus aposentos y hasta Kamose se durmió por la tensión y la excitación de la ocasión, despertando cuando el primer bronce del cielo anunciaba una esperada puesta de sol.
La fiesta que tuvo lugar en el salón de recepciones de Kamose sería recordada durante muchos años por los invitados. La esperanza y el triunfo impregnaban el aire caliente iluminado por antorchas, mezclado con el perfume de la inmensa cantidad de flores que cubría las mesas pequeñas y que rodeaban el cuello de los ruidosos invitados, se alzaba en la exuberancia del aroma de la gran variedad de platos y vinos presentados por sirvientes que vestían los colores azules y blancos de la casa real.
La cosecha estaba a punto de empezar y las fuentes estaban adornadas por largas hojas de lechuga, relucientes guisantes verdes, nidos de brotes de cebollas, rodajas de rábanos, todo bañado en aceite de oliva y de sésamo y con fuerte sabor a eneldo, alholva, coriandro, hinojo y comino, todo cultivado por los jardineros de Tetisheri. Patos, gansos, pescados y carne de gacela, asada y al vapor, se amontonaban para ser cogidos por dedos nerviosos. El jugo púrpura de granadas manchaba las telas finas. Las uvas, que colgaban del emparrado que se arqueaba sobre el sendero que iba del embarcadero a la casa, reventaban con increíble dulzura dentro de bocas anhelantes. Había higos bañados en miel y pasteles de nueces. Jarra tras jarra de vino dorado o tinto se abría y se vertía en tazas que se alzaban sobre hombres y mujeres, sentados con las piernas cruzadas en los almohadones.
Los esfuerzos de los músicos se ahogaban en la algarabía y las risas de los presentes, pero de vez en cuando se podía oír el resonar de tambores o el gemido de las flautas antes de que la algarabía los volviera a ahogar. A medida que avanzaba la noche, el calor comenzó a derretir los conos de cera perfumada atados a las pelucas de los invitados, añadiendo otro perfume penetrante a los aromas que surgían entre las columnas.
Los integrantes de la familia, con los príncipes y el Sumo Sacerdote, estaban sentados en un estrado en un extremo del salón. Aahmes-Nefertari, ruborizada pero sin duda feliz, comió poco y luego se echó hacia atrás y observó a los invitados cubiertos de joyas. Tenía una mano apoyada en el muslo de su marido. Ahmose consumía todo lo que se le ponía delante con alegre dedicación, y de vez en cuando le ofrecía algún bocado o un sorbo de su vino. Aahotep terminó de comer con su habitual y metódica dignidad; hablaba con el príncipe Lasen, que estaba junto a ella. Tetisheri probaba las exquisiteces que Uni le ofrecía, pedía cerveza en lugar de vino, e ignoraba a Nefer-Sakharu, que se había emborrachado enseguida y se quejaba de que la carne no estaba suficientemente cocida. Ramose la observaba con una sonrisa indulgente. Desde el encuentro había pasado casi todo el tiempo con ella, caminaban por el jardín, la llevaba a navegar al río en uno de los esquifes de Kamose y jugaba con ella a juegos de tablero en sus habitaciones. No parecía molestarle el tono de superioridad con que ella se dirigía a su hostigado sirviente. Ahmose-Onkh, vestido con poco más que un taparrabos, gateaba encantado entre los invitados, arrancando comida de sus platos con sus manos regordetas y mascullando medias palabras mientras se la metía en la boca. Su niñera lo seguía nerviosa.
Kamose comió hasta saciarse, puso los codos sobre la mesa y con una taza de vino entre las palmas de las manos estudió el salón que durante tanto tiempo había permanecido vacío. Poco a poco había ido adquiriendo un ambiente melancólico, de manera que la familia lo evitaba, prefiriendo pasar por otras puertas. Sin embargo, en aquel momento cumplía sus funciones y los susurros de un pasado desgraciado se silenciaban, sobrecogidos por el alegre caos del presente. La voz aguda de Nefer-Sakharu interrumpió sus pensamientos y la miró pensativo. Fue tan valiente, tan silenciosamente real en aquel día espantoso en que me vi obligado a ejecutar a Teti, pensó. Desde que llegó aquí ha cambiado, se ha vuelto irritable y descontenta. No puedo culparla, pero esta noche no quiero pensar si representa una amenaza, si es capaz de pervertir la lealtad que Ramose me profesa, si su lengua de mujer puede llegar a alejar a un príncipe. O a dos. Suspiró. Una cosa más que debo recordar. La picadura de una hormiga puede no ser tan dolorosa como la de un escorpión, pero a pesar de todo se siente.
—¿Qué te sucede, Kamose? —preguntó Tetisheri de repente—. Tu suspiro es como el de una criatura a quien apartan de su juguete para llevarla al baño. Que es justamente lo que Ahmose-Onkh necesita en este momento. ¡Míralo! ¡Un pequeño príncipe bañado en miel!
—Estaba pensando en Teti —contestó Kamose. Tetisheri miró a la madre de Ramose, malhumorada pero más tranquila, con un plato de pescado frente a ella.
—No, no pensabas en Teti —dijo Tetisheri—. Estoy de acuerdo contigo, Kamose. Habrá que observarla mientras los príncipes estén aquí. Es una campesina poco agradecida y una molestia. Lástima. La recuerdo muy bien en la época en que era una señora agradable y la bondadosa esposa de un gobernador.
