19

Nigromante

Poco después de abandonar la villa, cruzamos la frontera que separaba dos zonas diferentes del bosque. Los árboles se hicieron más escasos, y entramos en un claro amplio, muy iluminado. La hierba, alta, conservaba la humedad del rocío, y por todas partes encontramos telarañas que vibraban y se estremecían ante la menor brisa.

En el centro del claro se alzaba un árbol imponente, un castaño de Indias, cuyo follaje amplio y denso llegaba casi hasta el suelo.

Al otro lado, el árbol perdía su magnificencia de una manera terrible. La madera estaba enferma y llena de parásitos. Las hojas eran de un sucio color marrón, semiputrefactas. Trepadoras parasitarias se habían extendido como una red de tentáculos que enlazaban el claro con el bosque.

A veces, el árbol temblaba, y las grandes lianas llevaban la vibración hasta el bosque. El suelo era una maraña de raíces y hierbas, y unas extrañas protuberancias pegajosas se alzaban unos centímetros en el aire, como si buscaran una presa.

El castaño de Indias era un recién llegado a los paisajes británicos, sólo llevaba unos cientos de años creciendo allí. Keeton opinaba que habíamos salido del bosque medieval, y que nos estábamos adentrando en una zona más primitiva. Ciertamente, pronto me hizo notar la preponderancia de avellanos y olmos, mientras que los robles y fresnos, junto con las enormes hayas, eran cada vez más escasos.

Había una cualidad nueva en esta zona del bosque, era más oscuro y pesado. El olor era rancio, como a hojas podridas y a estiércol. El canto de los pájaros sonaba más lejano. Brisas que no llegábamos a advertir hacían vibrar el follaje. La vegetación era más sombría, y el sol que se filtraba entre la espesa cobertura de hojas nos llegaba en haces amarillos, una luz escasa que arrancaba reflejos de las hojas caídas y de la corteza, dándome la impresión de que unas figuras silenciosas nos rodeaban y vigilaban.

Dondequiera que mirásemos, encontrábamos troncos podridos. Algunos seguían en pie, sostenidos por sus vecinos, pero la mayoría se habían desplomado, y ahora estaban llenos de lianas y musgos, amén de insectos repugnantes.

Quedamos atrapados en aquel ocaso interminable durante horas.

En un momento dado, empezó a llover. La escasa luz que nos llegaba mermó todavía más, hasta que nos encontramos avanzando entre la vegetación en una penumbra terrible. Cuando la lluvia cesó, los árboles siguieron goteando, incomodándonos, hasta que volvió la luz fragmentaria.

Llevábamos un buen rato oyendo el ruido del río, aunque en realidad no nos dábamos cuenta. De pronto Keeton, que abría la marcha, se detuvo y se volvió hacia mí con el ceño fruncido.

—¿Has oído eso?

Sólo entonces advertí el rugido distante del Arroyo Arisco. El batir del agua tenía un sonido extraño, como si fuera un eco muy lejano.

—El río —dije.

Keeton negó con la cabeza, impaciente.

—No, el río, no. Las voces.

Me acerqué a él, y los dos permanecimos quietos unos segundos, en silencio.

¡Y lo escuchamos! El sonido de la voz de un hombre nos llegaba con el mismo efecto de eco, seguido por el relinchar de un caballo y por el retumbar lejano de las rocas precipitándose por una pendiente.

—¡Christian! —grité.

Empujé a Keeton para correr. Él me siguió, y nos precipitamos entre los arbustos, rodeando los árboles, utilizando nuestros cayados para golpear violentamente los matorrales y espinos que nos bloqueaban el paso.

Vi luz ante mí: el bosque empezaba a aclararse. Era una luz escasa, verdosa, difícil de distinguir. Seguí corriendo, con la mochila golpeándome la espalda. Llegué hasta el lugar donde el bosque se aclaraba, y sólo un salto frenético hacia la derecha, agarrándome desesperadamente a un árbol, me impidió caer de cabeza por el precipicio que apareció bruscamente.

Keeton llegó corriendo detrás de mí. Me estiré y le agarré, obligándole a detenerse, un segundo antes de que también él se diera cuenta de que el terreno desaparecía en una pendiente brusca, hacia el hilo brillante del río que corría casi un kilómetro más abajo.

Nos pusimos a salvo y, ya seguros, nos asomamos al precipicio. Desde luego, no había ningún camino de bajada. El otro lado del barranco no era tan empinado, y en él crecían muchos más árboles. En nuestra ladera, robles y mojeras se alzaban dispersos, agarrándose con desesperación a cada irregularidad del terreno. En cambio, al borde del acantilado, el bosque era más denso.

Otra vez oí el sonido distante, hueco, de una voz. Al escrutar el otro lado del desfiladero, detecté el movimiento. Las rocas se desprendían y rodaban entre la vegetación, para ir a caer abajo, a las aguas del río.

Y apareció un hombre, un hombre que guiaba por las riendas a un caballo reticente, obligando al animal a caminar por lo que parecía un sendero imposiblemente estrecho.

Tras el caballo, surgieron otras figuras, con armaduras y pieles brillantes. Todos tiraban de bestias de carga, tan reluctantes como la primera. Un carro ascendía lentamente por la misma cornisa. El carro resbaló y se detuvo unos segundos cuando un rueda se salió del camino. Hubo todo un caos de actividad, así como muchos gritos y órdenes.

Mientras miraba, me di cuenta de que aquella columna de guerreros se extendía a lo largo de un buen trecho, precipicio arriba. ¡Y de pronto surgió allí la forma de Christian, envuelto en una capa, tirando de un caballo con arreos negros! El cuerpo tendido sobre el lomo del animal parecía el de una mujer. Los rayos del sol arrancaron reflejos de una cabellera rojiza… ¿o fue una ilusión desesperada de mi imaginación?

Antes de que me detuviera a pensar sobre lo inteligente de mi reacción, ya había gritado el nombre de Christian. Toda la columna se detuvo y miró en mi dirección, cuando el sonido procedente de la nada reverberó contra los muros del precipicio. Keeton gruñó e hizo un gesto de frustración.

