Mayo de 1536
Tomé un barco hasta Greenwich para recoger los vestidos de la reina y la ropa blanca de Catalina, dejando a William, Enrique y el bebé en los alojamientos cercanos a la Torre. William estaba agitado porque partiera sin él y yo también tenía miedo, sentía como si al volver al palacio de Greenwich volviera al peligro; pero preferí ir sola y saber que mi hijo —ese hijo excepcional, un hijo del rey— estaba fuera de la vista de la corte. Prometí no estar fuera más de dos horas y no entretenerme por nada.
Llegar a mis habitaciones fue un asunto fácil, pero el Concilio Privado había sellado los aposentos de la reina. Pensé en buscar a mi tío y preguntarle por los vestidos y la ropa blanca de Ana, luego concluí que no merecía la pena llamar la atención sobre la otra Bolena mientras la primera estaba en la Torre por delitos no especificados. Hice un paquete para ella con algunos de mis vestidos y estaba a punto de salir de la habitación cuando llegó Madge Shelton.
—Dios mío, pensé que os habían arrestado —dijo.
—¿Por qué?
—¿Por qué arrestan a cualquiera? Os habíais ido. Por supuesto, pensé que estabais en la Torre. ¿Os permitieron marchar después del interrogatorio?
—Nunca he sido arrestada, en absoluto —contesté, paciente—. Fui a Londres para estar con Catalina. Acompañó a Ana como su dama de compañía. Aún está en la Torre con ella. Sólo he vuelto a por algo de ropa blanca.
Madge se dejó caer en el asiento del alféizar y estalló en lágrimas. Lancé una ojeada a la galería y pasé mi paquete de un brazo a otro.
—Madge, tengo que irme. ¿Qué sucede?
—Dios bendito, pensé que os habían arrestado y que yo sería la siguiente.
—¿Por qué?
—Es como si te desgarrara un oso —dijo—. Me interrogaron durante toda la mañana, hasta que no pude decir lo que había visto ni oído. Retorcían mis palabras una y otra vez y las hacían sonar como si fuéramos un grupo de rameras de burdel. Nunca hice nada malo. Vos tampoco. Pero tienen que saberlo todo sobre todos. ¡Tienen que saber los momentos y lugares, y todo me daba tanta vergüenza!
Me detuve un momento a analizar el trasfondo de la cuestión.
—¿El Consejo Privado os interrogó?
—¡A todo el mundo! A todas las damas de compañía de la reina, a las doncellas, hasta a los sirvientes. A cualquiera que hubiera bailado alguna vez en sus aposentos. ¡Hubieran interrogado a Purkoy, el perro, si no estuviera muerto!
—¿Y qué preguntan?
—¿Quién yacía con quién, quién prometía qué? ¿Quién daba regalos? ¿Quién faltaba a maitines? Todo. ¿Quién estaba enamorado de la reina, quién le escribía poemas? ¿Qué canciones cantaba ella? ¿A quién favorecía? Todo.
—¿Y qué responde todo el mundo? —pregunté.
—Ay, al principio ninguno dijimos nada —contestó Madge enérgicamente—. Por supuesto. Todos guardamos nuestros secretos e intentamos guardar los de los demás. Pero saben una cosa de una persona, luego otra de otra, y al final te dan la vuelta, te pillan, te preguntan cosas que no sabes, otras que sí, y todo el tiempo tu tío te mira como si fueras una ramera redomada, y el duque de Suffolk es tan amable que le cuentas cosas, y cuando te das cuenta has dicho todo lo que querías guardar en secreto.
Acabó con una gran llorera y se secó los ojos con el encaje de su manga.
—¡Marchaos! —dijo de pronto, alzando la vista—. Porque si os ven os retendrán aquí para interrogaros, con lo único que siguen y siguen insistiendo es con Jorge y vos y la reina, dónde estabais todos cierta noche y qué hacíais otra noche.
Asentí y me alejé al instante. Inmediatamente la oí taconear detrás de mí.
—Si veis a Henry Norris, ¿le diréis que hice todo lo que pude para no decir nada? —dijo, tan lastimera como un colegial con la esperanza de no decir mentiras—. Me atraparon diciendo que la reina y yo habíamos apostado una vez por un beso suyo, pero nunca dije más. No más de lo que sonsacaron a Jane.
Ni siquiera el nombre de la venenosa esposa de Jorge me hizo comprobar nada más, de la prisa que tenía por salir del palacio. Agarré la mano de Madge Shelton y la arrastré conmigo mientras bajaba corriendo las escaleras y salía por la puerta.
—¿Jane Parker?
—Fue la que más tiempo se quedó, escribió una declaración y también la firmó. Después de que hablara con ellos todos tuvimos que volver y preguntaron por Jorge. Sólo preguntaban por Jorge y la reina, cuánto bebían juntos, con qué frecuencia vos y él estabais a solas con ella y si los dejabais a solas.
—Jane lo habrá difamado —dije rotundamente.
