8

Durante el día, exploré la periferia del bosque, tratando de penetrar hacia el interior, pero sin conseguirlo. Fueran cuales fuesen las fuerzas que defendían el corazón del bosque, no confiaban en mí. Caminé y me enredé con la maleza, para acabar una y otra vez junto a un tocón lleno de musgo, cubierto de espinos, insalvable, o para encontrarme frente a un muro de roca que se alzaba del suelo, oscuro y amenazador, erosionado, cubierto de las raíces retorcidas llenas de musgo de los grandes robles que crecían allí.

Junto al riachuelo del molino, vi al Brezo. Y cerca del Arroyo Arisco, donde el agua era más turbulenta al pasar bajo la valla podrida, distinguí otros mitagos que se movían cautelosamente entre la maleza, aunque apenas pude distinguir sus rostros a través de la pintura con que se embadurnaban la piel.

Alguien había eliminado los brotes que crecían en el claro, y encontré restos evidentes de una hoguera. Huesos de conejos y pollos yacían por doquier, y alguien había estado fabricando armas, pues sobre la hierba encontré esquirlas de piedra y trozos de corteza de madera joven, utilizada para hacer el asta de una flecha, o una lanza.

Era consciente de la actividad que me rodeaba, nunca a la vista, pero siempre al alcance del oído: movimientos furtivos, carreras rápidas, repentinas, y una llamada extraña, escalofriante…, como la de un pájaro, sí, pero de factura claramente humana. Los bosques estaban llenos de creaciones de mi propia mente… o de la mente de Christian. Y parecían especialmente abundantes alrededor del claro y del arroyo. De noche, salían del bosque por el tentáculo de robles que se tendía hacia el estudio.

Me moría por adentrarme más en el bosque, pero nunca se me permitía. Mi curiosidad sobre lo que había a doscientos metros de la periferia comenzó a crecer… y, en mi imaginación, creé paisajes y seres tan extraños como durante la expedición imaginaria del Viajero.

Habían pasado tres días desde el primer contacto de Guiwenneth conmigo cuando se me ocurrió por fin una idea para adentrarme en el bosque. No sé cómo no lo había pensado antes. Quizá Refugio del Roble estaba tan lejos del curso normal de la existencia humana, quizá las tierras que rodeaban Ryhope se hallaban tan lejos de la civilización tecnológica en cuyo corazón yacían, que sólo me permitían pensar en términos primitivos: caminar, correr, explorar sobre el terreno.

Hacía muchos días que era consciente del sonido, y a veces de la presencia, de un pequeño monoplano que trazaba círculos sobre las tierras al este del bosque. En dos ocasiones, el avión —un Percival Proctor, creo— se había acercado bastante al Bosque Ryhope, antes de dar media vuelta y desaparecer en la distancia.

Entonces, en Gloucester, cuando regresaba del banco, volví a ver el avión, u otro muy parecido. Descubrí que estaba tomando fotos aéreas de la ciudad. Operaba desde el Aeródromo de Mucklestone, y cubría una zona de unos cincuenta y cinco kilómetros cuadrados, por encargo del Ministerio de la Vivienda. Si pudiera convencerles para que me «alquilasen» el asiento del pasajero durante una tarde, podría sobrevolar el bosque y ver el centro desde un punto ventajoso, hasta el que no llegarían las defensas sobrenaturales…

* * *

Un sargento de las Fuerzas Aéreas me recibió junto a la puerta de la verja que marcaba los límites del Aeródromo Muckiestone. Me acompañó en silencio hasta el grupo de blancas cabañas prefabricadas que servían de oficinas, edificios de control y comedores. Dentro hacía más frío que fuera. Toda la zona era desagradablemente ruinosa y despoblada, aunque oí el teclear de una máquina de escribir, y unas carcajadas a lo lejos. Los dos aviones estaban en la pista; uno de ellos, evidentemente, en reparación. Era una tarde fría, el viento soplaba desde el sudeste, y parecía colarse por todas las rendijas de la destartalada habitación adonde me llevó mi guía.

