9
Mi relación sentimental con Guiwenneth del Bosque Verde comenzó al día siguiente, de manera inesperada, dramática…
No volví a casa hasta bien entrada la noche. Estaba cansado, nervioso, y más que predispuesto para meterme en la cama. La alarma del reloj no consiguió despertarme, y dormí hasta las once y media de la mañana siguiente. Era un día luminoso, aunque el cielo estuviera encapotado. Tras desayunar, salí a pasear por el campo, y me dediqué a observar el bosque desde un punto a unos setecientos metros de distancia.
Era la primera vez que veía desde el suelo la misteriosa oscuridad ligada al Bosque Ryhope. Me pregunté sí aquella aparición se habría desarrollado recientemente, o si yo había estado tan inmerso, tan concentrado en el aura del bosque, que no me había dado cuenta de aquel enigma. Caminé de vuelta a la casa. Hacía algo de frío para llevar sólo un jersey y unos pantalones amplios, pero no me sentía incómodo en aquellos últimos días de la primavera, ya casi los primeros del verano. Impulsivamente, paseé hasta la alberca del molino, el lugar donde me había reencontrado con Christian por primera vez en años, pocos meses antes.
Aquel lugar me atraía. Incluso en invierno, cuando la superficie de la alberca se helaba alrededor de las cañas y arbustos de las encenagadas orillas. Ahora estaba cubierto de escorias, pero la parte central parecía clara y transparente. Las algas que todavía no habían transformado la alberca en un campo de hierbas no habían salido aún de su hibernación. Advertí que el casco podrido del bote de remos, que había estado atracado junto a los restos del embarcadero desde que yo tenía memoria, ya no se encontraba allí.
La cuerda que le había mantenido amarrado —¿contra qué temibles mareas?— quedaba por debajo del nivel del agua, e imaginé que en cualquier momento de aquel lluvioso invierno el destrozado bote se había hundido en el fondo cenagoso.
Al otro lado de la alberca empezaba el denso bosque: una muralla de matorrales, arbustos y espinos, que se alzaba como una verja entre los delgados troncos de los robles. No había manera de atravesarla, porque los mismos robles habían crecido en terreno tan lodoso que un ser humano no podía pasar por allí. Caminé hacia el comienzo del lodazal, apoyándome en un tronco inclinado y tratando de atisbar algo en la penumbra del bosque.
¡Y un hombre salió de allí para dirigirse hacia mí!
Era uno de los dos que se habían acercado a mi casa pocas noches antes, el hombre del pelo largo que llevaba pantalones. Ahora pude ver que su apariencia era la de un monárquico de los tiempos de Cromwell, a mediados del siglo diecisiete. Estaba desnudo de cintura para arriba, a excepción de dos arneses de cuero cruzados sobre el pecho, de los cuales colgaba un cuerno de pólvora, una saca de cuero con balas de plomo, y una daga. Tenía el pelo muy rizado, al igual que la barba y los bigotes.
Las palabras que me dirigió me sonaron cortantes, casi furiosas, pero sonreía. Creí que hablaba en algún idioma extranjero, pero después descubrí que era inglés, un inglés con fuerte acento del interior. Me había dicho: «Eres de la sangre del extranjero, eso es lo único que importa…». Pero, en aquel momento, no pude identificar las palabras.
Sonido, acentos, palabras… Entonces, lo más importante era que había alzado un trabuco de cañón brillante, retiraba el seguro con un esfuerzo considerable, se lo apoyaba en el pecho y disparaba contra mí. Si era un disparo de aviso, se trataba de un tirador cuya habilidad merecía la mayor admiración. Sí había intentado matarme, podía considerarme muy afortunado. La bala me rozó una sien. Yo estaba retrocediendo, alzando las manos en gesto defensivo, al tiempo que gritaba, «¡No! ¡Por lo que más quiera, no…!».