—Se jactaba de ello —dijo Madge—. Y esa Seymour abandonó la corte ayer para quedarse en Surrey, con los Carew, lamentándose del calor, mientras el resto de nosotros tenemos la vida pendiente de un hilo —concluyó Madge con un leve sollozo. Yo me detuve y le besé ambas mejillas—. ¿Puedo ir contigo? —preguntó con desamparo.
—No —repuse—. Id con la duquesa de Lambeth, ella cuidará de vos. Y no digáis que me habéis visto.
—Intentaré no hacerlo —dijo sinceramente—. Pero no sabéis lo que es cuando le dan vueltas y vueltas y os preguntan todo de nuevo una y otra vez.
Asentí y la dejé de pie junto a la escalinata de piedra: una muchacha bonita que había venido a la corte más bella y elegante de Europa y seducido al propio rey; que ahora veía que el mundo se le giraba, la corte se volvía sombría y el rey desconfiado, y aprendía que ninguna mujer por muy frívola o bonita o vivaracha que fuera podía considerarse a salvo.
Ésa noche llevé la ropa blanca a Catalina y le dije que no había podido coger los vestidos de la reina. No le dije por qué, no quería atraer la atención hacia mí ni hacia nuestro pequeño paraíso en los alojamientos alquilados. No le conté las noticias que había conocido por el barquero mientras remaba de vuelta a Londres: que sir Thomas Wyatt, el antiguo enamorado de Ana que hacía tantos años había rivalizado con el rey por su atención, cuando no hacíamos más que jugar al amor cortés todos, estaba arrestado y sir Richard Page, otro de nuestro círculo, también.
—Pronto vendrán a por mí —le dije a William, sentado ante el fuego de nuestro pequeño alojamiento—. Están cogiendo a todo el mundo cercano a ella.
—Será mejor que dejes de ver a Catalina todos los días —dijo—. Iré yo, o enviaremos a una doncella. Puedes venir detrás y buscar un lugar por el río desde donde verla para que sepas que está bien.
Al día siguiente cambiamos de alojamiento, y en esta ocasión dimos un nombre falso. Enrique fue a la Torre vestido como un mozo de establo, como si llevara ropa blanca o libros para Catalina. Para llegar a la verja, y de vuelta a casa, fue escabulléndose entre la multitud, asegurándose de que nadie lo siguiera. Si mi tío hubiera comprendido alguna vez que una mujer puede amar a una adolescente hubiera vigilado a Catalina, quien la hubiera conducido hasta mí. Pero nunca lo comprendió, por supuesto. Pocos hombres de la familia Howard se dieron cuenta nunca de que las jóvenes eran algo más que fichas para jugar en el juego del matrimonio.
Y él tenía otras cosas que hacer. A mitad de mes, cuando se hicieron públicas las acusaciones, advertimos que, en efecto, había estado muy ocupado. William trajo a casa las noticias de la panadería donde había ido a comprar el almuerzo y esperó a que comiera antes de hablar.
—Mi amor —dijo cariñosamente—. No sé cómo prepararte para estas noticias.
Eché una mirada a su semblante grave y aparté el plato.
—Sólo dímelas rápidamente.
—Han juzgado y encontrado culpables a Henry Norris, Francis Weston, William Breeton y al chico, Mark Smeaton, de adulterio con la reina, tu hermana.
En ese instante no pude oírlo. Oía las palabras, pero como si llegaran apagadas y desde muy lejos. Luego William apartó mi silla de la mesa, me bajó la cabeza, la sensación de sueño desapareció, vi las tablas del suelo bajo mis botas y forcejeé con él.
—Déjame, no me desmayo.
Me soltó al instante pero se arrodilló a mis pies para verme el rostro.
—Me temo que debes rezar por el alma de tu hermano. Lo han declarado culpable.
—¿No fue juzgado con los demás?
—No. Se les juzgó en el tribunal de los comunes. Él y Ana tendrán que enfrentarse a los pares.
—Entonces habrá alguna excusa. Habrán hecho alguna disposición. —William parecía dubitativo—. Debo ir a la corte —dije, saltando de la silla—. No debería haberme quedado aquí tratando de pasar desapercibida como una estúpida. Iré y les diré que es una equivocación. Antes de que esto vaya más lejos. Si los declaran culpables, debo llegar a la corte a tiempo de testificar que Jorge es inocente y Ana también.
Se movió más rápido que yo y bloqueó la puerta antes de que hubiera dado dos pasos.
—Sabía que dirías eso y no irás.
—William, mi hermano y mi hermana están en el mayor de los peligros. Tengo que salvarlos.
—No. Porque si levantas un centímetro la cabeza, te la cortarán como a ellos. ¿Quién piensas que escucha las pruebas contra esos hombres? ¿Quién es el presidente del tribunal contra tu hermano? ¡Tu propio tío! ¿Usa su influencia para salvarlo? ¿Lo hace tu padre? No. Porque saben que Ana ha enseñado al rey a ser un tirano, que ahora se ha vuelto loco y que no pueden impedir su tiranía.