—La guerra nos ha cambiado a todos —dijo Kamose—. Hemos viajado por un camino largo y oscuro para llegar hasta esta reunión. Nos regocijamos, pero estamos heridos.
—No tanto como Apepa —contestó ella—. Ha perdido su país. Y hablando de serpientes, ¿sabías que la de la casa no ha vuelto? Aahmes-Nefertari está preocupada. Cree que es una maldición que pesa sobre su embarazo. Kamose lanzó una carcajada.
—¡Querida hermana! —rió—. Siempre tan supersticiosa. Me apiado de cualquier serpiente que se sienta atraída por el olor de la leche. Tendrá que enfrentarse a Ahmose-Onkh. —Se levantó y asintió en dirección al heraldo, situado en un extremo del estrado, y a Akhtoy, que estaba detrás de él.
Cuando Kamose se puso en pie, el ruido comenzó a decrecer y ante la voz resonante del heraldo cesó por completo.
—¡Silencio para el Poderoso Toro de Ma’at, Vivificador de las Dos Tierras, Vencedor de los setiu, bien amado de Amón, Su Majestad, el rey Kamose Tao!
En el inmediato silencio que se produjo, Kamose estudió el mar de rostros que se alzaban hacia él, indistintos a pesar de las antorchas que ardían en las paredes. La luz anaranjada destacaba un pendiente aquí, un adorno para el pelo allá, el brillo de una taza de plata, y creaba largas sombras que cruzaban sobre todos los presentes. Prevalecía un estado de ánimo de vibrante alegría.
—Ciudadanos de Weset, servidores de Amón, enamorados de Egipto —empezó diciendo—. Esta noche celebramos la culminación de dos años de lucha, de corazones doloridos y de victoria. Esta noche podemos entrever, como si miráramos hacia un oasis a través de la fuerza cegadora de una tormenta en el desierto, el fin de la dominación setiu y la gloria de Ma’at completamente restaurada. Todos vosotros me habéis seguido con fe. Me habéis entregado vuestra confianza. Vuestras armas se han alzado por mí. Por lo tanto, como compensación, os prometo una administración justa cuando el Trono de Horus descanse una vez más en su lugar de honor, aquí, en Weset, y cuando una verdadera y sagrada Encarnación se siente sobre él. —Hizo una pausa, repentinamente consciente de la mirada de su hermano fija en él. Se volvió y le hizo una seña a Akhtoy, quien puso en sus manos un pequeño y fragante cofre de cedro—. En los días de mis antepasados, antes de que los setiu llegaran con sus dioses corruptos y nos obligaran a luchar como bestias salvajes y no como hombres, era costumbre que el rey premiara al guerrero con el Oro de los Favores y, a los valientes, con el Oro de las Moscas. Estoy orgulloso de poder revivir esta antigua y honorable práctica. —Abrió la tapa del cofre del que sacó el primer collar, sopesándolo en sus manos—. Los joyeros de Amón, anticipando nuestra victoria, han vuelto a crear el Oro de los Favores. Están aquí esta noche. A ellos les ofrezco mi agradecimiento por la belleza de su trabajo, por su fe en mí y en el poder de Amón, del que nunca dudaron.
Se oyó un murmullo de sorpresa y de admiración cuando levantó el collar. Sus anchos y apretados aros tenían el valor de diez años de cosecha de cualquiera de sus propiedades, y lo sabían.
—¡Ramose! —gritó Kamose—. Quiero que te adelantes y seas el primero en recibir la gratitud de tu Señor. Te otorgo el Oro de los Favores por haber puesto voluntariamente tu cabeza entre los dientes de la serpiente para que fuera posible vencer al enemigo en el desierto. Ten la seguridad de que cuando hayamos ganado definitivamente, te encontrarás entre las personas más poderosas de todo Egipto.
Ramose se había apartado de su madre para acercarse al estrado. Estaba de pie, incómodo, y miraba a Kamose con la sonrisa en los labios.
—Esto es algo inesperado, Majestad —dijo—. Sólo cumplí con mi deber.
—Y al hacerlo, lo perdiste todo. Acércate más, amigo mío. Este oro te quedará perfectamente. —Se inclinó y lo pasó sobre la cabeza de Ramose—. Recibe el Oro de los Favores y el Favor de tu rey —dijo en voz alta.
Hacía hentis que esas palabras no se oían en Egipto y todos lo sabían. Un silencio reverente llenaba el salón. Durante unos instantes nadie se movió, pero de pronto estalló un aplauso cerrado acompañado de gritos de «¡Ramose, Ramose!» y de «¡Viva Su Majestad!». Una lluvia de flores, de las ya casi marchitas que formaban las guirnaldas de los invitados, llovió sobre Ramose cuando hizo una reverencia y volvió a su lugar, junto a su madre. Ella lo miraba sorprendida. Cuando el joven se sentó a su lado, Nefer-Sakharu lo abrazó.
—Ahora te toca el tumo a ti, príncipe Ankhmahor —dijo Kamose—. Durante toda la noche has estado recorriendo el salón, comprobando que los Seguidores estuvieran alerta. ¿Has comido? Ven aquí.
