16
El Interior
Del diario de mi padre, diciembre de 1941:
He escrito a Wynne-Jones para que vuelva al Refugio. He pasado más de cinco semanas en el interior del bosque, pero en casa sólo ha transcurrido aproximadamente una semana. No sentí el cambio temporal: el invierno era tan benigno y persistente en el bosque como en casa. Había poca nieve. Sin duda, el efecto —yo creo que se trata de un efecto de relatividad— es más pronunciado cuanto más se acerca uno al corazón del bosque.
He descubierto un cuarto camino de entrada, un camino para traspasar la zona defensiva exterior, aunque la sensación de desorientación es fuerte. La ruta es casi demasiado obvia: el riachuelo que atraviesa el bosque, el que C y S llaman Arroyo Arisco. Este arroyo se ensancha mucho a dos días de viaje hacia el interior, ¡no comprendo de dónde recibe el agua! ¿Se convertirá en algún punto en un auténtico torrente? ¿En un río como el Támesis?
La ruta pasa más allá del Sepulcro del Caballo, más allá de las Cataratas de Piedra, incluso más allá de las ruinas. Encontré a los shamiga. Son europeos, de la primera mitad de la Edad del Bronce. Quizá unos dos mil años antes de Cristo. Grandes narradores de historias, muy prolíficos. La que llaman «narradora de la vida» es una chica joven que se pinta de verde y, evidentemente, tiene poderes psíquicos. Ellos mismos son un pueblo legendario, los guardianes eternos de las riberas. Me han hecho comprender la naturaleza del reino interior, del camino hacia el corazón del bosque que me llevará más allá de la zona de ruinas y de la «gran hendidura». He oído hablar de un gran fuego que evita que el bosque primario entre en el reino.
Mi gran dificultad sigue siendo el agotamiento. Tengo que volver a Refugio del Roble porque el viaje me cansa demasiado. Quizá un hombre más joven…, ¿quién sabe? Tengo que organizar una expedición. El bosque sigue poniéndome obstáculos, se defiende con el mismo vigor que hizo tan difícil al principio viajar por la periferia. Y aquello fue una experiencia aterradora. Pero los shamiga tienen muchas claves. Son amigos del viajero, e intentaré encontrarme otra vez con ellos antes de que termine el próximo verano.
«Los shamiga tienen muchas claves. Son amigos del viajero…».
«No sentí el cambio temporal…».
«La chica me afecta profundamente, pero… ¿qué puedo hacer? Está en la naturaleza del mitago…».
¡Qué reconfortante me resultó aquel diario, incompleto y obsesivo, durante los días que siguieron a aquella noche dolorosa y terrible! Los shamiga tenían la clave para muchas cosas. El Arroyo Arisco era el camino para adentrarse en lo más profundo del bosque. Como Christian era del «exterior», quise creer que él tampoco podría apartarse de las rutas marcadas; y que, por tanto, podría seguirle.
Leí el diario como si me fuera la vida en ello. Quizá la obsesión tuviera un valor. Pensaba seguir a mi hermano en cuanto recuperase las fuerzas y Keeton estuviera en condiciones de viajar. No había manera de saber qué observaciones sin importancia, qué comentarios de mi padre, tendrían después un valor crucial. Harry Keeton recibió asistencia médica en la base de las Fuerzas Aéreas donde trabajaba. La herida era grave, desde luego, pero no peligrosa. Tres días después del ataque, volvió a Refugio del Roble, con el brazo en cabestrillo y el cuerpo débil, pero la moral alta. Se estaba curando por pura fuerza de voluntad. Sabía lo que yo pretendía, y quería venir conmigo. Yo no rechazaba la idea de su compañía.
Por mi parte, tenía que reponerme de dos heridas. Durante tres días, no pude hablar, y sólo conseguía ingerir líquidos. Estaba débil y desesperado. La fuerza volvió a mis miembros, pero la desesperación seguía adueñándose de mí, en forma de la persistente imagen de Guiwenneth, atada rudamente al lomo del caballo, alejándose cada vez más. No podía dormir pensando en ella. Derramé más lágrimas de las que habría creído posibles. Durante un tiempo, tres o cuatro días después del secuestro, mi rabia fue creciendo, y la expresaba irracionalmente en ataques histéricos. El aviador fue testigo de uno de ellos. Soportó como un valiente mis golpes y gritos, y me ayudó a serenarme.
Tenía que recuperarla. Legendaria o no, Guiwenneth del Bosque Verde era la mujer que amaba, y no podría vivir hasta que la viera otra vez a salvo. Quería destrozar y aplastar el cráneo de mi hermano, de la misma manera que destrozaba jarrones y sillas durante aquellos arranques de cólera, en los cuales tenía una increíble fuerza física.
