15

La amé con más intensidad de la que habría creído posible, Sólo con pronunciar su nombre, Guiwenneth, el corazón me daba un vuelco. Cuando ella pronunciaba el mío, cuando me incitaba con palabras apasionadas en su propio idioma, el pecho me dolía, y pensaba que no podría soportar tanta felicidad.

Trabajamos a fondo en la casa para mantenerla limpia, y reorganizamos la cocina de manera que le resultara más aceptable a Guiwenneth, quien disfrutaba tanto como yo preparando la comida. Colgó espinos y ramas de abedul en cada puerta y ventana para que no entraran los fantasmas. Sacamos los muebles del estudio de mi padre, y Guiwenneth convirtió aquella habitación infestada de robles en una especie de rincón privado. El bosque, tras agarrar firmemente la casa a través del estudio, parecía descansar. Cada noche, yo temía que más raíces y troncos enormes irrumpieran a través del suelo y de los muros, hasta que no se pudiera ver de Refugio del Roble más que el tejado y alguna que otra ventana entre las ramas de los árboles. Los brotes del jardín y de los campos eran cada vez más altos. Trabajamos con todas nuestras fuerzas para limpiar el jardín, pero crecían cada vez en mayor número alrededor de la valla, creando una especie de bosquecillo a nuestro alrededor. Ahora, para llegar al bosque principal, teníamos que abrirnos camino a través del bosquecillo, creando nuestros propios senderos. Este brazo extendido del bosque tenía una anchura de unos doscientos metros, mientras que al otro lado había terreno abierto. La casa se alzaba entre los árboles, con el tejado casi oculto por los tentáculos del roble que había brotado en el estudio. Toda la zona era extrañamente silenciosa, increíblemente tranquila. Excepto por la actividad de las dos personas que habitaban en el claro del jardín.

Yo adoraba ver trabajar a Guiwenneth. Se hacía ropa con cada elemento del guardarropa de Christian que encontraba. Si de ella dependiera, habría usado las camisas y los pantalones hasta que se cayeran a pedazos, pero nos lavábamos todos los días, y nos cambiábamos de ropa cada tres, de manera que el olor a bosque de Guiwenneth fue desapareciendo. Esto la hacía sentirse un poco incómoda, algo en lo que no se parecía a los celtas de su época, fastidiosamente pulcros, y que usaban jabón, cosa que los romanos no hacían…, ¡los celtas opinaban que las legiones invasoras eran repugnantes! A mí me gustaba cuando olía ligeramente a jabón Lifebuoy y a sudor. De cualquier manera, ella aprovechaba la menor oportunidad para frotarse la piel con hojas y plantas.

En menos de dos semanas, su dominio de mi idioma era tal que sólo de vez en cuando se traicionaba con alguna conjunción mal usada, o con alguna palabra fuera de contexto. Insistía en que yo tratara de aprender algo de su celta, pero no resulté un lingüista muy dotado, y me era casi imposible retorcer lengua, paladar y labios para pronunciar las palabras. Esto la hacía reír, pero también la molestaba. Pronto comprendí por qué. Mi idioma, con toda su sofisticación, sus aportaciones de otras lenguas, su expresividad, no era el lenguaje natural de Guiwenneth. Había cosas que no podía expresar. Sobre todo, sentimientos que para ella eran de una importancia vital. Le gustaba decirme que me quería, sí, y yo me estremecía cada vez que usaba esas palabras mágicas. Pero, para Guiwenneth, sólo tenía auténtico significado decir «M’n care pinuth», usar su propio idioma para expresar amor. Pero nunca me sentía tan inundado de cariño cuando ella usaba esa frase extranjera, y ahí estaba el problema: Guiwenneth necesitaba ver y sentir mi respuesta a sus palabras de amor, y yo sólo podía responder ante palabras que, para ella, significaban bien poco.

Y había muchas más cosas que expresar, aparte del amor. Me resultaba evidente. Cada anochecer, cuando nos sentábamos en el césped o paseábamos en silencio por el bosquecillo de robles, sus ojos brillaban, su rostro irradiaba afecto. Nos deteníamos para besarnos, para abrazarnos, incluso para hacer el amor en el bosque silencioso, y los dos entendíamos cada pensamiento, cada cambio de humor. Pero ella necesitaba decirme cosas, y no encontraba en mi idioma palabras para expresar cómo se sentía, lo cercana que se encontraba de algún aspecto de la naturaleza, de un pájaro, de un árbol. Algo, un cierto modo de pensar que yo sólo entendía de manera muy rudimentaria, no tenía expresión más que en su idioma. A veces Guiwenneth lloraba por eso, y a mí me entristecía.

Solo una vez en aquellos dos meses de verano —cuando yo no podía concebir una felicidad mayor, ni imaginar la tragedia que se nos acercaba minuto a minuto—, intenté apartarla de la casa, llevarla conmigo a pueblos más grandes. De muy mala gana, se puso una de mis chaquetas y se la ajustó a la cintura, como hacía con cualquier prenda. Era el espantapájaros más hermoso del mundo, con los pies casi desnudos, ya que no llevaba más que aquellas sandalias de cuero hechas a mano. Juntos, echarnos a andar por el camino que llevaba hacia la carretera principal.

Íbamos de la mano. El aire era cálido y tranquilo. A Guiwenneth le costaba cada vez más respirar, y a cada paso se ponía más nerviosa. De pronto, como aquejada de un dolor repentino, me apretó la mano y tomó aliento bruscamente. La miré, y ella me miró, casi suplicante. Tenía una expresión confusa, una mezcla de necesidad —la necesidad de agradarme— y miedo.

Y, con la misma brusquedad, se había llevado ambas manos a la cabeza, gritando, alejándose de mí.

—¡No pasa nada, Guin! —le grité, corriendo tras ella.

Pero Guiwenneth se había echado a llorar, y corría de vuelta hacia el alto muro de robles jóvenes que señalaban nuestro bosquecillo.

Sólo cuando estuvo cobijada bajo su sombra se tranquilizó. Llorosa, se acercó a mí y me abrazó, muy fuerte, durante mucho tiempo. Susurró algo en su propio idioma.

—Lo siento, Steven-dijo luego. —Duele.

—No pasa nada. No pasa nada —la calmé.

Y la abracé. Temblaba como una hoja, y más tarde me explicó que había sido un dolor físico, un dolor lacerante en todo el cuerpo, como si algo la castigara por alejarse tanto del bosque que era su madre.

Al anochecer, cuando el sol ya se había puesto, pero aún quedaba luz sobre los campos, encontré a Guiwenneth en la jaula de roble, en el estudio desierto del que se había apoderado el bosque. Estaba acurrucada, abrazada al tronco más grueso, que se retorcía al salir del suelo, formando un asiento para ella. Cuando entré en la penumbra de la habitación gélida, se estremeció. El aliento se me helaba en nubes de vaho. Aunque me estuviera quieto, las ramas y las grandes hojas vibraban y temblaban. Eran conscientes de mi presencia en el estudio y no les gustaba.

—¿Guin?

—Steven… —murmuró.

Se sentó y me tendió la mano. Estaba demacrada y había llorado. La larga cabellera lujuriosa se le había enredado con la áspera corteza del árbol y, mientras trataba de liberar los largos mechones, se echó a reír. Nos besamos, me acerqué a las raíces del árbol y los dos nos sentamos allí, temblando ligeramente.

—Aquí siempre hace mucho frío.

Me rodeó con sus brazos y me frotó vigorosamente la espalda con ambas manos.

—¿Así está mejor?

—Lo mejor es estar contigo. Siento que te hayas puesto así.

Ella siguió tratando de darme calor. Su aliento era dulce; sus ojos grandes y húmedos. Me lanzó un beso, luego apoyó los labios sobre mi mandíbula, y supe que estaba concentrada, pensando sobre algo que le molestaba profundamente. A nuestro alrededor, el bosque silencioso vigilaba, encerrándonos en aquella gelidez sobrenatural.

—No puedo marcharme de aquí —dijo.

—Lo sé. No volveremos a intentarlo.