—Tengo que defenderlo —dije, empujándole el pecho—. Es Jorge, mi querido Jorge. ¿Piensas que quiero ir a la tumba sabiendo que en el momento del juicio miró a su alrededor y no vio a nadie que levantara un dedo por él? Iré a su lado aunque suponga mi muerte.
—Entonces, ve —dijo, apartándose bruscamente a un lado—. Dale un beso de despedida al bebé antes de irte, y a Enrique. Le diré a Catalina que le dejaste tu bendición. Y dame un beso de despedida. Porque si vas a ese juicio, nunca saldrás viva. Te acusarán por bruja, como mínimo.
—Por el amor de Dios, ¿por hacer qué? —exclamé—. ¿Qué crees que he hecho? ¿Qué crees que ha hecho ninguno de nosotros?
—Ana va a ser acusada de seducir al rey con hechicerías. Se dice que tu hermano la ayudó. Por eso los juicios se celebran por separado. Perdona por no decírtelo todo a la vez. No es el tipo de noticias que me gusta traer a mi esposa junto con la comida. Están acusados de ser amantes e invocar al demonio. Se los juzga por separado no para disculparlos, sino porque sus delitos son demasiado grandes para oírlos de una vez.
Di un grito ahogado y me tambaleé a su lado. William me cogió y terminó lo que tenía que decirme.
—Ambos están acusados de buscar la perdición del rey y provocar su impotencia con hechizos o quizá veneno. Ambos están acusados de ser amantes y engendrar el bebé que nació monstruoso. Algo de ello quedará, digas lo que digas. Estuviste en muchas de esas largas noches en la habitación de Ana. Le enseñaste a seducir al rey tras ser su amante durante años. Le buscaste una curandera, llevaste a una bruja al palacio. ¿No lo hiciste? Sacaste bebés muertos. Yo enterré a uno. Y más que eso: más de lo que ni siquiera sé. ¿No es así? ¿No hay secretos de los Bolena que no me has contado ni siquiera a mí?
Cuando me aparté, asintió.
—Eso pensé. ¿Hizo hechizos y tomó pociones que la ayudaran a concebir? —Me miró y asentí—. Envenenó al obispo Fischer, pobre santo varón, y con ello tiene la muerte de tres inocentes sobre su conciencia. Envenenó al cardenal Wolsey y a la reina Catalina…
—¡No lo sabes seguro! —exclamé.
—¿Eres su propia hermana y no puedes ofrecer una defensa mejor? —preguntó, mirándome con dureza—. ¿Que no sabes con seguridad a cuántos ha matado?
—No sé…
—Es ciertamente culpable de escarceos con la brujería y de seducir al rey con un comportamiento subido de tono. Es ciertamente culpable de amenazar a la reina, al obispo y al cardenal. No puedes defenderla, María. Es culpable al menos de la mitad de los cargos.
—Pero Jorge… —susurré.
—Jorge la apoyaba en todo lo que hacía —dijo William—. Y pecó por su cuenta y riesgo. Si sir Francis y los otros confesaran alguna vez lo que hicieron con Smeaton y los demás, serían colgados por sodomía, por no decir nada más.
—Es mi hermano —dije—. No puedo abandonarlo.
—Puedes encaminarte a tu propia muerte —dijo William—. O puedes sobrevivir, criar a tus hijos y proteger a la niñita de Ana, a quien avergonzarán y dejarán como bastarda y huérfana a finales de semana. Puedes esperar hasta que pase este reinado y ver qué viene después. Ver qué le depara el futuro a la princesa Elizabeth, defender a nuestro hijo Enrique de aquellos que querrán erigirlo como heredero del rey o, incluso peor, como pretendiente. Debes proteger a nuestros hijos. Ana y Jorge han hecho su propia elección. Pero la princesa Elizabeth, Catalina y Enrique deberán hacer sus elecciones en el futuro. Deberías estar aquí para ayudarlos.
Mis manos, que eran puños contra su pecho, cayeron a los lados.
—De acuerdo —dije, desanimada—. Los dejaré ir al juicio sin mí. No iré al tribunal a defenderlos. Pero iré a buscar a mi tío y le preguntaré si se puede hacer algo para salvarlos.
Esperaba que también me lo negaría, pero vaciló.
—¿Estás segura de que no te llevará con ellos? Acaba de sentarse en el juicio de tres hombres que conocía desde la infancia y los ha condenado a ser colgados, castrados y descuartizados. No es hombre misericordioso.
—Muy bien —asentí, pensando intensamente—. Primero iré a mi padre.
—Te llevaré —asintió William para alivio mío.
Me arrojé una capa sobre el vestido, llamé a la nodriza para que cuidara del bebé y se quedara con Enrique, ya que salíamos a hacer una visita y sólo sería un rato, y luego William y yo nos fuimos de la casita de alquiler.
—¿Dónde está? —pregunté.
—En la mansión de vuestro tío —contestó William—. La mitad de la corte aún está en Greenwich, pero el rey se queda en sus aposentos. Se dice que está profundamente apenado, pero otros dicen que se escabulle todas las noches para ver a Jane Seymour.