—Ahora sí que la has hecho buena —susurró.

—Quiero que sepa que le sigo —repliqué.

Pero estaba avergonzado por haber perdido el elemento sorpresa.

—Tiene que haber un camino de bajada —seguí. Empecé a moverme entre los arbustos que bordeaban el borde del precipicio.

Keeton me retuvo un instante, y luego señaló al otro lado del precipicio. Cuatro o cinco formas se perdían rápidamente entre los árboles.

—Halcones —dijo Keeton—. He contado seis. Seis, me parece. ¡Sí, allí! ¡Mira!

La pequeña banda bajaba ahora por la ladera, con las armas colgando descuidadamente, ya que necesitaban las manos para buscar puntos de apoyo en la traicionera pendiente que descendía hacia el río.

Esta vez, Keeton me siguió de cerca, y corrimos por el bosque, junto al abismo, cuidándonos bien de las rocas sueltas o las raíces ocultas que nos podían hacer tropezar.

¿Dónde estaba el camino?

Mi frustración crecía a medida que transcurrían los minutos, y los halcones bajaban cada vez más, hasta desaparecer pronto de nuestra vista. Llegarían al río en menos de una hora. Y, entonces, nos estarían esperando. Teníamos que conseguirlo nosotros antes.

Estaba tan absorto buscando el camino que mi hermano había utilizado, que durante unos segundos no advertí la temblorosa forma negra delante de mí.

Se puso en pie repentina, dramáticamente, exhalando una ráfaga de aliento brusco, vibrante, con un siseo tan ensordecedor como hediondo.

El Urscumug se balanceaba sobre sus pies, con las mandíbulas abiertas. Los rasgos distorsionados del hombre al que yo tanto había temido, sonreían sobre los colmillos. Tenía una gran lanza, que parecía fabricada con el tronco entero de un árbol.

Keeton desapareció entre los arbustos, y le seguí en silencio. Por un momento, pareció que la inmensa bestia jabalí no nos había visto, pero el ruido que hacíamos le llamó la atención, y empezó a perseguirnos. El Urscumug corría esquivando los árboles, rápido, decidido. Su pecho subía y bajaba, siseaba al respirar, con su corona de ramas arañando los troncos. Bajo aquella media luz, sus colmillos eran dos puntos altos, brillantes. La bestia arrancó la rama de un árbol y la utilizó para aplastar la vegetación, sin dejar de escuchar.

Entonces, giró en redondo, y caminó de vuelta hacia el abismo con su peculiar estilo. Se quedó allí, contemplando la caravana de caballos y guerreros con los que viajaba Christian. Lanzó la rama por el precipicio, y se volvió hacia mí, con la cabeza baja.

Juro que, mientras me arrastraba rápidamente hacia el lugar que la bestia vigilaba, siguió mis movimientos con la vista. Quizá el Urscumug estaba enfermo, o herido. Casi grité de espanto cuando Keeton me puso la mano en el hombro. Indicándome silencio absoluto, señaló la cima del estrecho sendero que llevaba al fondo del barranco.

Sin bajar la guardia, echamos a andar sendero abajo. Lo último que vi del mitago de mi padre fue su imponente forma negra, balanceándose levemente, con las aletas de las fosas nasales vibrando. Su respiración era un sonido suave, bajo.

Jamás ha habido viaje más difícil o más aterrador que aquel descenso hacia el valle del río. Perdí la cuenta de las veces que resbalé en aquella cornisa llena de piedras agudas y raíces retorcidas, salvándome de la muerte sólo gracias a mis reflejos y, de cuando en cuando, a la mano de Keeton. Terminamos por bajar casi agarrados el uno al otro, dispuestos a auxiliarnos en caso de necesidad.

Excrementos de caballo, huellas de ruedas, las marcas de cuerdas en los troncos de los árboles retorcidos por el viento hablaban del paso igualmente arriesgado de Christian, tan sólo unas horas, como máximo un día antes.

Ya no veíamos a los halcones enviados a detenernos. Cuando nos paramos a escuchar, se hizo el silencio, y sólo captábamos el canto de los pájaros, aunque en un par de ocasiones oímos voces muy lejanas: Christian y la mayor parte de su banda, ahora cerca de la plataforma que llevaba al centro del bosque.

Seguimos descendiendo durante más de una hora. Al final, la cornisa se ensanchaba, convirtiéndose en algo más parecido a un sendero natural, que conducía hacia abajo, hacia la extensión de bosque, una alfombra de follaje a través de la cual divisábamos de cuando en cuando el río. Por encima de nosotros, las paredes grises del desfiladero resultaban siniestras.

Al nivel del suelo, oímos por fin un movimiento siniestro, y nos sentimos vigilados. Los matorrales escaseaban. El río pasaba a un centenar de metros, invisible entre las sombras del bosque silencioso.

—Ya están aquí —susurró Keeton.

Llevaba la Smith & Wesson en la mano. Se acuclilló tras un matorral y miró en dirección al río.

Yo corrí hacia el árbol más cercano y Keeton me siguió. Me adelantó y se acercó más al río. Un pájaro aleteó ruidosamente sobre nosotros. A nuestra derecha, un animal, quizá un ciervo pequeño, se movía inquieto sobre la hierba. Alcancé a ver la larga línea de su lomo, incluso le oí respirar.

Rápidamente, moviéndonos a toda velocidad de árbol en árbol, llegamos a la orilla del río, seca, ligeramente arenosa, donde las raíces serpenteantes de olmos y avellanos formaban una serie de depresiones en el terreno. Nos pusimos a cubierto en una de tales depresiones. En aquel punto, el río tenía unos cuarenta metros de anchura, era profundo, y había remolinos. La parte central recibía luz, pero las copas de los árboles que crecían a ambos lados proyectaban sus sombras sobre las riberas. En aquellas últimas horas de la tarde comenzaba a oscurecer. Parecía un lugar amenazador.

