COMENTARIO HISTÓRICO
Encontré mi primer indicio para una nueva solución del problema de la natividad en los Hechos de los Apóstoles, capitulo XIII, donde se establece que Sergio Paulo, el procurador romano de Chipre se «sorprendió» cuando Pablo y Barnabás le hablaron de Jesús. No pude ver ninguna buena razón que pusiera en duda la verdad general de esta historia, a pesar de la plausible sugestión de Hilgenfeld, según la cual, en la versión original, el perverso enemigo de Barnabás, Bar-jesús, alias Elimas el Hechicero, era en realidad Pablo. Y sé que no bastaba con poca cosa para sorprender a los tozudos gobernadores generales de Claudio, cuya noción jurídica rectora era el título; por ejemplo, ellos habrían clasificado a los seguidores de un hombre que se declarara falsamente rey de los judíos, al lado de los encubridores de un hombre que estuviera en posesión de propiedades robadas al gobierno. Probablemente, Sergio Paulo no tenía el menor interés en la teoría ética o religiosa, y no hay en los Hechos la menor sugestión de que hubiera sido bautizado en la fe cristiana. Estas consideraciones me llevaron a meditar sobre el extraordinario favor que demostró Pilatos cuando concedió a Jesús una entrevista privada —se reservaban normalmente a los ciudadanos romanos— y el nada convencional titulus que, por su orden, se fijó en la cruz. El desarrollo lógico de estos problemas interrelacionados, a la luz de ciertos pasajes del Evangelio a los Egipcios y del Proto evangelio, era tan asombroso que, por un tiempo, no supe qué hacer con él. Confié sus líneas generales a Sir Ronald Storrs, orientalista y estudioso del clasicismo, quien por otra parte ha sucedido en su cargo a Sergio Paulo y a Pilatos. Fue su generoso aliento —aunque no se comprometió aceptando mi tesis— lo que me indujo a trabajar en este libro. Con todo, mucho menos interesante es hoy quién fue Jesús por su nacimiento que sus hechos y dichos; y espero que la atención crítica se concentre especialmente en mis últimos capítulos y sobre todo en los que se refieren a su tentativa de cumplir la profecía del Déutero Zacarías; creo que es la única explicación válida de los extraordinarios acontecimientos inmediatamente precedentes a su arresto.
Un comentario detallado, escrito para justificar los puntos de vista heterodoxos expuestos en este libro, llevaría años y ocuparía un libro dos o tres veces más extenso; ruego que se me excuse de esta tarea. Tomemos, por ejemplo, el incidente del capitulo 6, la terrible aparición que tuvo Zacarías el sacerdote en el santuario. No sería suficiente citar a Epifanio acerca del perdido Evangelio Gnóstico El descenso de María («en el que hay cosas horribles y mortales») como mi autoridad respecto de una historia que, hasta hoy, nadie ha tomado seriamente y que se suele relacionar con el mal informado texto de Tácito acerca de un secreto culto levítico del asno. Y tampoco sería una ayuda citar a Apión, que es mi única autoridad acerca de la historia del edomita Zabido y de la dorada máscara del asno de Dora, porque nadie ha cuestionado la buena fe de Josefo, que la ha rechazado como antihistórica, a pesar de su deshonesta negativa de que existiera en Edom un lugar llamado Dora. Mi aceptación de esas dos improbables historias proceden de una idea sobre la obsesión mesiánica de Herodes, y sobre su intento de revivir el antiguo culto del onagro de Set-Tifón, que sólo podría justificarse aduciendo un gran conjunto de autoridades, y comentándolas por extenso. No olvidamos tampoco al Dr. M. R. James, quien sostiene que la historia de Zacarías en El descenso de María es un libelo relacionado con antiguos graffiti de un asno crucificado; yo pienso en cambio que no son caricaturas sino piadosas identificaciones judeocristianas de Jesús con el Mesías hijo de David, cuyo símbolo en la literatura rabínica era el asno, así como el símbolo del Mesías hijo de José era el buey. Este punto me llevaría a enzarzarme en otro largo argumento crítico.
