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LA Iglesia que frecuentaba Guedes, el inspector, consideraba la confesión como uno de los elementos fundamentales del sacramento de la penitencia: el arrepentimiento del pecado, sin el que no hay salvación. La Ley —el Código penal al que él se sometía— consideraba circunstancia atenuante la confesión espontánea del crimen de autoría ignorada o imputada a otro. Guedes, como viejo policía y viejo católico, sabía no obstante que la confesión, la del delincuente o la del pecador, sólo tiene valor si va corroborada por otros elementos de convicción.

Siendo aún un niño había dejado de confesarse; encontraba humillante y en cierto modo absurdo arrodillarse ante otro hombre para contar sus pecados, insistir en su arrepentimiento y redimir su culpa (véase Dec. Concilio de Trento, sesión XIV, caps. 1 a 9).

También en la policía le repugnaba la confesión, pues era obtenida por medio de la violencia, absoluta o psíquica, lo que en definitiva venía a ser lo mismo: para muchos, el miedo es peor que la tortura.

Sentir repugnancia ante todas las formas de confesión, y ser miembro de dos instituciones que creen en la esencialidad del confíteor, tal vez explicara el razonamiento tortuoso del inspector, que estoy intentando, ecuánimemente, elucidar.

Cuando Agenor da Silva confesó, en la comisaría, que había matado a Delfina Delamare, la primera preocupación de Guedes fue aclarar si la confesión había sido obtenida sin tortura.

Como el homicidio, más grave que la tentativa de robo, había sido cometido en la jurisdicción de su comisaría, Guedes logró que le transfirieran el preso. Él mismo, acompañado por un agente de la 14, fue a recoger a Agenor a la Central. El comisario de guardia, Wilfredo, cuando llegó Guedes con la orden de traslado de Agenor, dijo:

—Ya está hecho el trabajo. El tío este acaba de confesarlo todo.

Guedes conocía a Wilfredo. Sabía que no era violento. Preguntó:

—¿Fuiste tú quien interrogó al hombre?

—No. Echa un vistazo a sus antecedentes.

Guedes cogió la ficha que Wilfredo había sacado de un cajón.

—¿Puedo llevármela?

—Llévatela si quieres.

—¿Quién interrogó a Agenor?

Había sido un tal Ribas, recién salido de la Escuela de Policía. Guedes pidió permiso para hablar con Ribas.

La Comisaría Especializada de Vigilancia estaba en una casa vieja de la calle del Mariscal Floriano. Abajo, en la entrada, quedaba el despacho del comisario de guardia. Al fondo se localizaban la sala de guardia y los calabozos. En el piso de arriba estaban los diversos servicios de la comisaría.

Guedes subió hasta el piso de arriba por una rechinante escalera de tablas cuyo pasamano aparecía comido por la carcoma. Encontró a Ribas en un pequeño despacho de mamparas de vidrios rotos. Era un hombre delgado y alto, de barba; llevaba una chaqueta de cuero, aún mojada por la lluvia que caía fuera, y un gorro de lana, rojo y negro.

—Soy de la 14 —dijo Guedes—. He venido a llevarme a Agenor Silva.

—Los calabozos están abajo —dijo Ribas.

—Lo sé. Pero quería hablar contigo. ¿Tienes un minuto?

—¿De qué se trata?

—¿Le apretaste duro a Agenor para que confesara que mató a la mujer?

—Ni le puse la mano encima. No me gustan esas formas.

Ribas contó cómo lo habían detenido. Él, con otro colega, hacían una ronda en un coche, por Benfica, cuando una mujer los paró y dijo que estaban atracando una panadería en la calle Prefeito Olímpio de Mello. Eran las siete de la tarde. Tardamos algo en llegar, por torpeza del conductor, pero por suerte nuestra el hombre estaba aún allí, apuntando con la pistola al portugués del mostrador. Cuando nos vio, tiró la pistola al suelo y alzó los brazos. Cuando fuimos a meterlo en el coche, dijo que no le pegáramos, que lo iba a cantar todo. Pero, de momento, lo metimos en la furgoneta y lo trajimos aquí. Cuando llegamos, dijo que quería hablar conmigo de un asunto reservado. Le dije que no quería asuntos reservados con él, que hablase delante de los otros. Cuando dijo que había matado a esa señora, lo traje aquí, para acabar el servicio. Ni le levanté la mano. Nada. Habló tranquilamente, y yo escuchando.

Delfina, según la confesión de Agenor, estaba parada en el semáforo de una calle de Leblon al volante de su Mercedes, de noche, cuando él decidió atracarla. No era la primera vez que cometía este delito. Entró rápidamente por la puerta derecha del vehículo, apuntando a Delfina con la pistola.

