17
Narradora de la vida
Sexta noche. Estamos con un pueblo que vigila el paso del río. Según Steven, que los conoce por las anotaciones de su padre, son los shamiga. Un entierro extrañamente conmovedor para los dos jóvenes que encontramos. También con un profundo contenido sexual. Los enterraron al otro lado del río, en el bosque, junto a otras muchas tumbas marcadas por montículos de arena sobre el terreno. Pintaron a los dos con dibujos blancos, espirales, círculos y cruces, los de ella diferentes de los de él. Enterrados en la misma tumba, estirados y con los brazos cruzados sobre el pecho. Ataron una ramita al sexo del muchacho, y luego la tensaron con un cordel que después le anudaron al cuello para simular la erección. El sexo de la chica se mantenía abierto mediante una piedra pintada. Steven cree que es para que tengan una vida sexual activa en el otro mundo. Sobre la tumba alzaron un montículo de tierra.
Los shamiga son mitagos, un grupo legendario, una tribu surgida de las leyendas. Apenas me cabe en la cabeza. Es aún más extraño que estar con Guiwenneth. Son el pueblo legendario que vigila —y, tras su muerte, hechiza— las orillas del río. Según la leyenda, cuando sube el nivel del agua, se transforman en piedras ambulantes. Hay varias fábulas relativas a los shamiga. En nuestro tiempo se han olvidado, pero Steven conoce un fragmento, la historia de una chica que entró en el agua, se sumergió para ayudar a un jefe que quería cruzar el río, y luego sirvió para construir el muro de un fuerte de piedra.
Parece que los shamiga no son especialistas en finales felices. Esto nos resultó evidente cuando conocimos a la «narradora de la vida». Una chica muy joven, adolescente, desnuda, pintada de verde. Alarmante. Algo le pasó a Steven, y pareció entenderla perfectamente.
Al anochecer, después del entierro, los shamiga organizaron un festín con nuestro venado. Encendieron una gran hoguera, y situaron un cerco de antorchas en torno a nosotros, a unos seis metros. Allí se reunieron los shamiga, más hombres que mujeres. Sólo vi a cuatro niños. Todos llevaban túnicas o camisas de colores brillantes y capas que les llegaban a la cintura. Sus chozas —un poco apartadas del río, sobre un terreno que ellos mismos habían despejado— eran de factura grosera, cuadradas, con tejados de paja y sencillas estructuras de madera para mantenerlas en pie. Por los agujeros donde enterraban los desperdicios, por los restos de edificios viejos y por el mismo cementerio, pudimos deducir que el poblado llevaba varias generaciones en aquel emplazamiento.
El venado, asado al fuego y condimentado con hierbas y jugo de fresones, estaba delicioso. La educación nos impuso utilizar unas ramitas afiladas y divididas para convertirlas en tenedores. De todas maneras, era permisible usar los dedos para arrancar la carne de los huesos.
Cuando terminó el festín, todavía quedaba bastante luz. Descubrí que el hombre lloroso había sido el padre de la chica. El muchacho era inshan, o sea, de otro lugar. La burda comunicación basada en los gestos, duró un rato más. No se sospechaba que fuéramos malignos. Cualquier referencia a Uth guerig se zanjaba groseramente con un encogimiento de hombros. Traducción: no era asunto nuestro. Las preguntas sobre nuestro origen provocaban respuestas que asombraban a los adultos allí reunidos y, tras un rato, empezaron a sospechar de nosotros.
Entonces se produjo un cambio entre nuestros anfitriones: un siseo de anticipación, una especie de emoción contenida. Aquellos del clan que no nos miraban a Keeton y a mí con una especie de curiosidad amistosa empezaron a escudriñar los alrededores, más allá de las antorchas, examinando el crepúsculo, el bosque, el río tranquilo. En algún lugar resonó el canto de un pájaro extraño, y toda la tribu gritó de emoción. El más anciano del poblado, que se llamaba Durium, se inclinó hacia mí.
—¡Kushar! —susurró.
Antes de que me diera cuenta, la chica estaba con nosotros, pasando entre los shamiga. Era una silueta oscura, esbelta, destacada contra la luz de las antorchas en llamas. Tocó a cada adulto en los oídos, ojos y boca, y a algunos les entregó una ramita retorcida. La mayoría la conservaron con gesto reverente, aunque dos o tres shamiga cavaron pequeños agujeros en el suelo, y enterraron la ofrenda a sus pies.