Se echó hacia atrás. Los labios le temblaban y tenía el ceño fruncido, como si estuviera otra vez al borde del llanto. Dijo algo en su idioma, y yo me incliné para secarle las dos lágrimas que tenía en el rabillo de los ojos.

—No me importa —le aseguré.

—A mí, sí —dijo en voz baja—. Te perderé.

—No. Te quiero demasiado.

—Yo también te quiero mucho. Y te perderé. Se acerca, Steven. Lo noto. Una pérdida terrible.

—Tonterías.

—No puedo marcharme de aquí. No puedo irme de este lugar, de este bosque. Soy suya. No me dejará marchar.

—Nos quedaremos juntos. Escribiré un libro sobre nosotros. Y cazaré jabalíes.

—Mi mundo es pequeño —dijo—. Puedo recorrerlo dé punta a punta en pocos días. Subo a una colina, y veo un lugar que está fuera de mi alcance. Mi mundo es pequeño comparado con el tuyo. Querrás marcharte hacia el norte, hacia el lugar del frío. Hacia el sur, hacia el sol. Querrás ir al oeste, a las tierras vírgenes. No te quedarás aquí para siempre, pero yo tengo que hacerlo. No me dejarán marchar.

—¿Por qué te preocupas? Si me marcho, sólo será durante un día o dos. A Gloucester, a Londres. Estarás a salvo. No te dejaré. No podría dejarte Guin. ¡Dios mío, ojalá sintieras lo que yo siento! En mi vida he sido tan feliz. A veces, lo que siento por ti me da miedo. ¡Es tan fuerte…!

—En ti, todo es fuerte —dijo ella—. Quizá no lo comprendas ahora. Pero cuando… Se detuvo y frunció el ceño otra vez, mordiéndose los labios hasta que la urgí a continuar. Era una niña, una chiquilla. Me abrazó y dejó que las lágrimas brotaran libremente. Aquélla no era la princesa guerrera, la cazadora veloz e inteligente del día anterior. Allí estaba aquella parte maravillosa de ella que, como en todo el mundo, tenía una necesidad profunda, desesperada, de otra persona. Si alguna vez mi Guiwenneth había necesitado cariño, era ahora. Por mucho que hubiera nacido en el bosque, era de carne y hueso, y sentía, y era lo más maravilloso que había encontrado en toda mi vida.

Afuera oscureció, pero ella siguió hablando del miedo que sentía. Nos quedamos allí, muertos de frío, abrazados entre nosotros y abrazados a nuestro amigo el roble.

—No siempre estaremos juntos —dijo.

—Imposible.

Se mordió el labio inferior, y luego volvió a frotarme la nariz con la suya, acercándose todo lo posible.

—Yo soy de ese otro mundo, Steven. Si tú no me dejas, llegará un día en el que yo tenga que dejarte. Pero eres fuerte, soportarás la pérdida.

—¿Qué dices, Guin? La vida acaba de empezar.

—No piensas. ¡No quieres pensar! —Estaba furiosa—. Soy de madera y roca, Steven, no de carne y hueso. No soy como tú. El bosque me protege, me domina, No puedo expresarlo bien. No tengo palabras. Ahora, durante un tiempo, podemos estar juntos. Pero no para siempre.

—No voy a perderte, Guin. Nada se interpondrá entre nosotros, ni el bosque, ni mi maldito hermano, ni siquiera esa bestia, el Urscumug.

Volvió a abrazarme, y con la más tenue de las voces, casi como si supiera que pedía un imposible, me dijo:

—Cuídame.

¡Que la cuidara!

En aquel momento, la frase me hizo sonreír. ¿Que yo la cuidara a ella? Cuando cazábamos en el bosque, lo más que podía hacer era no perderla de vista. Si perseguíamos a una liebre, un factor importante en las probabilidades de éxito, era mi tendencia a sudar y a casi matarme corriendo. Guiwenneth era rápida, ágil y mortífera. Nunca se enfadó conmigo por no poseer su vitalidad. Cuando una pieza huía, lo aceptaba con un encogimiento de hombros y una sonrisa. Tampoco celebraba una buena caza; yo, en contraste, me sentía orgulloso cuando podíamos complementar nuestra dieta con el producto de la estrategia en el bosque y la habilidad como cazadores.

«Cuídame». Una palabra tan sencilla, y me había hecho sonreír. Sí, ya sabía que, en las cuestiones amorosas, Guiwenneth era tan vulnerable como yo. Pero sólo la veía como una presencia poderosa en mi vida. Delegaba en ella la iniciativa casi para cualquier cosa, y no me avergüenza reconocerlo. Era capaz de correr un kilómetro entre los matorrales, y cortarle la garganta a un jabalí de veinte kilos sin apenas esfuerzo. Yo era más ordenado y organizado, y le había proporcionado una vida más cómoda que nunca.

A cada uno, lo suyo. Las habilidades particulares y la falta de egoísmo son la base de la cooperación. En seis semanas de vivir juntos y amar profundamente a Guiwenneth, había descubierto lo sencillo que resultaba dejarle la iniciativa, porque ella era la experta en supervivencia, la cazadora, la individualista que había elegido combinar su esencia vital con la mía, y eso me complacía.

«¡Cuídame!».

Ojalá lo hubiera hecho. Ojalá hubiera aprendido su idioma, así habría descubierto el terrible miedo que inquietaba a aquella niña, la más hermosa e inocente de las niñas.

* * *

—¿Qué es lo primero que recuerdas, Guin?

Paseábamos a última hora de la tarde, bordeando el sur del bosque, entre los árboles y Ryhope. Era un día nublado, pero cálido. La depresión del día anterior había pasado y, como siempre sucede entre los jóvenes amantes, la ansiedad y el dolor de lo que habíamos hablado brevemente servían para acercarnos más, para hacernos más alegres. Cogidos de la mano, paseamos entre la hierba alta, esquivando cuidadosamente los excrementos de vaca, infestados de moscas, sin perder de vista la torre normanda de la iglesia de San Miguel, que se alzaba a lo lejos.

Guiwenneth no respondió. Tarareaba para sí misma una melodía obsesiva, extraña, muy parecida a la música del Jaguth. Algunos niños corrían por las cavas bajas, lanzando un palo para que el perro lo atrapase, riendo con carcajadas infantiles. Nos vieron. Obviamente, sabían que estaban en propiedad privada, y huyeron para desaparecer tras un desnivel del terreno. Los ladridos histéricos del perro llenaban el aire tranquilo. Vi a una de las chicas Ryhope cabalgando a medio galope por el camino que llevaba a San Miguel.

—¿Guin? ¿Es una pregunta difícil?

—¿Qué pregunta, Steven?

Me miró, con un brillo en los ojos oscuros y una sonrisa aleteándole en los labios. A su manera, me estaba tomando el pelo. Antes de que pudiera repetirle la cuestión, me soltó la mano y echó a correr hacia el bosque, con la camisa blanca y los anchos pantalones azotados por el viento. Llegó al lindero, se detuvo, y echó un vistazo hacia los árboles.

Cuando llegué junto a ella, se llevó un dedo a los labios para pedirme silencio.

—Calla…, calla… ¡Oh, por el dios Cernunnos!

El corazón empezó a latirme más de prisa. Escruté la oscuridad del bosque, tratando de averiguar qué había visto ella en el laberinto de los árboles.

«¿Por el dios Cernunnos?».

Las palabras eran como aguijones en mi mente y, poco a poco, me di cuenta de que Guiwenneth estaba de broma.

—¡Por el dios Cernunnos! —repetí.

Ella se echó a reír, y corrió por el sendero. Yo la perseguí. Me había escuchado blasfemar a veces, y había adaptado las blasfemias a las creencias de su propia época. En condiciones normales, jamás habría expresado sorpresa mediante un juramento religioso. Habría hecho referencia a los excrementos de algún animal, o quizá a la muerte.

La alcancé —evidentemente, porque quiso dejarse alcanzar—, y peleamos sobre la hierba cálida, luchando y retorciéndonos hasta que uno de los dos se rindió. Su cabellera suave me cosquilleó en el rostro cuando se inclinó para besarme.

—Responde a mi pregunta —dije.

Pareció enfadada, pero no pudo escapar a mi repentino abrazo. Se resignó y suspiró.