El sonido de la descarga fue ensordecedor, pero todo se perdió rápidamente entre el dolor y la confusión, cuando la bala me golpeó la cabeza. Recuerdo que me lanzó hacia atrás como un pelele, y las gélidas aguas de la alberca se cerraron sobre mí. Entonces, durante un instante sólo hubo oscuridad. Y cuando recuperé el conocimiento, estaba tragando las sucias aguas. Chapoteé y luché contra el lodo, los hierbajos y los arbustos que parecían atraparme.
No sé cómo conseguí salir a la superficie, y tomé aire mientras tosía violentamente.
Sólo entonces vi un brillante bastón decorado, y comprendí que alguien me ofrecía una lanza como asidero. Una voz femenina dijo algo incomprensible, en todo menos en el sentimiento, y me agarré agradecido a la fría madera, todavía más ahogado que vivo.
Sentí que limpiaban mi cuerpo de los hierbajos, y que unas manos fuertes me agarraban por los hombros y me arrastraban, mientras yo parpadeaba para limpiarme el agua y el barro de los ojos. Al mirar hacia arriba, vi dos rodillas desnudas, y luego la forma esbelta de mi salvadora, que se inclinó sobre mí y me obligó a tenderme boca abajo.
—¡Estoy bien! —le espeté.
—¡B’th towethoch! —insistió ella.
Y unas manos fuertes me masajearon la espalda. Sentí que el agua me salía de los pulmones, y vomité la mezcla de líquido y lodo. Al fin, conseguí sentarme, y le aparté las manos.
Ella retrocedió, todavía en cuclillas, mientras yo me limpiaba el barro de la cara. Entonces la vi claramente por primera vez. Me miraba, y se reía, casi burlona, de mi lamentable estado.
—No tiene gracia —dije, observando ansioso el bosque que se extendía a su espalda.
Pero mi atacante había desaparecido. Y, mirando a Guiwenneth, pronto me olvidé de él.
Tenía un rostro asombroso, de piel clara, algo pecosa. Su pelo era de un castaño rojizo deslumbrante, y le caía en largas guedejas despeinadas sobre los hombros. Esperaba que los ojos fueran de un verde brillante, pero su color era un castaño profundo. Cuando me miró divertida, me sentí arrastrado por aquella mirada, fascinado por cada pequeño rasgo del rostro, por la forma perfecta de la boca, por las hebras de salvaje pelo rojo que le caían por la frente. Llevaba una túnica corta de algodón, teñida de color marrón. Sus piernas y brazos eran esbeltos, pero con músculos firmes. Advertí que tenía profundos arañazos en las rodillas. Llevaba unas sandalias abiertas, de factura grosera.
Las manos que me habían arrastrado, que con tanta fuerza me habían sacado el agua de los pulmones, eran pequeñas y delicadas, con uñas cortas y rotas. Llevaba unas muñequeras de cuero negro y del estrecho cinturón con tachonaduras de hierro pendía una espada corta, embutida en una vaina gris.
Así que ésta era la chica de la que tan desesperadamente se había enamorado Christian. Al mirarla, al experimentar una atracción hacia ella que nunca antes había sentido, al intuir su sexualidad, su sentido del humor, su fuerza, comprendí perfectamente por qué.
Me ayudó a ponerme en pie. Era alta, casi tanto como yo. Miró a su alrededor, me dio una palmadita en el brazo y echó a andar hacia la maleza, en dirección a Refugio del Roble. Yo la detuve, negando con la cabeza. Ella se detuvo y dijo algo, furiosa.
—Estoy empapado, y muy incómodo —dije. Me froté las manos contra la ropa, llena de lodo y hierbajos, y sonreí.