—¿Qué les ha pasado a sir Thomas y a sir Richard? —pregunté.
—¿Quién sabe? —dijo William encogiéndose de hombros—. No encontraron pruebas en su contra, o se valieron de argucias o de algún tipo de favor. ¿Quién sabe qué ha de pasar cuando se vuelve loco un tirano? Están perdonados. Pero a un chico como Mark, que solo sabía una cosa y era tocar el laúd, lo atormentarán hasta que llame a gritos a su madre y les cuente lo que quieran.
Me cogió la mano fría y la metió en el hueco de su codo.
—Ya estamos —dijo—. Iremos a la puerta de las caballerizas. Conozco a algunos mozos. Prefiero ver cómo está el patio antes de entrar.
Entramos en silencio en el patio de las caballerizas, pero antes de que William pudiera gritar «¡hola!» hacia una ventana se oyó un repiqueteo sobre los adoquines y entró a caballo mi propio padre. Salí de las sombras como una flecha hacia él, el caballo dio un respingo y él soltó una maldición.
—Perdonad, padre, debo veros.
—¿Vos? —dijo bruscamente—. ¿Dónde habéis estado escondida esta última semana?
—Ha estado conmigo —contestó William con firmeza desde detrás—. Donde debía estar. Y con nuestros hijos. Catalina está con la reina.
—Ay, lo sé —dijo mi padre—. La única Bolena de virtud intachable, y eso por lo que sabemos.
—María quiere preguntaros algo y luego debemos irnos.
Hice una pausa. Ahora que ya estaba casi no sabía qué preguntar a mi padre.
—¿Jorge y Ana van a ser perdonados? —pregunté—. ¿Nuestro tío los defiende?
—Vos sabréis de sus obras mejor que nadie —me dijo con un fulgor en su mirada oscura—. Sabe Dios que los tres erais uña y carne como pecadores. Deberíais haber sido interrogada junto con las otras damas.
—No pasó nada —dije con pasión—. Nada más que lo que vos mismo sabéis, señor. Nada más que lo que nuestro tío ordenó. Me dijo que enseñara a Ana, que le contara cómo encandilar al rey. Le dijo que concibiera un varón a cualquier precio. Dijo a Jorge que la apoyara, ayudara y confortara. No hicimos más que lo que se nos ordenó. Sólo cumplimos lo ordenado. ¿Va a morir por ser una hija obediente?
—No me metáis en eso —dijo rápidamente—. No tengo nada que ver con esas órdenes. Ella las siguió a su manera, y él y tú con ella.
Me quedé boquiabierta ante su traición. Desmontó, le pasó las riendas a un mozo y comenzó a alejarse. Corrí tras él y lo cogí por la manga.
—Pero ¿nuestro tío encontrará la manera de salvarlos?
—Ella debe irse —contestó él hablándome al oído—. El rey sabe que es estéril y quiere otra esposa. Los Seymour han ganado esta partida, no se puede negar. El matrimonio será anulado.
—¿Anulado? —pregunté—. ¿Con qué base?
—Afinidad —contestó en una palabra—. Ya que fue amante vuestro, no puede ser su esposo.
—Yo no, de nuevo —dije.
—Pues sí.
—¿Y qué será de Ana?
—Un convento, si lo lleva con calma. Si no, el exilio.
—¿Y Jorge?
—Exilio.
—¿Y vos, señor?
—Si sobrevivo a esto, podré sobrevivir a cualquier cosa —dijo con tristeza—. Ahora, si no queréis que os llamen a declarar en su contra, tendréis que desaparecer y manteneros alejada.
—Pero ¿si fuera al tribunal, podría declarar a su favor, como defensa?
Soltó una carcajada.
—No existe declaración a su favor —me recordó—. En un juicio por traición no hay defensa. A lo único que pueden aspirar es a la clemencia del tribunal y el perdón del rey.
—¿Debo pedir al rey que los perdone?
—Si vuestro apellido no es Seymour, no seréis bienvenida —dijo mi padre mirándome—. Si vuestro apellido es Bolena, tenéis derecho al hacha. No os metáis en medio, niña. Si queréis servir a vuestra hermana y a vuestro hermano, deja que el asunto se cumpla lo más silenciosa y tranquilamente posible.
Oímos ruido de cabalgaduras por el camino y William volvió a conducirme a la sombra de las caballerizas.
—Ése es tu tío —dijo William—. Sal de su camino.
Nos metimos por un arco de piedra hasta la doble puerta. Había una puerta más pequeña recortada en los grandes tablones, William la abrió y me ayudó a entrar. La cerró cuando en el patio ya titilaban las antorchas y los soldados llamaban a gritos a los mozos para que ayudaran a su señor a desensillar.
William y yo volvimos a casa sin ser vistos, por las calles ocultas del centro. La niñera nos dejó entrar, me mostró al bebé dormido en la cuna y a Enrique en el pequeño camastro, su cabeza con los ensortijados rizos Tudor de color rojizo.