Quizá, pese a todo, los halcones no habían llegado todavía. ¿O nos estarían vigilando desde las sombras de la orilla opuesta?

Teníamos que cruzar el río. A Keeton no le hacía gracia intentarlo en aquel momento. Dijo que deberíamos esperar al amanecer. Durante la larga noche que nos aguardaba, uno de los dos tendría que vigilar mientras el otro dormía. Los halcones estaban allí cerca, seguro, quizá sólo esperaban el momento adecuado para lanzarse sobre nosotros.

Estaba de acuerdo con él. Por primera vez, me alegraba que hubiera traído una pistola. El arma nos daría al menos una ventaja táctica, una oportunidad de impedir que se nos acercaran mientras cruzábamos la corriente.

No llevaba más de diez minutos considerando las probabilidades, cuando cayeron sobre nosotros. Yo estaba sentado junto al río, medio apoyado en un tronco del olmo, escudriñando las sombras de la otra orilla en busca de cualquier movimiento delator. Keeton se puso en pie y se acercó cautelosamente a la ribera. Oí su grito contenido, y luego el silbido de una flecha, que fue a caer al agua. Keeton echó a correr.

Ya estaban en nuestra orilla del Arroyo Arisco, y nos atacaron brusca, repentinamente, corriendo y saltando en un extraño movimiento zigzagueante. Dos de ellos llevaban arcos, y una segunda flecha fue a clavarse en el árbol más cercano a mí. Corrí tan de prisa como pude en pos de Keeton. Un fuerte golpe en la espalda me hizo caer hacia adelante, y no tuve que mirar para saber que la mochila me había salvado la vida.

Entonces, resonó un único disparo, y se oyó un grito terrible. Volví la vista atrás: uno de los halcones estaba inmóvil, con las manos en la cara. La sangre le goteaba entre los dedos. Sus compañeros se dispersaron hacia ambos lados, y el desgraciado guerrero cayó sobre las rodillas, luego sobre el vientre, definitivamente muerto.

Keeton había encontrado un hoyo más profundo en el terreno, escudado por una enorme aulaga, de manera que un muro de raíces se interponía entre los halcones y nosotros. Las flechas silbaban sobre nuestras cabezas, y una me dio en un tobillo al rebotar contra una rama. Fue un corte superficial, pero increíblemente doloroso.

Entonces, Harry Keeton hizo una auténtica tontería: se puso de pie y, con toda tranquilidad, apuntó al más agresivo de los atacantes. Al mismo tiempo que sonaba el disparo, una piedra afilada le arrebató la pistola de las manos, enviándola a varios metros sobre la tierra seca. Keeton se agachó de nuevo, agarrándose la mano y acariciándose los dedos doloridos.

Los hombres de Christian nos atacaron como cinco sabuesos infernales, saltando y aullando: formas esbeltas, casi desnudas, protegidas por la armadura de cuero más rudimentaria que se pueda imaginar. Sólo las brillantes máscaras de los halcones eran metálicas, así como las espadas cortas que esgrimían.

Keeton y yo huimos de los guerreros como los ciervos huyen del fuego. Pese a las pesadas ropas y las mochilas, teníamos alas en los pies. El dolor imaginario de un cuchillo en la garganta era un gran incentivo, que nos daba fuerzas para la retirada.

Lo que más me impresionaba, mientras corría de refugio en refugio, era lo confiados que habíamos sido. Pese a toda nuestra palabrería, pese a lo fuerte que me sentía, cuando llegó la hora de la verdad ni una pistola calibre 38 nos sirvió de nada contra la habilidad de unos soldados bien entrenados. Éramos como niños en el bosque, como chiquillos ingenuos jugando a la supervivencia.

Si mi destino era enfrentarme a Christian, me iba a hacer picadillo. Atacarle con una lanza de piedra, una espada celta y mucha rabia, sería poco más efectivo que insultarle.

El terreno desapareció bajo mis pies, y Keeton me arrastró a un nuevo agujero. Me di la vuelta y preparé la lanza. Uno de los halcones se precipitaba hacia nosotros.

Lo que sucedió a continuación fue bastante extraño.

El guerrero se detuvo en seco. Por los movimientos de su cuerpo, sinuosos, tensos, pudimos deducir que estaba asustado, aunque la máscara amarilla en forma de ave no dejaba ver su rostro. Nos dio la espalda, y advertí que de repente había empezado a soplar un viento gélido en torno a nosotros.

El día se oscureció, toda la luz desapareció de la orilla del río, como si una negra nube tormentosa hubiera ocultado el sol. Los árboles se agitaron, las ramas se quebraron, y las hojas se desprendieron, arrastradas por el vendaval. Una especie de niebla espectral rodeó al halcón que parecía el jefe. El hombre gritó y echó a correr hacia sus compañeros.

El polvo se alzaba del suelo en grandes columnas. Las aguas del río empezaron a burbujear, como si bajo la superficie pelearan grandes bestias marinas. Los árboles que nos rodeaban sufrían sacudidas cada vez más fuertes, las ramas se quebraban con terribles crujidos. El aire era cada vez más frío, y las sombras fantasmales, sonrientes, de los espíritus elementales, fluían por la escalofriante niebla que el viento no conseguía dispersar.

Keeton estaba aterrado. En las cejas y en la punta de la nariz se le formaron cristales de hielo. Temblaba violentamente, tratando de abrigarse más en su chaqueta de cuero. Yo también temblaba, el aliento se me congelaba, y el hielo en las pestañas casi me impedía ver. Una fina capa de nieve cubrió los árboles con un manto blanco. Las extrañas risas y gritos de las violentas formas mentales aislaron aquella parte del bosque, cerrando el paso a toda ley natural.

—¿Qué demonios pasa? —me preguntó Keeton con dientes castañeteantes.

—Un amigo —aseguré.

Y le toqué el brazo para darle seguridad. Después de todo, el freya había acudido a mí.