—No pienso volver a casa atravesando el bosque. Iré por el camino fácil…
Me dirigí hacia el sendero. Guiwenneth me gritó algo, y se palmeó el muslo, exasperada. Me siguió de cerca, sin alejarse de los árboles. Desde luego era una experta, y apenas hacía el menor ruido. Sólo cuando me detenía y observaba atentamente la maleza, podía verla un instante. Cuando yo me paraba, ella se paraba, y el sol arrancaba de su pelo reflejos que siempre debían de traicionar su presencia. Parecía bañada en fuego. En los bosques oscuros, era como un faro, y no debía de resultarle fácil sobrevivir.
Cuando llegué a la puerta del jardín, me volví para buscarla. Salió rápidamente del bosque, con la cabeza baja y la lanza firmemente asida en la mano derecha, mientras con la izquierda agarraba la vaina de la espada para que no rebotara en el cinturón. Pasó junto a mí corriendo, atravesó el jardín a toda velocidad, se apoyó contra el muro de la casa a sotavento, y volvió la vista hacia los árboles, ansiosa.
Pasé junto a ella y abrí la puerta trasera. Con una mirada salvaje, se deslizó hacia el interior.
Cerré la puerta detrás de mí, y seguí a Guiwenneth, que recorría la casa, curiosa, dominante. Dejó caer la lanza sobre la mesa de la cocina, y se desató el cinturón del que colgaba la espada, para rascarse la carne irritada por encima de la túnica.
—Ysuth’k —dijo con una sonrisa.
—Sí, sí que debe de hacer cosquillas —asentí.
Observé cómo cogía mi cuchillo, lo examinaba, sacudía la cabeza y lo dejaba caer de nuevo sobre la mesa. Yo empezaba a tiritar y a pensar en un buen baño caliente; pero tendría que conformarme con que fuera tibio, pues el calentador de Refugio del Roble no podía ser más primitivo: llené tres cazuelas de agua, y las puse a calentar. Guiwenneth observó fascinada cómo cobraba vida la llama azul.
—R’vannith —dijo, escéptica.
Cuando el agua comenzó a hervir, seguí a Guiwenneth a través de la sala de estar, donde se dedicó a mirar las fotos y a frotar el forro de tela de las sillas. Olfateó la fruta de cera, y dejó escapar un ligero sonido de admiración. Luego se echó a reír y me lanzó la manzana artificial. La atrapé en el aire, y ella hizo gesto de comerla.
—¿Cliosga muga? —preguntó. Y se echó a reír.
—Generalmente, no —respondí yo.
Tenía unos ojos tan radiantes, una sonrisa tan juvenil, tan traviesa…., tan hermosa…
Siguió rascándose las rozaduras del cinturón, sin dejar de explorar. Entró en el cuarto de baño, y se estremeció ligeramente. No me sorprendió. El cuarto de baño era una parte algo modificada del edificio anexo, sombríamente pintado de un color amarillo ahora desvaído; había telarañas en cada rincón. Bajo la agrietada pila de porcelana se almacenaban viejos botes de detergente y trapos sucios. Al ver de nuevo aquel lugar frío, desagradable, me divirtió recordar que durante toda mi infancia me había lavado allí bastante satisfecho… Bueno, si se exceptúa la presencia de las gigantescas arañas que recorrían el suelo o surgían del desagüe del baño con frecuencia alarmante. La bañera era honda, de esmalte blanco, con altos grifos de acero inoxidable que atrajeron la atención de Guiwenneth más que ninguna otra cosa. Pasó los dedos por el esmalte frío.
—R’vannith —repitió.
Y se echó a reír. De repente, comprendí que estaba diciendo romano. Asociaba las superficies frías, parecidas al mármol, y aquella peculiar técnica para calentar el agua, con la sociedad más avanzada tecnológicamente que había conocido en su tiempo. Si era frío, duro, de factura sencilla, decadente, entonces, por supuesto, debía de ser romano. Y ella, como celta, lo despreciaba.