—¿Por qué me haces preguntas?

—Porque necesito respuestas. Tú me fascinas. Me asustas. Necesito saber.

—¿Por qué no puedes aceptarlo?

—¿El qué?

—Que te quiero. Que estamos juntos.

—Anoche dijiste que no estaríamos juntos para siempre…

—¡Estaba triste!

—Lo crees dé verdad. Yo, no —añadí, testarudo—, pero por si acaso…, sólo por si acaso… te sucede algo. Bueno. Quiero saber más cosas, quiero saber todo lo relativo a ti. A ti. No a la imagen que representas. Frunció el ceño.

—No la historia del mitago…

Frunció el ceño todavía más. La palabra significaba algo para ella, pero no entendía el concepto. Lo intenté de nuevo.

—Ha habido otras Guiwenneths antes que tú. Quizá vuelva a haber más. Nuevas versiones de ti. Pero a la que quiero conocer es a ésta.

Enfaticé la frase estrechando aún más el abrazo. Ella me sonrió.

—¿Y tú? Yo también quiero saber cosas sobre ti.

—Luego —repliqué—. Primero, tú. ¿Cuál es tu primer recuerdo? Háblame de tu infancia.

Como yo esperaba, se le nubló el rostro, con ese tipo de expresión que delata que una pregunta ha tocado una zona en blanco. Una zona conocida, pero no reconocida.

Se sentó y se arregló la camisa, se echó el pelo hacia atrás, y luego empezó a arrancar hierbecitas secas, trenzándolas alrededor del dedo.

—El primer recuerdo… —empezó. Pareció mirar a lo lejos—. ¡El venado!

Recordé las páginas del diario de mi padre, pero intenté olvidar todo lo que sabía sobre su historia para concentrarme plenamente en los recuerdos inciertos de Guiwenneth.

—Era tan grande…, un lomo tan ancho, tan poderoso… Yo estaba atada a él, unas tiras de cuero en las muñecas me sujetaban firmemente al lomo del venado. Yo le llamaba Gwil. Él me llamaba Bellota. Estaba tendida entre sus grandes astas.

¡Qué claramente las recuerdo! Eran como las ramas de los árboles, se alzaban sobre mí, crujían al arañar la corteza y arrancar las hojas de los auténticos árboles. Corría. Todavía puedo olerlo, todavía siento el sudor en su ancho lomo. Qué dura, qué áspera era su piel. Me dolían las piernas del roce. Yo era tan joven… Creo que lloré, y le grité a Gwil: «¡No tan de prisa!». Pero él corría por el bosque, y yo me agarraba, y las tiras de cuero me cortaban las muñecas. Recuerdo los ladridos de los perros. Nos perseguían por el bosque. También había un cuerno, un cuerno de cazador. «¡Más despacio!», le grité al venado. Pero él sacudió la cabeza y me dijo que me agarrara más fuerte. “Será una carrera larga, pequeña Bellota”, me dijo, y me invadió su olor, y el sudor, y aquel galope salvaje me dejaba todo el cuerpo dolorido.

Recuerdo el sol entre los árboles. Era cegador. Yo intentaba ver el cielo pero, cada vez que entraba el sol, me cegaba. Los perros estaban cada vez más cerca. Había tantos… También vi a hombres corriendo por el bosque. El cuerno sonaba cada vez más cerca. Yo lloraba. Los pájaros parecían planear sobre nosotros, y cuando les miraba las alas, me parecían manchas negras contra el sol. De repente, se detuvo. Su respiración era como un vendaval. Todo el cuerpo le temblaba. Recuerdo que me arrastré hacia adelante, tirando de las cuerdas de cuero, y vi una roca alta que bloqueaba el camino. Se dio la vuelta. Sus astas eran cuchillos negros, y bajó la cabeza, y ensartó y mató a muchos de los perros que le perseguían. Uno de ellos era como un demonio negro. Tenía las mandíbulas entreabiertas, babeantes, y unos dientes enormes. Saltó hacia mí, pero Gwil lo ensartó con la punta de un asta y lo sacudió hasta que sus entrañas se desparramaron por el suelo. Pero, entonces, una flecha silbó en el aire. Mi pobre Gwil. Cayó y los perros le desgarraron la garganta…, pero, aun así, los mantuvo alejados de mí. La flecha era más larga que mi cuerpo. Se clavó en su carne palpitante, y recuerdo que tendí la mano para tocarla, y para tocar la sangre que la empapaba, y no pude arrancarla, ¡qué dura era!, como una roca, como si creciera directamente del venado.

Unos hombres me cortaron las ataduras y me arrastraron, pero yo me agarré a Gwil hasta que murió, y los perros se comieron sus entrañas. Aún estaba vivo, y me miró, y me susurró algo que era como la brisa del bosque. Y luego gimió, y murió…

Se volvió hacia mí. Me tocó. El sol arrancaba reflejos de las lágrimas que le corrían por las mejillas.

—Tú también te irás, todo lo que amo desaparecerá… Le toqué la mano y le besé los dedos.

—Te perderé, te perderé —decía con tristeza. Y yo no encontraba palabras para consolarla. Tenía la mente demasiado llena con las imágenes de la salvaje persecución.

—Siempre pierdo todo lo que amo.

Nos quedamos sentados durante mucho tiempo, en silencio. Los niños, junto con su maldito perro vociferante, volvieron al lindero del bosque, nos vieron otra vez y se dispersaron, atemorizados. Los dedos de Guiwenneth eran un nido de hierbas retorcidas, y se dedicó a entrelazarse florecillas doradas entre ellos. Luego sacudió la mano, como una extraña muñeca vegetal. Le toqué el hombro.

—¿Cuántos años tenías cuando sucedió todo eso? —quise saber. Ella se encogió de hombros.

—Muy pocos. No lo recuerdo; fue hace muchos veranos.

Hace muchos veranos. Cuando le oí pronunciar aquellas palabras, sonreí, pensando que sólo dos veranos antes, aún no existía. ¿Cómo funcionaría el proceso de generación?, me pregunté mirando a aquella criatura humana, tan hermosa, tan sólida, tan suave y cálida. ¿Se habría formado a partir de hojas muertas? Quizá los animales reunían palos secos, y les daban forma de huesos. Y luego, en el otoño, las hojas muertas caían y cubrían aquellos huesos de carne silvestre. ¿Habría un momento concreto en el bosque, un momento en el que algo parecido a una criatura humana se alzaba entre la maleza y recibía una forma perfecta de la intensidad de la voluntad humana que operaba fuera del bosque?

O quizá, sencillamente, surgía. En un momento era un espectro y, al siguiente, una realidad, la visión incierta y nebulosa que, de repente, se aclara.

Recordé frases del diario: «Brezo está desapareciendo, es más tenue que la última vez que lo vi… He encontrado rastros de un mitago muerto. Estaba semidevorado por los animales, pero mostraba rastros de una descomposición extraña…, fantasmal, corriendo por el cerro, no es un premitago. ¿Quizá la siguiente fase?».

Tendí la mano hacia Guiwenneth, y la encontré fría, rígida, dolorida por los recuerdos, dolorida por mi insistencia en hacerla hablar de algo que, evidentemente, le resultaba triste.

«Soy de madera y roca, no de carne y hueso».

Al recordar las palabras que había empleado varios días antes, un escalofrío me recorrió la espalda. «Soy de madera y roca». Así que lo sabía. Sabía que no era humana. Pero, aun así, se comportaba como si lo fuera. Quizá había hablado metafóricamente. Quizá se refería a su vida en los bosques, como si yo hubiera dicho: «Soy polvo y cenizas».

¿Lo sabía? Me moría por preguntárselo, hubiera dado cualquier cosa por leer su mente.

—¿De qué están hechas las niñas? —le pregunté.

Ella miró a su alrededor, inquisitiva, con el ceño fruncido. Luego sonrió, intrigada por la pregunta, y divertida al leer en mi propia sonrisa que había una respuesta de acertijo.

—Bellotas dulces, abejas aplastadas y el néctar de flores quemadas. Hice una mueca de repugnancia.

—Qué asco.

—Entonces, ¿de qué?

