Capítulo 16
Permaneció de pie, desnudo, durante mucho rato, mientras el diluvio de dudas, fantasías y recuerdos caía sobre él, traspasando la armadura de su certidumbre, perforando la cáscara de su invulnerabilidad, hasta que alcanzó a ver con claridad su ka, ahora indefenso, desprendido y tiritando en un mar de nada. Volvió en sí cuando alguien llamó a la puerta.
—¿Qué sucede, Akhtoy? —graznó.
—Te pido disculpas, Majestad, pero Senehat está aquí. Dice que debe hablar enseguida contigo.
—Dile que se vaya. No quiero que me molesten.
Hubo una serie de susurros y luego la voz de Senehat le llegó ahogada a través de la puerta.
—Perdóname, Majestad, pero tengo algo importante que decirte. Algo que no puede esperar.
Kamose se inclinó en busca de su shenti. En dos oportunidades no pudo levantarlo y cuando logró hacerlo se lo puso con torpeza alrededor de la cintura.
—Entra entonces —dijo—. Pero será mejor que se trate de algo importante, Senehat. No estoy con ánimo para frivolidades.
La puerta se abrió y se cerró, y la muchacha se le acercó haciendo reverencias. Vestía una sencilla túnica de sirvienta de lino blanco bordeado de azul. Iba descalza y la acompañaba una nube de perfume de loto. Fue como si golpeara a Kamose con una fuerza casi física y tuvo que contenerse para no inhalarlo abriendo la nariz como un perro.
—Perdóname, Majestad —repitió ella—. He estado tratando de verte a solas desde que volviste de Wawat.
Kamose le estudió el rostro pero no vio en él ninguna insinuación de seducción. Su expresión era solemne. Tenía el entrecejo levemente fruncido. Kamose tuvo conciencia de una especie de desilusión que no fue más que una débil sensación bajo el peso de su cansancio.
—Habla entonces —ordenó.
Ella levantó las manos y las enlazó.
—Como tal vez sepas, Su Alteza, la princesa Aahmes-Nefertari me pidió que me acostara con el noble Ramose —comenzó a decir con sorprendente franqueza—. Yo accedí a hacerlo. Los motivos que tenía la princesa para pedírmelo me parecieron urgentes. No soy más que una simple sirvienta, pero soy una buena egipcia, Majestad. También me he convertido en una buena espía.
Kamose le sonrió y con esa sonrisa su estado de ánimo mejoró.
—Siéntate, Senehat —le dijo indicándole una silla—. Bebe un poco de vino.
Ella hizo un movimiento negativo con la cabeza.
—No, no debo permanecer aquí mucho tiempo. Si mi señora Nefer-Sakharu sospecha que he hablado contigo en privado tratará de matarme.
Kamose entrecerró los ojos.
—¿Matarte? Mi querida Senehat, si mi hermana supiera que te encuentras en un peligro tan grande te alejaría enseguida de la influencia de esa mujer. ¿No estás exagerando?
—¡No! ¡Te ruego que me escuches, Majestad! Hace algún tiempo me convertí en la amante del noble Ramose. Es un hombre excelente, bondadoso y agradecido. Aprendí a quererlo mucho, pero eso no impidió que informara de sus palabras a mi señora. Agradezco a los dioses que sus charlas siempre hayan sido inocentes. Te quiere. Es honesto. Es a su madre a quien debes temer. —Hizo una pausa, considerando cuáles serían sus siguientes palabras y Kamose esperó con paciencia—. Cuando lo llevaste al sur yo ya era parte del servicio personal de la señora Nefer-Sakharu. La lavo en la casa de baños y la peino. Le sirvo cuando come y le hago la cama. Ella me acepta por Ramose, pero rara vez me ve. Es una mujer para quien los sirvientes son invisibles. Es superior a mí en sangre y en nivel social, pero su ka es muy común. Soy sirvienta egipcia —dijo desafiante—. Tengo valor bajo el dosel de Ma’at. No como los esclavos que venden los setiu.
Eres una pequeña bruja inteligente, pensó Kamose. Aahmes-Nefertari te eligió bien.
—Comprendo —dijo en voz alta—. Sigue, Senehat. —No es un secreto que Nefer-Sakharu te odia por haber ejecutado a su marido y por tener el afecto de su hijo— dijo con franqueza. —Odia a tu familia por haberla recibido y por tratarla con bondad. Se dice muchas veces que los favores producen resentimiento, ¿no es así?— Kamose asintió. —Mostró mucho coraje y dignidad el día de la muerte de su marido. Es lo que dicen sus sirvientes. Pero fue un momento de virtud que pronto pasó—. Se acercó a la mesa y cogió una jarra. —¿Puedo cambiar de idea, Majestad? Gracias—. Con la precisión que da la práctica se sirvió una taza de vino y bebió un sorbo. —Todos nos alegramos cuando la princesa apartó a Ahmose-Onkh de su influencia, pero eso sólo aumentó su hostilidad.
—Todo eso ya lo sé —dijo Kamose con suavidad—. Todavía no sabes cómo decírmelo, ¿verdad, Senehat? Nefer-Sakharu es culpable de traición.