En realidad, a ella tampoco le iría mal un baño. Desprendía un olor muy fuerte, y yo aún no estaba acostumbrado a experimentar de manera tan poderosa aquella parte animal del ser humano. En Francia, durante los últimos días de la ocupación, el olor general era a miedo, a ajo, a vino rancio, demasiado a menudo a sangre rancia, y a uniformes húmedos infestados de hongos. En cierto modo, todos aquellos olores eran una parte natural de la guerra, de la tecnología. Guiwenneth olía a bosque, un aroma animal que era sorprendentemente desagradable… y, a la vez, extrañamente erótico.
Dejé correr el agua tibia en la bañera, y seguí a Guiwenneth en su deambular hacia el estudio. Allí, otra vez, la vi estremecerse mientras caminaba por el exterior de la habitación, con una expresión que era casi de angustia. No dejaba de mirar hacia el techo. Se dirigió hacia el balcón y miró hacia el exterior. Luego se encaminó hacia el escritorio, tocó los libros y algunos de los artefactos de madera de mi padre. Los libros no le interesaron lo más mínimo, aunque examinó detenidamente la estructura de las páginas de un volumen, quizá tratando de averiguar qué era aquello exactamente. Desde luego, le gustó encontrar dibujos de hombres —hombres de uniforme en un libro de uniformes militares del siglo diecinueve— y me mostró las ilustraciones como si yo no las hubiera visto nunca. Su sonrisa delataba una inocente alegría infantil, pero yo sólo podía ver el poder adulto de su cuerpo. No había nada de inocencia juvenil en él.
La dejé curioseando en el sombrío estudio, y terminé de llenar la bañera con el agua hirviente de las cazuelas. Aun así, sólo quedó tibia. No importaba. Cualquier cosa con tal de librarme de los repugnantes residuos de algas y barro. Me quité la ropa, me metí en la bañera, y sólo entonces me di cuenta de que Guiwenneth estaba en la puerta, sonriendo presuntuosa al ver mi torso mugriento, pálido y lleno de hierbajos.
—Estamos en mil novecientos cuarenta y ocho —dije con toda la dignidad que me fue posible—, no en los siglos bárbaros de después de Cristo.
Desde luego, me dije, ella no podía esperar que un hombre civilizado como yo fuera un manojo de músculos.
Me lavé con rapidez, y Guiwenneth se acuclilló en el suelo, pensativa, silenciosa.
—¡Ibri c’thaan k’thirig! —dijo luego.
—Tú también eres preciosa.
—¿K’thirig?
—Sólo los fines de semana. Es una costumbre inglesa.
—¿C’thaan perin avon? ¡Avon!
¡Avon! ¿Stratfordupon-Avon? ¿Shakespeare?
—Mi favorita es Romeo y Julieta. Me alegra ver que al menos tienes cierta cultura.
Meneó la cabeza, y el hermoso cabello envolvió sus facciones como la seda. Aunque lo tenía sucio, lacio y grasiento, evidentemente seguía brillando, y se movía como si tuviera vida propia. Su cabello me fascinaba. Comprendí que lo estaba mirando demasiado fijamente. Ella dijo algo que parecía una orden de que dejara de observarla, y se puso en pie. Se colocó bien la túnica marrón —¡todavía rascándose!— y se cruzó de brazos, apoyándose en la pared de azulejos y mirando por la pequeña ventana del cuarto de baño.
Otra vez limpio, aunque asqueado por el aspecto del agua que quedaba en la bañera, me armé de valor y me puse de pie para coger la toalla…, pero no antes de que volviera a mirarme… ¡y se burlara de nuevo! Se puso la mano en la boca para ocultar la sonrisa, y me miró de arriba abajo, calibrando toda la carne blanca que veía.
—No tengo nada de malo —dije, secándome vigorosamente, algo cohibido, pero decidido a no dejarme humillar—. Soy un espécimen perfecto de varón inglés.
—¡Chuin atenor! —dijo, completamente en desacuerdo.