—De azúcar, de estrellas…, en… —¿Cómo demonios seguía?—, de todas las cosas bellas. Ella frunció el ceño.

—¿No te gustan las bellotas dulces, ni las abejas? Están muy buenas.

—No me lo puedo creer. Ni siquiera los cochinos de los celtas comerían abejas.

—¿Y de qué están hechos los niños? —preguntó rápidamente. Con una carcajada, se respondió a sí misma—. De caca de vaca y preguntas raras.

—Más bien de babosas y cosas asquerosas. —Pareció satisfecha—. Y a veces, de cuartos traseros de perros inmaduros.

—Nosotros también tenemos cosas de ésas. Recuerdo que Magidion me las contaba. Me enseñó muchas cosas. —Alzó la mano, para pedir silencio mientras pensaba. Luego, continuó—: Ocho llamadas por la batalla. Nueve llamadas por una fortuna. Diez llamadas por un hijo muerto. Once llamadas por la tristeza. Doce llamadas al amanecer por un nuevo rey. ¿Qué soy?

—Un cuco —respondí. Guiwenneth me miró.

—¡Te lo sabías!

—Lo adiviné —dije, sorprendido.

—¡Te lo sabías! De cualquier manera, es el primer cuco. Se concentró un momento, buscando otro acertijo.

—Uno blanco es suerte para mí. Dos blancos son suerte para ti. Tres blancos son una muerte. Cuatro blancos y una herradura, traen el amor.

Me miró sonriente.

—Los cascos de los caballos-respondí.

Guiwenneth me pegó una fuerte palmada en la pierna.

—¡Te lo sabías! Me eché a reír.

—Sólo estoy adivinando.

—Era el primer caballo extraño que ves al final del invierno —dijo ella—. Si tiene los cuatro cascos blancos, forja una herradura, y verás al ser amado cabalgando sobre el mismo caballo, entre las nubes.

—Háblame del valle. Y de la piedra blanca. Me miró y frunció el ceño. De repente, estaba terriblemente triste.

—Es el lugar donde descansa mi padre.

—¿Dónde está? —quise saber.

—Muy lejos de aquí. Algún día…

Su mirada se perdió en la distancia. Me pregunté qué recuerdos, qué tristes acontecimientos, estaría rememorando.

—Algún día, ¿qué?

—Algún día me gustaría ir allí —respondió con suavidad—. Algún día me gustaría ver el lugar donde le enterró Magidion.

—Y a mí me gustaría ir contigo —respondí. Por un momento, su mirada húmeda se cruzó con la mía. Luego me sonrió.

Y se animó un poco.

—Un agujero en la piedra. Un ojo en un hueso. Un anillo hecho de ramas. El sonido de la forja. Todas estas cosas… Titubeó, mirándome.

—¿Alejan a los fantasmas? —sugerí. Y ella se lanzó sobre mí, gritando:

—¿Cómo lo sabes?

* * *

Caminamos despacio de vuelta a casa, cuando ya estaba a punto de anochecer, Guiwenneth tenía un poco de frío. Si no recuerdo mal, estábamos a veintisiete de agosto, y el día parecía a ratos propio del otoño, y a ratos propio del verano. Aquella mañana, el aire había sido fresco, con los primeros atisbos de la nueva estación. Durante el día, había florecido el verano, y ahora el otoño proyectaba de nuevo su sombra. En las copas de los árboles, las hojas empezaban a amarillear. Por algún extraño motivo, me sentía triste mientras caminaba rodeando a la chica con el brazo, y el viento azotaba su pelo contra mi rostro. Su mano derecha me rozaba el pecho. El sonido de una motocicleta a lo lejos no contribuyó a aliviar mi repentina melancolía.

—¡Keeton! —exclamó Guiwenneth, animada.

Y me obligó a correr el resto del camino hasta los delgados arbolillos que bordeaban la casa. Rodeamos el bosquecillo para acercarnos a la valla. Tuvimos que abrirnos paso entre la maleza que casi ocultaba el jardín, la mayor parte del cual estaba ya cubierto por las sombras de los robles que brotaban en torno al Refugio.

Keeton estaba junto a la puerta trasera, saludándonos, con una botella de cerveza que fabricaban en el Aeródromo de Mucklestone.

—Y he traído algo más —aseguró cuando Guiwenneth corrió hacia él y le besó en la mejilla—. Hola, Steven. ¿A qué viene esa cara tan triste?

—El cambio de estación —repliqué.

Él parecía contento y animado. El viaje en moto le había despeinado el pelo rubio y tenía todo el rostro manchado de polvo, a excepción de dos círculos en torno a los ojos, la marca de las gafas. Olía a aceite y a carne de cerdo.

Su otra sorpresa consistía en un cuarto de cerdo, preparado para asar. Comparado con las criaturas grises, musculosas, que Guiwenneth solía cazar en sus expediciones al bosque, aquello parecía un trozo de cadáver, blanquecino y patético. Pero la idea de una carne más suculenta y menos dura que la de los cerdos salvajes a los que empezaba a acostumbrarme era muy alentadora.

—¡Una barbacoa! —anunció Keeton—. Dos americanos del aeródromo me enseñaron cómo se hace. Fuera. Esta noche. En cuanto me lave un poco. Una barbacoa para tres, con cerveza, canciones y juegos. —De pronto, pareció algo preocupado—. No os estaré molestando, ¿verdad, amigo?

—En absoluto. Amigo —respondí.

Aquella expresión me empezaba a parecer un tanto afectada. Y me irritaba.

—Está de malas —avisó Guiwenneth, al tiempo que me dirigía una mirada traviesa.

Por el dios Cernunnos, cómo me alegro ahora de que Keeton se nos uniera en aquel momento, de que estropease aquellas horas entre nosotros. Por mucho que me molestara su presencia en un momento en que intentaba acercarme a Guiwenneth, jamás he dado tantas gracias al Vigilante Celestial como aquella noche, más tarde. Aunque, en cierto sentido, habría preferido estar muerto.

* * *

El fuego ardía. Guiwenneth lo había encendido mientras Keeton preparaba un rudimentario asador. El cerdo era su paga por dos días de trabajo en una granja cercana al aeródromo. Su avioneta estaba en reparación, y necesitaba tanto el trabajo en la granja como en la granja necesitaban su ayuda: el trabajo de reconstrucción en Coventry y en Birmingham, bien pagado, había dejado sin peones a buena parte de los granjeros.

En asar un cerdo se tarda mucho más de lo que había supuesto Keeton. La oscuridad envolvió el bosque, así como nuestro bosquecillo particular, y encendimos las luces de la casa para que la zona del jardín donde nos sentamos a charlar, en torno a la carne humeante, estuviera bañada en una luz agradable. Yo me encargaba de poner los discos, repasando toda la colección de música bailable de salón que mis padres habían reunido a lo largo de los años. El viejo gramófono Master’s Voice, tan destartalado, se detenía cada dos por tres. Y, bajo la influencia de la cerveza que había traído Keeton, las voces arrastradas de los cantantes se convirtieron en algo histéricamente divertido.

A las diez de la noche sacamos las patatas asadas del fuego, y las comimos con mantequilla, pepino y trozos de la carne más exterior del cerdo, ya ennegrecida. El hambre dejó de ser imperiosa, y Guiwenneth nos cantó una canción en su idioma. Tras los primeros compases, Keeton pudo acompañarla con su pequeña armónica. Cuando le pedí que tradujese la letra, ella se limitó a sonreír y a acariciarme la nariz.

—¡Imagínatelo!

—Hablaba sobre ti y sobre mí —aventuré—. Sobre el amor, la pasión, la necesidad, una larga vida y muchos niños.

Negó con la cabeza, y se lamió un dedo que acababa de pasar por nuestra escasa ración de mantequilla.

—Entonces, ¿de qué hablaba? —pregunté—. ¿Sobre la felicidad? ¿Sobre la amistad?

—Romántico incorregible —murmuró Keeton.

Resultó que tenía razón, porque la canción de Guiwenneth no versaba sobre el amor, al menos como yo lo imaginaba. La tradujo lo mejor que pudo.