Keeton, con los párpados helados, me miró, y se secó la cara con la mano. Ahora, todo el paisaje estaba cubierto de hielo y nieve. Formas esbeltas y fluidas volaban por el aire. Algunas se acercaban a nosotros, examinándonos con rostros afilados y ojos entrecerrados llenos de burla. Otras no eran más que torbellinos oscuros que azotaban el aire al pasar, como en una especie de implosión extraordinaria.

Los halcones huyeron entre gritos. Vi como uno se elevaba, se doblaba por la mitad, se retorcía y volvía a doblarse, hasta que una especie de sudor pegajoso goteó de su cuerpo suspendido…, un cuerpo que flotaba en el aire, sostenido por manos invisibles. Los horribles restos fueron lanzados al río, y desaparecieron bajo la superficie cristalina. Otro halcón, pese a su resistencia, encontró la muerte cuando los espíritus le lanzaron hacia la otra orilla: quedó empalado contra una rama. No sé qué les sucedió a los demás, pero los gritos continuaron durante algunos minutos, sin que la actividad fantasmal cesara ni un instante.

Por fin, se hizo el silencio. El aire recuperó la calidez, el manto blanco desapareció, y Keeton y yo nos frotamos vigorosamente las manos heladas. Varios espectros altos se aproximaron a nosotros, tenues formas de niebla, vagamente humanas. Quedaron suspendidos en el aire, examinándonos desde arriba, con el pelo flotando con un movimiento lento, escalofriante. Nos señalaban con manos temblorosas de largos dedos. El brillo de sus ojos se concentraba en nosotros por encima de sus bocas sonrientes. Keeton observaba a los fantasmas, aterrado. Uno de ellos extendió la mano y le pellizcó la nariz. El piloto pegó un salto, cosa que al parecer divirtió muchísimo al espectro. Su risa tenía un tono extraño, malicioso, era como un eco del bosque que no surgía de sus labios, sino que parecía brotar alrededor de nosotros.

Entonces llegó la luz, una luz dorada, difusa, que señaló la solemne aparición del barco. Los elementales que nos rodeaban se estremecieron, sin dejar de reír. Los que estaban desnudos parecieron convertirse en humo, mientras los demás se alejaban, abrazándose a las sombras, a los huecos entre las ramas y las raíces, con los ojos relucientes todavía clavados en nosotros.

Al ver el barco, Keeton se atragantó. Yo sólo sentí alivio. Por primera vez desde el comienzo del viaje, pensé en el amuleto de plata, la hoja de roble, y me llevé la mano al cuello para sacar el medallón y sostenerlo ante el hombre que nos miraba desde la pequeña nave.

El barco parecía mucho más apropiado en aquella corriente de agua, que en la imposible estrechez del Arroyo Arisco a su paso junto al Refugio. Tenía la vela laxa. Salió de entre la penumbra, y el hombre alto, envuelto en su capa, saltó a la orilla. Ató la cuerda de amarre a una raíz protuberante. La luz provenía de una pequeña antorcha en la proa del barquito. Él no brillaba, sólo había sido una ilusión. Ya no llevaba el casco con la complicada cresta y, mientras Keeton y yo le mirábamos, se quitó la capa, cogió la brillante tea y la clavó en la orilla del río, situándose junto a ella para que el fuego iluminara su imponente envergadura.

Se acercó a nosotros y nos puso en pie.

—¡Sorthalan! —gritó.

Repitió la palabra, esta vez golpeándose el pecho con el puño.

—¡Sorthalan!

Extendió la mano hacia mi cuello, tocó el amuleto y sonrió a través de la espesa barba. Lo que dijo después, en un lenguaje fluido que me recordó al de Kushar, no significaba nada para mí. Pero comprendí, otra vez de manera extraña, lo que me estaba diciendo: «Te he estado esperando».

* * *

Una hora después de anochecer, el Urscumug bajó por el acantilado y cruzó el río, siempre en persecución de Christian. Un movimiento rápido en el bosque fue el primer signo de su aproximación, y Sorthalan apagó la antorcha. La luna en cuarto creciente brillaba sobre el río, y la noche clara nos permitía divisar las primeras estrellas. Debían de ser las nueve, pero la densidad del follaje hacía que la oscuridad pareciera aún más densa.

El Urscumug apareció entre los árboles, caminando lentamente, emitiendo un extraño resuello que turbaba el silencio de la noche. Desde un lugar seguro, observamos cómo la gran forma del jabalí se detenía junto al agua y recogía el cuerpo inerte, destrozado, de uno de los halcones. Desgarró el cuerpo con los colmillos, y se sentó, de una manera extrañamente humana, para sorber las entrañas del mitago muerto. Luego arrojó el cadáver al río. El Urscumug lanzó un gruñido profundo mientras examinaba la orilla. Durante un larguísimo momento, pareció clavar la vista en nosotros, aunque era imposible que viera nada en la oscuridad.

Pero la máscara blanca, el rostro humano, casi brillaba bajo la luz de la luna, y habría jurado que los labios se movían buscando una comunicación inaudible, como si el espíritu de mi padre me hablara en silencio, sonriente.

La bestia se levantó y entró en el agua, alzando los enormes brazos al nivel de los hombros, y sosteniendo la lanza por encima de la cabeza. Después, aparte de algunos gruñidos, no oímos más ruidos procedentes del Urscumug, aunque una hora más tarde unas rocas se desprendieron en el bosque y fueron a caer mansamente al río.

* * *

En el río, el agua batía ruidosamente contra el bote, atrapado por la corriente. Examiné el casco. Tenía un diseño sencillo, pero elegante. La cubierta era estrecha, aunque cabían unas veinte personas bajo las pieles, que podían tensarse para defender la nave de la lluvia. Una sola vela, de aparejos sencillos, podía aprovechar el viento, pero también había escálamos y cuatro remos para aguas más tranquilas.

Otra vez me llamaron la atención las gárgolas talladas en la proa y en la popa. Al mirarlas, sentía un escalofrío de terror, porque tocaban una parte de mi memoria racial, suprimida mucho tiempo antes. Aquellos rostros anchos, de ojos como hendiduras y labios bulbosos…, los rasgos eran, a su manera, una obra de arte, un arte irreconocible, pero no por ello menos inquietante.