Ella lo miró angustiada y retiró con la punta de un dedo una gota de vino que tenía en el labio.
—No todos los días se acusa a una noble —dijo—. Incluso ahora me acobarda, a pesar de que desde hace tiempo le repito sus palabras a mi señora. Pero no esto. Esto es sólo para ti, Majestad. Antes de que partieras hacia Wawat, Nefer-Sakharu hizo lo posible por poner al noble Ramose en tu contra. Todos los días dejaba caer su veneno en los oídos de su hijo. Él estaba angustiado. Al principio trató de discutir con ella, pero luego permaneció en silencio. Su madre se negaba a escucharlo. Algunas de las cosas que le dijo eran mentira. Ramose me interrogó detenidamente acerca de la manera en que se la trataba aquí, porque sus continuas quejas empezaban a dar sus frutos. Yo lo tranquilicé y él me creyó. Le informé de todo esto a Su Alteza. Después partiste y llegaron los príncipes. —Hizo una pausa para beber otro sorbo de vino con la economía de movimientos típica de los sirvientes—. Antes de que llegaran, Nefer-Sakharu había comenzado a escribirles. Dictaba cartas todas las semanas. Pero fue estúpida. Utilizó a uno de los escribas de la casa y él, por supuesto, le mostraba a tu noble abuela lo que había escrito.
Entiendo que en esos papiros no había nada realmente peligroso, sólo un intento de conseguir la amistad de los príncipes. El daño vino después. Cuando los príncipes llegaron los abrumó enseguida con invitaciones, visitas y pequeños regalos. Estaba constantemente en su compañía, y yo con ella, para arreglarle los almohadones, poner el dosel, arreglar la pintura de su rostro. Cosas que tú, en tu generosidad, pusiste a su disposición. Les dijo cuál era la fuerza de tus defensores aquí, en la propiedad, y en Weset. Les sugirió que tomaran el control de tus soldados para limitar tu poder, de modo que te vieras obligado a escuchar sus consejos y sus deseos. Les recordó que habías ejecutado a un aristócrata y que no tenías el menor respeto por su condición de nobles, que su linaje no los protegería de tu crueldad, que los estabas utilizando.
—Eso es cierto —intervino Kamose—. Los he utilizado. Sigo utilizándolos.
—Sí, pero con benevolencia, y les has prometido grandes recompensas por el apoyo que te prestan. ¡Si hasta les otorgaste el Oro del Favor! —dijo Senehat con énfasis—. Al ver que ellos no objetaban sus quejas, se volvió más atrevida. Kamose no es más que un carnicero, les dijo. Ha matado a egipcios inocentes. No es de confianza. Escribidle a Apepa y preguntadle qué os daría a cambio de su cabeza. Entonces habló el príncipe Intef. «Ya lo he hecho», dijo. Y después el príncipe Meketra dijo: «Yo también. Kamose es un advenedizo y estamos cansados de su guerra. Queremos volver a nuestros dominios y vivir en paz».
Y yo le devolví Khemennu a ese hombre, pensó Kamose con una punzada de pena. Le restauré su principado. ¿Cómo es posible que alguien sea tan poco leal?
—¿Y qué me dices de los demás? —preguntó con un hilo de voz. Ni por un instante puso en duda la historia de Senehat. Tenía el sonido deprimente de una amarga verdad.
—Los príncipes Makhu y Mesehti discutieron con violencia con ellos —contestó la muchacha—. El príncipe Ankhmahor no estaba allí. Creo que, conscientemente, esperaron a que él estuviera ocupado en otra parte. Sabían que sería imposible corromperlo. —Se encogió de hombros—. Por fin el príncipe Makhu y el príncipe Mesehti aceptaron no mencionarte las negociaciones entre Apepa y los otros dos, siempre que cesaran en el acto esa traición. A cambio, estuvieron de acuerdo en apoyar la petición de que demoraras la campaña siguiente un año más. Eso es todo, Majestad. Cuando se corrió la voz entre los sirvientes de que tres príncipes habían sido arrestados, supe que debía venir a hablarte. No pude hacerlo antes. Después de eso ya no estuve presente en las deliberaciones entre los príncipes y Nefer-Sakharu. Tal vez cambiaron de idea, dejando de lado esa locura, y no quería acusarlos sin pruebas. Ipi nos dijo, en las habitaciones de servicio, que la prueba de su perfidia surgió en la reunión que tuvieron contigo.
—Pero no todo —dijo Kamose con lentitud—. Ignoraba que estaban en contacto con Apepa. ¡Oh, dioses! El veneno es tan sutil que hasta gotea en el centro de mi seguridad. —De repente sintió un calambre en el estómago y luchó por mantenerse erguido. Respiró despacio y esperó hasta que el dolor se fue calmando—. También tendré que arrestarla a ella —murmuró—. No puedo permitir que se mueva con libertad, esparciendo su maldad. ¡Lo siento tanto, Ramose! —Logró sonreír—. Senehat, has actuado bien. Tu memoria es excelente y también lo es tu uso del lenguaje. Es una pena que las mujeres no sean escribas. ¿Qué puedo darte a cambio de tu lealtad?