O tomemos el Nombre Indecible, que según la tradición judía del Tol’Doth Yeshu fue empleado ilegítimamente por Jesús para resucitar a Lázaro. Mi arreglo de las letras surge de una investigación original que comienza con el informe sobre el origen del alfabeto del mitógrafo Hygino (Fábula 277) y termina con variadas suposiciones acerca del nombre hechas por Clemente de Alejandría, Orígenes, Filo Biblio y otros. Entiendo que tanto el nombre como el culto de Jehová son de origen no-semítico, pero no podría probar esto de manera creíble en menos de cien páginas. Aunque me abstengo de una bibliografía, que sería más imponente que útil, aseguro a mis lectores que cada elemento importante de mi relato se funda en alguna tradición, por tenue que sea, y que me he tomado más trabajo que el habitual para verificar el background histórico. Estas investigaciones me han llevado a campos incómodamente remotos. Por ejemplo, los significados místicos que aquí se atribuyen al becerro de oro y a los siete pilares de la sabiduría se deducen en gran medida de los restos de los conocimientos secretos gnósticos, y en última instancia esenios, conservados en Hearings of the Scholars, de Calder, y otras misceláneas de la antigua doctrina poética irlandesa y en el Llyfr Coch o Hergest galés del siglo XIII. Estos conocimientos sólo se pueden comprender del todo a la luz de la astrología babilonia, la especulación talmúdica, la liturgia de la Iglesia de Etiopía, las homilías de Clemente de Alejandría, los ensayos religiosos de Plutarco y los recientes estudios sobre la arqueología de la edad del bronce.
Escribo sin el menor deseo de ofender a los católicos ortodoxos, que pueden considerar mi relato irreverente para su fe, porque el catolicismo es un sistema de pensamiento incontrovertible tan pronto como se admite que muchos acontecimientos mencionados en los Evangelios trascienden de la comprensión humana y por lo tanto deben ser aceptados por la fe. Aunque no acepto esta premisa, quede al menos claro que respeto a Jesús por haber sido más coherente, más inflexible y más leal a su Dios de lo que consideran muchos cristianos.
Para escribir una novela histórica por el método analéptico —la recuperación instintiva de hechos olvidados mediante una deliberada suspensión del tiempo— uno debe adiestrarse para pensar enteramente en términos contemporáneos. Se logra esto con mayor facilidad personificando al supuesto autor de la historia, que tiene una función muy similar a la de una figura cuidadosamente vestida situada en primer plano en un dibujo arquitectónico para corregir errores de apreciación acerca de las dimensiones, la fecha y la localización geográfica. He elegido ser el portavoz del anciano Agabo el Decapolitano, que escribió en el año 93 d.J.C. y no de algún otro más próximo contemporáneo de Jesús, porque las divergencias entre la tradición sinóptica y lo que parece ser la historia verdadera exigirían el comentario explicativo de la política de la Iglesia después de la caída de Jerusalén.
Quizá el principal obstáculo para una visión razonable de Jesús no es la pérdida de gran parte de su historia secreta, sino la influencia de un texto posterior y propagandístico: el Evangelio según Juan. Aunque contiene valiosos fragmentos de la tradición auténtica que no se encuentran en los Evangelios Sinópticos, las reservas críticas con que debe procederse a su lectura quedan demostradas por el prólogo metafísico (que no tiene el menor sentido en el contexto original), por la obstinada ignorancia de los asuntos judíos que tiene el autor, y por la retórica griega alejandrina que se pone injustamente en boca de un sabio y poeta que nunca usó una palabra de más.