Ankhmahor estaba en el otro extremo del salón, observando la oscuridad más allá de las palmeras. Sobresaltado, se volvió al oír la voz de Kamose y esquivando a la multitud que llenaba el centro del salón, se adelantó.
—Ankhmahor, jefe de los Seguidores —dijo Kamose—. Me seguiste sin dudar a pesar de tener mucho que perder al hacerlo. Tu presencia ha sido para mí consuelo y fortaleza. Tu coraje en la batalla resulta difícil de superar. Recibe el Oro de los Favores y el Favor de tu rey.
Ankhmahor bajó la cabeza con aire grave y el pesado collar cayó sobre su pecho.
—Vuestra Majestad es generoso —dijo el príncipe en voz baja—. No merezco este honor, pero juro servirte mientras tenga aliento en el cuerpo. Mi familia y yo seremos siempre tus sirvientes.
—Lo sé —contestó Kamose—. No tiene sentido que te ofrezca más tierras ni mayores riquezas porque ya eres un hombre rico, pero te prometo un cargo de visir si el dios desea que yo me convierta en el Uno. Eres sabio y de confianza.
Kamose volvió a dirigirse al salón y Ankhmahor se refugió en las sombras de la periferia de la multitud.
—¿Kay-Abana, estás aquí? —preguntó el rey—. ¿Dónde estás?
—Creo que todavía estoy aquí, Majestad —retumbó la voz de Abana desde alguna parte del salón—. Pero confieso que, esta noche, la calidad de tu vino me ha hecho dudar hasta de mi existencia.
Entre carcajadas luchó por levantarse. Kamose lo miró con burlona solemnidad.
—¿Quién es la mujer que te coge la pierna e intenta susurrar advertencias en tu oído arrogante?
—Es mi futura esposa, Idut —respondió Kay de inmediato—. Las mujeres de Weset son muy bonitas. Las he estado admirando desde mi llegada. Idut es la más hermosa de todas y la llevaré conmigo a casa, a Nekheb. El capitán de un barco debe ser respetable.
—Comprueba que su padre esté de acuerdo —dijo Kamose de buen humor—. Y ahora ven aquí. —Kay llegó al estrado a trompicones—. Mereces una muestra de mi real disgusto. Fuiste el único oficial que desobedeció una orden.
—Mostré iniciativa —protestó Kay con expresión ofendida—. Me comporté como debe comportarse un oficial.
—Entonces tienes mi real agradecimiento, y eso debería ser suficiente para cualquier hombre —replicó Kamose.
—Pero Majestad, ¿acaso no fui capitán de una de tus embarcaciones e hice una excelente demostración de competencia? —objetó Kay en broma—. ¿No fui el único oficial que llevó a su gente contra los setiu que huían? ¿No merezco yo también una muestra de tu real gratitud?
Kamose se rió. Había algo sano, limpio y tranquilizador en Kay. Se obligó a mirarlo con expresión severa.
—Paheri dice que eres un hombre de medios modestos, que te contentas con tu pequeña casa, tu trabajo de constructor de embarcaciones y tus pequeñas propiedades en las afueras de Nekheb —dijo—. Dice que no necesitas recompensas, que prefieres una vida sencilla.
Abana hizo una reverencia algo inestable.
—Paheri tal vez exagere el grado de mi alegría —contestó arrastrando las palabras—. Nekheb está tan cerca del paraíso de Osiris como yo deseo estar en esta vida, pero tal vez haya algún lugar más cercano. En cuanto a construir embarcaciones, ¿qué habría hecho Vuestra Majestad sin mis expertos conocimientos y los de mi padre?
—Realmente, ¿qué? —convino Kamose devolviendo la amplia sonrisa de Abana.
Entre gritos de «Nekheb es un pozo árido» y «los constructores de embarcaciones huelen a juncos podridos», Kamose puso el oro alrededor del cuello del muchacho.
—Recibe el Oro de los Favores y el Favor de tu rey —dijo-Como un castigo más, Kay-Abana, te entregaré cien araras de tierra en tu provincia y diecinueve campesinos para que las trabajen. Por supuesto, una vez que hayamos tomado Het-Uart.
Kay volvió a inclinarse en una reverencia.
—Por supuesto, Majestad. Por lo tanto, así como la noche sigue al día, estoy seguro de que podré reclamar el generoso regalo de Vuestra Majestad. Te deseo vida, prosperidad y salud.
Volvió a su lugar considerablemente más sobrio y permitió que Idut tirara de él hasta el suelo. Kamose cuadró los hombros y continuó con las recompensas.
Uno por uno, los príncipes se acercaron al estrado para que se les impusiera el collar de oro. Kamose les dijo que, lo mismo que Ankhmahor, no teman necesidad de más tierras pero prometió una redistribución de gobernaciones y con eso debían contentarse. Recibieron sus premios con muda compostura.
