XXXVII
Los peregrinos

EL angosto camino labrado en la falda del cerro daba una revuelta, y metiéndose entre grandes peñascos y Arboles enanos, por largo trecho seguía a la sombra. Respiraron complacidas las pobres mujeres al dejar el sol ardiente que las llevaba rendidas y sudorosas. El niño enfermo, mustio y pálido, que transportaban en brazos, al no sentir el azote de la luz cegadora, abrió los párpados amoratados; y con sus grandes ojos negros y tristes, paseó una mirada indiferente por el rostro de las mujeres, por los arbustos vecinos y por el valle profundo que se extendía verde y silencioso.

La bufanda de lana azul y las largas y llacas piernas del niño, de vez en cuando, arrastraban por tierra. La mujer que lo transportaba, dando una sacudida, veía por cogerlo mejor y llevarlo más en alto. La mas anciana desprendía la bufanda engarzada a las ramas salientes de los espinos, y las dos mujeres, perlados los rostros de sudor, bajo los negros mantos, proseguían su marcha levantando una nubecilla de polvo con el arrastre de sus largas polleras sucias y raídas.

Un viejo de barba abundante y entrecana, montado en una minúscula yegua mulata, flaca y vivaracha, traía a las ancas de su cabalgadura a una joven con el rostro hinchado, lleno de costras repugnantes.

Hiciéronse a un lado las mujeres para darles paso. Rendidas y calladas, se sentaron en unas piedras.

Al reanudar su marcha vieron, con gran angustia, que el camino salía nuevamente a pleno sol. Pero les dio ánimo para seguir en su peregrinación divisar, no lejos de ellas, en el bosque próximo, humos de fogatas, y ver a grupos de campesinos y caballos.

Bajaron las mujeres por un sendero empinado y resbaladizo, cubierto de hojas secas. En una gran extensión el bosque había sido derribado. Era dificultosa la marcha entre las ramas caídas y el terreno descepado de litres y quillayes. Un horno de carbón desprendía por sus agujeros humillos acres.

Bajo una sombra mezquina, en mitad del descampado, en unas parihuelas, fabricadas con ramas aún verdes, que languidecían, estaba recostada una mujer octogenaria de extraordinaria flacura. A no ser por el temblor continuo de una mano reseca, asomada entre las mantas, se la tuviera por muerta.

A su lado, arropada la cabeza en un rojo pañuelo de hierbas, un hombre ya maduro y un muchachón indiferente, descansando en cuclillas, fumaban. Por el suelo había un saco pequeño a medio llenar, y, tal vez sencilla ofrenda, dos gallinas atadas.

A un grupo de caballos, las cabezas gachas, las bridas pendientes, se les veía inmóviles bajo la sombra de unos perales solitarios.

Humillos de fogatas azulas y olorosos subían apacibles por entre los árboles del bosque. Un hombre entre dos muletas, que llevaba encogida y colgando una de sus piernas, toda fajada en vendajes sucios y purulentos, penetraba en la espesura. Diéronle alcance las mujeres.

—Sí, sí —dijo el cojo, contestando—, allí está.

Se escuchaba, indistinto, un murmullo de voces.

Y salieron a otro descampado en declive. En la parte baja y sombría apoyándose en sus hachas y en los troncos retorcidos de los últimos Arboles, estaban los leñadores y carboneros. Delante de ellos, en pequeños grupos, numerosos enfermos y lisiados, en compañía de sus deudos, escuchaban con un aire de fe y de clarividente tristeza.

Entre los peregrinos, destacándose por su elevada estatura, sobresalía un anciano calvo, tieso y erguido, que sostenía en uno de sus hombros un pequeño fajo de trapos de donde brotaba el lloro de un niño; pero un lloro tan débil y gastado que no duraría largo tiempo.

Arrebujándose hasta la cabeza en una manta, un hombre joven y amarillo como un limón, en compañía de una muchacha, trataba de esquivar la vecindad de un infeliz pestoso medio caldo en tierra, que se estremecía con los calofríos de la fiebre. Solícita, sólo a él atenta, una pobre mujer revelaba con su actitud ser su madre.