Sorthalan cavó un hoyo para encender una hoguera, sobre la que puso una especie de asador. Cocinó dos pichones y una becada, pero no había carne suficiente para saciar mi propio apetito, mucho menos el de los tres.

Por una vez, no tuvimos que recorrer el exasperante ritual de comunicación e incomprensión. Sorthalan comió en silencio, mirándome de vez en cuando, pero concentrándose sobre todo en sus propios pensamientos. Fui yo quien intentó comunicarse. Señalé en la dirección por donde había desaparecido el mitago primario.

—Urscumug —dije.

Sorthalan se encogió de hombros.

—Urshumuc.

Casi el mismo nombre que utilizara Kushar.

Intenté otra cosa: utilicé los dedos para indicar un movimiento.

—Estoy persiguiendo a Uth guerig. ¿Sabes algo de él?

Sorthalan masticó la carne y me miró. Se lamió los dedos, manchados de grasa de ave. Se inclinó hacia adelante y, con los mismos dedos pegajosos, me cerró los labios.

No sé qué dijo, pero significaba «come y calla», que fue exactamente lo que hice.

Calculé que Sorthalan debía de tener unos cincuenta y tantos años. Su rostro estaba lleno de arrugas, y el pelo todavía bastante negro. Sus ropas eran sencillas: una camisa de tela, y un peto de cuero qué parecía bastante eficaz. Los pantalones eran largos, y los llevaba atados con tiras de tela. Calzaba unos zapatos de cuero cosido. Hay que decir que su gusto en ropas no era muy alegre: todo su atuendo era del mismo monótono color marrón. Es decir, todo menos el collar de huesos coloreados. Había dejado el casco en el bote, pero no puso ninguna objeción cuando Keeton lo cogió, lo llevó junto al fuego y pasó los dedos por los hermosos adornos, que representaban batallas y escenas de caza.

A Keeton se le ocurrió de repente que los dibujos en plata o bronce del casco podían hacer alusión a la vida del propio Sorthalan. Empezaban en el puente de la ceja izquierda, y narraban la escena alrededor de la cresta, hasta la placa que protegía la mejilla. Todavía quedaba sitio para labrar una escena o dos.

En uno de los dibujos aparecían barcos en un mar tormentoso; el estuario de un río rodeado de bosques; un poblado; figuras altas, siniestras; espectros y hogueras; y, por último, un único bote, con la silueta de un hombre en la proa. Keeton no dijo nada, pero era evidente que la exquisita artesanía del casco le impresionaba.

Sorthalan se envolvió en la capa, y pareció sumirse en un sueño ligero. Keeton avivó el fuego y arrojó un trozo de leña entre las ascuas brillantes. Debía de ser casi medianoche, y los dos intentamos dormir.

Yo sólo pude dormitar un poco y, en cierto momento de la noche, fui consciente de que Sorthalan susurraba algo en voz baja. Abrí los ojos y me incorporé. Le vi sentado al lado de Keeton, que dormía profundamente. Tenía una mano sobre la cabeza del piloto. Sus palabras eran como un cántico ritual. El fuego era ya casi inexistente, y lo avivé de nuevo. Con la luz renovada, vi que el rostro de Sorthalan estaba empapado de sudor. Keeton se removió un poco, pero siguió dormido. Sorthalan se llevó la mano libre a los labios, y yo confié en él.

Poco más tarde, el cántico de palabras susurradas terminó. Sorthalan se puso de pie, se quitó la capa y se encaminó hacia el agua para lavarse la cara y las manos. Después, se sentó sobre los talones, contempló el cielo nocturno, y habló en voz más alta. Los sonidos de su lenguaje, sibilantes, titubeantes, resonaron en la oscuridad. Keeton se despertó y se sentó, frotándose los ojos.

—¿Qué pasa?

—No lo sé.

Le observamos unos minutos, cada vez más sorprendidos. Le dije a Keeton lo que había estado haciendo Sorthalan, pero no demostró miedo ni preocupación.

—¿Qué es este hombre? —me preguntó.

—Un shamán. Un mago. Un nigromante.

—Los sajones le llamaron Freya. Yo creía que se trataba de un dios vikingo, o algo por el estilo.

—Los dioses nacen del recuerdo de hombres poderosos —sugerí—. Quizá una primera forma de Freya fue un brujo.

—Demasiadas complicaciones para estas horas de la madrugada —bostezó Keeton.

Los dos nos sobresaltamos al oír un movimiento tras nosotros, entre la maleza. Sorthalan se quedó donde estaba, junto al agua, ahora en silencio.

Keeton y yo nos pusimos de pie y escudriñamos la oscuridad. El creciente movimiento entre los arbustos delató la presencia de una forma vagamente humana. Fuera quien fuese, titubeó, refugiándose en la penumbra. Con la luz del fuego, sólo podíamos ver su perfil.

—¡Hola! —nos llegó la voz de un hombre.

No era una voz cultivada, parecía más bien insegura. La palabra había sonado como «¡Alla!».

Tras gritar, la figura se acercó, y pronto vimos a un joven. Entró en la zona de espíritus elementales, rodeado por los espectros y formas fantasmagóricas de Sorthalan, que parecían obligarle a avanzar, pese a su resistencia. En aquel momento, sólo reconocí su uniforme. Estaba hecho jirones, y no portaba equipo, ni mochila ni rifle. Llevaba la chaqueta caqui abierta en el cuello. Vestía unos pantalones anchos, atados a las pantorrillas con polainas. Una única barra adornaba la manga de su chaqueta.

Era tan evidente que se trataba de un soldado británico de la primera guerra mundial, que al principio me negué a confiar en mis sentidos. Acostumbrado a una dieta visual de formas primitivas blandiendo armas de hierro, un espectáculo tan familiar y comprensible parecía casi falso.

Habló de nuevo. Su voz era todavía titubeante, y empleaba gran cantidad de modismos.