Después William me condujo al lecho de cuatro postes, cerró las cortinas a nuestro alrededor, me desvistió, me acostó sobre las almohadas, se acurrucó conmigo y me abrazó sin decir nada mientras yo me aferraba a él, aunque no pude entrar en calor en toda la noche.
Ana iba a ser juzgada por los pares en el Salón del Rey, dentro de la Torre de Londres. Temían atravesar el centro hasta Westminster con ella. El ambiente de la ciudad, malhumorado durante la coronación, ahora se inclinaba a su favor. El plan de Cromwell lo había sobrepasado. Pocos creían que una mujer pudiera ser tan grosera como para seducir a hombres mientras estaba embarazada de un bebé de su propio esposo, como la corte alegaba. No podían creer que una mujer buscara dos, tres, cuatro amantes ante las narices de su esposo, siendo su esposo el rey de Inglaterra. Hasta las mujeres del muelle que llamaban a Ana «¡ramera!» durante el proceso de Catalina, ahora pensaban que el rey se había vuelto loco de nuevo y se separaba con un pretexto de una esposa legal en beneficio de una favorita, aún desconocida.
Jane Seymour se había trasladado a Londres, a la hermosa mansión de sir Francis Bryan en el Strand, y era de conocimiento popular que la barcaza del rey atracaba todas las noches ante las escaleras del río hasta bien pasada la medianoche, con música, fiesta, bailes y mascaradas, mientras la reina estaba en la Torre junto con cinco hombres buenos, cuatro de ellos bajo sentencia de muerte.
Henry Percy, el primer amor de Ana, estaba entre los pares, sentado para juzgar a la reina a cuya mesa todos habían asistido a banquetes, cuya mano todos habían besado y con quien todos y cada uno de ellos había bailado. Debió de haber sido una extraña experiencia para todos ellos cuando ella entró en el Salón Real y tomó asiento, con la «B» de oro en la garganta, el tocado apartado hacia atrás para mostrar su cabello negro y reluciente, el vestido oscuro que resaltaba su piel brillante. La llorera constante y la oración ante el altarcito de la Torre la habían dejado en calma el día del juicio. Estaba tan encantadora y segura de sí misma como cuando llegó de Francia, hacía tantos años, y fue dirigida por mi familia para apartar de mi lado a mi amante real.
Yo podía haber ido con la gente corriente y conseguido un sitio detrás del señor alcalde, gremios y concejales, pero William tenía demasiado miedo de que me vieran y yo sabía que no soportaría oír las mentiras que dirían sobre ella. También sabía que no soportaría las verdades. La mujer de la casa de alquiler fue a ver el mayor espectáculo jamás ofrecido en Londres y volvió a casa con una incomprensible explicación de la lista de momentos y lugares donde la reina había seducido a los hombres de la corte e inflamado sus deseos mediante besos con lengua y grandiosos regalos, y que ellos rivalizaban noche tras noche; una historia que en unas ocasiones rozaba la verdad y en otras se desviaba hacia la más desenfrenada de las fantasías, que cualquiera que conociera la corte sabría que no podían ser ciertas. Pero siempre todo lo que se decía tenía esa fascinación del escándalo, siempre era erótico, sucio, oscuro. Era el tipo de cosas que la gente deseaba que las reinas pudieran hacer, que una ramera casada con un rey seguro que haría. Decía mucho, mucho más sobre las fantasías del secretario Cromwell, un hombre mezquino, que lo que decía sobre Ana, o Jorge, o yo.
No llamaron a ningún testigo que los hubiera visto nunca tocándose o provocándose, ni tampoco pudieron probar que Ana había echado mal de ojo a Enrique para que enfermara. Afirmaron que la úlcera de la pierna y la impotencia también eran culpa suya. Ana alegó su inocencia y luego intentó explicar a los pares, que ya lo sabían, que era normal que una reina otorgara pequeños presentes. Que para ella no significaba nada bailar con un hombre y luego con otro. Que por supuesto que los poetas le dedicaban poemas. Que naturalmente los poemas eran poemas amorosos. Que el rey nunca se había quejado ni por un momento de la tradición del amor cortés que regía en todas las cortes de Europa.
El último día del juicio el conde de Northumberland, Henry Percy, su amor de hacía tanto tiempo, desapareció. Envió como excusa que estaba demasiado enfermo para asistir. Entonces supe que el veredicto sería en su contra. Los nobles que habían estado en la corte de Ana, quienes hubieran enviado a su propia madre a las galeras para obtener su favor, desde el par más humilde hasta nuestro tío, dieron su veredicto. Uno tras otro, todos dijeron: «Culpable.» Cuando le llegó el turno a mi tío se emocionó hasta las lágrimas y apenas pudo decir la palabra «culpable» ni dictar sentencia: que fuera quemada o decapitada en el Green, a gusto del rey.
La mujer de la casa de alquiler encontró un trapo en su bolsillo y se secó los ojos. Dijo que a ella no le parecía de justicia que una reina tuviera que ser quemada en la estaca por bailar con un par de jóvenes.