Kushar se dejó caer en cuclillas delante de Keeton y de mí, y nos examinó con atención. Estaba cubierta de pintura verde, aunque lucía círculos de ocre blanco y negro en torno a los ojos. Hasta sus dientes estaban pintados de verde. Tenía el pelo largo, oscuro, peinado muy liso. Sus senos eran diminutos; sus miembros, delgados. No tenía vello en el cuerpo. Me pareció que no tendría más de diez o doce años, ¡pero qué difícil resultaba calcularlo!
Nos habló, y le respondimos en su idioma. Sus ojos oscuros brillaban a la luz de las antorchas, se concentraban más en mí que en Keeton, y fue a mí a quien me dio la ramita. Besé la madera, y ella dejó escapar una breve carcajada. Cerró su pequeña mano en torno a la mía, y me la apretó suavemente.
Alguien acercó dos antorchas y las situó a ambos lados de la chica. Ella se sentó sobre sus talones, en una postura cómoda y, frente a mí, comenzó a hablar. Todos los shamiga se volvieron hacia nosotros. La chica —¿se llamaba Kushar? ¿O kushar era la palabra para designar lo que hacía?— cerró lo ojos, y habló en un tono que me pareció más agudo de lo normal, algo forzado.
Las palabras fluyeron en su idioma, elocuentes, sibilantes, incomprensibles. Keeton me miró, incómodo, y me encogí de hombros. Transcurrió cerca de un minuto.
—No sé cómo, pero mi padre consiguió entender algo… —le susurré.
No dije nada más, porque Durium me miró con el ceño fruncido, y se inclinó hacia mí con el brazo estirado en un gesto furioso que, sin lugar a dudas, quería indicar silencio.
Kushar siguió hablando, con los ojos cerrados, inconsciente de los gestos que tenían lugar a su alrededor. Yo percibía cada vez con más claridad los sonidos del río, de las antorchas, del crepitar del bosque. Así que, cuando la chica exclamó por dos veces «¡Uth guerig! ¡Uth guerig!», casi pegué un salto.
—¡Uth guerig, sí! —dije en voz alta—. ¡Háblame de él!
La chica abrió los ojos y dejó de hablar. Su rostro reflejaba la sorpresa. A mi alrededor, el resto de los shamiga no estaban menos sorprendidos. Parecían disgustados, inquietos. Durium expresó su irritación con voz bien clara.
—Lo siento —dije en voz baja.
Miré al anciano, y otra vez a la chica.
«… cuenta las historias con los ojos cerrados, para que las sonrisas o gestos desaprobadores de los que escuchan no le hagan “cambiar de forma” a los personajes de la historia».
Las palabras de la carta que mi padre escribiera a Wynne-Jones eran como fragmentos de culpabilidad clavados en mi mente. Me pregunté si no habría cambiado algo vital, si los personajes de la historia volverían a ser los mismos.
Kushar siguió mirándome. El labio inferior le temblaba ligeramente. Por un momento, pensé que los ojos se le iban a llenar de lágrimas, pero pronto se le aclararon de nuevo, y la humedad en sus pestañas desapareció. Keeton, obediente, siguió en silencio, con la mano apoyada en el bolsillo donde llevaba la pistola.
—Ahora te reconozco —dijo Kushar.
Durante un segundo, estuve demasiado sorprendido como para reaccionar.
—Lo siento —repetí.
—Yo también —respondió—, pero no ha sucedido nada irreparable. La historia no ha cambiado. No te reconocí.
—Me parece que no lo entiendo… —empecé. Keeton nos miraba a los dos con gesto extraño.
—¿Qué es lo que no entiendes? —preguntó.
—Lo que quiere decir. Frunció el ceño.
—¿Comprendes sus palabras? Le dirigí una mirada.
—¿Tú no?
—No conozco el idioma.
Los shamiga empezaron a chistar, indicando que querían silencio, que deseaban que la historia continuase.
Para Keeton, la chica seguía hablando en un idioma de dos mil años antes de Cristo. Pero, ahora, yo lo comprendía. De alguna manera, había entrado en la consciencia de aquella joven narradora de la vida. ¿Se refería a eso mi padre, al hablar de una chica con «evidentes poderes psíquicos»? De cualquier manera, lo sorprendente de nuestra comunicación me impidió seguir pensando en lo que había sucedido. Entonces, sentado junto al río, escuchando aquella voz susurrante del pasado, no podía saber el cambio devastador que acababa de tener lugar en mí.