Pero tuve que aguardar una semana. Simplemente, sabía que no podría atravesar la maleza sin quedar completamente exhausto. Recuperé la voz y las fuerzas, y empecé a hacer planes y preparativos.
El día de la partida sería el siete de septiembre.
* * *
Una hora antes del amanecer, Harry Keeton llegó al Refugio. Durante unos minutos, escuché el sonido de su motocicleta, antes de que la brillante luz del faro iluminara las paredes del vestíbulo. El ruidoso motor enmudeció. Yo estaba en la jaula de roble, acurrucado en el hueco del árbol donde tanto tiempo había pasado con Guiwenneth. Pensaba en ella, claro, y estaba furioso con Keeton por llegar tarde. También me irritaba que hubiera llegado para irrumpir en mi melancolía.
—Estoy preparado —dijo al cruzar la puerta de entrada. Estaba empapado en sudor, y olía a cuero y a gasolina. Llegó a la sala de estar.
—Saldremos en cuanto amanezca —dije—. Si puedes moverte, claro está.
Keeton se había preparado bien, tomándose muy en serio los planes para el viaje. Llevaba los pantalones de cuero que solía utilizar para ir en moto, además de unas pesadas botas y una gorra de piloto, también de cuero. Su mochila abultaba mucho. Portaba dos cuchillos a la cintura. Uno de ellos era de hoja ancha, y supongo que pensaba utilizarlo como machete para abrirse paso entre la maleza. Cuando se movía, las cazuelas y sartenes entrechocaban y sonaban.
Se quitó del hombro la inmensa mochila.
—Pensé que sería mejor estar preparado.
—¿Preparado para qué? —pregunté con una sonrisa—. ¿Para un picnic dominical?
¿Para un baile en el bosque? Te has traído tu estilo de vida contigo. No lo vas a necesitar. Y, desde luego, no vas a poder transportarlo.
Se quitó la gorra de piloto y se rascó el pelo rebelde. En la parte inferior de su rostro, la marca de la quemadura estaba enrojecida. Los ojos le brillaban, en parte de emoción y en parte de vergüenza.
—¿Crees que me he pasado?
—¿Cómo va el hombro?
Estiró el brazo e hizo un movimiento de giro, cauteloso, tentativo.
—Está curando bien. Intacto. En dos o tres días lo tendré como nuevo.
—Entonces, sí, te has pasado. No podrás llevar esa mochila con un solo hombro.
Keeton pareció preocuparse un poco.
—¿Y esto? —preguntó.
Con un movimiento del hombro, hizo aparecer el rifle Lee-Enfield que llevaba a la espalda. Era un rifle pesado, como yo sabía por experiencia, y todavía olía a aceite. Obviamente, Keeton acababa de limpiarlo e impermeabilizarlo. Se sacó unas cajas de munición del bolsillo de la chaqueta de cuero. En el del pecho llevaba una automática, y la munición para ésta apareció bajo la cremallera del bolsillo del pantalón. Cuando terminó de descargar cosas, su volumen se había reducido a la mitad. De repente, volvía a parecer el piloto esbelto de días anteriores.
—Pensé que nos vendrían bien —dijo.
En cierto modo tenía razón, pero sacudí la cabeza. Uno de los dos tendría que llevar todo aquello, y un viaje por el bosque denso, salvaje, no se presta a llevar una cantidad de equipaje pesado irracional. El hombro de Keeton había curado rápidamente, pero si sometía la herida a demasiada presión y roce constantes, pronto empezaría a dolerle de nuevo. Mis propias heridas también habían curado, y me sentía fuerte, pero no tanto como para añadir el peso de diez kilos de rifle a mi cuello.
Pero habría rifles en el bosque. Ya me había encontrado con un trabuco. No sabía si existían o no figuras heroicas de tiempos más recientes en el bosque, ni qué tipo de armamento podían tener.
—Quizá la pistola… —dije—. Pero Harry, el hombre que buscamos es primitivo. Ha elegido la espada y la lanza, y pienso desafiarle de la misma manera.
—Lo comprendo —asintió Keeton con voz serena. Cogió la pistola y volvió a guardarla en la sobaquera.
Vaciamos su mochila y descartamos un montón de objetos que, según acordamos, no eran absolutamente necesarios. Llevábamos comida suficiente para una semana, en forma de pan, queso, fruta y carne salada. Una pequeña tienda de campaña pareció apropiada. Frascos de agua, por si sólo encontrábamos agua envenenada. Coñac, alcohol medicinal, vendas, crema antiséptica, ungüento antihongos…, todo eso lo consideramos imprescindible. Un plato para cada uno, jarras esmaltadas, cerillas y una pequeña cantidad de paja muy seca. El resto del equipaje consistía en ropa, una muda completa para cada uno. Lo más pesado era la tela impermeable que yo había conseguido en la mansión. La ropa de cuero de Keeton también era muy pesada, pero parecía adecuada por su calidez e impermeabilidad.