—Muy cierto —dijo William con tono ecuánime, y la sacó de la habitación. Cuando se fue, volvió conmigo y me sentó en sus rodillas. Me acurruqué como una niña, y le dejé que me abrazara y me acunara.
—Odiará estar en un convento.
—Tendrá que tolerar lo que quiera que ordene el rey —dijo—. El exilio o un convento, se alegrará de ello.
Al día siguiente juzgaron a mi hermano, antes de que pudiera revolvérseles el estómago ante tantas mentiras. Fue acusado, como los otros, de ser su amante y confabular contra el rey, y al igual que ellos, lo negó rotundamente. También lo acusaron de cuestionar la paternidad de la princesa Elizabeth y de reírse de la impotencia del rey. Jorge, bajo sagrado juramento, enmudeció. No podía negarlo. La mayor prueba en su contra fue una declaración escrita por Jane Parker, la esposa que siempre había despreciado.
—¿Escuchan a una esposa agraviada? —pregunté a William—. ¿En un asunto que puede acarrear la ejecución?
—Es culpable —contestó con sencillez—. No soy uno de sus íntimos, pero hasta yo le he oído reírse de Enrique y decir que ese hombre no podía montar a una yegua en celo, por no hablar de una mujer como Ana.
—Eso es malicioso e indiscreto, pero…
—Es traición, amor mío —dijo suavemente, cogiendo mi mano—. No esperarás que vuelva a la corte, pero aunque lo hiciera es traición, igual que Tomás Moro fue un traidor por dudar de la supremacía de Enrique sobre la Iglesia. Éste rey puede decidir qué es ofensa de pena de muerte y qué no. Le otorgamos ese poder cuando negamos al papa el derecho de gobernar la Iglesia. Le otorgamos el derecho a gobernar todo. Y ahora ordena que tu hermana es una bruja, que tu hermano es su amante y que ambos son enemigos del reino.
—Pero lo dejarán marchar —dije.
Mi hijo Enrique iba cada día a la Torre a encontrarse con su hermana y ver si estaba bien. William lo seguía cada día de ida y vuelta, siempre pendiente de que no lo vigilaran. Pero ningún espía seguía a Enrique. Era como si ya se hubiera hecho lo peor al escuchar a la reina y atraparla, al escuchar a Jorge y sus ridículas indiscreciones y atraparlo.
Un día a mediados de mayo fui con Enrique y encontré a mi niña mientras salía de la Torre de Londres. Desde donde yo estaba, fuera de la verja, oía el martilleo de los clavos del patíbulo donde ejecutarían a mi hermano y a los cuatro hombres. Catalina estaba serena. Un poco pálida.
—Venid a casa conmigo —la apremié—. Y podemos ir a Rochford, todos. No hay nada más que podáis hacer aquí.
—Dejadme quedarme —repuso, meneando su cabecita—. Quiero quedarme hasta que la tía Ana vaya al convento y se acabe todo.
—¿Está bien?
—Sí. Reza todo el tiempo y se prepara para vivir entre muros. Sabe que debe renunciar a ser reina. Sabe que debe renunciar a la princesa Elizabeth, que ahora ya no será reina. Pero desde que acabó el juicio está mejor. Ya no la escuchan ni la miran de la misma manera. Y está más equilibrada.
—¿Habéis visto a Jorge? —pregunté. Intenté mantener un tono intrascendente pero la pena me conmovió.
—Esto es una prisión —dijo suavemente Catalina, levantando la mirada, con los oscuros ojos de los Bolena rebosantes de compasión—. No puedo ir de visita.
—Cuando yo estaba aquí, antes, era uno de los muchos castillos del rey —dije, moviendo la cabeza ante mi propia estupidez—. Podía ir adonde quisiera. Debería haberme dado cuenta de que ahora todo es diferente.
—¿Se casará el rey con Jane Seymour? —me preguntó Catalina—. Ella quiere saberlo.
—Puedes decirle que es un hecho —dije—. El rey está en su casa todas las noches. Está como estaba en los viejos tiempos con ella.
Catalina asintió.
—Debería irme —dijo con una ojeada al guardia de detrás.
—Decidle a Ana… —me quebré. Era demasiado para decir en un mensaje. Eran largos años de rivalidad, luego una unidad forzada y siempre, eternamente, apuntalando nuestro mutuo amor, la sensación de que la otra debía ser derrotada. ¿Cómo podía enviarle una palabra que reconociera todo eso y además dijera que aún la quería, que me alegraba de haber sido hermana suya, aun cuando supiera que ella misma se había llevado hasta ese punto y arrastrado a Jorge también? ¿Que, aunque nunca le perdonaría que nos hubiera hecho eso a todos, al mismo tiempo la entendía total y completamente?
—¿Que le diga qué? —preguntó Catalina indecisa, esperando para despedirse.
—Decidle que pienso en ella —dije simplemente—. Todo el tiempo. Cada día. Como siempre.