Me enrollé la toalla a la cintura, le señalé con un dedo, y luego apunté hacia la bañera. Captó el mensaje, y me respondió con otro de su cosecha: irritada, alzó el puño dos veces hacia su hombro derecho.
Volvió al estudio, y la observé unos instantes mientras se dedicaba a pasar las páginas de varios libros, mirando las ilustraciones en color. Luego me vestí y fui a la cocina a preparar una sopa.
Tras unos momentos, oí correr el agua en la bañera. Hubo un brevísimo período de chapoteos, junto con sonidos de confusión y risas cuando un trozo de jabón, desacostumbradamente resbaladizo, resultó ser más esquivo que útil. Vencido por la curiosidad —y quizá por el interés sexual— caminé silenciosamente hacia la fría habitación, y la miré desde la puerta. Ya estaba fuera de la bañera, y volvía a ponerse la túnica. Me dedicó una leve sonrisa mientras se’echaba el pelo hacia atrás. El agua le resbalaba por los brazos y piernas. Se olisqueó a sí misma, y luego se encogió de hombros, como diciendo «Pues yo no noto la diferencia». Cuando le ofrecí un plato de sopa de verduras, media hora más tarde, lo rechazó con un gesto que era casi de sospecha. Olisqueó la cazuela, metió un dedo en el caldo y lo probó con evidente disgusto mientras me miraba comer. Por mucho que lo intenté, no conseguí que compartiera mi modesta ración. Pero tenía hambre, eso era obvio, y al final arrancó un trozo de pan y lo mojó en el caldo. No dejó de mirarme ni un instante, examinándome sobre todo mis ojos, o al menos eso me pareció.
—¿C’cayal cualada… Christian? —dijo al final con voz serena.
—¿Christian? —repetí, pronunciando el nombre correctamente. Ella había dicho algo parecido a «Krisatan», pero reconocí el nombre, no sin un leve escalofrío de emoción.
—¡Christian! —exclamó.
Y escupió en el suelo con desprecio. Sus ojos adoptaron una expresión salvaje mientras cogía la lanza, y me golpeó en el pecho con el asta.
—Steven. —Una pausa pensativa—. Christian.
Meneó la cabeza y pareció llegar a alguna conclusión.
—¿C’cal cualada? ¡Im clathyr!
¿Me estaría preguntando si éramos hermanos? Asentí.
—Le he perdido. Se volvió loco. Entró en el bosque. En lo más profundo del bosque. ¿Le conoces? La señalé a ella, le señalé los ojos.
—¿Christian? —repetí.
Era pálida, pero se puso mucho más pálida todavía.
—¡Christian! —escupió.
Y expertamente, sin esfuerzo, tiró la lanza al otro extremo de la cocina. El arma se clavó en la puerta trasera, y allí quedó, el asta vibrante.
Me levanté y arranqué el arma de la madera, un poco molesto porque la hubiera taladrado, dejando un agujero de buen tamaño hacia el mundo exterior. Se tensó un poco al ver que examinaba la hoja, basta, pero afilada como una navaja. Los dientes eran ganchos retorcidos que recorrían ambos filos. Los celtas irlandeses habían utilizado un arma temible llamada gae bolga, una lanza que jamás debía usarse en combates honorables, ya que sus dientes curvos destrozaban las entrañas de un hombre. Quizá en Inglaterra, o en el lugar del mundo celta en que hubiera nacido Guiwenneth, las cuestiones de honor no se tenían en cuenta cuando se usaban las armas.
El asta estaba llena de pequeñas líneas, en ángulos diferentes; ogham, desde luego. Había oído hablar de él, pero no tenía ni idea de cómo descifrarlo. Pasé los dedos por las incisiones y miré a la chica.
—¿Guiwenneth? —pregunté.
—Guiwenneth mech Peen Ev —respondió con orgullo. Supuse que Penn Ev debía de ser el nombre de su padre. ¿Guiwenneth, hija de Penn Ev?