Senehat puso con cuidado la taza en la mesa, se encaminó a la ventana, bajó las cortinas y luego se quedó junto a la puerta. Kamose comprendió que sus movimientos habían sido inconscientes mientras pensaba en su ofrecimiento.
—Cuando hayan terminado las luchas, me gustaría abandonar tu servicio y servir en la casa del noble Ramose —contestó con candidez—. He sido feliz trabajando para ti, pero lo sería más si trabajara para él.
¡Qué suerte tienes, Ramose!, pensó Kamose con ironía.
—Él no te ama —dijo con suavidad.
—Lo sé —contestó ella con sencillez—. Pero no tiene importancia.
—Muy bien. Ipi puede escribir tu libertad y quedará archivada hasta el momento apropiado. Haré arrestar a Nefer-Sakharu por la mañana. ¿Estarás segura hasta entonces?
—Creo que sí —contestó ella con gravedad.
—Entonces puedes retirarte. Sé buena con él, Senehat.
—Siempre, Majestad.
Y desapareció en un remolino de tela de lino.
Kamose quería salir apresuradamente y arrestar enseguida a Nefer-Sakharu, arrastrarla a la cárcel, poner a ella y a los pérfidos príncipes contra una pared y ejecutarlos enseguida, pero prevaleció la razón. Llamó a Akhtoy y pidió agua caliente para que pudieran bañarlo en sus habitaciones, y cuando ésta llegó, permaneció de pie y con los ojos cerrados para que su sirviente personal le lavara las lágrimas, el sudor y la suciedad de aquel día terrible. El agua estaba perfumada con aceite de loto. Kamose inhaló el aire húmedo y sonrió con cansada resignación. Ramose merecía a Senehat y le deseaba a su amigo cualquier frágil felicidad que pudiera conseguir de las ruinas de su vida.
Una vez solo, retiró la sábana de su lecho y se acostó, apagó la lámpara y esperó hasta que sus ojos se acostumbraran a la penumbra. Con lentitud emergió el perfil de la ventana cubierta, un cuadrado de un gris leve lleno de las negras estrías de los juncos. La luz de las antorchas del pasillo se colaba bajo la puerta y se convertía en pálida y difusa al encontrarse con la negrura del suelo. El techo, con sus estrellas pintadas, resultaba invisible. Debería ir enseguida a hablar con Ahmose, se dijo. Él y Aahmes-Nefertari deben saber lo que me ha dicho Senehat. Nefer-Sakharu y los príncipes deben ser juzgados en público para que Egipto no me condene como un carnicero desalmado cuando ordene sus muertes.
Carnicero. Se movió inquieto bajo la sábana. Me llamaron carnicero. ¿Es eso lo que soy? ¿Es así como me recordará Egipto, como una bestia salvaje que mató campesinos e incendió pueblos en un largo ataque de lujuria sangrienta? Debo tener tiempo para borrar esos hechos, por necesarios que hayan sido, pensó. Debo sentarme en el Trono de Horus. Amón, debes concederme tiempo para gobernar con justicia, para ver prosperar mi país, para promover el buen comercio, reedificar los templos que se vienen abajo por negligencia, todas las cosas que jamás habrían sucedido sin los dos años que he dedicado a hacer añicos lo que había.
Su dolor anterior le había dejado la cabeza palpitante y, a pesar de que estaba cansado, el sueño lo eludía. Pensaba en los príncipes, en Nefer-Sakharu, en Senehat, en lo que le dijo Aahmes-Nefertari en el camino del templo, y no lograba aquietar su mente. Consideró la posibilidad de levantarse y dirigirse a las habitaciones de su abuela, pero aquella noche no quería escuchar uno de sus sermones. Quería silencio y quietud antes de la tormenta que se vería obligado a desatar por la mañana. Estaba desesperado. Siguiendo un impulso abandonó el lecho y arrodillándose en la oscuridad ante su sagrario de Amón comenzó a rezar.
—No quiero seguir adelante —le susurró a su dios—. Ya he perdido el entusiasmo. Mis príncipes me abandonan. Su desprecio me hiere hasta el fondo del alma. Todo mi trabajo y mis preocupaciones, todos los sacrificios de mi familia, todos los desconsuelos, las lágrimas, el terror, todo ha acabado en esto. Estoy vacío. Ya no puedo hacer más. Libérame, poderoso Amón. Concédeme permiso para abandonarlo todo, aunque sea por un tiempo. Tu divina mano pesa sobre mi hombro. Te suplico que la levantes y que no me condenes por mi debilidad. He hecho todo lo que un hombre puede hacer.
Después de largo rato sintió que el torrente de sus palabras desesperadas se secaba y entonces comenzó a invadirlo una tranquilidad que aquietó su mente y calmó las tensiones de su cuerpo. Has estado rezando por tu muerte, le dijo con bondad una voz interior. ¿Es lo que realmente quieres, Kamose Tao? ¿Renunciar y hundirte en la oscuridad? ¿Qué diría tu padre?