Al día siguiente decapitaron a mi hermano junto a su amado Francis Weston, con Henry Norris, William Breeton y Mark Smeaton. Lo hicieron en el Green, ante la ventana de Ana; ella vio morir a sus amigos y luego a su hermano. Caminé por la orilla enlodada del río con el bebé en mi cadera e intenté ignorar qué estaba pasando. El viento soplaba suavemente desde el río y una gaviota gritó lastimeramente sobre mi cabeza. La marea traía un amasijo fascinante de desechos: fragmentos de cuerda, trozos de madera, conchas liadas en las algas. Miré mis botas, aspiré el aire salino, dejé que mi paso acunara al bebé e intenté entender qué nos había pasado a nosotros, los Bolena, un día al frente del reino y condenados como criminales al siguiente.
Me volví hacia casa y advertí que tenía el rostro lleno de lágrimas. No había pensado en perder a Jorge. Nunca había pensado que Ana y yo tendríamos que vivir nuestras vidas sin Jorge.
Se llamó a un verdugo francés para ejecutar a Ana. El rey planeaba un rescate de último minuto y exprimiría todas las gotas del drama. Construyeron un cadalso para decapitarla en el Green, fuera de la torre Beauchamp.
—¿El rey la liberará? —pregunté a William.
—Eso es lo que dijo tu padre.
—Lo hará como una gran mascarada —dije, conociendo a Enrique—. En el último momento de todos otorgará clemencia y todo el mundo se quedará tan aliviado que le perdonarán las muertes de los otros.
El verdugo se retrasó por el camino. Pasaría otro día antes de que estuviera en la plataforma, esperando el perdón. Ésa noche, en la verja, Catalina parecía un fantasma pequeño.
—Hoy vino el arzobispo Crammer con los papeles para anular el matrimonio y ella los firmó. Le prometieron que si firmaba la liberarían. Puede ir a un convento.
—Gracias a Dios —dije. Sólo en ese momento advertí mi profundo temor—. ¿Cuándo será liberada?
—Quizá mañana —dijo Catalina—. Luego tendrá que vivir en Francia.
—Eso le gustará —dije—. Será abadesa en cinco días, ya verás.
Catalina me ofreció una leve sonrisa. Sus ojeras estaban casi moradas por la fatiga.
—¡Ven a casa, ahora! —añadí, repentinamente ansiosa—. Ya está casi hecho.
—Iré cuando acabe todo —dijo—. Cuando ella vaya a Francia.
Ésa noche, mientras yacía insomne mirando fijamente el baldaquín sobre el lecho, le dije a William:
—El rey mantendrá su palabra y la liberará, ¿verdad?
—¿Por qué no debería hacerlo? —preguntó William—. Tiene todo lo que quiere. Una acusación de adulterio contra ella, así nadie puede decir que engendró un monstruo. El matrimonio anulado como si nunca hubiera existido. Todos los que ponían en entredicho su virilidad están muertos. ¿Por qué va a matarla? No tiene sentido. Y se lo ha prometido. Ella firmó la anulación. Está moralmente obligado a enviarla a un convento.
Al día siguiente, un poco antes de las nueve en punto, la sacaron al cadalso con sus damas detrás, mi pequeña Catalina entre ellas.
Yo estaba entre la multitud, al fondo frente a la torre Verde. La vi salir a distancia, una figura pequeña, con un vestido negro y una capa oscura. Se alzó el tocado francés, tenía el cabello recogido atrás, con una red. Dijo las últimas palabras, no pude oírlas y no me importó. Era un absurdo, un papel de la mascarada tan carente de significado como cuando el rey era Robin Hood y nosotras las aldeanas vestidas de verde. Esperé a que se abriera la compuerta y el rey apareciera con un redoble de tambor y el remolino de los remos en el agua oscura, a que avanzara entre nosotros majestuosamente y perdonara a Ana.
Pensé que lo estaba dejando para más tarde, que debía de haber ordenado al verdugo que se retrasara, que esperara a oír el estruendo de las trompetas reales desde el río. Era típico de Enrique aprovechar el momento más dramático. Ahora teníamos que esperar a que hiciera su gran entrada y el discurso de perdón, luego Ana podría irse a Francia y yo podría recoger a mi hija e ir a casa.
La vi volverse hacia el sacerdote para las últimas oraciones, y luego quitarse el tocado y el collar. Yo movía los dedos de puro nervio dentro de las mangas ante la vanidad de Ana y el retraso de Enrique. ¿Por qué no podían ambos acabar la escena rápidamente y dejar que nos fuéramos todos?
Una de las damas, no mi hija Catalina, se adelantó, le vendó los ojos y luego le sujetó el brazo mientras se arrodillaba en la paja. La mujer retrocedió, Ana se quedó sola. La multitud que había ante el cadalso también se arrodilló, como un campo de trigo abatido por el viento. Sólo yo me quedé de pie, mirando fijamente a mi hermana por encima de las cabezas mientras se arrodillaba con su vestido negro y la atrevida camisa carmesí, los ojos vendados, el rostro pálido.