Le devolví la lanza y saqué cautelosamente la espada de la vaina. Ella se apartó de la mesa, sin dejar de mirarme con prevención. La vaina era de cuero duro, con tiras muy finas de metal casi trenzadas en el tejido. Estaba decorada con clavos de bronce, y cosida con una gruesa hebra de cuero. La espada era un arma completamente funcional: puño de hueso, envuelto en piel de animal cuidadosamente masticada. Más clavos de bronce proporcionaban un asidero efectivo para los dedos. El pomo era casi inexistente. La hoja era de hierro brillante, de unos cuarenta y cinco centímetros de longitud. Estrecha a la altura del pomo, alcanzaba una anchura de diez o doce centímetros, antes de convertirse en una punta aguda. Era un arma curvilínea, hermosa. Y había rastros de sangre seca, como para demostrar su uso frecuente.
Volví a guardar la espada en la vaina, y abrí el armario para sacar mi propia arma, la lanza que había fabricado pelando y tallando una rama, y añadiendo una aguda esquirla de piedra como punta. Guiwenneth la miró y se echó a reír, sacudiendo la cabeza en gesto de incredulidad.
—Pues has de saber que yo estoy muy orgulloso de ella —dije, fingiendo indignación.
Pasé el dedo por la afilada punta de piedra. La risa de la chica era espontánea, cristalina. Desde luego, mis patéticos esfuerzos la divertían muchísimo. Pareció intentar controlarse, y se cubrió la boca con la mano, aunque las carcajadas la hacían estremecerse todavía.
—Tardé mucho tiempo en hacerla. Y estaba muy impresionado conmigo mismo.
—¡Peth’n plantyn! —exclamó entre risas.
—¿Cómo te atreves? —le espeté.
Y, entonces, hice una auténtica tontería.
Debí imaginarlo, pero el ambiente divertido, distendido, me hizo olvidarlo. Bajé la lanza y simulé un ataque contra ella, como diciendo «Ahora te enseñaré a…».
Guiwenneth reaccionó en una fracción de segundo. La alegría desapareció de sus ojos y de su boca, y fue sustituida por una expresión de furia felina. Dejó escapar un sonido gutural, un grito de ataque, y en el breve tiempo que yo había tardado en lanzar mi patético juguete infantil a una distancia respetable de ella, blandió dos veces su propia lanza, salvajemente, con una fuerza increíble.
El primer golpe arrancó la cabeza de la lanza, y casi me quitó el asta de la mano. El segundo golpe astilló la madera, y el arma decapitada voló de mis manos hacia el otro extremo de la cocina. Derribó unos cuantos cazos que colgaban de la pared, y fue a caer entre los botes de porcelana.
Todo había sucedido tan rápidamente que apenas tuve tiempo de reaccionar. Ella parecía tan conmocionada como yo, y los dos nos quedamos allí, de pie, mirándonos boquiabiertos, con los rostros enrojecidos.
—Lo siento —dije suavemente, tratando de quitar importancia al asunto. Guiwenneth sonrió, insegura.
—Guirinyn —murmuró a modo de disculpa.
Recogió la destrozada punta de lanza y me la tendió. Tomé la piedra, todavía atada a un trozo dé madera, la examiné, compuse un gesto de tristeza, y los dos rompimos a reír con carcajadas espontáneas, despreocupadas.
De pronto, recogió todas sus pertenencias, se puso el cinturón y caminó hacia la puerta trasera.
—No te vayas —le dije.
Pareció intuir el significado de mis palabras, y titubeó.
—¡Michag ovnarrana! (¿Tengo que irme?) —dijo. Entonces, con la cabeza baja y el cuerpo tenso, preparado para la rápida carrera, trotó de vuelta hacia el bosque. A punto de desaparecer en la penumbra, agitó una mano en gesto de despedida, y emitió un grito como el de una paloma.