—Me halagaría por haberlo intentado —respondió Kamose en un susurro—. Cállate ya. Creo que podré dormir. —Cogió una almohada, la puso en el suelo y, apoyando en ella la cabeza, cerró los ojos. Sabía que seguiría adelante hasta que Egipto estuviera limpio o los dioses tomaran su vida. Era un guerrero y no le quedaba alternativa.
Despertó sobresaltado, con el corazón latiéndole apresuradamente, y se preguntó si alguien habría pronunciado su nombre. Tenía la cadera y el hombro doloridos por haber estado acostado en una superficie tan dura, y tras un instante se levantó y tiró la almohada sobre el lecho con la intención de seguirla, pero cuando iba a hacerlo se detuvo. Algo iba mal. Con los sentidos alerta, sondeó la oscuridad. Una leve claridad todavía rodeaba los bordes de la ventana. El silencio era absoluto. Los muebles de su habitación no eran más que formas vagas. No sabía cuánto tiempo había estado dormido, pero se sentía descansado y le pareció que no podía faltar mucho para el amanecer. Con el entrecejo fruncido permaneció sin decidir qué hacer, con la sábana contra el muslo. Algo va mal. Algo pequeño. El silencio quizá fuera muy profundo. La oscuridad, muy densa.
Entonces lo supo. La luz de las antorchas que ardían en el pasillo no se colaba bajo su puerta. Tampoco percibía el menor sonido del Seguidor que debía montar guardia allí. Avanzó con cautela y sólo su brazo extendido le impidió golpearse contra el borde de la puerta que estaba abierta de par en par. Alguien ha entrado en mi habitación mientras yo dormía en el suelo, pensó. Alguien que no me vio y salió con tanta prisa que ni siquiera cerró la puerta. Debe de haber sido un sirviente o tal vez alguien de la familia, de otra manera no habría podido atravesar la guardia. Entonces, ¿por qué se ha permitido que se apagaran las antorchas? Salió con cuidado al pasillo.
Entonces pudo ver mejor, porque la puerta del extremo del largo pasillo solía estar abierta para permitir la entrada de la fresca brisa nocturna, y se dio cuenta enseguida de que estaban vacíos los soportes puestos en la pared a intervalos regulares para sostener las antorchas. Pero el suelo no lo estaba. A un lado del cuadrado que le mostraba el perfil de las palmeras había un bulto informe, y directamente frente a él, otro. El soldado estaba sentado contra la pared, con las piernas extendidas y la cabeza caída sobre el pecho. En dos zancadas, Kamose estuvo junto a él.
—¡Levántate, soldado! —dijo con dureza—. ¡Serás castigado por dormir mientras estás de guardia!
Pero al levantar el pie del suelo notó que lo tenía pegajoso y que el hombre estaba muerto. Se acuclilló junto al cadáver y lo examinó con atención. La sangre había manado de la herida que el Seguidor tenía en el cuello, salpicando la pared y luego derramándose bajo él mientras moría.
Con rapidez, Kamose se retiró a las sombras de su cuarto y se detuvo junto a la puerta, con los dientes apretados contra la multitud de voces que clamaban dentro de su cabeza. ¿Cuánto tiempo hacía? ¿Quién más? ¿Cuántos homicidas? ¿Por qué? ¿Dónde estaban en aquel momento? Se obligó a pensar con claridad después del impacto, pasada la arrolladora sensación de impotencia, negándose a pensar en un Seqenenra malvadamente herido que se convirtió en una víctima de la doblez y el engaño. Más tarde, se dijo febrilmente. Más tarde pensaré cómo ha dado vueltas y más vueltas la rueda del destino para reemplazar el rostro de mi padre por el mío. Ahora debo moverme. Armas. ¿Dónde están mis armas? Ankhmahor se las llevó para repararlas después de Wawat. ¿Será parte de esto? Se negó a la invitación de perder su coraje, miró con rapidez a ambos lados del silencioso pasillo. Se acercó al cadáver de su Seguidor, desenvainó la espada del hombre, se apoderó de su cuchillo y corrió hacia las habitaciones de su hermano.
No encontró ningún ser vivo en su camino. Tenía demasiada prisa para detenerse a examinar los cadáveres tendidos a intervalos regulares, pero era evidente que habían matado a todos los guardias de la casa. ¿Por qué no se resistieron?, se preguntó durante un instante y supo enseguida la respuesta. Porque conocían a sus atacantes. ¿Y dónde están los sirvientes? ¿Han huido? ¿O están muertos en sus esteras en las habitaciones de servicio? ¡Dioses, este silencio me pone los pelos de punta! Jadeante, se detuvo frente a la puerta de Ahmose. Un hombre estaba sentado con la espalda contra la pared, la espada en la mano. Estaba completamente despierto. Se puso en pie y saludó a Kamose, quien se le acercó con desconfianza.
—Tú sigues vivo —balbuceó Kamose casi sin aliento.
El hombre levantó las cejas.
