XXX
Entrevistas

TERMINABA el año con días revueltos. Los trigales, a media madurez veíanse, en los lomajes, de un verde tornasolado de pardo y amarillo.

Pasada Pascua de Navidad, principiaron preparar los graneros, quemando en ellos la apestante y florida manzanilla. El aire, antes puro, púsose hediondo con el humo espeso que ahuyenta y mata los gorgojos.

En un día fresco, muy de madrugada, dos señores desconocidos lograron, nadie supo como, colarse hasta el huerto.

Bajo su poncho, Alsino, que había dormido mal, veía con agrado aquel amanecer de estío, prometedor de una jornada llevadera.

Las visitas de Abigail al huerto eran cada vez más escasas, y un cambio desconcertante había en su nueva actitud. La joven, pareciendo huirle, rara vez le hablaba. Pero Alsino siempre creía escuchar en sus palabras un rumor más vasto de voces ocultas.

Como don Javier andaba ausente, la vigilancia sobre él era más estricta; y por Banegas supo que las señoras no veían con buenos ojos las visitas de Abigail al huerto.

El prisionero, absorto, contemplaba sin gran interés los saltos de una langosta entre los toronjiles, cuando una tos fingida, y un suave golpe dado en su brazo, le distrajeron.

Dos señores saludaban sonrientes. Uno, joven bajo, moreno, de gordura rozagante y aire extraordinariamente amable; y otro, envejecido y seco, riendo de un modo falso, tal vez por cortedad de espíritu o para mejor ocultar sus dientes dispersos, negros y podridos.

—Amigo —dijo el moreno, en voz baja y precavida, como la de un conspirador—, soy periodista.

—Dueño de El Eco de la Provincia —aclaró el vejete, con cierta prosopopeya.

—Trabajo nos ha costado dar con usted —siguió el anterior—; pero, ¡vamos!, conozco mi oficio y no era a mí, seguramente, a quien iban a impedir distancias, malos caminos o torpes carceleros, el tener una entrevista con usted.

Alsino, que le llevaba en altura más de dos cuartas al gordito, al ver que éste, al hablar, contoneándose, gesticulaba con gran vivacidad, no pudo menos de sonreír entre curioso y burlesco.

—¡Ah!, ¡ah! —gritó el periodista, observándolo con atención— confesaré que ya, desde lejos lo supuse. ¡Vamos!, no podía ser otra cosa.

A Alsino producíale un verdadero cosquilleo la nerviosa actitud de ese hombrecito gordo, que le abría ojos llenos de malicia.

—¡Diablo de don Javier! ¡Qué hombre tan fantástico! Soy su más irreconciliable enemigo político; pero debo confesar que, en combinaciones absurdas, me deja muy atrás. Amigo, amigo, ¡confiese! ¿Qué majaderías ha urdido él con usted? ¿Alas? ¿vuelos? ¿Cuál es el objeto oculto de todo esto? ¿Negocio?¿Fines electorales?

Alsino, sin poderse contener, reía abiertamente.

—¡Diga!, confiéselo sin temor —susurró el vejete—; seremos generosos con usted —y puso, con gravedad, unos billetes en las manos del prisionero.

—Su reír lo vende, amigo mío —dijo el gordito y tomándolo cariñosamente de su brazo, exclamó—: ¡Qué superchería tan grosera! —Luego, corrigiéndose, quiso agregar—: Pero de ridícula llega a ser graciosa, graciosísima. En todas partes no se habla sino de ella.

Repentinamente calló. Con el codo, al agitarse, a través del poncho, había tocado las alas ocultas de Alsino. Como se agachara queriendo ver qué cosa fuese, el prisionero dio un salto atrás rogando:

—¡No!, ¡no!, ¡déjenme!

—¿Por qué? ¡Ah! ¡Bien lo decía yo! Pero no encuentra ser una idiotez andar el santo día, con estos calores, cargando unas plumas sucias. Y un jorobado, ¡qué diablos!, no anda derecho. ¡Vamos! Hay que falsificar mejor las cosas. Un jorobado camina de este modo. ¡Vea! Sus piernas son flojas, su cuello es débil, la cabeza la hunde entre los hombros y, luego, tiene en la espalda un bulto proporcionado. Créame que si el hombre tuviese alas, no le harían un promontorio tan desmedido.

Y seguía, en un ir y venir, imitando a maravillas el andar de un verdadero jorobado.

—Es una tramoya mal ideada, amigo. ¿Pero qué objeto tiene?

Alsino, con ánimo de alegre desdén, se acercó al gordito, e inclinándose, le deslizó al oído un largo secreto.

El pequeño y panzudo periodista, que empinábase regocijado y no quería perder palabra, lanzó una sonora carcajada.