—Soy hija de la primera hora de la mañana. Soy la cazadora del amanecer… Hizo movimientos frenéticos, como si lanzara algo.

—¿Proyectar? —sugirió Keeton—. ¿Arrojar la red?

—Quien al alba arroja la red en el claro de las becadas. Soy el halcón que ve como las becadas caen en la red. Soy el pez que…, el pez que…

Hizo movimientos exagerados, de lado a lado, con las caderas y los hombros.

—Que se mueve —dije yo.

—Que nada —me corrigió Keeton. Guiwenneth siguió:

—Soy el pez que nada en el agua, hacia la gran roca gris, la marca del lago más profundo. Soy la hija del pescador que caza al pez con su lanza. Soy la sombra de la piedra blanca donde yace mi padre, la sombra que se mueve con el día hacia el río donde nada el pez, hacia el bosque donde el claro de las becadas está lleno de flores azules. Soy la lluvia que hace correr a la liebre, que obliga a la cierva a refugiarse en la espesura, que apaga el fuego en la casa redonda. Mis enemigos son el trueno y las bestias de la tierra que reptan por la noche, pero no tengo miedo. Soy el corazón de mi padre, y soy su padre. Brillante como el hierro, veloz como la flecha, fuerte como el roble. Soy la tierra.

Cantó las últimas palabras. —Brillante como el hierro, veloz como la flecha, fuerte como el roble. Soy la tierra— con voz aguda, dando a la traducción la melodía y el ritmo de la canción original. Cuando terminó, sonrió e hizo una reverencia, y Keeton le dedicó una ruidosa ovación.

—¡Bravo! —aplaudió.

La miré un instante, asombrado.

—Desde luego, la canción no hablaba de mí —señalé. Guiwenneth se echó a reír.

—Sólo hablaba de ti —aseguró—. Por eso la he cantado.

Yo lo había dicho en broma, pero, ahora, estaba confuso. No comprendía las palabras de Guiwenneth. Y, en cierta manera, el condenado de Keeton sí lo entendía. Me guiñó un ojo.

—¿Por qué no os vais a dar una vuelta los dos? Yo me quedaré aquí. ¡Venga, sin miedo! Sonrió.

—¿Qué demonios está pasando? —pregunté, aunque de buen humor.

Y, cuando me puse en pie, Guiwenneth también se levantó, arreglándose el jersey rojo chillón y lamiéndose los restos de mantequilla y grasa que le quedaban en los dedos, antes de tenderme una mano pringosa.

Paseamos hasta los límites del jardín, y nos besamos rápidamente en la oscuridad, cerca de los jóvenes robles. Hubo un movimiento rápido en el bosque: quizá zorros, o perros salvajes, atraídos por el olor de la carne asada. Keeton no era más que una extraña silueta acurrucada junto al fuego, enmarcada por las chispas que saltaban de la hoguera.

—Él te comprende mejor que yo —suspiré.

—Nos ve a los dos, mientras que tú sólo me ves a mí. Me gusta. Es un hombre muy amable. Pero no es mi lanza de pedernal.

El bosque parecía lleno de movimientos. Hasta Guiwenneth se asombró.

—Deberíamos tener cuidado con los lobos, o los perros salvajes —dijo—. La carne…

—No hay lobos en el bosque, estoy seguro —repliqué—. He visto jabalíes, y tú me has hablado de osos…

—No todas las criaturas se acercan tan pronto al lindero. Los lobos son animales de manada. Quizá la manada esté en el corazón del bosque. Es posible que hayan tardado mucho tiempo en llegar hasta aquí.

Escudriñé la oscuridad, y la noche pareció susurrar algo ominoso, escalofriante. Volví al jardín y tomé a Guiwenneth por el brazo.

—Vamos, no quiero dejarle solo.

En aquel momento, Keeton se estaba poniendo de pie. Su voz era serena, aunque denotaba inquietud.

—Tenemos compañía.

Entre los árboles que crecían junto a la valla del jardín pude ver la luz parpadeante de las antorchas. El ruido de hombres que se acercaban fue una intrusión repentina, estruendosa. Me acerqué con Guiwenneth al fuego, a la zona iluminada por la luz de la cocina. Detrás de nosotros también ardían antorchas. Rodearon el jardín trazando un amplio arco, y los tres aguardamos cualquier pista sobre su naturaleza.

Desde algún punto frente a nosotros nos llegó la escalofriante melodía del Jaguth, tocada con las flautas agudas que yo ya había escuchado. Guiwenneth y yo intercambiamos una mirada rápida, alegre.

—El Jaguth —dijo ella—. ¡Vienen otra vez!

—Justo a tiempo de terminar con nuestro cerdo —comenté, desconsolado. Keeton estaba paralizado de miedo. No le gustaban aquellas extrañas criaturas con forma de hombres, que se acercaban rápidamente en la oscuridad. Guiwenneth se acercó a la valla para recibirles, y gritó algo en su extraño idioma. Yo eché a andar tras ella, y cogí un tronco de la hoguera, para alzarlo también a modo de antorcha. El dulce sonido de la flauta no cesó.

—¿Quiénes son? —preguntó Keeton.

—Viejos amigos, nuevos amigos. El Jaguth —respondí—. No hay nada que temer…

En ese momento me di cuenta de que el flautista había dejado de tocar. Guiwenneth también se había detenido a unos pasos de mí. Miró a su alrededor, contemplando las luces parpadeantes que brillaban en la oscuridad. Después volvió el rostro hacia mí. Estaba pálida, tenía las pupilas dilatadas y la boca abierta. De repente, su alegría se había transformado en terror. Dio un paso hacia mí, con mi nombre en los labios, y su pánico me dominó. Tendí los brazos hacia ella…

Hubo un sonido extraño, como el viento, como un agudo silbido sin melodía. Luego resonó un golpe, seguido por el grito de Keeton. Le miré, y vi que retrocedía rápidamente, arqueado hacia atrás, con las manos en el pecho y una expresión de dolor en el rostro. Un momento más tarde, cayó al suelo, con los brazos estirados. De su cuerpo salía un asta de madera de casi un metro.

—¡Guin! —grité, apartando los ojos de Keeton.

Y entonces, a nuestro alrededor, el bosque pareció arder. Troncos, ramas y hojas estaban envueltas en un fuego brillante, de manera que el jardín quedó rodeado por un muro de llamas. Dos formas humanas oscuras surgieron del fuego. La luz arrancaba reflejos de las armaduras metálicas y de las armas de hoja corta que llevaban en las manos. Al mirarnos, titubearon un momento. Uno tenía una máscara dorada en forma de halcón, cuyos ojos eran simples rendijas. El otro llevaba un casco de cuero, con anchas tiras que le protegían las mejillas. El halcón dejó escapar una sonora carcajada.

—¡Oh, Dios, no…! —grité.

Pero Guiwenneth me hizo reaccionar.

—¡Coge las armas! —me gritó, mientras pasaba corriendo junto a mí, en dirección al muro trasero de la casa, del que pendían sus propias armas.

La seguí para coger mi lanza de pedernal y la espada que me había regalado Magidion. Nos situamos de espaldas a la pared y vimos la numerosa banda de hombres armados que surgían como siluetas oscuras del bosque ardiente. Los hombres se dispersaron por todo el jardín.

De repente, los dos primeros guerreros corrieron hacia nosotros, uno en dirección a Guiwenneth, mientras que el otro se dirigía a mí. Mi adversario era el halcón.

Se me vino encima tan de prisa, que apenas tuve tiempo de arrojarle la lanza. Todo sucedía en una vorágine de metal pulido, pelo oscuro y carne sudorosa. Desvió mi lanza con un pequeño escudo redondo y me golpeó en la sien con la espada plana. Caí de rodillas. Intenté levantarme, pero me descargó el escudo contra la cabeza y caí de bruces al suelo. Lo siguiente que supe fue que me había atado los brazos a la espalda, poniéndome mi propia lanza entre las axilas.