Posiblemente alguien vio el atraco, pero nadie hizo nada, quizá porque el semáforo se puso en verde, y Agenor le dijo a Delfina que arrancara. Vagaron por la ciudad; él buscaba un lugar para violarla, pero ninguno de los sitios que fue eligiendo le servía: en uno había una patrulla; en otro vio que lo observaban los ocupantes de un coche, y tuvo miedo de que avisaran a la policía, hasta que decidió tirar hacia la Floresta de Tijuca. Pero ni él ni la mujer conocían el camino y acabaron en una calle sin salida (la Diamantina, donde fue encontrado el cuerpo). Al llegar a esa calle, Agenor se puso nervioso y le dijo a la mujer que diera la vuelta y que saliera inmediatamente de allí, pero ella estaba asustada y se le caló el motor. Él le dio un golpe, no muy fuerte, a la mujer, y ella empezó a gritar. Temiendo que apareciera alguien, Agenor le disparó un tiro. Después abrió el bolso, le robó la pitillera de oro y salió de allí a la carrera.

—¿Por qué no le quitó el reloj de oro que ella llevaba en la muñeca?

—No lo sé. No se lo pregunté. No sabía que llevaba un reloj de oro en la muñeca. Mira, Guedes, realmente ni le interrogamos: estaba ansioso por contarlo todo. Hay tipos así, tú lo sabes muy bien porque llevas más años que yo en la casa, gente que trae cargada la conciencia y tiene que aliviarla. No le apreté, ¿para qué mentirte? Tú no eres el juez.

Ribas, realmente, no mentía, pensó Guedes. Bajaron a los calabozos.

En una celda en la que cabrían, caso de tumbarse de lado a lado, quince presos, había treinta. Los más flojos tenían que dormir de pie. Algunos de los débiles eran periódicamente asesinados para aliviar la presión y, a través de la repercusión pública, forzar a las autoridades a mejorar las condiciones en que vivían los presos. Si excluimos el aspecto reivindicatorio, eso es algo parecido a lo que hacen las ratas.

Agenor estaba tumbado en medio metro de calabozo, y otro preso lo abanicaba con un periódico. No era verano, pero en aquella mazmorra superpoblada hacía mucho calor.

El carcelero pegó con el manojo de llaves en las rejas y gritó:

—¡Agenor da Silva! ¡Agenor da Silva!

Agenor, abanicado con las hojas de un periódico por otro preso como un pachá (pensamiento de Guedes) se levantó al oír su nombre y dijo:

—Soy yo, soy yo.

—¡Ven! —dijo el carcelero abriendo la puerta de rejas de hierro.

Agenor acompañó al carcelero hasta el despacho de Ribas.

—Te vamos a llevar a los calabozos de la 14 —dijo Ribas—. El inspector Guedes te conducirá.

—¿A la 14? ¿Por qué?

Parecía preocupado.

—Mataste a la mujer en nuestra jurisdicción —dijo Guedes.

Ribas cogió a Agenor por el brazo para llevarlo al despacho del comisario Wilfredo.

—¿Es el jeque de la celda? —preguntó Guedes.

—¿Éste? Es un sarasa, un calzonazos de mierda —respondió Ribas, sin dar importancia al preso, que oía el diálogo entre los dos policías.

Guedes, ya en el despacho de Wilfredo, miró mejor al preso: inquieto, royéndose las uñas.

—¿Puedo hacer una llamada?

—Puedes —dijo Guedes, haciéndole una señal a Wilfredo.

—¿Cómo va la pandilla de la 14? —preguntó Wilfredo—. He oído decir que a Ferreira lo han trasladado a Bangu. No le habrá gustado nada.

—Hasta ahora no ha salido en el Boletín —dijo Guedes.

Guedes hablaba con Wilfredo, pero estaba interesado en lo que Agenor hablaba por teléfono:

—Avisa que me llevan a la 14, en Leblon. Ya sabes a quién… ¿Eres burra, o qué?

—Hay lugares peores que Bangu —dijo Wilfredo.

—Desde luego —dijo Guedes.

—No lo olvides, a la 14 —dijo Agenor colgando el teléfono—. Gracias, comisario.

Guedes fingió no oír la expresión de gratitud de Agenor.

Siguió hablando un poco con Wilfredo, pensando no obstante en la conversación telefónica sostenida por el preso. ¿A quién tenía que avisar la mujer («¿Eres burra, o qué?») de que lo llevaban a la 14? ¿A un abogado? Si tenía un abogado, ¿por qué no lo había llamado directamente? Si no era el jeque de la celda, ¿por qué lo abanicaba el otro? Dinero no tenía para comprar tanta seguridad y confort. Ni fuerza bruta y valor para conquistar su espacio en aquel cubículo.

—¡Vamos! —dijo Guedes.

Cogieron un coche de la 14 que los estaba esperando. Guedes colocó a Agenor entre él y el conductor.

—Tengo que hacer una diligencia —dijo Guedes—. Déjanos cerca de la Candelaria.

Guedes y Agenor bajaron en la Candelaria, esquina a Quitanda.

—Por aquí —dijo Guedes.