¡Todo eso para un viaje entre un grupo de árboles que podíamos rodear en menos de una hora! ¡Qué pronto habíamos aceptado los dos la naturaleza oculta del Bosque Ryhope!
Christian se había llevado el mapa original. Extendí la copia que había hecho de memoria, y mostré a Keeton la ruta que me proponía seguir, a lo largo del arroyo, hasta el lugar llamado las Cataratas de Piedra. Eso implicaba cruzar dos zonas, una de las cuales, si mal no recordaba, recibía el nombre de Zona del Pasaje Oscilante.
Christian nos llevaba una semana de ventaja, pero yo confiaba en que encontraríamos rastros de su paso hacia el interior.
En cuanto amaneció, cogí mi lanza con punta de piedra, y me colgué la espada celta que me había regalado Magidion. Luego, con toda ceremonia, cerré la puerta trasera de Refugio del Roble. Keeton hizo un par de chistes desganados sobre dejarle una nota al lechero, pero se calló en cuanto di la vuelta hacia el bosquecillo de robles y eché a andar. El corazón se me aceleró al recordar a los halcones que salieron de entre los árboles en llamas. Por cierto, los árboles se habían regenerado bien pronto, y volvían a tener todo su follaje veraniego. Iba a ser un día cálido y tranquilo. El bosquecillo de robles estaba antinaturalmente silencioso. Caminamos entre los delgados troncos, y salimos al campo abierto, para bajar la ladera hacia el Arroyo Arisco. Cruzamos la destartalada valla que parecía guardar el bosque fantasma del mundo mortal.
«He descubierto un cuarto camino hacia las zonas más profundas del bosque. El arroyo. Qué obvio parece ahora… ¡un camino de agua! Creo que nos servirá para llegar al mismo corazón del bosque. ¡Pero el tiempo, siempre el tiempo…!».
Keeton me ayudó a derribar la vieja puerta, allí por donde estaba clavada a un árbol. Se hallaba casi enterrada en la orilla del riachuelo, y se desprendió, dejando un rastro de hierbas, podredumbre, musgo y raíces. Más allá de la valla, el arroyo se ensanchaba, se hacía más profundo, hasta transformarse en una poza muy peligrosa, bordeada de espinos. Me descalcé, me enrollé los pantalones hacia arriba y vadeé la poza por la orilla, cautelosamente alerta contra las ramas y raíces de aquella primera zona defensiva, bastante natural. Al principio, el fondo de la poza era resbaladizo, y luego se tornó blando. El agua, helada, turbia, me azotaba las piernas. Y, en cuanto entramos en el bosque, el frío se cernió sobre nosotros. De pronto, nos sentimos separados del día luminoso del exterior.
Keeton resbaló, y le ayudé a salir del lodo que cubría la orilla. Tuvimos que abrirnos paso a la fuerza entre la maraña de espinos y fresnos, para seguir caminando por el borde del riachuelo. Aquí y allá encontramos trozos de verja, tan viejos y putrefactos que se rompían al tocarlos. Aunque había muchos pájaros en el follaje alto y oscuro que nos rodeaba, apenas se oían sus cantos al amanecer.
De pronto, al entrar en una parte más descubierta de la orilla, la penumbra se hizo algo más luminosa. Nos sentamos para secarnos los pies y ponernos las botas de nuevo.
—No ha sido tan difícil —comentó Keeton, al tiempo que se secaba la sangre de la mejilla, provocada por el arañazo de una espina.
—No hemos hecho más que empezar —dije. Se echó a reír.
—Sólo quería mantener alta la moral. —Miró a su alrededor—. Una cosa es segura:
Tu hermano y sus muchachos no pasaron por este camino.
—Pero seguro que se dirigen al río. Pronto encontraremos su rastro.
Voy a escribir este diario para dejar constancia de lo que me suceda. Hay muchos motivos. He dejado una carta explicándolos. Espero que alguien lea este diario. Me llamo Harry Keeton, vivo en el número 27 de Middleton Gardens, en Buxford. Tengo 34 años. Estamos a 7 de septiembre de 1948. Pero la fecha ya no importa. Hoy es el día uno.