—Majestad, estaba cansado, pero nunca me he quedado dormido estando de guardia —contestó con aire arrepentido, sin duda sin comprender las palabras de Kamose—. Mi guardia terminará pronto. Lamento haberme sentado.
Kamose tuvo ganas de sacudirlo.
—¡No se trata de eso, pedazo de necio! —susurró—. ¿Quién más ha estado aquí? —La mirada del soldado recorrió el cuerpo de Kamose y se detuvo en sus pies descalzos. Instantáneamente se puso tenso. Kamose bajó la mirada. El resultado de la carnicería había salpicado sus piernas—. Tus compañeros han muerto —dijo tajante—. He corrido sobre su sangre. ¿Alguien pidió ser admitido en las habitaciones de mi hermano esta noche? —Temía la respuesta.
—Uno de tus oficiales acompañado por dos soldados de infantería vino hace un rato para hablar con el príncipe —dijo el Seguidor, cuyo rostro luchaba por ocultar su aturdimiento—. Pero el príncipe no está en sus habitaciones. Salió temprano para ir a pescar. Ya no falta mucho para que amanezca, Majestad. No pidieron ver a la princesa. Se marcharon enseguida.
Un gran alivio inundó a Kamose.
—Ven conmigo —ordenó abriendo la puerta.
Ahmose y su esposa ocupaban una habitación más amplia que la de Kamose, una concesión a su condición de casados. En la pequeña antecámara brillaba pacíficamente una lámpara. Las dos puertas, una que daba al dormitorio y otra a la habitación de los niños, estaban cerradas. Ante el sonido de su llegada, Raa se levantó de su estera junto a la puerta de los niños y Sit-Hathor, la sirvienta personal de Aahmes-Nefertari, lo miró desde la suya. Ambas mujeres ya estaban de pie cuando Kamose cerró la puerta detrás de sí y del soldado.
—Raa, despierta a tu ama y luego viste a los niños —ordenó—. Sit-Hathor, quiero que vayas a la habitación de Ramose. Dile que debe armarse y encontrar al príncipe Ankhmahor. ¿Me has comprendido? —Ella asintió con los ojos muy abiertos en la luz amarilla—. En el pasillo hay muchos cadáveres. Deberías ponerte tus sandalias. ¿Crees que podrás ser valiente? Dile a Ramose que hemos sido traicionados y que estamos en peligro. Yo estaré en el embarcadero para interceptar a mi hermano. ¡Enseguida, Sit-Hathor!
Ella se había inclinado para recoger sus sandalias, pero se quedó mirándolo fijamente. Enseguida volvió en sí y comenzó a atárselas. Raa había desaparecido en el dormitorio y cuando Sit-Hathor se iba salió Aahmes-Nefertari envuelta en una sábana y parpadeando somnolienta. Raa salió tras ella y entró en el cuarto de los niños.
—¿Qué sucede, Kamose? —preguntó su hermana, adormilada.
Kamose esperó observándola hasta que sus facciones se aclararon y su mirada se hizo más penetrante.
—Estás desnudo y creo que eso que tienes en las piernas es sangre —dijo—. Los príncipes se han rebelado, ¿no es así? Ahmose ha ido a pescar. ¿Crees que estará a salvo?
—No lo sé, pero mis conclusiones son iguales a las tuyas. Si anoche no hubiera dormido en el suelo, estaría muerto. Seguirán intentándolo, deben saber que han mostrado su juego y muy pronto recordarán que Ahmose-Onkh es también un Tao y volverán aquí a eliminarlo. Debe sobrevivir, Aahmes-Nefertari. En caso contrario, no quedará ningún rey en Egipto. —Al otro lado de la puerta oyó que la niña comenzaba a llorar y que Ahmose-Onkh protestaba mientras la niñera Ies hablaba con voz tranquilizadora—. Coge a tus hijos y ve al desierto. Este soldado te acompañará. ¡No hay tiempo para que me discutas! —Casi le gritó al ver que ella abría la boca para objetar algo—. He venido aquí directamente desde mis habitaciones. ¡No tengo idea de lo que puede haber sucedido en el resto de la casa! ¡Vístete y haz lo que te digo!
Por toda respuesta, se dio la vuelta, entró en su dormitorio y Kamose esperó con impaciencia. Raa salió con Hent-ta-Hent en brazos y con Ahmose-Onkh de la mano.
—Hambre —exclamó el niño de mal humor.
Kamose se volvió hacia el soldado.
—Sácalos por la entrada trasera —dijo—. Coge la comida y la bebida que encuentres por el camino. Aléjate por el desierto todo lo que resistan y ocúltalos hasta la noche. Luego encuentra el camino hasta el templo de Amón. Permanece con ellos en todo momento. —Tienes en tus manos el futuro de Egipto, tuvo ganas de añadir. Tu vida no vale nada comparada con la de ellos. ¿Puedo confiar en ti? Se mordió la lengua convencido de que no terna más alternativa que confiar en la lealtad de aquel hombre y que no tenía sentido ofenderlo. Aahmes-Nefertari cerró de un portazo y caminaba hacia él, con un shenti en la mano.