La calle Quitanda estaba cerrada al tráfico. El policía y su prisionero fueron andando por el medio de la calle. Quien los viera, no pensaría que iban juntos. Guedes iba un poco adelantado, mirando los números de las casas como si estuviesen buscando alguna dirección. Agenor lo siguió, tenso y asustado. Dos veces se paró en la calle, atónito, mirando apresuradamente, unas veces las espaldas del inspector que avanzaba ante él, otras el extremo de la calle. Pero luego, en las dos ocasiones, apresuró el paso y se unió a Guedes.

Desde la calle Quitanda fueron hasta la estación de autobuses de Menezes Cortes, en la calle San José, donde Guedes le preguntó si le apetecía un café. Lo tomaron de pie, en una de las galerías de la estación de autobuses, por donde circulaba la gente como las termitas en un inmenso tronco muerto. Desde allí fueron hasta la calle Erasmo Braga, y hubo un momento en que Agenor perdió a Guedes en medio de aquel hormiguero de gente.

Fueron juntos en un autobús de aire acondicionado Castelo-Leblon. Cuando entraron en Flamengo, dijo Guedes:

—Olvidé mi medallita de san Jorge, y no me gusta andar sin ella.

Una mentira con la que Guedes intentaba pegar la hebra con Agenor. Según calculaba el policía, Agenor debía de ser devoto de san Jorge. Debía de ser de la Escuela de Samba de Mangueira, a juzgar por el lugar de su residencia, que Guedes había visto en la ficha, e hincha del Flamengo. Quería hablar de estos temas con el detenido durante el viaje. Acertó en dos de sus suposiciones, las dos primeras. En cuanto a la tercera, no era del Flamengo sino rojinegro, del Vasco.

—También yo soy del Vasco —dijo Guedes.

Durante el trayecto, hablaron de fútbol y de Carnaval.

—Me parece que esta vez no voy a poder ver a la Mangueira en Carnaval —dijo Agenor, con los ojos húmedos—. Ni al Vasco en Maracaná…

—Antes de hacer una burrada, hay que pensarlo dos veces —dijo Guedes.

—Pero yo… —Agenor se calló, secándose los ojos.

Al llegar a la 14, Guedes registró la entrada del detenido y mandó al carcelero que lo encerrara en una celda. Las de la 14 estaban aún más abarrotadas que las de la Vigilancia. El secretario vino a preguntarle a Guedes si era él quien había traído a Agenor, pues quería tomarle declaración aquel mismo día.

—Hoy, no —dijo Guedes—. Déjalo para mañana. Quiero charlar antes un rato con él.

—Ferreira quiere llevar el caso personalmente —dijo el secretario.

—Mañana podrá hablar con él. De momento, no digas nada. Ferreira no sabe que tenemos al tipo aquí.

El secretario, que era amigo de Guedes, no se pudo negar.

Guedes tenía otras cosas que hacer, cosas que no tenían nada que ver conmigo y con esta historia que no relataré aquí.

Por la noche, al llegar a su apartamento, Guedes cogió una cuartilla y anotó:

1) Detenido por atraco (que no llegó a realizar); confesó un asesinato del que ni siquiera era sospechoso. Sus antecedentes no registran ningún atraco anterior. Ni homicidio.

2) Es el amo del calabozo, pese a que se trata de un robaperas miserable.

3) Dice que anduvo con la mujer buscando un lugar donde violarla. Sus antecedentes no registran ninguna violación.

4) Es ladrón, pero no roba el reloj de oro y dice que por falta de tiempo (no obstante, tuvo tiempo para abrir la cartera de la muerta).

5) Tiene varias oportunidades para huir, y no lo hace.

En otra hoja de papel:

1) Investigar la llamada telefónica que hizo desde la Vigilancia (¿con quién hablaba Agenor? ¿A quién mandó avisar de su traslado a la 14?).

2) Descubrir el origen del 22. ¿Dónde lo compró?

3) Ladrón, vago, parásito, perista, chulo, proxeneta, falsario. Ningún delito violento. Un chorizo.

Examinó luego Guedes los antecedentes de Agenor. Delitos contra bienes ajenos (artículos 155, 168, 171, 180) o contra las buenas costumbres (artículos 227 y 230) o contra la familia (238) y, en fin, uno de perjurio (artículo 297). Su actividad criminal no incluía ninguna acción violenta contra personas, de acuerdo con el Código penal[7].

Dejó los papeles en la mesita de noche. Mi libro Los amantes estaba allí, pero no lo cogió para continuar la lectura que había iniciado días antes. Creo que había decidido que la vida del autor y lo que escribe tienen una relación tan superficial y falsa que no vale la pena leer cuatrocientas páginas para acabar no descubriendo nada. Se acostó, pero no tuvo el sueño tranquilo de los pequeños funcionarios que cumplen correctamente con su obligación. Despertó varias veces durante la noche y releyó sus anotaciones. Aparte de ir a orinar al cuarto de baño.