La Poza de las Ahogadas
Libby, 1679
Ayer dijeron mañana, de modo que ha llegado el momento. Ella sabe que no tardarán. Acudirán a buscarla para llevarla al agua y sumergirla. Ella quiere que suceda, lo desea, se muere de ganas. Está cansada de sentirse tan sucia, del picor en la piel. Sabe que en realidad eso no hará nada por sus llagas, ahora pútridas y malolientes. Necesitaría saúco, o tal vez caléndula. No está segura de qué sería mejor, o de si no será ya demasiado tarde. La tía May lo sabría, pero ya no está aquí, la colgaron de la horca hace ocho meses.
A Libby le gusta el agua, adora el río a pesar de que le da miedo la parte más honda. Ahora estará suficientemente fría para congelarla, pero al menos conseguirá deshacerse de los insectos que tiene en la piel. Cuando la arrestaron, le afeitaron la cabeza, pero el pelo le ha crecido un poco y ahora tiene bichos reptando por todas partes y metiéndose por cualquier sitio. Puede notarlos en las orejas, en las comisuras de los ojos y entre las piernas. Se rasca hasta hacerse sangre. Le sentará bien deshacerse de ellos, así como del olor a sangre y a sí misma.
Llegan por la mañana. Dos hombres, jóvenes, bruscos y malhablados. Ha sentido sus puños con anterioridad. Esta vez, no. Tienen cuidado porque han oído lo que ha dicho el hombre, el que la vio en el bosque con el diablo entre sus piernas abiertas. Se ríen y la abofetean, pero también le tienen miedo y, en cualquier caso, está ya muy desmejorada.
Ella se pregunta si él estará presente y qué pensará. Tiempo atrás la encontraba hermosa, pero ahora se le están pudriendo los dientes y tiene la piel cubierta de cardenales amoratados como si ya estuviera medio muerta.
La llevan a Beckford, donde el río gira bruscamente rodeando el acantilado y luego la corriente se ralentiza y el agua se vuelve más profunda. Ahí es donde la sumergirán.
Es otoño y sopla un viento frío, pero el sol brilla con fuerza y se siente avergonzada de que la desnuden a plena luz del día delante de todos los hombres y las mujeres del pueblo. Le parece oír sus gritos ahogados de horror o sorpresa ante lo que se ha convertido Libby Seeton.
Está atada con cuerdas lo bastante gruesas y bastas para provocarle nuevas heridas y más sangre en las muñecas. Solo los brazos. Las piernas, no. Luego le atan una cuerda alrededor de la cintura para que, si se hunde, puedan sacarla otra vez.
Cuando la llevan a la orilla del río, ella se vuelve y lo busca con la mirada. Los niños gritan al pensar que se ha vuelto para maldecirlos, y los hombres la empujan al agua. El frío la deja sin aliento. Uno de los hombres tiene una pértiga y se la clava en la espalda, empujándola más y más adentro, hasta que no puede mantenerse de pie. Se adentra en el río hasta que todo su cuerpo queda sumergido bajo el agua.
Se hunde.
El frío es tan intenso que se olvida de dónde está. Abre la boca para dejar escapar un grito sofocado, pero solo consigue tragar agua negra. Comienza a ahogarse y forcejea y agita las piernas, pero está desorientada y no encuentra el lecho del río bajo sus pies.
La cuerda tira con fuerza, clavándosele en la cintura, desgarrándole la piel.
Cuando la sacan a la orilla, está llorando.
—¡Otra vez!
Alguien pide una segunda ordalía.
—¡Se ha hundido! —exclama una voz de mujer—. No es ninguna bruja, no es más que una niña.
—¡Otra vez! ¡Otra vez!
Los hombres vuelven a atarla para la segunda ordalía. Ahora, de otra forma: el pulgar de la mano izquierda al dedo gordo del pie derecho; el de la derecha, al del izquierdo. La cuerda alrededor de la cintura. Esta vez son ellos quienes la meten en el agua.
—¡Por favor! —comienza a suplicar ella, pues no sabe cuánto tiempo más va a poder soportar la negrura y el frío.
Quiere regresar a una casa que ya no existe, a una época en la que ella y su tía se sentaban delante de la chimenea y se contaban historias la una a la otra. Quiere estar en la cama de su casita de campo, quiere volver a ser niña y a disfrutar del olor a leña quemada y de la fragancia de las rosas y la dulce calidez de la piel de su tía.
—¡Por favor!
Se hunde. Para cuando la sacan del agua por segunda vez, tiene los labios amoratados y su aliento ya se ha extinguido por completo.