Es nuestra primera noche en el bosque fantasma. Hemos caminado durante doce horas. No hay rastro de Christian, ni de los caballos, ni de Guiwenneth. Estamos en un lugar descubierto por el padre de Steven, que lo llamó Claro de la Piedra Pequeña. Llegamos al claro antes de que oscureciera por completo. Es un lugar perfecto para recuperarse del cansancio del camino, y para comer. La tal «Piedra Pequeña» es un enorme bloque de arenisca, de más de cuatro metros de altura, calculamos, —y con un perímetro de veinte pasos. Con muchas muescas, erosionada, etc. Steven ha encontrado en la roca unas marcas viejas, que incluyen las iniciales de su padre, GH. Si ésta es la Piedra Pequeña, me pregunto cómo será…
Completamente agotado. El hombro me da problemas, pero he optado por la postura heroica, y no diré nada a menos que S se dé cuenta. Puedo con la mochila, aunque con más esfuerzo físico del que creía. Hemos plantado la tienda. La noche es cálida. El bosque parece muy normal. El sonido del arroyo se oye claramente, aunque ya casi parece un río pequeño. La densidad de la maleza nos ha hecho apartarnos de la orilla. El bosque muestra ya aspectos que desafían a la lógica, como el gigantesco tamaño de algunos árboles. Parece que protegen zonas enteras de maleza. Cuando las copas de los árboles son densas y hay poca luz, los arbustos apenas crecen, y es fácil avanzar. Pero claro, está muy oscuro. De todos modos, no nos importa descansar bajo esos árboles gigantescos. Todo el bosque respira y suspira. No estamos aún en el bosque primario, ya que hay nogales, fresnos y hayas. Cien bosques en uno.
Keeton empezó a escribir su diario desde la primera noche, pero no lo mantuvo más que unos pocos días. Creo que quería conservarlo en secreto, a modo de testamento final para el mundo, en caso de que le sucediera algo. La pelea del jardín, la flecha que casi le mató, mi relato de cómo había estado a punto de perder el hígado…, todo eso le inspiró presentimientos de mal agüero, cuya profunda naturaleza no comprendí hasta mucho después.
Cada noche, mientras él dormía, echaba un vistazo a su diario, y descubrí que me alegraba aquel pequeño foco de normalidad. Por ejemplo, así supe que el hombro le causaba problemas, y evité que lo forzara demasiado. También me resultaba bastante adulador.
«Steven es un buen caminante, decidido. No sé si consciente o inconscientemente, pero su determinación le guía hacia dentro con gran precisión. Pese a la ira y el dolor que hay bajo una superficie serena, es un buen compañero».
Gracias, Harry. En aquellos primeros días del viaje, tú también fuiste un gran compañero.
El primer día había sido largo, pero conseguimos avanzar en línea recta. El segundo, no. Aunque seguíamos un «camino de agua», las defensas del bosque seguían poniéndonos muchos obstáculos.
Lo primero fue la desorientación. Descubrimos que habíamos retrocedido sobre nuestros propios pasos. A veces, el cambio en nuestra percepción era casi visible: nos sentíamos mareados; el follaje se oscurecía de manera increíble. El río sonaba a veces a nuestra izquierda, y a veces a nuestra derecha. A Keeton, le asustaba. A mí, me molestaba. Cuanto más nos acercábamos a la orilla, menos pronunciado era el efecto. Pero hasta el río se defendía de nosotros, con una muralla de espinos casi impenetrable.
De alguna manera, conseguimos atravesar la primera zona defensiva. El bosque empezó a inquietarnos. Los árboles parecían moverse. Las ramas caían hacia nosotros…, en nuestra imaginación, pero de eso sólo nos dábamos cuenta después de una reacción de sobresalto que resultaba agotadora. A veces, el terreno parecía temblar y abrirse a nuestros pies. Nos llegaba el olor a humo, a fuego, y un hedor como de putrefacción. Si nos manteníamos firmes, las ilusiones cedían.
Keeton escribió en su diario: «La misma inquietud que experimenté la otra vez. Y es igual de aterradora. Pero ¿significa eso que me estoy acercando? No debo albergar demasiadas esperanzas».
Un viento sopló frente a nosotros, y desde luego, aquella tormenta no era ninguna ilusión. Aullaba a través del bosque. Arrancaba las hojas de los árboles. Ramas, matorrales, tierra, piedras…, todo se precipitaba hacia nosotros, y no teníamos refugio, ni siquiera podíamos agarrarnos a los árboles para protegernos. El viento amenazaba con enviarnos volando por donde habíamos venido. Para escapar de aquel vendaval increíble, tuvimos que meternos entre los espinos. Tardamos un día entero en avanzar menos de un kilómetro, y, cuando por fin acampamos aquella noche, estábamos llenos de cortes y arañazos, agotados hasta lo indecible.
Por la noche, el ruido de los animales nos persiguió. La tierra vibraba, la tienda recibía violentas sacudidas, y algunas luces brillaban en la oscuridad, proyectando sombras espectrales a través de la lona. No pudimos dormir ni un minuto. Pero, al día siguiente, nos pareció haber superado las defensas. Conseguimos avanzar bastante y, eventualmente, logramos caminar junto al río con relativa facilidad.