Hor-Aha fue el último príncipe en ser honrado y Kamose, al verlo caminar con confianza hacia el estrado, descubrió que no tenía palabras para su mayor estratega. Puso el collar sobre las negras trenzas del general y le tocó la oscura mejilla antes de alejarse. En aquel momento, las miradas de ambos se encontraron. Hor-Aha levantó las cejas y sonrió. A pesar de su shenti festivo, del Ojo de Horas que llevaba en el pecho y de los anillos que cubrían sus dedos, todavía usaba el sencillo cinturón con el gastado bolsillo que contenía su amuleto secreto, la sangre de Seqenenra. Con un estremecimiento de desagrado, Kamose se obligó a no mirarlo. Entonces Hor-Aha se retiro y los jefes merecedores del Oro de los Favores ocuparon su lugar, Paheri entre ellos.
Por fin llegó el turno de los medjay. Dos de ellos se habían destacado por su valentía. Fueron hacia el estrado caminando silenciosamente, mirando a Kamose con ojos brillantes como cuentas. Los baratos collares de arcilla y las cintas que se habían atado en el pelo en honor a la fiesta les daban un aspecto aún más incongruente entre los nobles y los notables de Weset. Kamose les sonrió, les habló de la habilidad y la valentía de los medjay y les agradeció lo que habían hecho, pero no pudo ignorar el silencio avergonzado que cayó sobre ellos.
—¡Que se vayan a Set! —le gruñó a Ahmose cuando la ceremonia llegó a su fin y él se sentó y le hizo señas a Akhtoy de que le llenara la taza—. ¡Su fino linaje los ahoga! ¿Por qué no comprenden que sin los medjay todavía estarían allí fuera, luchando por llegar a Het-Uart, y quizás en peligro de verter parte de su noble sangre azul? A veces los odio, Ahmose.
Su hermano soltó la mano de Aahmes-Nefertari y se volvió a mirarlo.
—Ya hemos hablado de esto mil veces, Kamose —dijo en voz baja—. Sus sospechas y prejuicios son imposibles de cambiar. Lo único que podemos hacer es limitarlos, cuidando de no restregarles por las narices tus preferencias por los guerreros Wawat y por un general negro. Deja que se sientan tranquilamente superiores y no tendrá importancia. No hubo Oro de Favores para el príncipe Meketra. Ni siquiera está aquí. ¿Por qué?
Kamose se movió inquieto.
—No luchó en ninguna batalla —contestó con rudeza—. Lo único que hizo fue traicionar a Teti. El Oro de los Favores no es para personas como él.
—Al menos debiste invitarlo a la ceremonia de Acción de Gracias y a la fiesta —urgió Ahmose—. Todos los demás príncipes están aquí. Pronto llegará a Khemennu la noticia de que hubo grandes celebraciones en Weset de las que él fue excluido. ¿Cómo crees que se sentirá? ¿Feliz de que lo hayas dejado tranquilo en Khemennu? No. Estará resentido y ofendido. No se le ocurrirá considerar que no merece el Oro de los Favores. Creerá que lo has despreciado deliberadamente y que no lo tienes en cuenta.
—Entonces habrá acertado —contestó Kamose—. No lo he despreciado deliberadamente, Ahmose, pero ese hombre no me gusta ni confío en él. No lo puedo evitar.
—Estoy de acuerdo en tu opinión sobre él. —Ahmose suspiró y se volvió hacia su esposa—. Lo único que espero es que no nos estemos creando problemas para el futuro. Tampoco confías en Intef ni en Lasen, pero están aquí.
Ese comentario no obtuvo respuesta. Kamose terminó de beber el vino con premura, les rogó a los invitados que siguieran divirtiéndose y salió del salón en silencio. Ya estaba harto.
No había lugar en la casa al que no llegara el creciente ruido de la fiesta. Incluso en sus habitaciones y con la puerta cerrada seguía oyendo los gritos de los borrachos y la risa de sus invitados. Y el jardín, hacia donde huyó cubierto por un manto, no estaba más tranquilo. Luz y ruido salían de las columnas del salón de recepciones y se esparcían con lentitud a través de los arbustos que estaban entre la casa y el muro protector. Vagó hacia el río, contestando a los avisos de los guardias a medida que pasaba, y por fin llegó al embarcadero donde se balanceaban la barca familiar y un par de esquifes.
A cierta distancia, a derecha e izquierda, estaban amarradas las demás embarcaciones, oscuras proas cuyos mástiles se alzaban hacia el cielo estrellado. Durante un instante, Kamose pensó en la posibilidad de usar el catre del camarote que había compartido con Ahmose durante tantas semanas, pero desconfió de su deseo de retirarse a un lugar que le resultaba tan confortable y familiar, tanto física como mentalmente. Le dirigió una palabra al paciente soldado que vigilaba el río, se arrebujó bien en el manto y se tendió dentro de uno de los esquifes. Se quedó casi inmediatamente dormido.
No oyó que se vaciaba el salón cuando cerca de la madrugada la multitud borracha y saciada se dispersó rumbo a la ciudad o a las habitaciones que Tetisheri les había adjudicado. Ni se movió cuando, con los primeros rayos del sol, los sirvientes comenzaron a prepararse para un nuevo día. Volvió a la conciencia sólo cuando Akhtoy se inclinó sobre él, llamándolo. Kamose se sentó, parpadeando bajo la brillante luz del sol.
—Hace horas que te busco, Majestad —dijo el mayordomo con cierta irritación—. Su Alteza comenzó a tener dolores de parto poco después de retirarse para pasar la noche. El físico y su madre se encuentran con ella. Si deseas reunirte con su Alteza, lo encontrarás desayunando junto al estanque.