Durante un par de segundos, vi luchar a Guiwenneth. Peleaba con una furia que me dejó atónito. La vi clavar su daga en el hombro del atacante. Luego, un segundo halcón avanzó desde la valla del jardín. Ella se volvió para hacerle frente. La hoguera arrancó destellos de su espada, y la mano del hombre pareció volar hacia el cobertizo. Luego vino un tercer hombre, y un cuarto. El grito de guerra de Guiwenneth era un aullido de indignación. Se movía tan de prisa que apenas podía seguirla con la mirada.

Y, por supuesto, eran demasiados para ella. De repente, vi como la derribaban, la desarmaban y la lanzaban por los aires. Fue a caer entre varios halcones, que la ataron e inmovilizaron como habían hecho conmigo.

Cinco guerreros altos, sombríos, permanecían en las afueras del jardín. Estaban sentados, y se limitaban a contemplar el final de la refriega.

El halcón que me había derribado me cogió por el pelo y me obligó a ponerme en pie, para luego tirar de mí y cruzar el jardín, hacia la hoguera. Me dejó caer en el suelo, a pocos metros de Guiwenneth. Ella me miró con los ojos inyectados en sangre, a través de la cascada de pelo que le caía sobre el rostro. Tenía los labios húmedos, y el fuego arrancaba destellos de sus lágrimas.

—Steven —murmuró, y comprendí que tenía la boca tumefacta, dolorida—. Steven…

—Esto no puede ser cierto —susurré.

Yo también estaba al borde de las lágrimas. La cabeza me daba vueltas, todo parecía irreal. La sorpresa y la ira me impedían sentir dolor. El crepitar del bosque en llamas resultaba casi ensordecedor.

Muchos más hombres entraron a través del muro de fuego. Algunos tiraban de grandes caballos de crines oscuras. Los animales pateaban y reculaban, asustados. Las órdenes, gritadas en tono agudo, se oían por encima del crepitar de la madera. Utilizaron troncos de nuestra pequeña hoguera para hacer una pequeña fragua, cerca de la casa. Algunos hombres empezaron a arrancar tablas de los corrales y del cobertizo. Durante aquellos breves minutos de confusión, las cinco figuras sombrías siguieron acuclilladas, cerca del anillo de fuego. En aquel momento se pusieron en pie y se acercaron. El más viejo, el que parecía el jefe, se acercó a la hoguera, donde varios halcones aguardaban ya para repartirse el cerdo asado. El hombre se agachó, sacó un cuchillo de hoja ancha, cortó una generosa ración, se la metió en la boca, y se limpió los dedos en la pesada capa. Avanzó hacia Guiwenneth y se quitó la capa con un movimiento de los hombros, dejando al descubierto un torso desnudo, con duros abdominales, brazos recios y pecho amplio. Era un hombre fuerte, procedente sin duda de los últimos siglos de la Edad Media. Advertí que tenía la piel surcada de cicatrices. Llevaba una flauta de hueso colgada del cuello y la hizo sonar, burlándose de nosotros.

Se sentó sobre los talones, junto a la chica, y extendió una mano partí tomarla por la barbilla y obligarla a alzar la cabeza. Le apartó bruscamente el pelo de la cara, y la obligó a mover la cabeza para examinarla con atención, sin dejar de sonreír a través de la barba gris. Guiwenneth le escupió, y él se echó a reír. Aquella risa…

Fruncí el ceño, y mi cuerpo dejó de responderme. Me incorporé junto a la hoguera, dolorido, incapaz de moverme, y contemplé a aquel guerrero rudo, envejecido.

—Por fin te encuentro —dijo a Guiwenneth. Y, al oír su voz, un escalofrío de angustia me recorrió todo el cuerpo.

—¡Es mía! —grité entre lágrimas.

Y Christian me miró, y se puso en pie muy despacio.

Era como una torre ante mí: un viejo marcado por la guerra, lleno de cicatrices. Su ropa apestaba a orín. La espada que pendía de su ancho cinturón de piel se balanceaba ominosamente cerca de mi rostro. Me agarró del pelo y me obligó a mirarle, mientras se atusaba la barba gris con la otra mano.

—Ha pasado mucho tiempo, hermano —dijo en un ronco siseo animal—. ¿Qué voy a hacer contigo?

Junto a mí, el cuarto de cerdo había quedado reducido a nada. Los halcones masticaban vigorosamente, y escupían en el fuego mientras hablaban en voz baja. En la casa se oía el sonido del martillo contra el metal. Estaba teniendo lugar una frenética actividad de reparaciones: arreglaban las armas y los arneses de los grandes caballos, que estaban atados muy cerca de mí.

—Es mía —dije en voz baja, mirándole entre lágrimas—. Déjanos en paz, Chris. Siguió mirándome durante largo rato, en un silencio aterrador. Bruscamente, me obligó a ponerme en pie, y me arrastró de espaldas hasta estamparme contra la pared del cobertizo. Rugía de furia, y su aliento fétido me daba náuseas. Me miró, con el rostro a pocos centímetros del mío, y era la cara de un animal, no la de un hombre. Aun así, empecé a distinguir los ojos, la nariz, los labios de mi hermano, el atractivo joven que había salido de aquella misma casa sólo un año antes.

Gritó algo rudamente, y uno de sus guerreros más viejos le lanzó una cuerda con un lazo en el extremo. La cuerda era recia y áspera. Me hizo pasar la cabeza a través del lazo, y apretó el nudo en el cuello. Lanzó el extremo libre sobre el cobertizo. Después, la tensó, y tiró de la cuerda hasta obligarme a ponerme de puntillas. Podía respirar, pero no relajarme. Me atraganté. Christian sonrió Y, con una mano grasienta, me tapó la nariz y la boca.

Me pasó un dedo por la cara. Era una caricia casi sensual. Cuando luché por tomar aliento, me destapó la boca, y tomé aliento, agradecido. En ningún momento dejó de mirarme con curiosidad, como si buscara desesperadamente algún recuerdo de la amistad que hubo entre nosotros. Sus dedos eran como los de una mujer. Me acariciaban la frente, las mejillas, la barbilla y la piel lacerada del cuello, allí donde la cuerda me ahogaba. Al hacerlo, descubrió el amuleto en forma de hoja de roble que yo llevaba puesto, y frunció el ceño. Cogió la hoja de plata y la miró.

—¿Dónde lo conseguiste? —preguntó sin mirarme.

—Lo encontré.

Durante un segundo, no dijo nada. Después, rompió el cordón y se llevó la hoja de roble a los labios.

—Si no fuera por este amuleto, habría muerto. Cuando lo perdí, creí que mi destino estaba sellado. Ahora lo he recuperado. Lo he recuperado todo…

Se volvió para escrutarme. Escudriñó mis ojos, mi rostro.

—Han pasado muchos años… —susurró.

—¿Qué te ha pasado? —conseguí jadear.

La cuerda me laceraba, me irritaba. Él observó mis dificultades, y el movimiento de mis labios, con unos ojos oscuros, brillantes, que no denotaban el menor rastro de compasión.

—Demasiado —dijo—. He buscado durante demasiado tiempo. Pero por fin la he encontrado. He huido durante demasiado tiempo… —Apartó la mirada de mí. Parecía pensativo—. Quizá la huida no termine nunca. Él me persigue todavía.

—¿Quién? Volvió a mirarme.

—La bestia. El Urscumug. El viejo. Malditos sean sus ojos. Maldita sea su alma, me sigue como un perro de caza. Siempre está ahí, siempre en el bosque, siempre fuera del fuerte. Siempre, siempre la bestia. Estoy cansado, hermano. De verdad. Por fin… —Contempló la forma inerte de la chica—. Al menos, tengo lo que buscaba, Guiwenneth, mi Guiwenneth. Si muero, moriré con ella. Ya no me importa si me ama o no. La tendré. La utilizaré. Hará que valga la pena morir. Ella me inspirará para hacer el último esfuerzo y matar a la bestia.

—No dejaré que te la lleves —dije, desesperado.

Christian frunció el ceño, y luego sonrió. No dijo nada. Se apartó de mí, de vuelta hacia la hoguera. Caminaba despacio, pensativo. Se detuvo para contemplar la casa. Uno de sus hombres, un guerrero de pelo largo vestido casi con harapos, se acercó al cuerpo de Harry Keeton, le dio la vuelta, le desgarró la camisa con un cuchillo y dijo algo en un idioma extranjero. Christian me miró, y luego se volvió para responder al hombre. El guerrero se irguió, furioso, y regresó junto a la hoguera.