Keeton empezó a experimentar la formación de premitagos. Durante el cuarto día, sufrió sobresaltos: se inquietaba, siseaba pidiendo silencio, se acuclillaba para escudriñar algún punto del bosque. Le expliqué cómo distinguir entre el movimiento verdadero y las alucinaciones de las formas premitago, pero no se tranquilizó cuando pasaron los terrores de los primeros días, ni siquiera mucho mas adelante. En cuanto a los auténticos mitagos, el primer día oímos el paso de uno, pero no llegamos a verlo.
¿O sí?
Habíamos llegado a un lugar que, en el plano de mi padre, recibía el nombre de las Cataratas de Piedra. Lo mencionaba varias veces. El río, nuestro pequeño Arroyo Arisco, se había ensanchado hasta alcanzar tres metros de orilla a orilla, y era un torrente de agua cristalina, azotando los delgados árboles de las orillas, más arenosas que cenagosas. Dimos con un claro abierto, estupendo para acampar… y encontramos rastros de acampadas anteriores, como cuerdas, y marcas en los árboles allí donde se habían asegurado las tiendas. Pero no había restos de hogueras y, aunque el corazón se me aceleró al pensar que estábamos sobre la pista de Christian, tuve que aceptar lo evidente: era un mitago quien había ocupado aquel lugar, mucho tiempo antes.
Algo lejos del río, el terreno formaba una pequeña pendiente hacia arriba, poblada de árboles delgados, sobre todo hayas. Surgían de una tierra llena de promontorios de rocas y piedra oscuras. El mapa indicaba la existencia de un sendero sobre aquella elevación del terreno, un atajo hacia un meandro del río, cuya orilla ostentaba el nombre de Paso peligroso.
Descansamos un rato, y luego nos apartamos del río en dirección a las hayas, subiendo la empinada ladera gracias al asidero que ofrecían los delgados troncos de los árboles. Cada montículo de piedras era como una caverna, y en muchas de ellas había rastros de vida animal.
Era difícil avanzar. El río caía en cascada lejos de nosotros. Lo perdimos de vista, incluso dejamos de escuchar su sonido. El silencio del bosque nos envolvió por completo. Keeton tenía problemas con el hombro herido, y el rostro se le había enrojecido tanto que la cicatriz de la quemadura apenas resultaba visible. Cruzamos un risco de rocas cubiertas de musgo, y volvimos a descender hacia el río, al otro lado. Parecía. —Keeton también lo señaló— una pared rocosa que se hubiera desplomado. Nos deslizamos hacia ella, bajando por la pendiente menos brusca. Keeton estaba sin aliento.
—¡Mira esto! —exclamó, pasando el dedo por un dibujo tallado profundamente en la roca.
Era la cabeza de un lobo sobre una silueta de diamante. El tiempo había difuminado los detalles más pequeños.
—¿Habrá alguien enterrado aquí?
Rodeamos la roca, todavía apoyados en ella. Miré a mi alrededor, y me di cuenta de que había al menos otras diez piedras del mismo estilo, aunque más pequeñas, alzándose entre la maleza del bosquecillo de hayas.
—Es un cementerio —murmuré.
Keeton se quedó bajo el imponente monumento, observándolo. Desde algún lugar de la ladera, nos llegó el ruido de la madera al quebrarse, y el retumbar de una roca que se desplomaba hacia el río.
Entonces, un ligero temblor sacudió el suelo. Miré hacia arriba con aprensión, preguntándome si no se estaría acercando algo. El grito de Keeton «¡Oh, Cristo!», me hizo volver la vista hacia él, y le vi correr como un loco en mi dirección. Tardé un momento en comprender lo que sucedía.
La enorme piedra se estaba moviendo, inclinándose poco a poco hacia adelante.
Keeton se apartó. El monolito se desplomó majestuosamente, y fue a caer entre dos esbeltos árboles jóvenes, para luego deslizarse ladera abajo unos cuarenta metros, dejando un gran agujero tras él.
Nos acercamos al hoyo y, cautelosamente, echamos un vistazo hacia el interior. En el fondo del agujero, apenas visible bajo la tierra removida, descubrimos los huesos de un hombre, aún dentro de la armadura. El cráneo, que parecía mirarnos, estaba abierto de un golpe. Un casco alargado, puntiagudo, de metal verdoso todavía brillante, aparecía sobre la cabeza. El guerrero tenía los brazos cruzados sobre la armadura del pecho. Pese al tiempo, el metal seguía pulido. Keeton señaló que se trataba de bronce.
Mientras estábamos allí, contemplando el cadáver con reverencia, la tierra cayó de la armadura, y el esqueleto empezó a moverse. Keeton gritó del susto, y yo sentí que cada órgano del cuerpo se me estremecía de terror. Pero sólo se trataba de una serpiente, de una víbora de brillantes colores. Salió reptando entre las costillas, y trató de subir por la tierra de la tumba.