—Gracias, Akhtoy —dijo Kamose descendiendo del esquife. El agua que le lamía los pies estaba fría y se le comenzó a aclarar la cabeza—. Comeré con Ahmose. Por favor, envíame a mi heraldo. Y no me mires así. Me bañaré más tarde.
Con una reverencia Akhtoy subió al muelle, se puso las sandalias y desapareció por el sendero. Kamose lo siguió lentamente.
Encontró a Ahmose sentado en la hierba, bajo un dosel, con pan, queso y una fuente de fruta a su lado. Con un gesto invitó a Kamose a protegerse del sol.
—Me despertó justo cuando me estaba durmiendo —dijo sin ningún preámbulo—. No está preocupada, sólo contenta de no tener que soportar un día más de embarazo con este calor. Aahotep se asegurará de que todo vaya bien, y hay un sacerdote para quemar incienso en honor a Bess. —Con habilidad cortó una granada y empezó a quitarle las semillas con una cuchara. Kamose lo miró con curiosidad.
—¿Y tú? —preguntó—. ¿No estás preocupado?
—¿Por Aahmes-Nefertari? No —decidió Ahmose—. Éste será su tercer hijo. Es joven, fuerte y está sana. Pero me preocupa Egipto. —Miró a Kamose con expresión anhelante—. Todavía nos enfrentamos a la posibilidad de morir en una batalla. Tú o yo. Si nos matan a los dos, el único heredero del Trono de Horus, lo hayamos recuperado o no, sería Ahmose-Onkh. Los niños son vulnerables, Kamose. Mueren con facilidad.'Mueren de repente. Hoy, Ahmose-Onkh está perfectamente, corretea alegremente por todas partes, molestando a las serpientes y volviendo loco al servicio doméstico. Pero mañana puede tener fiebre y al día siguiente ser llevado a la Casa de los Muertos. Entonces ¿quién sería el heredero de Egipto? Tú te niegas a casarte y a tener hijos. Nosotros, los Tao. debemos tener hijos varones —se quejó—. Si Aahmes-Nefertari da a luz una niña, estaremos en una situación precaria.
—Lo sé —admitió Kamose, pensando en su padre y en Si-Amón. Seqenenra tuvo tres hijos. Quedaban dos. Y uno de nosotros no sobrevivirá, pensó sombrío. De acuerdo al oráculo seré yo, pero ¿no he sabido siempre, en alguna parte profunda de mi ka, que sólo Ahmose recibirá la gloria de una vida larga en la cúspide de la nobleza de Egipto?—. Podrías tomar una segunda esposa, Ahmose.
Hubo un largo silencio. Ambos fijaron la mirada en la nube de moscas que empezaba a cubrirlos y que luego se posaba sobre la granada abierta y su jugo de color púrpura. Después, Ahmose se aclaró la garganta.
—Crees que no vivirás mucho tiempo más, ¿verdad, Kamose? —preguntó con suavidad—. Estás enterado de lo que dijo el oráculo. Yo también. Aahmes-Nefertari nos lo contó a ambos. Sin embargo, rezo con fervor para que sea un error. —Con gestos salvajes y rápidos, muy poco comunes en él, comenzó a matar moscas con el matamoscas—. He pensado en la posibilidad de tomar otra esposa. Pero no tentaré a Ma’at, por lo menos todavía. Podrías reconsiderar tu deber, Kamose, y casarte y darnos hijos reales. Además, sean cuales fueren mis legítimos derechos, Aahmes-Nefertari no está preparada para aceptar que yo plante mi semilla en otra parte. Ha sufrido mucho con la pérdida de Si-Amón, con la muerte de su primer hijo, por ser entregada a mí en lugar de casarse contigo, con la traición de Tani. Ella y Tani teman una intimidad que a nosotros, los hombres, no nos resulta fácil de comprender. Su vida ha sido una privación tras otra. No nos debe sorprender que parezca débil y propensa a la emotividad.
—Aahmes-Nefertari ha cambiado —dijo Kamose sin pensar—. Cuando hablé con ella después de dar la noticia sobre Tani, había algo en ella que no había visto antes. Firmeza. Casi una frialdad objetiva. No sé si ha cambiado para bien o para mal. Me dijo que había crecido.
Las moscas volvían a rondar la fruta y esa vez Ahmose no les hizo caso.
—La espera es dura —dijo, y Kamose comprendió que acababa de cerrar el tema—. ¿Quieres que salgamos a nadar, Kamose? El jardín ya es un homo. ¿O prefieres comer?
Kamose negó con la cabeza y miró con desagrado el pan cada vez más duro y el trozo sudado de queso de cabra. Al levantar la vista vio que se acercaba su heraldo. Ahmose y él se levantaron cuando el hombre se inclinó ante ellos.
—¿Me mandaste llamar, Majestad?
Kamose asintió.
—Lleva un mensaje a todos los príncipes y a los jefes militares —dijo—. Quedan en libertad para regresar a sus casas para atender sus cosechas y sus asuntos familiares. Quiero que me envíen informes regulares, que deberán dirigir a mi abuela, acerca del estado de sus posesiones. Deben estar preparados para ser llamados después de la inundación. Mi permiso se extiende en particular al príncipe Ankhmahor. Dile que delegue su autoridad sobre los Seguidores en su segundo. El príncipe Hor-Aha no se irá todavía. Yo mismo hablaré con él más tarde. Eso es todo.
