Capítulo 5
Doña Rosa Sandoval y de Gamboa, como buena mujer celosa era también desconfiada. Por eso, desde el principio no creyó en la palabra de su esposo don Cándido Gamboa, cuando éste, pretextando una reunión urgentísima con hacendados o negreros, se ausentaba por las noches de la residencia. Con gran habilidad se las agenció para que el esclavo Dionisios, que hacía de maestro cocinero (y en quien ella tenía una relativa confianza), portando diversos y complicados disfraces espiase a su esposo.
El resultado de estas pesquisas no se hizo esperar:
—El amo está amancebao con una mulata bellísima que vive en el Callejo de San Juan de Dió y que le acaba de parir una mulatica que es un primor ¡Mi ama, si usted la viera! ¡Es igualitica que su hija, la niña Adela!…
—Así que don Cándido ha tenido una hija con una negra…
—Con una negra no, señora, con una mulata…
—¡Da igual, imbécil! —interrumpió doña Rosa, y luego mirando fijamente al negro le ordenó—: ¡Cierre la puerta de la habitación y desnúdese inmediatamente!
—¡Pero mi ama! ¿Qué he hecho yo de malo? Sólo he seguidos sus órdenes y lo que le digo es la verdad ¿Por qué me va a dar de azotes?
—Nadie le va a azotar, Dionisios —replicó doña Rosa—. Sólo le he ordenado que se desvista.
El negro, aún temeroso, se quitó los anchos y gastados calzones de cañamazo, esperando que de un momento a otro restallaran en su espalda los latigazos. Pero doña Rosa, en lugar de golpearlo, se acercó a él y hábilmente empezó a inspeccionar todo su cuerpo. Examinó ganglios, rodillas, palma de las manos y planta de los pies, le hizo sacar la lengua y le sopesó varias veces el miembro y los testículos.
—Espero —dijo luego de haber terminado su minucioso reconocimiento— que no tenga usted alguna de esas enfermedades contagiosas de los negros del barracón.
—Ná he tenío ni tengo, señorá, a no ser unas viruelas negras que se me reventaron cuando me sacaron de la Gran Guinea.
—Bien. Entonces escuche lo que debe usted hacer: Ahora mismo me va usted a poseer y me va a dejar preñada de un negro. ¡De un negro, oyó!, o de lo contrario lo mando para las pailas del ingenio donde se convertirá en azúcar parda.
—¡Por el amol de Dió mi ama!
—¡No abra más la boca y al grano! —ordenó enfurecida doña Rosa, quitándose la enorme bata de casa y quedando completamente desnuda frente al temeroso esclavo.
Dionisios, aún confundido titubeó, pero las miradas que le lanzaba doña Rosa eran tan conminatorias que el esclavo, temiendo por su vida, acercó su cuerpo a las vastísimas proporciones de su ama.
—¡Recuerde que le he ordenado un negro! —recalcó doña Rosa.
—Señora, no sé si mis luces alcanzarán para tanto —protestó el cocinero.
—Cállese y proceda con más rapidez —le interrumpió de nuevo doña Rosa—, que de un momento a otro llega don Cándido y le corta la cabeza.
, Terminado el apareamiento, doña Rosa declaró:
—Bien, ahora sepa usted que si comenta con alguien lo que me ha hecho no contará con más de veinticuatro horas de vida para repetirlo.
—Nada le he hecho a mi ama —protestó el esclavo entrando en sus calzones.
—¡Cómo que nada me has hecho! ¡Sinvergüenza! —protestó doña Rosa airada y satisfecha— ¡y ahora, largo! ¡Largo! ¡A la cocina! Que ya mi honor ha sido bien reparado…