Temiendo ser oído, rápido llevó una de las manos a su boca, y tomando con la otra, de un brazo, a Alsino, por entre unos macizos de rosas lo arrastró consigo.

El vejete, intrigado y de mal humor, los seguía a distancia.

—¡Véalas! ¿Verdad que no están mal? —decíale Alsino, y levantando el poncho, mostraba las puntas de sus alas.

—¡Hombre, hombre! Aguarde... Veamos... Pero ¿no sería mejor escoger plumas de un ave menos conocida?

—Resulta difícil, porque necesito de tantas —contestó el prisionero.

—Y cuándo comenzará la gira?

—Tengo que ensayarme aún.,

—Míreme, amigo —ordenó el gordito—. Mas, primeramente, ¡tome!, guárdese esto —y le alargó unas monedas—. Es una tontería lo que hacen ustedes, pero quedo tranquilo, porque no tiene fines políticos. Lo malo es que tarde o temprano, el público, engañado, le dará a usted una paliza; ¡y a la cárcel! Sí, a la cárcel, ¡téngalo por seguro!

—¿Lo cree? —preguntó Alsino, fingiendo temor—. ¿No

me prometería guardar el secreto? ¡Qué puedo hacer! —Y como temeroso de ofenderlo, dijo—: De las ganancias, algo me tocará... Por mi parte..., si me ayuda..., le ofrezco ir por mitades.

El chico gordo arrugó el gesto con dignidad, púsose serio y tosió. Inclinado, estuvo desprendiéndose una ramita de rosa que se engarzara a sus pantalones. Dio unas pataditas; y ya, al enderezarse, traía un rostro completamente desconocido, lleno de dulzona bondad, de aire ingenuo y humilde, y tan púdico, que estaba ligeramente sonrosado.

—¡Pobre muchacho! —balbuceó, acariciando a Alsino—. ¡Esta vida moderna! El desposeído tiene que ingeniarse. ¡Que la suerte le ayude! Pierda cuidado. No lo venderé. Seremos buenos amigos y, ¡ejem!, ¡ejem!, quedamos convenidos, no es así?

Dio un silbido breve, como reclamo de perdiz, y apareció, con aire grave, el viejo avellanado.

El director de El Eco de la Provincia lo tomó de un brazo con gran autoridad. Levantando hasta él sus ojos severos, hizo, moviendo pensativo su cabeza, un gesto de rendido asombro.

—Ya te contaré, Jerónimo. Figúrate: ha querido engañarnos... pero lo he visto. Es un fenómeno maravilloso. ¡Qué cosas nos es dado contemplar en los días que pasan...!

El viejo, incrédulo, se resistía, protestando. A su lado el gordito, a cada instante, con mayor altivez, lo remolcaba hacia afuera del huerto.

Alsino sólo alcanzó a oír cuando el chico le decía a su compañero:

—¡Siempre tan testarudo, Jerónimo!

Los periodistas no debían ir muy lejos del huerto, cuando Banegas llegó corriendo.

—¡El patrón! ¡El patrón!, ahí viene —gritó a media voz, y quedose mirando con asombro las monedas y billetes que el prisionero aún conservaba en sus manos entreabiertas.

Alsino, riendo, se las regaló. Un instante después, don Javier llegaba. Desde lejos venía preguntando:

—¿Dónde está Alsino? ¿Cómo te va, muchacho? —dijo don Javier al encontrarlo, golpeándole afectuosamente el hombro Te han cuidado durante mi ausencia? No te puedes quejar. Veo que estás muy gordo —Y, riendo, amenazó—: Así, bribón, menos podrás volar.

Escucha —dijo deteniéndose, con aire serio—. Vamos a ir donde unos caballeros que desean conocerte. Son dos yanquis. Vinieron de Santiago conmigo, anoche, y alojaron aquí. Me proponen un negocio endiabladamente raro, pero sin riesgo. Tú me vas a ayudar, ¿no es verdad?

—Sí, señor —respondió Alsino.

—No te extrañes de lo que digan. Yo defenderé tus intereses. Te vas a reír, muchacho.

—Banegas —gritó—, ¡acompáñanos!

Al salir al patio, Alsino divisó a Abigail que estaba con el cabello suelto, y de codos en la balaustrada del corredor de los altos. Ella, al verlo, incorporándose, le hizo con la mano un gesto amigo.

En el salón, la única pieza habitable del piso bajo, se detuvieron.

—Espérenme aquí —ordenó, al franquear la puerta, don Javier.

Alsino y Banegas, por la hoja entreabierta, divisaron a los dos extranjeros. Uno de ellos, rubio y fornido, sentado en una silla puesta del revés, con sus musculosos brazos apoyados sobre el respaldo, frunciendo el ojo izquierdo para esquivar el humillo que fluía de su pipa, atenazada entre recios dientes, escuchaba inmóvil y sin pestañear.

