IX
Revelación
CON la última moneda compró un trozo de pan, y salió del villorrio. Ya en los afueras, no pudo reconocer, en el hilo de agua, sucio, cenagoso y callado; al alegre arroyuelo del que más arriba bebiese.
Metido entre áridos lomajes, que las lindes de las heredades cruzaban, dormía el pueblo hosco y misérrimo. Veían-se arboledas achaparradas; ranchos negruzcos y ruinosos; construcciones mayores, que no llegaron más allá de paredes de adobe a media altura carcomidas de lluvias y de vientos, fatigadas de inútiles esfuerzos, desplomándose. Asnos, chanchos y gallinas vagaban escasos por las callejuelas torcidas y desiertas.
Novicio en soledad, Alsino no sabía amarla continuamente. El lastimoso aspecto de ese lugarejo le trajo mayor angustia.
Unos muchachos, jugando con una rústica carreta fabricada con un cajón viejo y unas ruedas llenas, formaban gran algazara al permanecer atascados en los profundos carriles pantanosos que había en el camino antes de que éste iniciara el repecho.
Alsino, curioso, se acercó a ellos. Tres muchachos, enjaezados como caballos, forcejeaban desesperados. El que en el interior del cajón hacía el rol de cochero, no dejaba en paz la huasca.
Un mocetón, que venía con una yunta de bueyes, arrastrando ramas traídas de la montaña, al ver obstruido el tránsito, se detuvo. Con la aijada enhiesta, delante de los bueyes, afirmado en el yugo, aguardaba molesto.
—¡Que les ayude el curcuncho! —gritó.
Aludido Alsino, de buenas ganas se dispuso a prestar auxilio a los muchachos. Diéronle el sitio del caballo de varas.
De un vigoroso envión, pudo sacar del atolladero una de las ruedas, y ya de por medio su amor propio, logró sacar la otra.
Al trote, cuesta arriba, iba arrastrando el carretón. Los chiquillos, felices de encontrar tan buen caballo, gritando alegres quisieron, todos a la vez, meterse dentro del vehículo.
Como Alsino, con tamaño peso, pudiera apenas seguir cuesta arriba, comenzaron a propinarle denuestos groseros, y golpes con los terrones que tenían a mano.
Acezando se detuvo el jorobado. El carretero, que iba a la siga, unió sus gruesos improperios a los de los muchachos impacientes. Envalentonados éstos, escogieron piedras en vez de terrones, y los menores, saliendo del carretón, petulantes y provocativos, se acercaron al caballo mañoso, dándole con la huasca por las piernas.
Extrañado y molesto, logró coger Alsino a uno de ellos por el brazo, y se lo apretó con fuerza. Púsose el chico a berrear desesperado.
—¡Eh! ¡Eh! ¡Anda, curco! —gritó el carretero, dándole con la aijada un fuerte puntazo en las espaldas.
Alsino, dolorido y colérico, al sacarse con rapidez los improvisados arneses de cordeles, enredó en ellos su poncho y, por zafarse de algo que lo embarazaba, se despojó, a la vez, de todo estorbo, quedando desnudo con sus alas vibrantes en ira. Espantados huyeron los muchachos. El carretero, atónito, como quien ve al diablo, dejó caer la aijada y huyó veloz.
En su persecución fue Alsino corriendo y agitando sus alas. Pero como si se mantuviera en un gran salto continuado, notó, de pronto, que sus pies no tocaban tierra. De trecho en trecho, breves, fueron repitiéndose sus primeros vuelos.
Tan grande impresión recibió ante el nuevo poder que se le revelaba que, olvidado de ofensas de carreteros felones y haraganes crueles, intentó emprender un vuelo mayor y libre; mas estaba tan fatigado, que apenas si por un corto instante se desprendió del suelo.
El estruendo que hacía su corazón, aleteando en su pecho, era el de las aves bravas cuando se debaten furiosas en su jaula. La sangre que de ellas entonces mana, parecía ser la que cegaba a Alsino con un velo rojo.
Tambaleándose como un ebrio, volvió a donde quedara abandonada la carreta de los niños. Desenredando su poncho, con él otra vez cubierto, no dudó en escoger un atajo que se dirigía a la montaña solitaria.