—Me he vestido como me ordenaste —dijo—. Ponte esto, Kamose. Es uno de los shentis de Ahmose. Pero no iré con los niños. Ahmose me necesitará aquí. Y también nuestra madre y la abuela.
Kamose, invadido por el miedo, tuvo ganas de levantarla y arrojarla al pasillo, de gritarle, pero el brillo de los obstinados ojos de su hermana le reveló que no ganaría nada con eso. No se molestó en discutir. Apartó las armas y se envolvió la cintura con el shenti.
—Alteza… —dijo Raa nerviosa.
Aahmes-Nefertari se acercó y la empujó con firmeza hacia la puerta.
—Este Seguidor te cuidará —aseguró—. Haz todo lo que te diga.
Kamose le hizo una seña al soldado.
—Alza al príncipe, no permitas que lo manche la sangre —ordenó—. Reza mientras caminas. ¡Apresúrate!
El soldado alzó a Ahmose-Onkh como si se tratara de un retal de lino y la habitación se vació. Kamose no esperó. Volvió a tomar sus armas.
—Diles a Tetisheri y a Aahotep lo que sé —dijo mientras iba hacia la puerta—. Quédate con ellas. No permitas que vaguen por la casa. Si llegan soldados, miénteles. —Siguiendo un impulso se detuvo, volvió a entrar en la habitación, una vez más dejó las armas y envolvió a su hermana en un abrazo—. Te quiero, lo siento tanto… —susurró con total falta de lógica.
Ella lo abrazó con fuerza, con fiereza, antes de soltarlo.
—Encuentra a Ahmose y lucha contra ellos, Kamose —susurró—. Han de pagar por lo que han hecho. Porque si no, no me quedará más remedio que matarlos yo misma.
Fue un triste intento de chiste, pero levantó el estado de ánimo de Kamose, que estaba más tranquilo cuando salió al todavía desierto pasillo.
Amparándose en las sombras recorrió la casa con los nervios tensos, esperando que el enemigo surgiera ante él en cualquier momento. Exploró con rapidez el polvoriento salón de recepciones y lo encontró desierto. También lo estaban las demás habitaciones públicas. Cuando salió a la entrada de las columnas, encontró vida. Dos soldados se pusieron en pie junto a las altas puertas dobles y le hicieron una inmediata reverencia; con alivio, Kamose los reconoció como Seguidores. Ignoraban los acontecimientos, igual que el hombre que custodiaba la puerta de Ahmose, y Kamose no perdió tiempo en interrogarlos.
—Haced guardia frente a las habitaciones de las mujeres —les ordenó—. No permitáis que entre nadie a menos que se trate del noble Ramose o de vuestro superior, el príncipe Ankhmahor.
No esperó a verlos marchar. Dobló a la izquierda y se encaminó hacia el sendero que llevaba al embarcadero.
Pero de repente se detuvo y, lanzando un gemido, apoyó las manos en las rodillas y se inclinó sobre ellas. Se le acababa de presentar un dilema, diabólico y horripilante en su simplicidad. Igual que los soldados, tal vez Ahmose ignorara lo sucedido en la casa. Estaba allí fuera, en alguna parte del río, sentado alegremente en su esquife con un hilo de pescar en el agua. Existía la posibilidad de que los homicidas, quienes fuesen, no se hubieran molestado en buscarlo. Esperarían su vuelta. Kamose observó el cielo, en el que ya se notaban señales de la proximidad del amanecer. Un único pájaro había comenzado a entonar su saludo matinal a la majestuosa salida de Ra y ante los ojos febriles de Kamose, las siluetas de los troncos de los árboles que lo rodeaban ya parecían más claras.
Si continuaba avanzando hacia el Nilo tal vez pudiera interceptar a su hermano. Sin embargo, si las sospechas de Aahmes-Nefertari y las suyas fuesen ciertas y se tratara de una revuelta, los príncipes tomarían a sus oficiales e irían directamente al cuartel donde dormían los soldados de Weset. Antes de que sus oficiales hubieran despertado del todo, los tres mil hombres del ejército estarían bajo control hostil, y él se encontraría completamente indefenso.
Lo mejor que puedo hacer es quedarme aquí y ofrecer con mansedumbre mi cuello al cuchillo, pensó con amargura. O corro al cuartel con la esperanza de llegar allí antes que los príncipes y, casi con seguridad, sacrifico a Ahmose con las flechas de los que sin duda lo deben de estar esperando, o trato de interceptarlo, le salvo la vida y pierdo un reino.
Pero tal vez Ahmose ya esté muerto, le susurró la voz de su instinto de supervivencia. No sabes nada. Estás haciendo suposiciones que podrían terminar con tu vida por la posibilidad de que el cuerpo de Ahmose no esté ya flotando en la superficie del río con la garganta cortada. Por lo menos, si vas al cuartel, estarás intentando proteger a las mujeres y restaurar tu supremacía. Retrocede, rodea la casa, corre hacia el cuartel. El hecho de no encontrarte a ti ni a Ahmose los ha confundido. Tal vez ahora se estén acercando al campo de adiestramiento. Los dioses te han dado la oportunidad de vivir y de salir triunfante de este caos. Lo único que debes hacer es volver. Después de todo, Ahmose pudo quedarse en el río para arrojar su jabalina contra los patos antes de volver a casa. Para entonces todo puede haber acabado.