Repantigado cómodamente en un amplio sillón, el otro yanqui, que a pesar de tener ya grises los cabellos, lucía una tez lozana y tersa, entrecruzados los dedos, sostenía con ambas manos una pierna a caballo de la otra.

En la abierta ventana del frente se balanceaban con suavidad las viejas cortinas de encajes, dejando divisar, por momentos, un sombrío rincón del patio.

—Vamos a ver —seguía meloso don Javier—, ofrezcan ustedes.

—Nosotros no ofrecemos nada.

—Cómo... ¿es decir que mis minas no tienen ningún valor?

—Valdrán...

—¿Cuánto?

—¡Diez veinte, cien mil pesos!...

—Eso es una miseria —vociferó—. ¿Y qué quieren decir con eso de diez, veinte o cien mil? ¿En cuánto quedamos?

—En que no nos interesan.

—Pero una buena compra siempre depende del precio. He gastado más de veinte mil pesos sólo en el nuevo socavón de la primera mina.

—Tal vez —seguía, lacónico, el yanqui.

—Yo quisiera dejar terminado este asunto primero, y luego veremos al fenómeno —dijo don Javier.

—Este asunto ya está terminado.

—No entiendo.

—Sus minas no nos interesan —finiquitó el mayor yanqui; y, como para dejarlo más en evidencia, cambió de postura haciendo cabalgar la otra pierna.

Don Javier se mordió los labios.

—¿Es la última palabra? No vengan, después, con proposiciones tardías...

Los extranjeros siguieron en silencio. El que fumaba dio una sonora chupada. Como no saliese humo, sacándose la pipa de la boca, la contempló un instante. En seguida, sin miramientos, se puso a golpearla contra el respaldo de su silla, hasta que toda la ceniza cayó sobre la alfombra.

—Banegas, ¡que entre Alsino! —gritó el hacendado. El prisionero, empujando la puerta, asomó el rostro. — ¡Adelante! ¡Acércate! —siguió malhumorado don Javier—. ¿Qué haces que no te sacas la manta?

Alsino obedeció con un pudor extraño. Los yanquis, para observarlo, ni se movieron de sus asientos.

—¡Vuélvete de espaldas y abre tus alas! —ordenó Don Javier.

Herido por la frialdad de los extranjeros, el orgulloso hacendado se prometió callar a su vez. ¡Altanerías con él! ¡Gringos tales por cuales...!

—Quiere usted venir con nosotros? Le pagaremos bien —dijo el yanqui de la pipa, directamente a Alsino.

—¿Qué proposición es ésa? —estalló don Javier—. ¿Se figuran encontrarse en África? Este muchacho está aquí preso por ladrón, entiendan ¡Bonita cosa! Me parece —agregó irónico—, que no era eso, precisamente, de lo que hablamos.

—Si es ladrón no nos conviene, tampoco, a nosotros.

—Bien. Le damos cien dólares por su esqueleto —ofreció el otro yanqui a Alsino, poniéndose de pie, y prescindiendo, una vez más, del dueño de casa.

Este lanzó una risotada formidable y se interpuso.

—¡Bonita clase de negociantes! ¡Quieren robar a este pobre muchacho! ¿Te contentarías, tú, con semejante miseria? —preguntó a Alsino.

—¿Mi esqueleto?... ¿venderlo?..., no comprendo, señor.

—¡No te asustes, si no te van a matar! ¡Serás bruto! Tu esqueleto, para cuando mueras, se entiende.

—¡Ah! —exclamó sonriendo grotescamente, el prisionero—. Entonces... bien. Sí.

—¡Cómo!, ¿aceptas? Tú eres un imbécil.

—Vamos a pagarle —dicen los yanquis—. Busque dos testigos —y asomándose a la puerta, llamaron a Banegas: ¿quiere usted venir, hombrecito?

—No faltaba otra cosa —saltó don Javier—. En mi casa nadie viene a pasar por sobre mí; y a mandar a mis empleados. ¡O pagan ustedes quinientos dólares, o se van! ¡Yo no puedo permitir semejante despojo!

Los yanquis se detienen, se miran y recapacitan.

—Bien, aceptamos —dicen, sin demostrar mayor molestia por la imposición.

Don Javier, al oírlos, se arrepiente de no haber pedido más.

El documento lo redactó el yanqui de cabellos cenicientos, con su pluma fuente, en la página de una gran libreta que llevaba consigo.

Alsino, confuso, lo firmó sonriente. Fueron testigos de él el yanqui más joven, que no figuraba como comprador, y don Javier, que se guardó el cheque.