—¿Puedo acercarme? Vamos, compás, me muero de frío.

—Adelante —le animó Keeton.

—¡Por fin! —exclamó alegremente nuestro invitado nocturno. Dio unos pasos hacia nosotros, le vi la cara…… ¡y Keeton también!

Creo que Harry Keeton contuvo el aliento. Yo me limité a mirarlos alternativamente.

—¡Oh, Dios! —exclamé.

Keeton se alejó de su doble. El soldado no pareció advertir nada extraño. Se acercó a la hoguera y se frotó vigorosamente los brazos. Cuando me sonrió, traté de devolverle la sonrisa, pero el parecido de aquel hombre con mi compañero me sorprendió tanto que debió notarlo.

—Me pareció que olía a pollo asado.

—A pichón —dije—. Pero ya lo hemos terminado. El soldado se encogió de hombros.

—Mala suerte. Me muero de hambre. No tengo nada para cazar. —Nos miró alternativamente—. ¿No llevaréis un cigarrillo…?

—No, lo siento —respondimos al unísono. Se encogió de hombros.

—Mala suerte —repitió. Pareció animarse un poco—. Me llamo Billy Frampton. ¿Os habéis perdido? ¿Dónde está vuestra unidad?

Nos presentamos. Frampton se sentó junto al fuego, que habíamos avivado. Advertí que Sorthalan se acercaba a nosotros hasta situarse detrás del recién llegado. Frampton no pareció ver al shamán. Tenía un rostro juvenil, ojos chispeantes y una mata de pelo rubio: era, en resumen, un Harry Keeton más joven… y sin la cicatriz de la quemadura.

—Yo vuelvo al frente —dijo Frampton—. Es que tengo un sexto sentido, ¿sabéis? Siempre lo he tenido, incluso en Londres, cuando era un crío. Una vez, a los cuatro años, me perdí en el Soho, y me encontraron cuando ya volvía a Mile End. Buen sentido de la orientación. Así que tranquilos, compás. No me perdáis de vista, y todo se arreglará.

Mientras hablaba, no dejaba de fruncir el ceño y de dirigir miradas ansiosas hacia el río. Luego clavó la vista en mí, y tenía una expresión extraña en los ojos, como una terrible mezcla de pánico e inseguridad.

—Gracias, Billy —respondí—. Vamos hacia el corazón del bosque. Queremos subir por el acantilado.

—Llamadme Bicho. Todos los compás me llaman Bicho. Keeton se atragantó otra vez, y volvió a estremecerse. Los dos hombres intercambiaron una larga mirada.

—Bicho Frampton —susurró Keeton—. Iba al colegio conmigo. Pero éste no es Bicho. Él era gordo, moreno.

—Sí, me llaman Bicho Frampton —sonrió nuestro invitado—. No me perdáis de vista, compás. Volveremos con los muchachos en menos que canta un gallo. Ya voy conociendo estos bosques como la palma de mi mano.

Era otro mitago, por supuesto. Mientras hablaba, me dediqué a observarle. No dejaba de mirar a su alrededor: parecía cada vez más turbado. Algo iba mal, y él lo sabía. Su misma existencia era un error. Hasta cierto punto, la presencia de los demás mitagos en el bosque era algo natural, pero la de Bicho Frampton resultaba antinatural. Intuí el porqué, y le susurré mi teoría a Keeton, mientras Bicho contemplaba fijamente el fuego y repetía, cada vez con voz más átona: «No me perdáis de vista, compás».

—Sorthalan lo creó a partir de tu mente.

—Mientras yo dormía…

Y era cierto. Sorthalan no tenía el poder de la pequeña Kushar, así que sondeó en la memoria racial de Keeton y encontró la forma mitago más reciente. Por medio de la magia, o quizá gracias a su propio poder psíquico, el nigromante había dado cuerpo al mitago en menos de una hora, para luego hacerlo ir al campamento. Le había proporcionado las facciones de Keeton, y un nombre elegido de sus recuerdos escolares. A través de Bicho Frampton, el mago de la Edad del Bronce podría hablar con nosotros.

—Le conozco, claro que le conozco —asintió Keeton—. Mi padre me hablaba de él. Más bien debería decir «de ellos». Había uno llamado Granada Gerry. Y también me contó historias sobre un cabo al que llamaba Metralla Mark. Todos estaban a punto de licenciarse. Metralla Mark era el cabo que saltaba a tu trinchera cuando te habías extraviado, en medio de la niebla, y te ayudaba a volver a casa. Y Metralla Mark hacía las cosas con estilo. Recogió a un grupo de soldados extraviados en Somme, en Francia, y los llevó de vuelta a Escocia sin que se mojaran los calcetines. —Keeton sonrió—. Esa clase de historias.

—Una forma mitago tan reciente… —dije en voz baja.

Estaba atónito. Pero imaginaba perfectamente cómo el horror y la desorientación de unos soldados podían provocar la generación por angustia de una forma «esperanzadora», una figura en la que se podía confiar para volver a casa, un héroe que devolviera los ánimos y el valor a los soldados.

Pero al mirar a nuestro invitado, a aquella figura heroica creada a toda velocidad, sólo vi desorientación y confusión. Había sido creado con un propósito, y ese propósito no era el mito, sino la comunicación.

Sorthalan se sentó tras el soldado, y le apoyó suavemente una mano en el hombro. Frampton se sobresaltó, y luego alzó la vista para mirarme.

—Se alegra de que tuvieras valor para venir.

—¿Quién es? —pregunté, con el ceño fruncido.

Me había dado cuenta de lo que estaba pasando. Sorthalan movía los labios, pero ningún sonido surgía de su boca. Mientras hablaba en silencio, Frampton se dirigía a mí. Su pintoresco vocabulario daba un matiz extraño a la leyenda que narraba. Repitió con palabras la historia que habíamos visto en el casco de Sorthalan.