—El fenlander {*} está furioso. Querían comerse su hígado. Tienen hambre. El cerdo era pequeño. —Sonrió—. Se lo he prohibido. Sé que eres muy sensible.

{* N. d.T.: «Fenlander» habitante de los Fens, distritos bajos y pantanosos en algunos condados de Inglaterra.}

Se dirigió a la casa y entró. Creo que estuvo dentro mucho tiempo. Guiwenneth sólo alzó la vista una vez, y tenía la cara bañada en lágrimas. Me miró y movió los labios, pero no oí ningún sonido, ni comprendí qué trataba de decirme.

—Te quiero, Guin —le dije—. Saldremos de ésta. No te preocupes.

Pero mis palabras no surtieron efecto. Bajó otra vez la cabeza y se quedó allí, de rodillas junto al fuego, atada y vigilada.

A mi alrededor, una intensa actividad tenía lugar en el jardín. Uno de los caballos se había encabritado, y lanzaba coces, tratando de librarse de las riendas. Algunos hombres caminaban de un lugar a otro, mientras otros cavaban un agujero y los demás, sentados en torno a la hoguera, charlaban y reían a carcajadas. El bosque en llamas era un espectáculo aterrador en la noche.

Cuando Christian volvió a salir de la casa, se había afeitado la descuidada barba canosa. También se había peinado el largo pelo grasiento, que ahora llevaba recogido en una trenza. Tenía el rostro ancho, recio, aunque con la piel algo lacia en las mandíbulas. Se parecía increíblemente a nuestro padre, al padre que yo recordaba de los tiempos anteriores a mi viaje a Francia. Pero más recio, más duro. Llevaba la espada y el cinturón en una mano. En la otra, una botella de vino con el cuello partido limpiamente. ¿Vino?

Se acercó a mí y bebió un trago de la botella, lamiéndose los labios.

—Sabía que no encontrarías la reserva —dijo—. Cuarenta botellas del mejor Burdeos. El mejor paladar que puedo imaginar. ¿Quieres un poco? —Movió ante mí la botella rota—. Un trago antes de morir. Un brindis por la relación fraternal, por el pasado. Por una batalla ganada, y por una batalla perdida. Bebe conmigo, Steve. Negué con la cabeza. Por un momento Christian pareció decepcionado, pero luego echó la cabeza hacia atrás y vertió el vino tinto en su boca. Sólo se detuvo cuando se atragantó, entre carcajadas. Pasó la botella al más siniestro de sus compatriotas, el fenlander, el que había querido abrir el cadáver de Harry Keeton. El hombre bebió lo que quedaba y arrojó la botella al bosque. Sacaron el resto de la reserva oculta de vino, que yo no había conseguido encontrar, y la distribuyeron en sacos improvisados, que fueron entregados a cada halcón para que los transportasen.

* * *

El incendio del bosque empezó a apagarse. Fuera la que fuese su causa, la magia que lo había provocado, el hechizo se desvanecía, y el olor a cenizas de madera impregnaba el aire. Pero dos figuras muy extrañas aparecieron de repente en la entrada del jardín, y empezaron a correr alrededor de él. Iban casi desnudas, con los cuerpos cubiertos de tiza blanca, a excepción de los rostros, que eran negros. Tenían las cabelleras largas, recogidas con una banda de cuero. Llevaban largos bastones de hueso, y los agitaban al pasar entre los árboles. Las llamas se avivaron de nuevo, y el incendio recuperó su fuerza anterior.

Por fin, Christian volvió a mi lado, y comprendí que aquella extraña demora se debía a que no sabía qué hacer conmigo. Sacó el cuchillo y lo clavó con fuerza en el cobertizo, junto a mí. Apoyó todo su peso en la empuñadura, con la barbilla entre las manos, y pareció concentrarse, no en mí, sino en un montón de astillas de madera. Era un hombre cansado, agotado. Todo en él lo delataba, desde su respiración a sus ojeras.

—Has envejecido —dije, constatando lo obvio.

—¿De verdad? —Me sonrió, cansado—. Sí, supongo que sí —asintió lentamente—. Para mí han pasado muchos años. Tratando de escapar de la bestia me adentré mucho. Pero la bestia pertenece al corazón del bosque, y no podía despistarla. Es un mundo extraño, Steven. Más allá del claro del cerro hay un mundo extraño, terrible. ¡El viejo sabía tanto y tan poco a la vez…! Conocía el corazón del bosque. Lo había visto, o había oído hablar de él, o lo había imaginado. Pero su único camino para llegar allí…

Se detuvo a media frase, y me miró con curiosidad. Sonrió otra vez y se irguió. Me rozó la mejilla, sacudiendo la cabeza.

—En nombre de la ninfa Handryama, ¿qué voy a hacer contigo?

—¿Qué te impide dejarme en paz, dejar en paz a Guiwenneth, que vivamos felices todo el tiempo que podamos? Haz lo que tengas que hacer, vuelve, o abandona el bosque y vete al extranjero. Regresa con nosotros, Christian.

Volvió a apoyarse sobre el cuchillo, tan cerca de mí que habría podido tocarle el rostro con los labios. Pero no me miraba.

—Ya no puedo hacerlo —dijo—. Durante un tiempo, mientras viajaba hacia el interior, sí, pude volver. Pero la quería. Sabía que estaba allí dentro, en algún lugar profundo. Seguí las historias que se contaban sobre ella, crucé montañas y valles donde se hablaba de Guiwenneth. Y siempre parecía llegar unos días tarde. La bestia me perseguía. Dos veces luché con ella, pero la batalla nunca era definitiva. Hermano mío, he estado sobre la colina, sobre la colina más alta, donde se construyó el edificio de piedra. Desde allí, vi el corazón del bosque, el lugar donde estaré a salvo. Y ahora que he encontrado a mi Guiwenneth, iré allí. Una vez llegue, podré vivir, amar, y estaré a salvo. A salvo de la bestia. A salvo del viejo.

—Ve tú solo, Chris —dije—. Guiwenneth me quiere, y nada cambiará eso.

—¿Nada? —repitió, con una sonrisa cansada—. El tiempo lo cambia todo. Si no tiene a nadie más a quien amar, me amará a mí…

—¡Mírala bien, Chris! —grité furioso—. Prisionera, derrotada. Te importa tan poco como tus halcones.

—Me importa tenerla —dijo con voz serena, amenazadora—. He cazado demasiado lejos, durante demasiado tiempo, como para preocuparme de los mejores aspectos del amor. Antes de morir, haré que me ame. Disfrutaré de ella hasta entonces…

—No es tuya, Chris. Es mi mitago…

Reaccionó con una violencia aterradora. Me dio un puñetazo tan fuerte que me saltaron dos dientes. Pese al dolor, pese a la sangre que me inundaba la boca, le oí gritar:

—¡Tu mitago está muerto! Éste es el mío. Al tuyo, lo maté hace años. ¡Es mía! Si no fuera así, no me la llevaría.

Escupí la sangre.

—Quizá no nos pertenezca a ninguno de los dos. Su vida es suya, Chris.

Sacudió la cabeza.

—Me pertenece. No hay más que hablar.

Empecé a hablar, y me cerró los labios con la mano, fuertemente, para silenciarme. El asta de la lanza me hacía tanto daño bajo los brazos, que estaba seguro de que los huesos se me romperían de un momento a otro. La cuerda se me clavaba cada vez más en la garganta.

—¿Te dejo vivir? —dijo, casi meditabundo.

Dejé escapar un gemido gutural, y me apretó los labios todavía más. Arrancó el cuchillo clavado en el cobertizo y lo sostuvo ante mí, tocándome la nariz con la fría punta. Bajó el cuchillo y me pinchó suavemente el bajo vientre.

—Podría dejarte vivo, pero el precio… —Volvió a pincharme—. El precio sería muy alto. No puedo dejarte vivo…, como hombre…, porque has conocido a la mujer que me pertenece.

La sola idea me hizo estremecer de horror. La conmoción, la sangre que me nubló los ojos, casi me impidieron verle.