—Extrañarás a Ankhmahor —dijo Ahmose cuando el heraldo se hubo retirado—. Pero por lo menos conservas a Hor-Aha. Me gustaría que cambiaras de idea con respecto a Wawat. Odio el sur. Hace un calor insoportable y está poblado por tribus no civilizadas. No quiero ir a ese lugar.
Kamose se estaba quitando el shenti y las sandalias. Desnudo, comenzó a caminar por el sendero que llevaba al río.
—Yo tampoco —respondió por encima del hombro—. ¡Pero piensa en el oro, Ahmose!
Sin embargo, a él mismo le costaba mantener los pensamientos fijos en el oro. Mientras se zambullía en las agua tibias del Nilo, pensó en los estadios que lo separarían de Weset, en el tiempo que tardarían en llegar a los desiertos de Wawat los informes de Tetisheri respecto a los príncipes, en el vacío peligroso que dejaría y que cualquier cosa podría llenar. Cualquier cosa. O cualquiera.
Todavía no había noticias de la casa cuando los hermanos salieron empapados a las escaleras del embarcadero y volvieron por el jardín. Una vez maquillado y vestido, Kamose le pidió a Ahmose que lo acompañara a la orilla occidental para ver a los medjay. Juntos cruzaron el río en un barca de remos y los llevaron en literas hasta el cuartel. Allí, en la arena dura de la orilla occidental no crecía la hierba. No había árboles que dieran sombra. Y, sin embargo, a los medjay no parecía importarles.
Hor-Aha salió de la pequeña casa que Kamose le había hecho construir, y los tres caminaron entre las construcciones de adobe, saludando a los arqueros y escuchando sus quejas. Eran pocas. Los medjay eran hombres pragmáticos, nunca cuestionaban y eran fácilmente controlables por una mano firme, pero mientras caminaban en el calor insoportable bajo las inadecuadas sombrillas con que los protegían, Hor-Aha le advirtió a Kamose que sus compatriotas estaban inquietos. Querían volver a sus hogares en Wawat y comprobar por sí mismos cómo soportaban sus pueblos los ataques de los kushitas. Se someterían a sus órdenes, pero poco a poco comenzarían a desaparecer.
—Han oído rumores de que los príncipes se van —dijo Hor-Aha con franqueza—. Dicen que han luchado con más valentía que los príncipes. Sus oficiales lucen el Oro de los Favores. ¿Por qué no pueden volver a sus casas?
—¿Lucen el Oro? —preguntó Ahmose de buen humor—. ¡No se supone que deba ser usado! ¡Qué extraños y salvajes son!
—Volverán a luchar por ti si vas con ellos a Wawat y solucionas el problema de su tierra —insistió Hor-Aha.
Kamose se secó una gota de sudor de la sien y miró a su general.
—Entonces iremos a fin de mes —capituló de repente.
Eso nos dará tiempo de estudiar los mapas de Wawat que aún haya en los archivos del templo. Apepa conoce las rutas del oro, pero nosotros les hemos perdido la pista desde hace tiempo. Debo dejar un destacamento en Weset, Hor-Aha. ¡Estoy seguro de que lo comprenderás!
—Entonces permite que los soldados locales cumplan con su deber, Majestad —contestó enfáticamente Hor-Aha—. Mis medjay tienen que volver a sus hogares.
Kamose sintió que Ahmose lo miraba con expresión burlona. Estaba deseando reprender al general por su lenguaje irrespetuoso, pero resistió la tentación. Reconocía lo que provocaba su ira. No era ofensa, sino miedo.
Ahmose y él almorzaron en la frescura de las habitaciones de Kamose. Las mujeres no habían aparecido. La casa estaba silenciosa. Kamose esperaba que Ahmose fuera a sus habitaciones para dormir la siesta, pero para su sorpresa, su hermano se tumbó en el suelo.
—Si estoy solo, me preocuparé —fue todo lo que dijo antes de cerrar los ojos.
Durante un rato, Kamose, tendido en su lecho con la cabeza apoyada en la palma de una mano, miró a su hermano, observando su lenta respiración y sus manos cruzadas sobre el pecho, las ondulaciones de sus párpados mientras soñaba. Le quiero, pensó con cariño. A pesar de todas las tragedias que la vida nos ha deparado, confío por completo en él, pues su naturaleza es constante. Está siempre presente y su firmeza es como la de una roca en la que me apoyo sin reflexionar. Sin embargo, merece más. Merece ser protegido y que le diga que es un ser precioso para mí. Las lentas respiraciones de su hermano le resultaban tranquilizadoras. Kamose se dejó caer de espaldas y se durmió.
Cuando despertaron, había comenzado la larga y calurosa caída del sol hacia su ocaso. Después de saciar su sed, salieron al jardín y se sentaron a observar los peces del estanque, a la sombra de los árboles que lo rodeaban, que subían hasta la superficie del agua, con las bocas abiertas para devorar los primeros mosquitos.
—En verano hay algo que me devuelve al seno materno —murmuró Ahmose bostezando—. Me siento intemporal, no me preocupa absolutamente nada. Me siento aletargado.