—Soy la narradora de la vida de este pueblo —dijo, otra vez con los ojos cerrados—. Escuchad sin hablar. Nadie debe cambiar la vida.
—Háblame de Uth guerig —pedí.
—La vida del Extranjero ha desaparecido por el momento. Sólo puedo narrar la vida que veo. ¡Escucha!
Ante aquella orden imperiosa, me quedé en silencio…
¡Extranjero! ¡Christian era el Extranjero!
… y escuché la secuencia de historias que fue relatando la narradora de la vida. Recuerdo con claridad la primera historia. Las otras se me han olvidado, porque significaban poco para mí, y eran extrañas. La última historia me afectó profundamente, porque hablaba de Christian y de Guiwenneth. Esta fue la primera historia de Kushar:
«En aquel lejano día, durante la vida de su pueblo, el jefe Parthorlas tomó la cabeza de su hermano, Diermadas, y corrió de vuelta a su fuerte de piedra. La persecución fue terrible. Cuarenta hombres con lanzas, cuarenta hombres con espadas, cuarenta perros tan grandes como ciervos, pero Parthorlas corrió más que todos ellos, con la cabeza de su hermano en la palma de la mano izquierda.
»En aquel día, el río había inundado las orillas y los shamiga estaban de caza, todos menos la chica Swithoran, cuyo amante era el hijo de Diermadas, conocido como Kimuth, el que Habla con los Halcones. La chica Swithoran entró en el agua y agachó la cabeza, para ayudar a Parthorlas a pasar. Era una piedra tan suave como todas las demás, con una superficie blanca y pura que se alzaba sobre el agua. Parthorlas pasó sobre ella y saltó hacia la otra orilla, pero luego retrocedió y recogió la piedra del río.
»La transportó en la mano derecha. Su fuerte era de piedra, y había un agujero en el muro sur. Y, desde aquel día. Swithoran pasó a ser parte del fuerte, en aquel agujero, para detener el viento invernal.
»Kimuth, el que Habla con los Halcones, convocó a los clanes de su tuad, que es lo mismo que decir las tierras que dominaba, y les obligó a jurarle lealtad, ahora que Diermadas estaba muerto. Así lo hicieron, tras un mes de negociaciones. Entonces, Kimuth, el que Habla con los Halcones, les guió para lanzar un ataque contra el fuerte de piedra.
»Y eso hicieron durante siete años.
»El primer año, Parthorlas solo, disparó flechas contra las huestes de la llanura, bajo el fuerte. El segundo año, Parthorlas tiró lanzas de metal contra las huestes. El tercer año, hizo cuchillos con la madera de los carros, y así siguió hostigando a las huestes furiosas. El cuarto año, liberó al ganado y a los cerdos salvajes que tenían en el fuerte, quedándose sólo con los necesarios para sustentarse él y su familia. El quinto año, sin armas, con poca comida y menos agua, lanzó a su esposa e hijas contra el ejército de la llanura, y con esto los dispersó durante más de seis estaciones. Luego lanzó a sus propios hijos, pero el que Habla con los Halcones se los devolvió, y esto asustó a Parthorlas más que nada, porque sus hijos volvieron como gallinas sumisas y encorvadas. El séptimo año, Parthorlas empezó a lanzar piedras desde las piedras de su fuerte. Cada piedra era tan pesada como diez hombres, pero Parthorlas las lanzaba hasta el horizonte. Empezó a lanzar las últimas rocas, las que le protegían del viento invernal. No reconoció la suave piedra blanca que recogiera en el río, y la lanzó contra el jefe guerrero Kimuth, el que Habla con los Halcones, y le mató.
»Swithoran quedó libre de su forma de piedra, y lloró por el guerrero muerto. “Mil hombres han muerto por culpa de un agujero en un muro —dijo—. Ahora yo tengo un agujero en el pecho. ¿Morirán un millar más por eso?”. Los jefes de los clanes discutieron el asunto, y luego volvieron al río, porque era la temporada en que los grandes peces suben desde el mar. Aquel lugar del valle pasó a llamarse Issaga ukirik, que significa “donde la chica del río detuvo la guerra”».