—Se llama Sorthalan, que quiere decir «El primer barquero». En las tierras del pueblo de Sorthalan cayó una gran tormenta. Esas tierras están muy lejos de éstas. La tormenta era una tormenta de magia nueva, y de dioses nuevos. La tierra rechazaba al pueblo de Sorthalan. En aquellos tiempos, Sorthalan no era más que un fantasma en los ríñones del anciano sacerdote, Mithan. Mithan vio la nube oscura en el futuro, pero no había nadie que guiara a las tribus por tierra y mar, hacia los bosques de islas lejanas. Mithan era demasiado viejo para que sus fantasmas se formaran en los vientres de las mujeres.

»Encontró una gran piedra con un surco de agua en la superficie. Puso a su fantasma en la piedra, y la piedra en un pináculo alto. La piedra creció durante dos estaciones, y sólo entonces la bajó Mithan del pináculo. La abrió, y dentro había un niño acurrucado. Así fue como nació Sorthalan.

»Mithan alimentó al niño con hierbas secretas de las praderas y los bosques. Cuando fue un hombre, Sorthalan volvió junto a las tribus, y eligió una familia de cada una. Cada familia construyó un barco, y utilizaron carros para llevar los barcos junto al mar grisáceo.

»El primer barquero les guió a través del mar, a lo largo de la costa de la isla, buscando los acantilados, los bosques oscuros y los estuarios de los ríos, para elegir un lugar seguro donde asentarse. Encontró pantanos llenos de vegetación, donde nadaban gansos salvajes y otras aves. Se adentraron a través de un centenar de canales, y pronto dieron con un río más profundo, un río que les llevaría tierra adentro a través de colinas, bosques y desfiladeros.

»Uno a uno, los barcos atracaron en la orilla, y las familias se dispersaron para formar las tribus. Algunas sobrevivieron, otras no. Fue un viaje a los lugares oscuros, fantasmales, del mundo; un viaje más aterrador de lo que ninguno de ellos había imaginado. Aquella tierra estaba habitada, y los moradores atacaron a los intrusos con piedras y lanzas. Invocaron a las fuerzas de la tierra y a las fuerzas del río, y a los espíritus unidos de toda la naturaleza, y los enviaron contra los intrusos. Pero el viejo sacerdote había enseñado bien a Sorthalan. Absorbió con su cuerpo a los espíritus malévolos, y así los controló.

»Pronto, sólo el primer barquero quedó sobre el río, y navegó hacia el norte, llevando con él a los espíritus de aquella tierra. Siempre navega por los ríos, aguardando la llamada de sus tribus, y siempre está dispuesto a ayudar, con su cortejo de poderes arcanos.

A través del médium humano, Sorthalan nos había contado su propia leyenda. Así conocimos sus poderes. Pero también sabíamos que esos poderes eran limitados: no podía hacer lo mismo que hiciera Kushar. Y él también parecía esperarme, igual que me habían esperado los shamiga, el Caballero y la familia de sajones.

—¿Por qué se alegra de que haya venido? —pregunté. Fue el turno de Frampton de vocalizar palabras silenciosas, antes de hablar en voz alta.

—El Extranjero debe ser destruido. Es un ser diferente. Está acabando con el bosque.

—Tú pareces tener poder más que suficiente para destruir a cualquier hombre —repliqué.

Sorthalan sonrió y sacudió la cabeza, para luego responder con su estilo típico.

—La leyenda es clara. La Sangre es la que destruye al Extranjero… o muere a sus manos. Sólo la Sangre.

¿La leyenda era clara? Por fin se habían formulado las palabras que confirmaban mis crecientes sospechas. Yo mismo me había convertido en un personaje legendario. Christian y su hermano, el Extranjero y su Sangre, obrando según reglas marcadas por el mito, quizá desde el principio de los tiempos.

—Tú me estabas esperando —señalé.

—El reino te estaba esperando —me corrigió Sorthalan—. Yo no sabía que eras la Sangre, pero vi el efecto que surtía sobre ti la hoja de roble. Empecé a desear que fuera así.

—Se me esperaba.

—Sí.

—Para que cumpliera mi parte en la leyenda.

—Para que hagas lo que se debe hacer. Para eliminar lo diferente que ha invadido el reino. Para quitarle la vida. Para detener la destrucción.

—¿Puede ser tan poderoso un simple hombre?

Sorthalan se echó a reír, aunque su médium permaneció solemne.

—El Extranjero no es un simple hombre. Él no pertenece a este reino…

—Yo tampoco.

—Pero eres su Sangre. Eres el lado luminoso de lo diferente. El lado oscuro es el que destruye. Ha llegado hasta aquí porque el guardián fue tentado por el exterior.

—¿Qué guardián?

—El Urshucum. Los Urshuca fueron los primeros del Exterior, pero se acercaron a la tierra. El Urshucam que has visto, siempre vigiló la entrada al valle de los que hablan con las llamas, pero algo lo atrajo hacia fuera. Fuera de estos bosques hay una gran magia. Una voz le llamó. El guardián acudió, y el corazón del reino quedó desprotegido. El Extranjero está devorando ese corazón. Sólo su Sangre puede detenerle.

—O morir a sus manos.

Sorthalan no hizo ningún comentario en respuesta al mío. Sus ojos penetrantes se clavaron en mí, como si buscaran algo especial, algo que delatara la presencia del hombre que había de cumplir su misión en el mito.

—No entiendo cómo es posible que el Urshucum vigilara ese valle de —¿cómo lo había llamado?— los que hablan con las llamas. Mi padre creó al Urshucum. Con esto —me toqué la cabeza—. Con su mente. Igual que tú has creado a este hombre.

Bicho Frampton no respondió nada que indicara que había comprendido mis crueles palabras. Me miró con tristeza, antes de responder como le dictaba el nigromante.

—Tu padre no hizo más que invocar al guardián. Todo lo que hay en este reino ha estado aquí desde siempre. El Urshucum fue llamado a las fronteras del reino, y cambió, como antes lo había cambiado Sion.

Eso no significaba nada para mí.

—¿Quién era Sion?