Y yo me siento como un fantasma obsesionado por una ilusión, pensó Kamose. Pero no contestó.
Al ponerse el sol, la casa volvió a cobrar vida. Aromas deliciosos comenzaron a surgir de la parte trasera. El ruido del servicio que se preparaba para servir la cena devolvió todo a la normalidad. Kamose se dio cuenta de que no había comido en todo el día y de que por fin tenía hambre; entraba a la casa cuando se le acercó Ankhmahor.
—Majestad, he hecho lo que me has pedido —dijo en respuesta a la pregunta de Kamose—. Mi hijo permanecerá aquí y mandará tu guardia personal. Está ansioso por hacerlo. Yo volveré en cuanto la cosecha de Aabtu haya terminado. Si la inundación ya ha comenzado, puedo venir por la ruta del desierto.
A Kamose se le cayó el alma a los pies. A pesar de saber que Ankhmahor merecía esa licencia, tema ganas de rogarle que se quedara. Cinco meses sin su presencia era mucho tiempo.
—No es necesario que te apresures a volver —dijo—. Muy pronto iré a Wawat para poner orden en los pueblos de los medjay. No volveré hasta que la fuerza de la inundación haya disminuido.
Ankhmahor lo miró pensativo.
—Te pido perdón, Majestad, ¿pero crees que es una medida sabia? —preguntó—. ¿Qué haría Apepa si se enterara de que estás lejos y apartado de Egipto por la inundación?
—La inundación también lo estorbará a él —le recordó Kamose—. El país se convierte en un gran lago y las tropas deben moverse por su perímetro. Creo que iré en barco para poder volver más rápido a casa. No quiero hacerlo. Todo en mi interior me grita que tenga cuidado. Pero es mi deber.
Ankhmahor abrió la boca para protestar, pero la volvió a cerrar enseguida. Hubo un momento de silencio antes de que volviera a hablar.
—Lo comprendo —dijo—. Forma parte de la armonía de Ma’at que debe ser mantenida. He estado hablando con los demás príncipes. Están concluyendo sus preparativos para marcharse. Se despedirían de ti si no fuera por el inminente nacimiento que habrá en la casa. Es un gran día para tu familia.
Kamose lo abrazó.
—Que las plantas de tus pies sean firmes, Ankhmahor —dijo—. Dale recuerdos a tu esposa.
—Despídeme de tu abuela —pidió Ankhmahor—. No quiero molestarla en este momento. Te deseo una espléndida cosecha, Majestad, y un viaje seguro a las tierras del sur.
Kamose lo observó alejarse con una sensación de profundo pesar.
Un rato después, Aahmes-Nefertari dio a luz una niña, y Kamose y Ahmose abandonaron la cena para atender la llamada de Uni. Cuando entraron en la habitación, su hermana había abandonado ya el banco de partos y estaba sentada en el lecho amamantando a su hija. El pelo de Aahmes-Nefertari, humedecido por el sudor, le cubría las mejillas y colgaba sobre sus hombros desnudos. Frente a la imagen de Bess, un leve hilo de humo de incienso subsistía en la habitación calurosa y cerrada, y Raa se disponía a levantar las cortinas de la ventana cuando Kamose se acercó a la muchacha y le besó la frente caliente.
—¡Bien hecho! —dijo, y se hizo a un lado.
Ahmose se dejó caer en el lecho desordenado, tomó la mano de su mujer en una de las suyas y con la otra empezó a acariciar con suavidad a su hija.
—¡Mira la mata de pelo negro que tiene ya en la cabeza! —exclamó con admiración—. ¡Y qué nariz tan delicada! Ya es muy bonita, Aahmes-Nefertari.
Su esposa rió.
—Está colorada, arrugada y es muy glotona —contestó. Luego adquirió una expresión solemne—. Ahmose, sé que querías un hijo varón. Por favor, perdóname. ¿Crees que tal vez estaba embarazada de un varón y que mi furia contra Tani lo angustió tanto que se refugió tras una forma femenina?
Ahmose se inclinó y las envolvió a ambas en un fuerte abrazo.
—No, querida mía —dijo—. Y no te preocupes. Te amo. Amo a esta criatura. Podemos tener muchos más hijos, tanto varones como mujeres. ¿Cómo no va a ser preciosa esta pequeña, cualquiera que sea su sexo? ¿Cómo puedes culparte por algo que decretaron los dioses? Nos regocijaremos juntos en tu seguridad y en su salud. Es perfecta, ¿no te parece?
Siguieron hablando en murmullos mientras la pequeña dejaba escapar el pezón de su madre y se quedaba dormida. Kamose, después de mirarla con cariño durante un rato, salió en silencio al pasillo y de allí pasó a la frescura del salón de recepciones, donde encontró a su madre y a su abuela que ya estaban comiendo.
—Sí, está bien —dijo Aahotep en respuesta a la pregunta de Kamose, mientras éste se instalaba en un almohadón a su lado y acercaba su plato—. El parto ha sido largo para tratarse de un tercer embarazo, pero normal. El calor no ayudó.