Amón, ayúdame, suplicó Kamose mientras permanecía inmóvil y tembloroso por la indecisión. No sé qué hacer. Cualquier camino que elija es un camino de muerte. ¿Trato de advertir a Ahmose, lo cual es improbable que consiga, o trato de despertar a mis oficiales, que posiblemente ya estén sometidos a la amenaza de las espadas de los príncipes? No olvides a Ramose y a Ankhmahor. ¿Y si Ramose se encontró con el príncipe y juntos tuvieron la misma idea que he tenido yo? ¿Y si fueron al cuartel? Ankhmahor es bien conocido por mis soldados. O tal vez hayan cruzado el río para alertar a Hor-Aha y a los medjay. Eso es lo que tenía que haber ordenado a los soldados de la entrada. ¿En qué estaba pensando? No pensabas, se reprendió. Tu mente estaba débil por el temor que te causaba la seguridad de tus mujeres cuando sólo bastaba una acción veloz y decidida.
Tienes una tercera opción, le dijo otra voz, más suave y seductora que la anterior. Podrías reunirte con los niños en el desierto, guiarlos al templo, pedirle asilo a Amonmose. Después de todo, Ahmose-Onkh es el heredero legítimo de la divinidad, ¿no es así? Si Ahmose ya ha muerto y tus horas están contadas, ese niño es todo lo que queda de la supremacía de los Tao. Estás seguro de que, por lo menos él, está vivo todavía. Durante un instante, todo en Kamose se inclinó por ese plan. Su columna vertebral se enderezó. Su mirada recorrió la creciente luz gris que anunciaba la salida del sol en el horizonte del este. Pero luego comenzó a sonreír. Tal vez sea un necio, admitió, pero no un cobarde. Soy hijo de mi padre. Nuestro gran sueño ha terminado, pero en los años venideros otros lo recordarán y lo volverán a intentar. Ahmose-Onkh, tal vez. ¿Quién puede saberlo? Esto no es más que humo, Kamose, y no logras ver el fuego. Tu deber es ignorarlo por el bien de los de tu sangre, no tratar de apagarlo. Dio un paso hacia el camino del río. Era lo más difícil que había hecho en su vida, pero el segundo paso le resultó más fácil. Al amanecer, atravesó el jardín.
Esperaba encontrar soldados ocultos entre los arbustos, cerca de la escalera del embarcadero, pero a pesar de que revisó ambos lados del sendero y de que se tumbó detrás de un arbusto para observar los tranquilos escalones bañados por el río, no vio a nadie. Entonces quiere decir que ya controlan el ejército, pensó angustiado. Pueden arrestamos y matarnos a placer. Retrocedió y se puso bajo el emparrado, apretándose contra las hojas oscuras, donde no podía ser visto desde la casa, y se dispuso a esperar.
El coro de aves del amanecer estaba ahora en pleno apogeo, como Kamose sabía que debían estar los Himnos de Alabanza que se cantaban en el templo. No podía oírlos, pero imaginaba las palabras y la hermosa melodía con la que los sacerdotes saludaban el nacimiento de Ra. Todas las mañanas, su aparición era santificada en una explosión de gratitud por la vida, por la cordura, por la ordenada belleza de Ma’at. Kamose se rindió un momento al perfume de las flores de primavera, que empezaba a llegarle impulsado por la brisa, y al beso de las hojas de la vid que tocaban su piel. Su sombra comenzaba a proyectarse en el sendero, pálida y alargada hacia el río. Una lagartija pasó sobre ella, moviendo la cola, con las uñas delicadas arañando sin ruido, y desapareció en la hierba sin cortar. La luz que rodeaba a Kamose se volvió dorada y supo que Ra acababa de asomarse al borde del mundo.
Con un temblor de esperanza, empezaba a pensar que, sin duda, Ahmose había decidido permanecer en el río para cazar patos, pero oyó el ruido de los remos en el agua y la voz de su hermano, fuerte y alegre. Alguien le contestó. Crujieron ramas y resonaron pasos. Kamose abandonó el refugio del emparrado y echó a correr.
Había dos guardias con Ahmose. Uno de ellos acababa de saltar a un escalón cubierto de agua del embarcadero y estaba atando el esquife. El otro ya había llegado al pavimento de piedra y miraba automáticamente a su alrededor, siguiendo la costumbre de su entrenamiento. Ahmose desembarcaba tras él, con una ristra de peces atados con un hilo en una mano y sus sandalias en la otra. Al llegar a terreno seco, dejó caer las sandalias y comenzó, riendo, a meter en ellas los pies. Todo esto lo vio y lo notó Kamose con una claridad total. El borde del shenti de su hermano estaba empapado y se le adhería a los muslos. Los peces brillaban y sus escamas reflejaban el rosa y el azul del sol naciente. Ahmose tenía una mancha de barro en una mejilla. Se había puesto un sencillo brazalete de oro, delgado y suelto, que cayó hasta sus pulgares cuando bajó las manos para abrocharse las sandalias. Ambos guardias estaban en aquel momento a su lado, y uno de ellos se arrodillaba para atarle las sandalias.