El hombre que me recibió con una sonrisa insegura tendría poco más de treinta años, pelo rubio, ojos brillantes y una desagradable cicatriz de una quemadura que le cubría la barbilla y la mejilla izquierda. Llevaba el uniforme y la insignia de capitán de la RAF, pero no se había abrochado el cuello de la camisa, y calzaba zapatos de lona en vez de botas. En él, todo era natural, todo delataba confianza. Pero, al estrecharme la mano, frunció el ceño.

—Creo que no comprendo exactamente lo que quiere, señor Huxley. Siéntese, por favor.

Hice lo que me indicaba, y contemplé el mapa de los alrededores extendido sobre el escritorio. Descubrí por la placa que se llamaba Harry Keeton. Y, evidentemente, había volado durante la guerra. La cicatriz de la quemadura era tan fascinante como horrible; pero él la llevaba con orgullo, como una medalla: al parecer, la grotesca marca no le molestaba en absoluto.

Si yo le miré con curiosidad, él también parecía sorprendido por mi presencia y, tras unos segundos de intercambiar miradas titubeantes se echó a reír, nervioso.

—No me piden prestado un avión todos los días. A veces viene algún granjero que quiere una fotografía aérea de su casa. Y arqueólogos. Ésos siempre quieren fotografías al amanecer o al anochecer. Por las sombras, ¿sabe? Así descubren marcas en los campos, emplazamientos antiguos, cosas por el estilo. Pero usted quiere sobrevolar un bosque, ¿no?

Asentí. Aún no había descubierto en qué punto del mapa estaba la hacienda Ryhope.

—Es un bosque muy extenso que se encuentra cerca de mi casa. Quiero volar sobre él y tomar algunas fotos.

El rostro de Keeton se convirtió en una máscara dé preocupación. Sonrió y se rozó la cicatriz de la mandíbula.

—La última vez que volé sobre un bosque, un francotirador hizo el mejor disparo de su vida y me derribó. Fue en el cuarenta y tres. Yo iba en un Lysander. Un buen avión. Es una maravilla pilotarlo, pero aquel disparo… directo al tanque de fuel, y abajo. Caí entre los árboles, tuve suerte de salir vivo. Me ponen nervioso los bosques, señor Huxley. Pero supongo que en el suyo no habrá francotiradores.

Me sonrió amistoso, y yo le devolví la sonrisa, sin atreverme a decirle que no podía garantizárselo.

—¿Dónde está exactamente ese bosque? —preguntó.

—En la hacienda Ryhope —respondí.

Me puse de pie y me incliné sobre el mapa. Sólo tardé un momento en localizar el nombre. Era extraño, pero no había ninguna indicación del bosque, sólo una línea de puntos marcaba la extensión de la gran propiedad.

Cuando me erguí, Keeton me miraba de una manera muy peculiar.

—No está señalado. Qué extraño.

—Mucho —replicó.

Su tono era neutro… o quizá consciente.

—¿Es muy grande ese lugar? —preguntó—. ¿Qué extensión tiene? Seguía mirándome.

—Es bastante grande. Debe de tener casi diez kilómetros de perímetro…

—¡Diez kilómetros! —exclamó. Ensayó una leve sonrisa—. ¡Eso no es un bosque, es una selva!

En el silencio que siguió fui consciente de que Keeton sabía algo sobre el Bosque Ryhope.

—Usted ha volado muy cerca de ese lugar-señalé. —Usted, o uno de sus pilotos. Asintió rápidamente, sin dejar de mirar el mapa.

—Era yo. ¿Me vio?

—Fue lo que me empujó a venir a este aeródromo. —No respondió nada, parecía un tanto cauteloso. Seguí hablando—. Entonces, ha debido de notar la anomalía. Es extraño que no haya ninguna señal en el mapa…

En vez de responder a mi comentario, Harry Keeton se echó hacia atrás en la silla y jugueteó con un lápiz. Estudió el mapa, me miró, y volvió a fijar la vista en el papel.