Detrás de ella la espada del verdugo subió más y más y más a la luz matinal. Incluso entonces miré hacia la compuerta a que llegara Enrique. Y luego la espada cayó como un rayo de luz, la cabeza quedó separada del cuerpo y la larga rivalidad entre la otra Bolena y yo se acabó.
William me empujó y se abrió camino a empujones entre la gente que se arremolinaba para ver el cuerpo de Ana envuelto en lino y acostado en una caja. Levantó en brazos a Catalina como si no fuera más que un bebé y me la trajo de vuelta entre los comentarios de la multitud conmocionada.
—Está hecho —nos dijo a ambas lacónicamente—. Ahora caminad.
Nos empujó por delante de él como un hombre furioso, por la verja y fuera, hacia la ciudad. Encontramos no sé cómo el camino de vuelta a nuestros alojamientos en medio del gentío, gritándose noticias unos a otros de que la ramera había sido decapitada, que la pobre dama había sido martirizada, que la mujer había sido sacrificada, todas las versiones de la vida de Ana.
Catalina tropezó, las piernas le desfallecieron. William la recogió y la llevó en brazos como a un niño en pañales. Vi que su cabeza colgaba del hombro de William y advertí que estaba medio dormida. Había estado días despierta con mi hermana mientras esperaban la sagrada promesa de clemencia. Incluso ahora, mientras tropezaba por los adoquines camino del centro, me di cuenta de que para mí era duro saber que el perdón nunca había llegado y de que el hombre al que había amado como al mejor príncipe de la Cristiandad se había convertido en un monstruo que había faltado a su palabra y ejecutado a su esposa porque no podía soportar la idea de que ella viviera sin él y lo despreciara. Se había llevado a Jorge, a mi querido Jorge, de mi lado. Y se había llevado a mi otro yo: Ana.
Catalina durmió todo el día y toda la noche, y cuando despertó, William ya tenía los caballos listos y yo estaba montada antes de que pudiera protestar. Cabalgamos por el río y cogimos un barco que bajaba por el río hasta Leigh. Yo tenía al bebé apoyado en la cadera y miraba a mis dos hijos mayores, dando gracias a Dios por estar fuera del centro y porque si teníamos suerte y estábamos atentos podríamos pasar desapercibidos en el nuevo reinado.
Jane Seymour escogió el vestido de novia el día que ejecutaron a mi hermana. Ni siquiera la maldije por ello. Ana o yo hubiéramos hecho lo mismo. Cuando Enrique cambiaba de opinión siempre lo hacía rápido, y era una sabia mujer la que fuera con él sin oponerse. Ahora que se había divorciado de una esposa impecable y decapitado a otra, incluso más. Ahora conocía su poder.
Jane sería la nueva reina y los niños, cuando los tuviera, los próximos príncipes y princesas. O quizá esperara cada mes, como las otras reinas, desesperada por saber si había concebido, sabiendo cada mes que no sucediera que el amor de Enrique se desvanecería algo más, que su paciencia sería algo más corta. O la maldición de Ana para que muriera durante el parto, así como su hijo, podía cumplirse. No envidiaba a Jane Seymour. Había visto dos reinas casadas con el rey Enrique y ninguna de ellas obtuvo mucha alegría de ello.
Y en cuanto a nosotros, los Bolena, mi padre tenía razón, lo único que podíamos hacer ahora era sobrevivir. Mi tío había perdido una buena baza con la muerte de Ana. La había arrojado al tablero de juego igual que a mí o a Madge. Si una muchacha era adecuada para seducir o para acallar el enojo del rey, o incluso para aspirar al mayor rango de la tierra, siempre tendría a otra joven Howard preparada. Volvería a jugar. Pero nosotros, los Bolena, estábamos destruidos. Habíamos perdido a nuestra joven más famosa, la reina Ana, y a Jorge, nuestro heredero. Y la hija de Ana, Elizabeth, era una desconocida, menos valiosa incluso que la princesa María. Nunca volverían a llamarla princesa. Nunca se sentaría en el trono.
—Me alegro —dije sencillamente a William mientras los niños dormitaban mecidos por el movimiento del barco—. Quiero vivir en el campo contigo. Educar a nuestros hijos para que se quieran entre ellos y sean temerosos de Dios. Ahora quiero encontrar un poco de paz, ya he tenido bastante del gran juego de la corte. He visto el precio que debe pagarse y es demasiado caro. Simplemente te quiero. Sólo quiero vivir en Rochford y amarte.
Me rodeó con un brazo y me apretó a su lado contra el viento frío que venía del mar.
—De acuerdo —dijo—. Ya has hecho tu parte. —Miró hacia delante, a la proa del barco, donde estaban mis dos hijos mirando el mar, río abajo, balanceándose con el rítmico batir de los remos—. Pero ¿esos dos? En algún momento de su vida volverán a navegar río arriba, de vuelta a la corte y al poder.
Agité la cabeza en señal de protesta.
—Son medio Bolena y medio Tudor —dijo—. Dios mío, vaya combinación. Y su prima Elizabeth lo mismo. Nadie puede decir qué harán.