Aquel breve movimiento nos había dejado paralizados.
—Dios Todopoderoso —fue lo único que dijo Keeton—. Vámonos de aquí —consiguió añadir.
—Sólo es un esqueleto —señalé—. No puede hacernos daño.
—Alguien lo enterró —afirmó con toda razón.
Recogimos las mochilas y seguimos deslizándonos ladera abajo, hacia la protección que ofrecían los árboles de la orilla del río. Cuando llegamos a lo que parecía un lugar seguro, me eché a reír, pero Keeton volvió la vista hacia los árboles, hacia el risco rocoso donde yacía el megalito.
Al seguir aquella mirada solemne, vi el resplandor inconfundible de la luz sobre el metal verdoso. Sólo duró un instante antes de desaparecer.
* * *
Día cinco. Quinta noche. Más frío. Estoy muy cansado, el hombro me duele mucho. Steven también cansado, pero decidido. El incidente de la piedra me asusta más de lo que quiero admitir. El guerrero nos persigue. Estoy seguro. A veces veo el brillo de su armadura. Ruido de pasos entre la maleza. Steven dice que no piense en ello. Vamos bien provistos para luchar contra perseguidores. Tiene confianza. Pero la idea de luchar contra esa cosa… ¡horrible!
Estas imágenes en la periferia de la visión me inquietan. S me lo explicó, pero yo no tenía ni idea de cuánto llegarían a distraerme. Figuras, grupos, incluso animales. A veces, los veo con mucha claridad. Visiones aterradoras. Dice que yo estoy dándoles forma, que no existen, que intente concentrarme mirando hacia adelante, al menos hasta que me acostumbre.
Anoche, los lobos nos acecharon desde el otro lado del río. Cinco. Grandes bestias, de olor rancio, demasiado confiadas. No hicieron el menor ruido. Desde luego, animales auténticos. Se alejaron en silencio hacia las afueras del bosque.
Ya llevamos cinco días caminando. Según mi recuento, un total de sesenta horas. No sé por qué, pero se me ha estropeado el reloj. Steven no ha traído. Pero sesenta horas es una cifra aproximada, y eso quiere decir ciento veinte o ciento treinta kilómetros. Por lo menos. Aún no hemos llegado al lugar de las fotografías, al lugar de las figuras y los edificios. Examinamos las fotos a la luz de la antorcha. Ya podríamos haber atravesado el bosque veinte veces, y no hemos hecho más que empezar.
Tengo miedo. Pero, desde luego, éste es un bosque fantasma. Y si todo lo que me cuenta S es cierto, el avatar y la ciudad también estarán aquí, y el daño es reparable. ¡Dios, ayúdame, guíame!
«El avatar y la ciudad estarán aquí…».
«El daño es reparable…».
Releí las palabras en silencio, mientras Keeton dormía, muy cerca. El fuego era escaso, apenas una llama parpadeante, y le añadí dos troncos más. La noche se llenó de chispas. En la oscuridad que nos rodeaba había un sonido claro, exasperante, continuo, que destacaba sobre el ruido constante del Arroyo Arisco.
«El avatar y la ciudad estarán aquí…».
Contemplé la forma tendida de Keeton, y luego, muy despacio volví a poner la libreta de notas en el bolsillo de su mochila.
Así que la relación de Keeton con el Bosque Ryhope —el bosque fantasma, como él lo llamaba— iba más allá de la oscuridad. Así que no venía como simple acompañante. No era la primera vez que entraba en un bosque como éste, y algo le había sucedido, algo más de lo que quería explicarme.
¿Habría encontrado una forma mitago en su bosque? ¿Un avatar, la encarnación terrestre de un dios? ¿Y a qué daño se refería? ¿A su quemadura?
¡Cuánto me habría gustado comentar el tema con él! Pero no podía demostrar que había leído su diario, y él sólo había mencionado muy brevemente el bosque fantasma de Francia. Esperaba que, con el tiempo, me confiara su secreto, ya fuera un secreto de miedo, de culpabilidad o de venganza.
Levantamos el campamento una hora antes del amanecer, después de que nos molestaran unos animales salvajes, seguramente lobos. Viendo nuestro mapa, era increíble todo lo que no habíamos avanzado, lo cerca que estábamos del lindero del bosque. Habíamos caminado tantos días… y, aun así, el viaje no había hecho más que empezar. El cambio de la relación espaciotiempo resultaba muy difícil de aceptar para Keeton. Por mi parte, me preguntaba qué nos haría el corazón del bosque.