—No sabía que hubiera un bosque medieval de robles tan grande todavía sin localizar en los mapas —dijo, y preguntó—: ¿Está explorado?

—En parte. Pero en su mayoría es virgen.

Volvió a echarse hacia atrás en la silla. La cicatriz se le había oscurecido ligeramente, y me pareció que Keeton estaba conteniendo una emoción creciente.

—Eso ya es sorprendente de por sí —dijo—. El Bosque de Deán es enorme, claro, pero está explorado. Y hay un bosquecillo salvaje en Norfolk. He estado allí… —Titubeó, y frunció el ceño ligeramente—. Hay otros. Todos son pequeños, simples bosquecillos a los que se ha permitido seguir vírgenes. En realidad, no son auténticos bosques salvajes.

De pronto, Keeton parecía muy nervioso. Contempló el mapa, la zona de Ryhope, y me pareció oír que murmuraba algo como «Así que yo tenía razón…».

—Entonces, ¿me llevará sobre el bosque? —pregunté. Keeton me miró con gesto de sospecha.

—¿Por qué quiere sobrevolarlo? Iba a decírselo, pero me interrumpí.

—No quiero hablar de ello.

—Lo comprendo.

—Mi hermano está vagando por algún lugar de ese bosque. Hace meses que se adentró para explorarlo, y todavía no ha vuelto. No sé si está extraviado, o muerto, pero me gustaría observar ese bosque desde el aire. Ya sé que es algo irregular…

Keeton estaba inmerso en sus propios pensamientos. Se había quedado bastante pálido, a excepción de la quemadura de la mandíbula. De pronto, clavó los ojos en mí, y asintió.

—¿Irregular? Bueno, sí. Pero me las arreglaré. Será un poco caro. Tengo que cobrarle el fuel…

—¿Cuánto?

Citó una cifra aproximada por un vuelo de noventa kilómetros, una cifra que me dejó blanco. Pero asentí, y me sentí aliviado al descubrir que no habría más costas. Él mismo pilotaría el avión. Giraría las cámaras hacia el Bosque Ryhope, y lo incluiría en el mapa que estaba confeccionando de la zona.

—Tarde o temprano habrá que hacerlo, así que tanto da que sea ahora. Lo más temprano que podemos volar es mañana, después de las dos. ¿Le va bien?

—Perfectamente —asentí—. Aquí estaré.

Nos estrechamos la mano. Al salir del despacho, volví la vista atrás. Keeton estaba de pie, inmóvil tras su escritorio, examinando el mapa. Advertí que las manos le temblaban ligeramente.

* * *

Hasta entonces, yo sólo había volado una vez. En aquella ocasión, el viaje había durado cuatro horas, y fue en un destartalado Dakota, lleno de agujeros de bala, que despegó durante una tormenta y aterrizó con los neumáticos desinflados en la autopista de Marsella. No me había enterado demasiado del pequeño drama, ya que estaba anestesiado y semiinconsciente. Era un vuelo de evacuación, preparado con grandes dificultades, hacia el lugar de convalecencia donde me recuperaría de la herida de bala que había sufrido en el pecho.

Así que, a efectos prácticos, el vuelo en el Percival Proctor fue mi primer viaje por el aire, y cuando el endeble avión pareció saltar hacia los cielos, me agarré firmemente a los brazos del asiento, cerré los ojos, me concentré, y traté de contener el paquete de entrañas que quería irrumpir por mi garganta. Creo que en toda mi vida no me había sentido tan potencialmente mareado, y todavía no entiendo cómo conseguí recuperar el equilibrio. Cada pocos segundos, mi cuerpo y mi estómago entraban en conflicto, cada vez que una corriente —una termal, como las llamaba Keeton— parecía agarrar el avión con dedos invisibles, y lanzarlo hacia arriba o hacia abajo a velocidades alarmantes. Las alas resistían y se tambaleaban. A pesar del casco y de los auriculares, oía el chirriar quejumbroso del fuselaje de aluminio cuando la pequeña estructura entró en combate contra los elementos desencadenados.