Mi solución del problema de la natividad de Jesús implica el rechazo de la doctrina mística de la virginidad de María, y por lo tanto ofenderá a muchos cristianos —que no son religiosos en otros sentidos— aunque de esa doctrina no existen huellas anteriores al siglo II de nuestra era, y aunque no es posible reconciliarla con Romanos I. 3, Hebreos VII. 14, ni Gálatas IV. 4; documentos de fecha anterior a todos los Evangelios Canónicos. Su valor como forma de afirmar la divinidad de Jesús y de glorificarlo al igual de los dioses paganos fue observada por vez primera por Justino Mártir en su filosófica Apología por los Cristianos (139 d.J.C.); y su utilidad para absolver a los cristianos primitivos de una grave sospecha —la de intentar restaurar la dinastía davídica— procede claramente de las persecuciones de la casa de David de los emperadores Trajano y Domiciano. Pero los cristianos no eran mentirosos deliberados; y la osada teoría del milagroso nacimiento de Jesús jamás habría sido propuesta si no hubiese habido previamente un misterio vinculado con su filiación. Debe haber parecido la única forma de armonizar dos tradiciones contradictorias: la de que José no era el padre de Jesús a pesar de su contrato de matrimonio con María (Mateo I. 18-19), y la de que Jesús había «nacido bajo la ley» —esto es, legítimamente— «para que pudiera redimir a quienes estaban bajo la ley» (Gálatas IV. 5).
No se debería confiar demasiado en el texto más antiguo que se conserva de Mateo II 16, sólo descubierto recientemente, según el cual «José engendró a Jesús». Yo supongo que es una interpolación ebionita destinada a defender la legitimidad de Jesús contra los enemigos de la cristiandad que, como el romano Celso, lo describen como el hijo bastardo de un soldado griego. El problema, para los ebionitas, era que si José ya había contratado su matrimonio con María cuando halló que estaba grávida, esto, según la ley judía (Deuteronomio XXII. 13-21) habría hecho de su hijo un bastardo aun cuando el matrimonio no se hubiera consumado y ella hubiera celebrado una boda secreta, en el intervalo, con otra persona. Pero no era una solución feliz, por cuanto contradecía el creíble informe acerca del desconcierto de José que se encuentra dos versículos más adelante en el texto canónico, y por cuanto convierte en un absurdo la historia de la entrevista con Pilatos. Por otra parte, la teoría de la virginidad de María, ahora que nadie cree ya que el dios Hermes fuera la palabra de Zeus, ni que Hércules y Dionisos fueran sus hijos, no tiene ya la misma fuerza, en la polémica religiosa, que tenía en los días de Justino; y como el punto de vista que prevalece en los países protestantes es que Jesús era, por encima de todo, un ejemplo moral, se puede pensar que la sugestión de que no era un hombre en el sentido corriente del término, ni estaba por lo tanto sujeto a errores humanos, equivale a desalentar la imitación de sus virtudes. Es verdad: muchos santos han sostenido serenamente esta teoría, y podría decirse incluso que si Jesús fuera considerado un hombre común su autoridad disminuiría en mucho; pero actualmente, para la mayor parte de la gente, la elección está entre un Jesús nacido de la manera natural ordinaria, y un Jesús tan mítico como Perseo o Prometeo.
El largo diálogo del capitulo 19 entre Jesús y María puede desconcertar a los lectores que no conozcan bien la Biblia o los orígenes de la Biblia. Sugiero aquí una nueva teoría acerca de la composición de los antiguos libros históricos: a las partes que aún no existían, digamos, el siglo IX antes de Cristo, en la forma de baladas o de épica en prosa, se añadieron anécdotas fundadas en la interpretación deliberadamente errónea de un antiguo conjunto de iconos rituales capturados por los hebreos cuando tomaron Hebrón a los «hijos de Heth», fueran éstos quienes fueran. En la antigua Grecia se adoptó una técnica similar de interpretación deliberadamente errónea —llamémosla iconotropia— para confirmar los mitos religiosos olímpicos a expensas de los minoanos, que habían caducado. Por ejemplo, la historia de la unión de Pasifae («la que brilla para todos») con el toro, de la que nace el monstruoso Minotauro, parece basada en un icono del matrimonio sagrado entre Minos, el rey de Cnossos (a quien se representa con cabeza de toro), y una representante de la diosa de la luna, durante cuyo transcurso se sacrificaba un toro vivo. La historia del rapto de Europa («rostro ancho») por Zeus, disfrazado de toro, pertenece a un icono emparentado —del cual se ha encontrado un ejemplo en una sepultura prehelénica cerca de Midea— en que se ve a la misma diosa cabalgando en un toro. Además, la historia de Edipo («pie deforme») y la Esfinge que se suicida cuando él adivina su charada parece basada en un icono del rey cojo (Efaístos) adorando a la Triple Diosa de Tebas después de matar a su predecesor Laertes. La charada, «cuatro patas al amanecer, dos al mediodía y tres al ocaso», sugiere una historieta dibujada adjunta que mostraba a un niño, un joven y un anciano con su bastón, y significaba que la Triple Diosa era la soberana del hombre desde la cuna hasta la tumba.