Porque aún no estábamos en el corazón del bosque. El cementerio, según señaló Keeton, había sido un antiguo soto. El Bosque Ryhope lo absorbió en algún momento, pero todavía quedaban abundantes muestras de presencia humana. Keeton me mostró lo que quería decir: un enorme roble junto al que pasamos había alcanzado su majestuosa altura sin ser molestado por el hombre, pero junto a él crecía un haya que alguien había podado a tres metros por encima del suelo, siglos antes. Como resultado, los brotes jóvenes que crecían del tronco se habían espesado hasta dotar al árbol de miembros inmensos como troncos, que se alzaban hacia el cielo e impedían que la luz llegara a la maleza.
Pero ¿quién había podado el árbol? ¿Hombre o mitago? Pasamos por zonas donde seguramente habitarían seres del bosque tan extraños como el Brezo, o Arturo. Y también pueblos, según el diario de mi padre: los shamiga, bandas de forajidos, grupos de gitanos, y todos los pueblos míticos asociados, ya fuera en los temores o en la magia, con los bosques densos.
Y quizá también estuviéramos atravesando la zona del génesis de Guiwenneth.
¿Cuántas Guiwenneth mech Penn Evs habría allí?
Guiwenneth, hija del jefe. ¿Cuántas vagaban por aquel bosque en expansión? Era un mundo de tierra y mente, un reino al margen de las leyes espaciotemporales de la realidad, un mundo gigantesco, con lugar de sobra para miles de chicas como ella, cada una producto de la mente humana, extraídas de los pueblos y ciudades cercanas a la hacienda donde crecía el Bosque Ryhope.
¡Cómo la echaba de menos! ¡Qué razón tenía Keeton al hablar de la ira que palpitaba en mí! Había momentos en los que me veía dominado por una rabia incontrolable, y, entonces, a duras penas soportaba estar con el piloto. Me adentraba en los arbustos, golpeaba todo lo que veía, temblando de rabia ante lo que nos había hecho mi hermano.
Ya habían pasado días y días desde el ataque, y nos llevaba muchos kilómetros de ventaja. ¡No debería haberme retrasado! Ahora tenía tan pocas probabilidades de encontrarla… El bosque era gigantesco, interminable.
Los momentos de desesperación pasaban. Y el sexto día de viaje encontré rastros de Christian en una forma que no esperaba, con unas pruebas que demostraban, más allá de toda duda, que no nos llevaba tanto terreno de ventaja.
* * *
Llevábamos casi una hora avanzando por un sendero de ciervos, junto a la orilla del río. La alfombra de hierba y maleza era espesa, y las huellas de venado joven resultaban tan evidentes sobre el terreno de lodo blando, que hasta un niño habría seguido el rastro sin problemas. Los árboles crecían cada vez más cerca del agua. Sus ramas exteriores casi se cerraban sobre el río, formando un túnel silencioso, escalofriante. La luz apenas conseguía filtrarse entre el follaje, para formar un mundo de penumbra por el cual seguíamos a nuestra presa.
El animal era más pequeño de lo que suponíamos. Estaba erguido, orgulloso y alerta, cerca de un matorral, donde la orilla del río era ancha y arenosa. Keeton apenas consiguió ver al animal: estaba perfectamente camuflado contra la corteza oscura del árbol ante el cual se alzaba. Yo me aproximé cautelosamente, a cubierto, con la pistola de Keeton. Tenía demasiadas ganas de comer carne fresca como para preocuparme por lo ignominioso de aquella matanza. Sólo tuve que disparar una vez, apuntando un poco por encima del ano del animal. Las astillas de huesos perforaron la piel a lo largo de sesenta centímetros, siguiendo la dirección de la columna vertebral. El venado no podía correr, y caí sobre él, terminando rápidamente con su agonía. Tras desollarlo como me había enseñado Guiwenneth, tiré un buen trozo a Keeton y, con una sonrisa, le dije que encendiera un buen fuego. Keeton estaba pálido, asqueado. Retrocedió para apartarse del trozo de carne sanguinolenta, y me miró, sobresaltado.
—No es la primera vez que haces esto.
—Por supuesto. Por el momento, estaremos bien alimentados. Guarda unos kilos de carne asada para mañana. Nos llevaremos toda la que seamos capaces de transportar.
—¿Y el resto?
—La dejaremos aquí. Servirá para que los lobos dejen de seguirnos un buen trecho.
—¿Tú crees? —murmuró.
Rápidamente, recogió la carne de ciervo y empezó a limpiarla de polvo y hojas.
Mientras Keeton reunía leña para el fuego, le oí lanzar una exclamación de terror, antes de llamarme: estaba de pie, cerca del matorral, contemplando el terreno abierto. Me dirigí hacia él, otra vez consciente de un olor que, debo confesarlo, ya había percibido mientras acechaba al ciervo: el olor de la putrefacción de un animal grande.
Los macabros objetos de nuestra atención eran humanos. Dos para ser exactos. Keeton se atragantó, y tuvo que cerrar los ojos.