—Es una pena que se trate de una niña —intervino Tetisheri. Parecía cansada. La telaraña de arrugas que le cruzaba el rostro parecía más pronunciada. Sus párpados pintados de azul estaban hinchados y debajo de la galena tenía profundas ojeras. Pero la mirada que le dirigió a Kamose fue tan aguda como siempre—. Un hijo varón no es suficiente. Ahmose-Onkh está cada día mejor, pero nunca se sabe. Nos hacen falta dos o tres más para que el linaje esté asegurado.
—Ahora no, Tetisheri —suplicó Aahotep con cansado humor—. Voy a terminar de comer y luego quiero dormir mucho. Consultaremos a los astrólogos. Le pondrán un nombre a la criatura y nos darán un pronóstico para el futuro, pero nada de ello es importante. Sabes tan bien como yo que Aahmes-Nefertari estará de nuevo embarazada antes de que termine la inundación. Habrá abundantes varones Tao.
—Espero que tengas razón —contestó Tetisheri. Masticó reflexivamente y luego se volvió hacia Kamose—. Los príncipes y sus parientes se han ido. Oí la algarabía de la partida desde los aposentos de Aahmes-Nefertari. Ya estamos a principios de Epophi, Kamose. ¿De verdad has decidido ir a Wawat? Ankhmahor cree que no deberías ir.
Kamose asintió y se sirvió una taza de vino. —Ya lo sé— comentó. —Me lo dijo. ¿Tienes secretos con el jefe de mis Seguidores, abuela?
—En realidad, no —contestó ella con evidente agrado—. Pero nos tenemos simpatía y a ambos nos preocupa tu bienestar. ¿Le pediste su opinión?
—Realmente, Tetisheri, tu necesidad de controlarnos a todos a veces es muy enojosa —contestó Kamose, sin saber si irritarse o echarse a reír—. No es Ankhmahor quien debe tomar la decisión.
—No, pero su consejo es sensato. Es un hombre sabio. Kamose bebió cerveza.
—No necesito sus consejos —replicó—. Y tampoco te pediré el tuyo. Es imposible no prestar atención a Wawat si queremos mantener contentos a los medjay.
Su madre, que había estado escuchando con atención la conversación, intervino de repente.
—Nos preocupa la defensa —dijo con lentitud y firmeza—. Durante dos campañas, Tetisheri y yo hemos dirigido a los soldados y observado el río. Hemos enviado espías a Pi-Hator. Podemos volverlo a hacer, pero es una gran responsabilidad, Kamose.
Kamose estuvo a punto de dejar caer su taza.
—¿Tenéis espías en Pi-Hator? ¿Por qué no me lo habíais dicho?
Aahotep se encogió de hombros.
—No había necesidad. Tú ya tenías demasiadas preocupaciones. Además, Het-Uy, el alcalde, ha respetado su acuerdo contigo y lo seguirá haciendo después de tu rotundo éxito de este invierno. Nos pediste que lo vigiláramos y a nosotras nos pareció sensato hacer un poco más. Eso es todo. Y hablando de espías, ¿has considerado la posibilidad de reclutar hombres en Het-Uart? Debe de existir alguna manera de vencer esos muros. Ninguna defensa es completamente invulnerable. Además, los espías podrían hacerte saber el estado de ánimo de los ciudadanos, el número y la disposición del resto de las tropas de Apepa, qué continúan haciendo los comercios, y te proporcionarían toda clase de información importante. —Esbozó una leve sonrisa—. Tal vez, incluso encontrarías hombres dispuestos a esparcir rumores de sedición y de incertidumbre dentro de la ciudad. Todo Egipto sabe que Het-Uart es lo único que queda entre tú y una nación unida. Desmoralízalos, Kamose. Dales malos sueños.
Miró a Tetisheri y entre ellas pasó una chispa de mutua complicidad. Kamose lo notó con sorpresa y con un pequeño estremecimiento. Durante un pasajero instante, dejó de reconocer a esas mujeres que habían gobernado su infancia y dirigido su casa. Durante un breve instante, el sexo y hasta su edad desaparecieron para darle la impresión de que eran dos depredadoras que se enfrentaban en un acuerdo emocional que lo impactó.
—Creo que dejaré el asunto en vuestras manos —dijo aturdido—. No cabe duda que estáis más que capacitadas para llevarlo adelante. Es cierto que las mujeres aventajan a los hombres en la práctica de subterfugios, manipulaciones y engaños.
Su madre rió.
—Pareces una oveja aturdida, hijo —bromeó—. No sé si sentirme halagada o sorprendida ante tu sorpresa. Es posible que seamos mujeres, pero también somos Tao. No nos falta coraje ni inteligencia. ¿Quieres que te sirva más cerveza? —Kamose asintió como un necio, con la mirada clavada en los dedos largos y graciosos de su madre mientras ella le servía la cerveza—. Por eso jamás perdonaré a Tani. Nunca. Y ahora, Tetisheri, deberíamos acostarnos y visitar a Aahmes-Nefertari más tarde. ¿Crees que convendrá que contratemos a otra niñera o piensas que Raa podrá encargarse de Ahmose-Onkh y de la nueva criatura?
Mientras hablaba se levantó y Tetisheri la imitó con muchas quejas sobre sus articulaciones. Se inclinaron distraídas ante Kamose, salieron del salón y lo dejaron mirando pensativo en la penumbra.