En la iconotropia los iconos no son deformados ni alterados, sino meramente interpretados en un sentido hostil al culto original. El proceso inverso; la reinterpretación de los mitos patriarcales olímpicos o yavisticos en términos de los mitos maternales que aquéllos han desplazado, nos conduce a resultados inesperados. La desagradable historia de la seducción de Lot por sus dos hijas, que refleja la hostilidad israelita a Moab y Ammón, tribus que tenían la reputación de haber nacido de esas uniones incestuosas, se torna inofensiva cuando se restaura su forma icónica original: es la bien conocida escena en que Isis y Neftis lloran ante el catafalco de un obsceno Osiris reclinado, en una glorieta adornada de racimos, cada una con un hijo a sus pies. La historia de Lot y los sodomitas sugiere el mismo antiguo icono de que Herodoto derivaba su iconotrópico relato del saqueo del templo de la diosa del amor Astarté en Ascalón por parte de los escitas. Dice que «la diosa descargó sobre esos escitas y sobre toda su posteridad un fatal castigo: la enfermedad femenina», es decir, la homosexualidad. Pero el icono representa probablemente una auténtica orgía de sacerdotes del perro, sobre el fondo del humo flotante del sacrificio. Fue para suprimir las orgías homosexuales en Jerusalén que el buen rey Josías de Judá (637-608 a.J.C.) —o Hilkiah, o Shaphan, o como quiera que se llamara el reformador— insertó en el Deuteronomio XXII la prohibición de que los hombres vistieran con ropas de mujer. La columna de sal en que se convirtió la mujer de Lot está presumiblemente representada en el icono por un obelisco blanco, el altar familiar de Astarté; y la hija de Lot violada por la muchedumbre es presumiblemente una prostituta sagrada como aquéllas que llevaron a Josías a prohibir que se ofrendara a la casa del Señor «la paga de una prostituta». «El precio del perro», que acompaña a esa prohibición en el mismo texto (Deuteronomio XXIII. 18), evidentemente se refiere a la paga de un sacerdote del perro, o sodomita; ambas contribuciones se agregaban, en los cultos sirios asociados, a los fondos del templo.
Debe destacarse que muchas de las suposiciones históricas formuladas por los personajes de esta narración no son necesariamente válidas; por ejemplo, la teoría de los milenios y las edades del fénix propuesta por Simón hijo de Boeto, o la idea de Manetón acerca de la fundación de Jerusalén por los reyes Hicsos expulsados, o la atribución general de los cantares al rey Salomón. Lo único que importa es la influencia ejercida por esas suposiciones sobre los acontecimientos; he vacilado en atribuir a Agabo suficiente conocimiento arqueológico para corregirlas.
Debo expresar profunda gratitud a mi amigo y vecino Joshua Podro, que me ha ayudado desde el comienzo con comentarios críticos acerca de los aspectos hebreo-arameos de la historia, y a mi sobrina Sally Graves, que ha hecho lo mismo acerca de los aspectos grecorromanos. No habría podido, sin ellos, avanzar en mi camino. Y también al Dr. George Simon, por sus reveladores comentarios fisiológicos acerca de la Pasión.
RG
Galmpton-Brixham
S. Devon