Chiquillos tiñosos y cubiertos por las asquerosas erupciones que provoca la sombra del litre, ignorantes de la repugnancia que inspiraban, iban deslizándose como sabandijas por entre las fogatas y los enfermos. Sólo se detuvieron al contemplar en un cajón con ruedas a un monstruo sin brazos ni piernas informe como un odre medio vacío, de donde saliera una cabeza pequeña de piel, plegada en mil arrugas, de barbas ralas, negras y desgreñadas, y de ojos profundos, de un mirar pertinaz y trágico.

Las toses cascadas de los enfermos, y los relinchos de un caballo atado en la espesura, interrumpían de vez en vez a Alsino.

Reclinado contra un tronco de un árbol, el ciego, enflaquecido y medio cubierto de harapos, apoyaba, por momentos, su mano pálida sobre la cabeza de Cotoipa, que estaba a su lado.

Tras él, mi hilo de agua caía con fresco murmullo, y rápido derivaba, por entre los helechos, hacia el bosque.

El sol dábale en los pies, pero como ya comenzara a soplar el viento de la tarde, al entreabrirse, por instantes, las ramas, se iluminaban con vigor los seres miserables agrupados en ese sombrío recinto de la floresta.

Los ojos muertos de Alsino parpadeaban rápidos, y sus alas, aunque grises, daban un fugaz destello.

Abriéndose paso dificultosamente entre los peregrinos, llegaron hasta él las mujeres que traían al niño enfermo. En actitud humilde, como dispuestas a prosternarse, tironearon los harapos de Alsino para advertirle de su presencia, al mismo tiempo que imploraban para su hijo un remedio milagroso.

El ciego, alzando uno, de sus brazos, a tientas, alcanzó el rostro del pequeño doliente.

Su mano, inquieta y liviana como una mariposa, palpaba con trémula rapidez el cuello, las mejillas, la frente del niño.

—No teman —dijo—. Este niño mejorará pronto. ¿Le han dado infusión de doradilla?

—Sí, y nada le ha hecho.

—Pues bien, vuelvan a hacer lo mismo e insistan en ello siempre.

¿Por qué callan? ¿Murmuran? ¿No han quedado satisfechas? Las madres y las abuelas nunca lo quedan. ¡Pobres mujeres!, ‘Es mi hijo’, dicen, y cada cual implora por el suyo como si fuera el único tesoro del mundo.

Y los hijos van absorbiendo la vida de los padres, y los padres quédanse vacíos de obras. Y hay quienes sólo sirven para que cuiden de sus hijos; y éstos, a su vez, cuando les llegue el tiempo, para que de los propios hijos cuiden. Y unos y otros van sucediéndose estériles como caminos. Sí; por generaciones de generaciones la vida en ellos sólo en tránsito pasa. Miles de seres, sin saberlo, gastan su existencia atentos al hijo que aguardan, al hombre verdadero por quien tantos y tantos se han sacrificado; y cuando por fin llega el hijo inconscientemente ansiado, nadie lo reconoce y nadie lo comprende, y todos lo tienen por un ser ajeno y extraño. ¿Para qué, entonces, pobres mujeres, ese afán en conservar el vuestro, cuando no vais, por su intermedio, sino en busca de ese otro que os será distante e incomprensible?

Calló Alsino. Las recién llegadas, confusas, sin comprender, poseídas de vergüenza, experimentaron algo así. como un temor desconocido.

El ciego, como si continuase una conversación interrumpida, prosiguió:

—Todos tratan ¡ay! de defender sus vidas miserables, y yo entre ellos. ¡Dios mío! Y muchos de los que aquí vienen por enfermos llorarán a los que, ahora, sanos les acompañan. Y serán los jóvenes, los que recién dejan la adolescencia, los que morirán primero. Nadie escucha; y tan claros y distintos que suenan los pasos de la tragedia que viene.

¿Por qué enturbiar vuestra tranquila sordera? Hermanos, fatalmente, al despertarse, ya el hombre tiene su día lleno de realidades, que va recogiendo como monedas caídas. Ellas le aguardan, ni una más ni una menos; pero mientras se acerca al sitio en que reposan, fantástico sueña con su número y calidad.

Y no serán pronto monedas, ni frutos, los que alce del suelo, que a él lo alzarán, sin que él lo advierta. Sí, viene sobre nosotros la guerra, y para muchos el largo sueño.

¿Y cómo eludirla? Y a todos los que en ella intervengan les será fatal. Que los victoriosos quedarán, al igual de los vencidos, dominados por lejanos pueblos; y sólo sangre inútil y ruina habrá por todas partes.