Mientras contaba la historia, los shamiga hacían comentarios y reían, bebiendo cada frase, cada imagen. A mí la historia no me pareció nada divertida. ¿Por qué se reían más con la descripción de la persecución (ochenta hombres y cuarenta perros) y con el fuerte de piedra, que con la imagen de Parthorlas lanzando a su esposa e hijos como si fueran armas? (Y, ya puestos, ¿ellos sí tenían derecho a reírse? ¡Evidentemente, Kushar era consciente de esa reacción!).
Luego vinieron otras historias. Keeton, que sólo oía el sonido fluido de un idioma extranjero, parecía sombrío, pero resignado, paciente. Los otros relatos eran inconsecuentes, y ya he olvidado la mayor parte.
Tras una hora de hablar sin pausa, Kushar contó una historia sobre el Extranjero, y yo tomé rápidas notas al tiempo que buscaba pistas, sin saber que la misma historia contenía las semillas del conflicto definitivo, que aún estaba tan lejos en el tiempo y en el bosque.
«En aquel lejano día, durante la vida de este pueblo, el Extranjero se acercó a la colina desnuda, tras las piedras del anillo que rodea el lugar mágico llamado Veruambas. El Extranjero clavó su lanza en la tierra, y se sentó junto a ella, para contemplar durante muchas horas las piedras. La gente se reunió fuera del gran círculo, y luego todos entraron en la fosa que lo rodeaba. El círculo tenía cuatrocientos pasos de diámetro, y la fosa, una profundidad igual a la altura de cinco hombres. Todas las piedras eran animales que una vez fueron hombres, y junto a cada una había una piedra que hablaba, para transmitirles las plegarias de los sacerdotes.
»El más joven de los tres hijos del jefe Aubriagas fue enviado colina arriba, para estudiar al Extranjero. Volvió jadeante, sangrando por una herida del cuello. Dijo que el Extranjero era como una bestia, vestido con polainas y chaqueta de piel de oso. Un gran cráneo de oso le servía de casco, y sus botas eran de madera de fresno y cuero.
»El segundo hijo de Aubriagas fue enviado colina arriba. Volvió con la cara y los hombros llenos de golpes. Dijo que el Extranjero llevaba cuarenta lanzas y siete escudos. De su cinturón colgaban las cabezas cortadas de cinco grandes guerreros, todos ellos jefes, todos ellos sin ojos. Tras la colina, fuera de la vista, tenía un campamento con veinte guerreros, todos ellos temerosos de su jefe.
»Entonces, el mayor de los hermanos fue enviado a estudiar al Extranjero. Volvió con su propia cabeza en las manos. La cabeza habló brevemente antes de que el Extranjero, en la colina, hiciera sonar el más pesado de sus escudos.
»Esto es lo que dijo la cabeza:
»—No es de los nuestros, no es de nuestra sangre, no es de nuestra raza, no es de nuestra tierra, no es de esta estación, no es de ninguna estación en la que haya vivido nuestra tribu. Sus palabras no son nuestras palabras. Su metal viene de un lugar profundo de la tierra, de un lugar más profundo que aquel donde habitan los fantasmas. Sus animales son bestias de lugares oscuros. Sus palabras tienen el sonido de un hombre agonizante, pero no significan nada. Su compasión no se puede ver. Para él, el amor no tiene sentido. Para él, el dolor es risa. Para él, los grandes clanes de nuestro pueblo son ganado, algo útil de lo que alimentarse. Ha venido a destruirnos, porque destruye todo lo que no es como él. Es el vendaval violento del tiempo, y tenemos que resistir o caer contra él, porque nunca podremos ser una sola tribu con él. Es el Extranjero. El que puede matarle está muy lejos. Se ha comido cuatro colinas, se ha bebido cuatro ríos, y ha dormido durante un año en el valle cercano a la estrella más lejana. Ahora necesita cien mujeres y cuatrocientas cabezas, y luego se marchará de estas tierras, hacia su propio reino.
»El Extranjero hizo sonar su escudo más pesado, y la cabeza del hermano mayor dejó escapar un grito, y dirigió una última mirada hacia la que amaba. Luego apareció un perro salvaje, y la cabeza fue atada a su lomo. Fue enviada al Extranjero, que le sacó los ojos y se ató el cráneo al cinturón.