Me soltó los labios, pero no me destapó la boca. Yo había empezado a llorar de miedo, de puro terror, y los sollozos sacudían mi cuerpo. Christian se acercó más, con los ojos entrecerrados, el ceño fruncido, triste.

—Oh, Steve… —dijo. Lo repitió otra vez, dolido, cansado—. Podría haber sido… ¿cómo podría haber sido? ¿Bueno? No, creo que no habría sido bueno…, pero ojalá hubieras estado conmigo estos quince últimos años. En algunos momentos habría dado cualquier cosa por tu compañía, por hablar contigo, por ser… —Sonrió, y me limpió las lágrimas de las mejillas con el dedo—. Por ser un hombre normal, con unos amigos normales.

—Aún puedes conseguirlo —susurré. Pero él negó con la cabeza, todavía triste.

—No, no. —Hizo una pausa pensativa, mirándome—. Y lo siento —añadió.

Antes de que ninguno de los dos pudiéramos replicar, un sonido aterrador nos llegó desde más allá de los árboles en llamas. Christian se apartó de mí y miró hacia el bosque. Parecía conmocionado, casi furioso.

—No tan cerca…, no puede estar tan cerca…

El sonido había sido el rugido de una bestia salvaje. Atemperado por la distancia y por los ruidos de los guerreros que me rodeaban, yo no había reconocido el grito de la criatura jabalí, el Urscumug. Ahora el ruido me resultó familiar, ya que llegó por segunda vez…, acompañado por el crujir de las ramas y árboles que la bestia aplastaba a su paso. En el jardín, los halcones, los guerreros, los hombres extraños de culturas irreconocibles se pusieron rápidamente en acción, recogiendo el equipo, colocando los arneses a los cinco caballos, gritando órdenes, disponiéndose a partir.

Christian hizo una señal a dos de los halcones, que levantaron a Guiwenneth, le quitaron la lanza de debajo de los brazos y la cargaron como un fardo a lomos de un caballo, atándola firmemente.

—¡Steven! —gritó, luchando por verme.

—¡Guiwenneth! ¡Oh, Dios mío, no!

—¡De prisa! —gritó Christian.

Repitió la orden en otro idioma. El Urscumug estaba cada vez más cerca. Luché contra la cuerda que me retenía, pero era demasiado fuerte, demasiado segura.

El grupo de mercenarios se movía rápidamente por el sur del jardín, hacia el bosque. Dos de ellos derribaron la valla antes de saltar a través de las llamas del bosquecillo incendiado.

Pronto, la mayoría desapareció. Sólo quedaban Christian, el fenlander y uno de los extraños neolíticos pintados de blanco. Un guerrero prehistórico sostenía las riendas del caballo sobre el que iba Guiwenneth. El fenlander fue tras el cobertizo, y sentí que la cuerda se tensaba en torno a mi cuello.

Christian se acercó a mí, y sacudió la cabeza de nuevo. El crepitar de las llamas era estruendoso, pero el sonido de la bestia que se acercaba era todavía más fuerte. Yo tenía los ojos llenos de lágrimas, y la forma de Christian se convirtió en un borrón oscuro destacado contra el brillo del fuego.

Sin decir una palabra, me puso las manos en la cara, se inclinó hacia mí y presionó los labios contra los míos. El beso duró dos o tres segundos.

—Te he echado de menos —dijo en voz baja—. Y seguiré echándote de menos. Se alejó de mí y miró al fenlander.

—Cuélgale —dijo sin pausa, sin preocuparse. Y me dio la espalda para gritar una orden al hombre del caballo, que guió a la bestia hacia el bosquecillo en llamas.

—¡Chris! —grité. Pero me ignoró.

Al momento siguiente, sentí que me alzaba del suelo. El lazo se apretó más, estrangulándome rápidamente. Pero no perdí el conocimiento y, aunque mis pies se balanceaban sobre la tierra, logré seguir respirando. Las lágrimas me nublaban los ojos. Lo último que vi de Guiwenneth fue su hermosa cabellera larga, cayendo por el flanco del animal que la llevaba. El caballo cruzó la valla rota, y me pareció que una o dos hebras de pelo rojo quedaban allí, enganchadas en la madera.

Entonces, la oscuridad empezó a cerrarse sobre mí. Oí el ruido del mar batiendo contra las rocas, y el graznido ensordecedor de las aves de rapiña o alguna otra criatura carroñera. Moví los labios, sin conseguir emitir sonido alguno. Una forma oscura se interpuso entre mi cuerpo y los árboles en llamas. Parpadeé, e intenté desesperadamente gritar. La vista se me aclaró un poco, y comprendí que estaba mirando las piernas y el torso inferior del Urscumug. El hedor del animal, a sudor y excrementos, era insoportable. La criatura se inclinó hacia mí y, a través de las lágrimas, vi las espantosas facciones del hombre jabalí, pintadas de blanco, cubiertas de espinas y hojas. La boca se abrió y se cerró, como si intentara hablar. Yo sólo oí un siseo. No podía fijarme más que en aquellos ojos entrecerrados, penetrantes: los ojos de mi padre, con unos rasgos sonrientes, como si se alegrara de encontrar por fin a uno de sus hijos errantes.

Un puño en forma de garra se cerró en torno a mi cintura, y me apretó con fuerza, levantándome hacia las mandíbulas babeantes. Oí risas, risas que parecían humanas. Y me sacudió con tanta fuerza que, por fin, quedé inconsciente, y el aterrador momento pasó a formar parte del reino de los sueños.

* * *

El sonido, que era como el zumbido de una avispa, desapareció gradualmente. Oí el canto de un pájaro. Abrí los ojos. Sólo vi puntos y sombras, que poco a poco se fueron convirtiendo en el paisaje nocturno de estrellas, nubes y un rostro humano.

Tenía todo el cuerpo insensible, a excepción del cuello: éste me dolía como si me estuvieran clavando cientos de agujas en el hueso. La soga seguía atada en su sitio, pero un extremo cortado yacía en el frío suelo, junto a mí.

Lentamente, me senté. La hoguera seguía ardiendo. Había un fuerte olor a cenizas, a sangre y a animales. Me di la vuelta, y vi a Harry Keeton.

Traté de hablar, pero no emití ningún sonido. Se me humedecieron los ojos. Keeton extendió una mano y me palmeó el brazo. Estaba tendido de costado, apoyado sobre un codo. El asta rota de la flecha le surgía del hombro, subía y bajaba cada vez que respiraba trabajosamente.

—Se la han llevado —dijo.

Movió la cabeza, compartiendo mi dolor. Me las arreglé para asentir.

—No pude hacer nada… —se disculpó Keeton. Cogí la cuerda cortada y dejé escapar un ruido ronco, preguntando qué había pasado.

—Esa bestia… —dijo—. La que parecía un jabalí. Te levantó. Te zarandeó. Dios mío, qué criatura. Me parece que te creyó muerto. Te olfateó, y luego te dejó colgado. Corté la cuerda con tu propia espada. Creí que era demasiado tarde.

Intenté darle las gracias, pero no lo conseguí.

—Se dejaron esto —siguió Keeton.

Tenía en la mano la hoja de plata. Christian debía de haberla dejado caer. Tendí la mano y cerré los dedos en torno al frío metal.

Nos quedamos allí, tendidos en el jardín oscuro, viendo como las chispas de los árboles en llamas se alzaban hacia el cielo. A la luz del fuego, el rostro de Keeton estaba pálido como el de un fantasma. Inexplicablemente, los dos habíamos sobrevivido. Cuando amaneció, nos ayudamos el uno al otro a entrar en la casa, y volvimos a dejarnos caer, dos seres desconsolados, heridos, temblorosos.

Lloré durante al menos una hora, por Guiwenneth. De ira, por la pérdida de todo lo que había amado. Keeton permaneció en silencio con las mandíbulas apretadas y la mano derecha apretada contra la herida, como para impedir la hemorragia. Éramos dos guerreros desesperados.

Pero sobrevivimos, y cuando tuve fuerzas, me dirigí a la mansión de los Ryhope y pedí ayuda para el aviador herido.