Trazamos dos círculos sobre el aeródromo, y por fin me arriesgué a abrir los ojos. Al principio me sentí desorientado cuando vi que lo que se divisaba desde la ventanilla lateral no era un horizonte lejano, sino campos cultivados. Pronto, mi cerebro y mi oído interno se pusieron de acuerdo, y me acostumbré a la idea de estar a varios cientos de metros por encima del suelo, apenas consciente de la confusión de mi cuerpo en relación con la gravedad. Luego, Keeton maniobró violentamente hacia la derecha —¡y entonces no sentí desorientación, sino pánico!— y el avión se encaminó hacia el norte. El brillante sol no nos permitía ver nada hacia el oeste, pero acercando mucho los ojos a la ventanilla lateral, fría y un tanto sucia, alcancé a ver el suelo, con los brillantes grupos dispersos de edificios blancos que formaban los pueblos y las ciudades.

—Si se marea —me gritó Keeton, con una voz que me arañó los oídos—, utilice la bolsa de plástico que tiene al lado, por favor.

—Estoy bien —le respondí, al tiempo que buscaba la tranquilizadora bolsa.

Una ráfaga cruzada golpeó el avión, y el estómago se me subió al pecho antes de que le acompañaran el resto de los órganos. Aferré la bolsa con más fuerza al sentir el agudo sabor de la saliva en la boca, esa desagradable sensación fría que precede a las náuseas. Y, tan silenciosa y rápidamente como me fue posible, humillado por completo, cedí ante la violenta necesidad de vaciar mi estómago.

Keeton se echó a reír.

—Qué desperdicio de rancho —dijo.

—Me alegro de librarme de él.

En seguida me encontré mejor. Quizá la ira ante mi propia debilidad, quizá el simple hecho de tener el estómago vacío, fue lo que me permitió asimilar con más alegría el aterrador hecho de volar a cientos de metros sobre el suelo. Keeton estaba revisando las cámaras, más concentrado en ellas que en nuestro paso por el cielo. El volante semicircular se movía con voluntad propia, y aunque el avión parecía en manos de unos dedos gigantescos que lo bandearan de derecha a izquierda, que lo lanzaban hacia abajo a velocidad alarmante, seguíamos un rumbo recto. Bajo nosotros, las granjas se fundían con el denso verde de los bosques. Uno de los afluentes del Avon era una tira de lodo que corría sin rumbo a lo lejos. Las sombras de las nubes pasaban como humo sobre los parches que eran los campos, y todo parecía perezoso, plácido, pacífico.

Entonces, Keeton dejó escapar una exclamación.

—Santo Dios, ¿qué es eso?

Miré hacia adelante, sobre su hombro, y vi el oscuro comienzo del Bosque Ryhope en el horizonte. Una gran nube parecía pender sobre aquella franja de tierra, una extraña oscuridad, como si una tormenta se estuviera abatiendo sobre los árboles. Pero el cielo estaba casi despejado. Había nubes, sí, cualquiera podía verlas, pero eran tan escasas y veraniegas como todas las que se divisaban en aquel momento sobre el oeste de Inglaterra. Aquella sombra parecía surgir hacia el cielo desde el mismo bosque y, cuando nos acercamos, la oscuridad afectó a nuestro estado de ánimo, llenándonos de pensamientos sombríos y de temor. Keeton lo formuló en voz alta, y desvió el pequeño avión hacia la derecha, para bordear el bosque. Miré hacia abajo para ver Refugio del Roble, un destartalado edificio de tejado gris. Las tierras de los alrededores se veían negras, y los brotes de robles crecían cada vez más aglomerados hacia la extensión dé la casa donde estaba localizado el estudio.

El bosque mismo parecía oscuro, sombrío, hostil. Observé las copas de los árboles sin encontrar el menor hueco entre ellas. Formaban un mar verde grisáceo azotado por el viento; algo casi orgánico, una entidad que respiraba y se movía inquieta bajo una mirada aérea a la que no daba la bienvenida.