»Durante diez días y diez noches, el Extranjero caminó alrededor de las piedras, siempre fuera del alcance de las flechas. Los diez mejores guerreros fueron enviados para hablar con él, y todos volvieron con las cabezas en las manos, llorando, para decir adiós a sus esposas e hijos. Y los perros salvajes fueron enviados desde la colina, para llevar al Extranjero sus trofeos de combate.
»Las rocas lobo del gran círculo estaban manchadas con sangre de lobo, y las piedras que hablaban susurraban los nombres de Gulgaroth y Otgarog, los grandes dioses Lobo de los tiempos del bosque salvaje.
»Las rocas ciervo estaban pintadas con dibujos de venados, y las piedras que hablaban clamaban por Munnos y Clumug, los venados que caminan con corazones de hombres.
»Y en la gran roca jabalí estaba el esqueleto del jabalí que había matado a diez hombres, y la sangre de su corazón manchaba la tierra. La piedra de esta roca, que era la más antigua y la más sabia de las que hablaban, suplicaba a Urshacam que apareciera para destruir al Extranjero.
»Al amanecer del undécimo día, los huesos de los viajeros que guardaban las puertas, se levantaron y corrieron gritando hacia los bosques. Eran ocho, blancos como fantasmas, y todavía llevaban los adornos rituales de sus sacrificios. Los fantasmas de estos viajeros volaron en forma de cuervos negros, y así el círculo de rocas perdió a sus vigilantes.
»Y de la roca lobo llegó el gran espíritu de los lobos, grandes formas grises y fieras, que saltaron sobre las hogueras y cruzaron la gran zanja. Les seguían las bestias con cuernos, los ciervos que corrían con largas patas. También ellos saltaron sobre el humo, y sus gritos estremecían los corazones. Eran formas oscuras en la niebla de aquella mañana fría. Pero no podían matar al Extranjero, y huyeron de vuelta a sus cavernas fantasmales en la tierra.
»Por último, el espíritu del jabalí surgió de los poros de la roca, y gruñó, olfateando el aire de la mañana, saltando sobre el rocío fresco que se había formado en la hierba, alrededor de la roca. El jabalí era tan alto como dos hombres. Sus colmillos eran tan agudos como el puñal de un jefe, y tan largos como los brazos de un guerrero fornido. Se quedó mirando, mientras el Extranjero corría por el círculo, con las lanzas y los escudos en las manos, como si no pesaran nada. Luego, el espíritu del jabalí corrió hacia el norte del círculo.
»En aquel amanecer, en medio de la niebla, el Extranjero gritó por primera vez, y aunque no huyó, quedó claro que el espíritu del Urshucam le aterrorizaba. Usando amatistas como ojos, envió la cabeza del hijo mayor de Aubriagas de vuelta a donde las tribus aguardaban en sus tiendas ocultas, para decirles que sólo quería su lanza más fuerte, su buey más sabroso, recién matado, su tinaja de vino más viejo, y su hija más bella. Luego, se iría.
»Todas estas cosas le fueron enviadas, pero la hija —más bella, según se decía, que la legendaria Swithoran— volvió, porque el Extranjero la rechazó por su fealdad. La chica no lo lamentó en absoluto. Otras le fueron enviadas, pero aunque eran hermosas en su estilo, el Extranjero las rechazó a todas.
»Por fin, el joven guerreroshamás Ebbrega reunió ramitas de roble, saúco y espino, y con ellas dio forma a los huesos de una joven. Creó la carne con hojas caídas y barro de las pocilgas, y excrementos de liebres y ovejas. Todo esto lo recubrió con flores aromáticas, recogidas en los claros del bosque, flores azules, rosas y blancas, los colores de la auténtica belleza. Le dio vida con amor, y cuando la chica se sentó frente a él, desnuda y fresca, la vistió con una hermosa túnica blanca y le trenzó el pelo. Aubriagas y los demás ancianos la vieron, y no pudieron hablar. Era lo más bello que habían visto en sus vidas, y les paralizó las lenguas. Cuando ella gritó, Ebbrega vio lo que había hecho con su magia, y quiso conservarla para él, pero el jefe le detuvo, y la chica le fue arrebatada. Se la llamó Muarthan, que quiere decir “la hermosa nacida del terror”. Muarthan fue a donde estaba el Extranjero, y le entregó una hoja de roble forjada en fino bronce. El Extranjero perdió la cabeza y la amó. Lo que les sucedió después no afecta a la vida de este pueblo, excepto para decir que Ebbrega nunca dejó de buscar a la niña que había creado, y que todavía la busca».