Kamose ya casi había llegado hasta donde estaban. Entonces Ahmose levantó la vista y lo vio.
—¿Qué haces levantado tan temprano, Kamose? —preguntó con tono alegre—. ¿Piensas salir a nadar? ¡Mira cuántos peces he pescado esta mañana! Creo que los haré freír enseguida porque estoy hambriento. —Levantó los peces y los sacudió, sonriendo.
En aquel momento Kamose sintió un golpe en el lado izquierdo, como si le hubieran pegado un puñetazo, y dio un traspiés y se inclinó hacia delante. Al recuperar el equilibrio, pensó que había tropezado, y transcurrieron unos instantes antes de darse cuenta de que no se movía hacia Ahmose, de que había tropezado y caído, y estaba ahora con la cara pegada a la superficie irregular del sendero, sin fuerzas en las piernas. Trató de levantarse, pero las palmas de sus manos apenas se apoyaban en la tierra. ¿Por qué gritará Ahmose?, se preguntó irritado. ¿Por qué no viene a ayudarme alguno de los guardias? Sintió la vibración de pasos y con gran esfuerzo logró volver la cabeza. Dos pares de pies pasaron corriendo por su lado. Oyó gruñidos, una maldición y un grito.
Entonces alguien lo tocó, lo levantó y lo apoyó, y con el movimiento el dolor explotó en sus axilas, en su costado, a lo largo de su espalda. Sofocó su grito y levantó la mirada a través de ojos borrosos por las lágrimas de dolor. Estaba acostado en las piernas de su hermano, con el cuello apoyado en el brazo de Ahmose, y los dedos cogidos a la mano de aquél.
—Te han disparado, Kamose. ¿Qué ha sucedido? ¿Qué pasa aquí?
Ahmose preguntaba a gritos, pero sus palabras le llegaron de muy lejos, porque sin duda él, Kamose, estaba corriendo y Ahmose levantaba sus peces y sonreía, de manera que tal vez fue un ave o una lagartija la que acababa de hablar. Kamose no podía respirar. Tenía un nudo en el pecho. Había algo clavado en su garganta, pero cuando abrió la boca se deslizó hacia fuera, caliente y mojado.
—Los príncipes —murmuró—. Ahmose, los príncipes.
—Sí, tienes razón —murmuró ella; estaba equivocado, no era Ahmose quien lo sostenía, sino una mujer, y entonces supo que estaba soñando y que despertaría para encontrarse enroscado en el suelo de su habitación frente a su santuario eje Amón y que todo estaría bien.
—¡Tu rostro! —exclamó asombrado—. Por fin te veo el rostro y es de una perfección increíble. Te amo, te amo. Siempre te he amado sólo a ti.
—Lo sé —contestó ella—. Me has servido con gran fidelidad, Kamose Tao, y yo también te amo. Pero ahora ha llegado el momento en que debemos separarnos.
Se inclinó y lo besó con suavidad. Sus labios tenían gusto a vino de palma, y su pelo, que caía sobre la cara de Kamose, llenaba su nariz con olor a loto. Cuando ella alejó el rostro, Kamose notó que terna la boca y los dientes manchados de sangre.
—No me gusta este sueño —vaciló—. Debes sujetarme con más fuerza. No permitas que me resbale.
—Te abrazaré para siempre, querido hermano —dijo en voz baja—. Tú carne descansará en lo profundo de mis rocas y mientras fluyan las aguas de mi río y el viento del desierto mueva la arena y las palmeras dejen caer sus frutos, cantarán tus alabanzas. Ahora vete. Ma’at te espera en la Sala de los Juicios y yo prometo que tu corazón será tan ligero en los platillos de la balanza que su Pluma pesará más que el oro.
—Por favor… —se atragantó él—. ¡Oh, por favor…!
En su boca todavía temblaba el beso de ella, pero era Ahmose quien se alzaba junto a él, su boca de un rojo oscuro, las facciones distorsionadas.
—¡Dioses, Kamose, no te mueras! —suplicó.
Pero Kamose, que miraba más allá, hacia donde el cielo se oscurecía y un poderoso pilón había empezado a tomar forma, no pudo contestar. Se movían cosas dentro de aquellas tinieblas, un brillo de metal suntuoso, un destello de luz percibido por un ojo teñido de galena, pero entre él y la visión se alzaba una sombra humana. Trató de llamar a su hermano, de advertirle, pero estaba muy cansado. Entrecerró los ojos y vio que la sombra se encogía, que alzaba el brazo y una mano enguantada blandía una porra de madera, y entonces se encontró en el umbral de la Sala de Juicios y esos detalles tan pequeños ya no tenían importancia.