Keeton voló a cierta distancia del Bosque Ryhope, rodeando el perímetro, y me pareció que el cuerpo principal del bosque no era tan vasto como me había parecido al principio. Observé el curso del Arroyo Arisco, una pequeña corriente sinuosa, casi errática, de aguas color gris oscuro a las que el sol sólo conseguía arrancar un destello de cuando en cuando. Se podía seguir el rumbo del arroyo un buen trecho en su camino hacia el bosque, antes de que las copas de los árboles se cerraran sobre él.

—Voy a hacer una pasada de este a oeste —anunció de repente Keeton.

Ante mis ojos atónitos, el bosque se inclinó y, de pronto, pareció precipitarse hacia mí como un borracho, agrandándose, extendiéndose silenciosamente.

Entonces, una corriente de viento sorprendentemente fuerte atrapó al avión. Nos lanzó hacia arriba, y el avión casi giró sobre sí mismo cuando Keeton luchó con los controles, tratando de nivelar el aparato. Una extraña luz dorada surgió de la punta del ala y del motor, como si voláramos a través de un arco iris. Algo golpeó el flanco derecho del avión, y lo empujó hacia la periferia del bosque, de vuelta hacia terreno descubierto. Alrededor de la cabina se oía un aullido fantasmal, como el de un banshee. Era tan ensordecedor, que los gritos de rabia y miedo de Keeton, que me llegaban a través de los auriculares de la radio, resultaban casi inaudibles.

En cuanto llegamos a los confines del bosque, conseguimos una calma relativa. El avión se niveló, descendió ligeramente, y sólo se tambaleó cuando Harry Keeton maniobró para intentar sobrevolar el bosque por segunda vez.

Keeton estaba en silencio. Yo quería hablar, pero descubrí que tenía la lengua paralizada. Así que clavé la vista en el muro de sombras que se extendía ante nosotros.

¡Otra vez aquel viento!

El avión se tambaleó bruscamente sobre los primeros cien metros de bosque, y la luz que empezaba a envolvernos se tornó más intensa: se arrastraba por las alas, y jugaba como pequeños relámpagos sobre la misma cabina. El aullido alcanzó una intensidad que me hizo gritar, y el avión recibía tales bandazos que estuve seguro de que se rompería de un momento a otro, como la maqueta de un niño.

Conseguí echar un vistazo a través de la luz, y vi explanadas, claros, un río… Sólo fue una brevísima visión de un bosque totalmente oscurecido por las fuerzas sobrenaturales que lo guardaban.

De pronto, el avión se volvió panza arriba. Estoy seguro de que grité al deslizarme en el asiento, y sólo el fuerte cinturón de cuero impidió que me estrellara contra el techo. El avión giró sobre sí mismo una y otra vez. Keeton luchaba por nivelarlo, y su voz era un rugido desesperado de rabia y confusión. El aullido del exterior se convirtió en una especie de risa burlona y, de pronto, el pequeño aparato fue lanzado hacia las afueras del bosque. Giró dos veces más, se enderezó, y estuvo peligrosamente cerca de estrellarse contra el suelo.

Se elevó a duras penas, se tambaleó sobre los campos y las granjas, y huyó, casi asustado, del Bosque Ryhope.

Cuando Keeton consiguió tranquilizarse, elevó el avión hasta unos trescientos metros y, pensativo, clavó la vista en el horizonte, en el bosque: un lugar cubierto por una extraña penumbra que le había impedido explorarlo.

—No sé qué diablos ha causado eso —me dijo en un susurro—. Pero, ahora mismo, prefiero no planteármelo. Estamos perdiendo fuel. Debe de haber una grieta en el tanque. Agárrese al asiento…

Y el avión se deslizó hacia el sur, hacia el campo de aterrizaje, donde Keeton descargó las cámaras y dejó que me las arreglara solo. Parecía muy impresionado. Y ansioso por alejarse de mí.