Kushar terminó de contar la historia, y abrió los ojos. Me dedicó una leve sonrisa y se sentó en una postura más cómoda. Keeton parecía hastiado. Tenía la barbilla apoyada sobre las rodillas, y su mirada aburrida se perdía en la distancia. Cuando la chica dejó de hablar, se volvió hacia mí y me miró.
—¿Ya ha terminado?
—Tengo que escribirlo —dije.
Sólo había conseguido tomar notas del primer tercio de la historia. Luego, las imágenes me absorbieron por completo: lo que narraba Kushar era demasiado fascinante. Keeton advirtió la emoción que me impregnaba la voz, y hasta la chica me miró, asombrada. Ella también se daba cuenta de que la historia me había afectado profundamente. A nuestro alrededor, los shamiga empezaban a alejarse de las antorchas. Para ellos, la velada había terminado. Pero yo sólo estaba empezando a comprender, y traté de mantener a Kushar junto a nosotros.
Así que Christian era el Extranjero. El extraño tan fuerte que nadie puede derrotarlo, el ser demasiado diferente, demasiado poderoso. El Extranjero debía de ser una imagen aterradora para muchos pueblos. Había una diferencia entre extraños y Extranjeros. Los extraños, viajeros de otros pueblos, necesitaban la ayuda de las tribus. Se les podía auxiliar o sacrificar, a voluntad. Desde luego, en la última historia de Kushar se hablaba de los huesos de viajeros que vigilaban las puertas del gran círculo, que debía de ser Avebury, en Wiltshire.
Pero el Extranjero era diferente. Si resultaba aterrador, era por ser irreconocible, incomprensible. Utilizaba armas desconocidas. Hablaba un idioma completamente distinto. Su comportamiento no concordaba con nada conocido. Su actitud ante el amor y el honor no se parecía en nada a la de los pueblos que atravesaba. Era esa diferencia la que le hacía tan destructivo y despiadado a los ojos de la tribu. Y, evidentemente, Christian se había convertido en un ser destructivo y despiadado.
Se había llevado a Guiwenneth porque ése era el objetivo de su vida. Ya no la amaba, ya no estaba sometido al efecto de la chica, pero se la había llevado.
¿Cuáles fueron sus palabras? «Me importa tenerla. He cazado demasiado lejos, durante demasiado tiempo, como para preocuparme de los mejores aspectos del amor».
La historia que había relatado Kushar era fascinante, sobre todo por la cantidad de detalles que me resultaban familiares: la chica nacida en el bosque, la naturaleza enviada a someter a lo antinatural, el símbolo de la hoja de roble, el talismán que yo llevaba, el creador de la chica que se negaba a desprenderse de ella… y la única cosa que aterrorizaba al Extranjero, el espíritu del jabalí, Urshacam: ¡El Urscumug! Y su voluntad de aceptar un tributo de ganado, vino y mujeres, para luego volver a su propio reino, como hacía Christian ahora: encaminarse al corazón del Bosque Ryhope.
Me pregunté cómo seguiría la historia. Quizá nunca lo sabría. La niña, la narradora de la vida, sólo parecía conocer los recuerdos populares de su propia tribu. Eran sucesos e historias que se transmitían mediante tradición oral, quizá cambiando cada vez que se narraban, y de ahí la extraña regla del silencio durante el relato. Se debía al temor de que la verdad huyera por culpa de la respuesta de los oyentes.
Desde luego, la historia había perdido ya buena parte de precisión: cabezas parlantes, chicas hechas de flores silvestres y de excrementos…, quizá lo que había sucedido era que una banda de guerreros, procedentes de otra cultura, había amenazado al pueblo de Avebury. Quizá la tribu consiguió aplacarlos con ganado, vino y el matrimonio con la hija de algún jefe menor. Pero el mito del Extranjero seguía siendo aterrador, y el terror hacia lo desconocido estaba cada vez más arraigado.
—Estoy persiguiendo a Uth guerig —dije. Kushar se encogió de hombros.
—Claro. Será una persecución larga y difícil.
—¿Cuánto tiempo hace que mató a la chica?
—Dos días. Pero quizá no lo hizo el Extranjero en persona. Sus guerreros le guardan la retirada por el bosque, hacia Lavondyss. Puede que Uth guerig te lleve más de una semana de ventaja.