—Mira al hombre —dijo.
Me adelanté un paso y vi lo que quería decir. El cadáver tenía el esternón roto y abierto, una herida similar a la que el fenlander intentó infligir a Keeton para arrancarle el hígado de su cuerpo inerte.
—Es Christian —dije—. Él los mató.
—Llevan dos o tres días muertos —señaló Keeton—. He visto cadáveres en Francia. Aún no están rígidos, ¿ves? —Se inclinó, sin dejar de negar con la cabeza—. Pero empiezan a apestar. Maldita sea. Ella era tan joven…, mírala…
Aparté la maleza que rodeaba los cuerpos. Desde luego, ambos eran jóvenes. Imaginé que amantes, ambos semidesnudos, aunque la chica llevaba un collar de huesos al cuello, y el chico, tiras de cuero en las pantorrillas, como si le hubieran arrancado las sandalias. Ella tenía los puños apretados. Conseguí abrirle los dedos con bastante facilidad. Tenía en cada mano una pluma de perdiz, y recordé la capa de Christian, adornada con un ribete de plumas como aquéllas.
—Deberíamos enterrarlos —dijo Keeton.
Advertí que el piloto tenía los ojos llenos de lágrimas, y la nariz húmeda. Se agachó para poner la mano del muchacho sobre la de su amada, y luego se dio la vuelta, supongo que para buscar un buen lugar para la tumba.
—Problemas —susurró.
Yo también me di la vuelta. Me recorrió un escalofrío al ver el anillo de hombres furiosos que nos rodeaban. Todos menos uno —más viejo que los otros, y de porte más autoritario— tenían los arcos tensados, con flechas que nos apuntaban a Keeton y a mí. Uno de los hombres temblaba, y su flecha vibraba, apuntándome al pecho y a la cara alternativamente. El rostro de este hombre estaba surcado por las lágrimas, que trazaban un largo surco sobre la pintura gris con que se cubría la cara.
—Va a disparar —siseó Keeton.
Y, antes de que pudiera responder «Ya lo sé», aquel hombre tan evidentemente desesperado, soltó la flecha. Al mismo tiempo, el anciano, que estaba junto a él, esgrimió su cayado y le desvió el arco. La flecha sólo fue una ráfaga de viento y un zumbido en el aire; pasó entre Keeton y yo, y fue a clavarse en un árbol del bosque.
El círculo siguió cerrado, y las flechas no dejaron de apuntarnos. El hombre lloroso se quedó allí de pie, con la cabeza baja, furioso, y el arco colgando inerte de una mano. El jefe se adelantó hacia nosotros y nos miró a los ojos, sin dejar de advertir mi lanza con punta de piedra. Despedía, cosa extraña, un olor dulce, como el de las manzanas, como si se hubiera embardunado el cuerpo con su zumo. Tenía el pelo peinado en cinco trenzas, atadas con cintas azules y rojas.
Miró los cuerpos de los jóvenes, y gritó algo a los hombres que le rodeaban. Todos bajaron los arcos y guardaron las flechas. Había advertido que llevaban varios días muertos…, pero, para asegurarse, pasó un dedo por la punta de mi lanza y sonrió ligeramente. Luego examinó mi espada, que sí le impresionó, y los cuchillos de Keeton, que le sorprendieron.
Llevaron los dos cadáveres junto a la orilla del río, y los ataron con cordeles. Fabricaron dos burdas parihuelas y, con toda reverencia, colocaron los cadáveres sobre ellas. El jefe del grupo se acuclilló junto a la chica, mirándole el rostro.
—Uth guerig… —le oí murmurar—. Uth guerig… El hombre que fuera padre de la chica —o del chico, era difícil deducirlo— volvía a llorar en silencio.
—Uth guerig —dije en voz alta.
El hombre de más edad alzó la vista para mirarme. Tomó la pluma de perdiz que la chica tenía en la mano, y la aplastó con el puño.
—¡Uth guerig! —dijo, furioso.
Así que conocían a Christian. Era Uth guerig, significaran lo que significasen aquellas palabras.
Asesino. Violador. Hombre despiadado.
«¡Uth guerig!». No me atreví a decirles que era hermano de aquel monstruo.
El ciervo causó un pequeño problema. Después de todo, nos pertenecía. Los hombres llevaron las parihuelas junto al animal, y mientras la mayoría se quedaba atrás, otros nos indicaban sonrientes que debíamos llevarnos la carne. Hicieron falta pocos gestos para indicarles que la aceptaran como regalo nuestro. Apenas me dio tiempo a sonreír y a sacudir la cabeza, cuando media docena de hombres se lanzaron sobre la carcasa y se echaron grandes trozos de ciervo al hombro. Luego se encaminaron rápidamente por la orilla del río, hacia su poblado.