Y vendrán tiempos de confusión, y los mismos pueblos dominadores fermentarán como las cubas donde hierve el mosto. En ellos lo que está arriba estará abajo; y lo de abajo, arriba; y lo que debiera estar sobre todo, vivirá eclipsado, invisible por el velo que la sangre vertida pone ante los ojos de los hombres.

Pronto todo danzará en torno de la propia hoguera del mundo, y como los leños al consumirse fingen graciosas actitudes, habrá pasajeras acciones, bellas y grandes, pero todas efímeras, tal el resplandor de las brasas que se hunden.

A aquel crepúsculo sangriento seguirá la era de una larga noche, en la que los hombres serán presas de terribles alucinaciones. Y cuando llegue el día ansiado, nadie lo reconocerá, y seguirá la confusión y el desencanto. Como los padres que vienen procreando para dar a luz el hijo-definitivo, los hombres, ante la propia obra de sus manos, quedarán irresolutos y atemorizados.

—¡Para esto! —dirán— hemos sufrido en tan eterna batalla.

Sí, para eso. Y se verá que la despreciada vanidad hizo su buena obra, y la ambición la suya, y que aquellos instintos tenidos por bajos, laboraron fieles y necesarios. Nada deberá ser en adelante despreciado.

Y cuando esto se haya conseguido, siglos mediante, no tardará mil años el mar en volver a recuperar estos valles.

¡Cuán lejano estará ese tiempo, si pensamos que, entonces, nadie, corno ahora, buscará librarse de la muerte! Como aquel que terminada la diaria labor, vuelve con la última luz del día, pensando en proseguirla al alba siguiente, cada cual buscará descansar durante la pasajera noche que se ofrece entre ambas claridades.

Un balar de cabras vino aproximándose. Curiosas metían sus cabezas barbudas entre los enfermos. Tras ellas apareció el cabrero; un muchacho cobrizo, de cabello hirsuto y ensortijado.

—¿No entendéis lo que estos animales dicen? —exclamó Alsino—. Y llegará el día en que todos lo entiendan, y al asombro seguirá la tristeza de tantos siglos de sordera. El hombre quedará vergonzoso de sus viejas crueldades, y rodeado de los animales despreciados, aprenderá de ellos todo un nuevo y extraño saber. Se abrirán ante sus ojos horizontes profundos, y tendrá una nueva conciencia de la verdad, del bien y del mal. Entonces habrá menester de más misericordia para sí que para los demás; y como jinete que no puede dominar una bestia arisca, le atenazarán los remordimientos de sus obras, crudamente iluminadas por su conciencia enriquecida. Se morderá las manos de desesperación, y echando cadenas a sus propios pies, gran parte de su vida la gastará en quedar atento y vigilante sobre sí mismo.

Poco a poco la presente civilización se irá despojando de sus vistosas vestiduras. ¡Cuántos, por desconocerla, Comenzarán a llorarla por perdida! ¡Y ella, invisible y desnuda, permanecerá entre los hombres! Cuando nuevamente sea fecundada, su presencia se hará resplandeciente, y todos comprenderán, por fin, la mayor y suprema belleza que, desnuda, fuerte y pródiga, ofrece a la última sed.

Aunque no comprendáis claramente, enfermos y rudos campesinos, niños inconscientes, pobres mujeres, leñadores y cabreros, os hablo de todas las cosas que llenan la negra noche en que vivo: Los tristes y los humildes entienden mejor que los falsos sabios las nuevas verdades, porque ponen en juego, no su atención razonadora, sino su ser todo, vibrante como un pájaro nuevo al borde del nido que desea abandonar.

Los rayos del sol se filtraban rojos por entre los troncos de los árboles. El cabrero, los enfermos y peregrinos, cada cual portador de sencillas ofrendas, fueron rodeando más estrechamente a Alsino.

El ciego, sentado en una peña, con un brazo colgante, una mano hundida en el arroyo, sintiendo el suave roce del agua, acariciaba con la otra a los perros de los campesinos, y .a los cabritos nuevos que acudían a balar entre sus rodillas.

Los pájaros cantaban en las altas copas bañadas de sol dorado, y el caballo que antes impaciente relinchara, saliendo de la espesura, se acercó arrastrando sus bridas rotas.