—¿Qué es Lavondyss?
—El reino más allá del fuego. El lugar donde los espíritus de los hombres no están atados al tiempo.
—¿Conocen los shamiga a la bestia jabalí, al Urscumug? Kushar se estremeció, y se rodeó el cuerpo con los delgados brazos.
—La bestia está cerca. Hace dos días fue oída en la hoya del venado, cerca del río.
¡El Urscumug había estado en aquella zona dos días antes! Casi con toda seguridad, eso significaba que Christian no andaba muy lejos. Fuera donde fuese, hiciera lo que hiciese mi hermano, no estaba tan lejos de mí como yo creía.
—El Urshacam —siguió Kushar— fue el primer extranjero. Caminó por los grandes valles de hielo. Vio como brotaban los árboles altos en el suelo yermo. Defendió los bosques contra nuestro pueblo, y contra el pueblo que vino antes que nosotros, y contra el que vino después de nosotros. Es una bestia inmortal. Se alimenta de la tierra y del sol. En el pasado, fue un hombre, y se le condenó junto con otros a vivir en el exilio de los valles helados de esta tierra. La magia los cambió a todos, les dio aspecto de bestias. La magia les hizo inmortales. Muchos de los míos murieron porque el Urshacam y los suyos estaban furiosos.
Miré a Kushar, asombrado ante sus palabras. El final de la Glaciación había tenido lugar siete u ocho mil años antes de que existiera su pueblo (yo suponía que era una cultura de la Edad del Bronce, asentada en Wessex). Pero la chica conocía el hielo, y su posterior desaparición… ¿Sería posible que las historias sobrevivieran tanto tiempo? ¿Sería posible que conociera historias sobre los glaciares y los nuevos bosques, y sobre los poblados del norte, los pantanos y las colinas heladas?
El Urscumug. El primer Extranjero. ¿Qué había escrito mi padre en su diario?
«Estoy ansioso de encontrar la imagen primaria… Sospecho que la leyenda del Urscumug era tan poderosa como para imponerse durante todo el neolítico, hasta bien entrado el segundo milenio antes de Cristo, quizá más. Wynne-Jones cree incluso que el Urscumug puede datar de antes del neolítico».
Lo malo de los shamiga era que su narradora de la vida no podía ordenar cronológicamente las historias. Durante el contacto de mi padre con ellos, no hubo referencias al Urshacam. Pero, desde luego, el mitago primario, el primero de los personajes legendarios que tanto fascinaron a mi padre, databa del período de la Glaciación. Fue creado en las mentes de los hombres que trabajaban la piedra, en las mentes de los cazadores de aquellos siglos fríos, mientras luchaban por alejarse del gélido norte, en busca de valles fértiles.
Sin decir una palabra más, Kushar se alejó de mí, y las dos antorchas se apagaron. Era tarde, y los shamiga ya se habían refugiado en sus chozas bajas, aunque algunos arrastraban pieles junto a la hoguera, disponiéndose a dormir allí. Keeton y yo plantamos nuestra pequeña tienda, y nos metimos dentro.
Durante aquella noche, un búho no dejó de ulular, una llamada molesta, inquietante. El río seguía con su rugir interminable, azotando las piedras y rompiendo en olas contra las orillas vigiladas por los shamiga.
Por la mañana, todos habían desaparecido. Las chozas estaban desiertas. Un perro, quizá un chacal, había merodeado por la tumba de los dos jóvenes. Las brasas de la hoguera todavía humeaban.
—¿Dónde demonios están? —murmuró Keeton.
Nos acercamos al río, y nos tumbamos después de lavarnos un poco. Nos habían dejado varias tajadas de carne, cuidadosamente envueltas en lienzo. Su partida era extraña, inesperada. Aquel lugar parecía ser el hogar de la tribu, y alguien debería haberse quedado. El río había crecido. Las piedras que se utilizaban para cruzarlo quedaban ahora por debajo del nivel del agua. Keeton les dirigió un vistazo.
—Parece que hay más piedras que ayer —comentó.
Seguí la dirección de su mirada. ¿Sería cierto? Las lluvias habían alimentado el río, y el número de piedras parecía haberse triplicado desde el día anterior.
—Imaginaciones —repliqué con un escalofrío. Me eché la mochila al hombro.
—Pues yo no estoy tan seguro —insistió Keeton cuando me siguió por la orilla del río, hacia el centro del bosque.