—Un gran Señor. Un shamán. Señor del Poder. Él controlaba las estaciones para que la primavera siguiera al verano, y el verano a la primavera. Podía dar a los hombres el poder de volar como aves. Su voz era tan potente que llegaba a los cielos.

—¿Y él cambió a los Urshuca?

—Había diez señores menores —respondió Sorthalan—. Todos temían el creciente poder de Sion, y se volvieron contra él. Pero fueron derrotados. Con su magia, Sion los transformó en bestias del bosque. Las envió al exilio, a la tierra donde estaba terminando el invierno más largo. Esa tierra era ésta, que una vez estuvo sepultada por el hielo. El hielo se fundió, y el bosque volvió, y los Urshuca se convirtieron en guardianes de ese bosque. Sion les había concedido un poder cercano a la inmortalidad. Al igual que los árboles, los Urshuca crecían, pero no envejecían. Cada uno fue a un río o a un valle, y construyó un castillo para vigilar el camino hacia el bosque que empezaba a crecer. Se acercaron a la tierra, y fueron amigos de los que iban a asentarse, a cazar y a vivir de la tierra.

Hice la pregunta obvia:

—Si los Urshuca eran amigos de los hombres, ¿por qué éste es tan violento? Persigue a mi hermano. Si me atrapara a mí, me mataría sin pensárselo dos veces.

Sorthalan asintió, y los labios de Frampton se movieron levemente mientras surgían las palabras de su creador.

—Vino un pueblo, y con ellos los que hablan con las llamas. Los que hablan con las llamas podían controlar el fuego. Podían hacer que el fuego brotara del cielo. Si señalaban con un dedo hacia el este, las llamas se extendían hacia el este. Si escupían sobre el fuego, el fuego se convertía en un ascua brillante. Vinieron los que hablan con las llamas, y empezaron a quemar los bosques. El Urshuca se enfrentó a ellos con violencia.

La comunicación se interrumpió durante un par de minutos, cuando Sorthalan se puso de pie, y se alejó de nosotros para orinar.

—La noche que nos atacó Christian había unos hombres que controlaban el fuego —me susurró Keeton.

Yo no los había olvidado. Nos referíamos a ellos llamándolos «neolíticos». Eran los seres más primitivos de la banda de Christian, pero parecían tener una especie de control mental sobre el fuego y las llamas. Era fácil imaginar la sencilla base histórica de la que surgían las leyendas sobre el Urscumug y los que hablan con las llamas. Vi con los ojos de la mente un tiempo pasado, cuando la última glaciación tocaba a su fin, y el hielo se retiraba rápidamente. Ese hielo había llegado hasta las zonas centrales de Inglaterra. Durante siglos, mientras se fundía, el clima había sido frío, y la tierra de los valles pantanosa y traicionera. Luego llegaron los pinos, bosques espesos que habrían rivalizado con las forestas bávaras de nuestro tiempo. Y después, comenzaron a echar raíces los primeros árboles de hoja caduca, los olmos, los avellanos, seguidos por los robles y los fresnos, que empujaban los bosques hacia el norte, creando una capa de vegetación todavía existente en el siglo veinte.

Bajo el oscuro follaje habían corrido jabalíes, osos y lobos. Los ciervos pastaban en los claros y en los valles, asomándose de cuando en cuando a los altos riscos, donde el bosque era menos espeso y los zarzales formaban brillantes matorrales.

Pero los animales humanos también volvieron al bosque, y avanzaron hacia el norte. Empezaron a abrir espacios en el bosque. Utilizaban el fuego. ¡Qué habilidad habían necesitado para encender el fuego y controlarlo, para crear un claro e instalar su poblado! ¡Y más todavía para resistir el empuje del bosque, que exigía lo que era suyo!

Debió de ser una lucha terrible por la supervivencia. El bosque, desesperado, quería conservar su dominio de la tierra. El hombre y su fuego se lo negaban. Las bestias de aquellos bosques primarios se convirtieron en fuerzas oscuras, en dioses oscuros. Hasta el mismo bosque se veía como un ser consciente, un ser que creaba fantasmas y espíritus para lanzarlos contra el patético invasor humano. Las historias sobre el Urscumug, el guardián del bosque, nacieron del miedo de los recién llegados, de los nuevos invasores, que hablaban otros idiomas y traían consigo otras habilidades. Los Extranjeros.

Y más adelante, los hombres que utilizaban el fuego fueron casi deificados como «los que hablan con las llamas».

—¿Cómo termina la leyenda del Extranjero? —pregunté a Sorthalan cuando volvió a sentarse.

El nigromante se encogió de hombros, un gesto muy moderno. Se echó la pesada capa sobre los hombros y ató los rudos cordones. Parecía cansado.

—Cada Extranjero es diferente —dijo—. Su Sangre vendrá contra él. No se puede saber qué sucederá. Lo que nos hace darte la bienvenida al reino, no es la seguridad del éxito: es la esperanza de éxito. Sin ti, el reino se marchitará como una flor cortada.

—Háblame de la chica pedí.

Evidentemente, Sorthalan estaba muy cansado. Keeton también parecía inquieto, y bostezaba. Sólo el soldado seguía alerta, bien despierto, pero tenía la mirada clavada en algún punto lejano. Sus ojos eran inexpresivos, y tras ellos sólo brillaba la presencia controladora del shamán.

—¿Qué chica?

—Guiwenneth.

Sorthalan se encogió de hombros otra vez, y negó con la cabeza.

—Ese nombre no me dice nada.

¿Cómo la había llamado Kushar? Revisé mis notas. Sorthalan negó con la cabeza nuevamente.

—La hermosa nacida del terror —sugerí. Esta vez, el nigromante me comprendió.

Se inclinó hacia adelante y me puso una mano en la rodilla. Dijo algo en su idioma y me miró con una expresión extraña. Como si se acordara de repente, volvió la cabeza hacia el soldado inexpresivo cuya mirada cobró brillo al instante.

—La chica está con el Extranjero.

—Lo sé —dije—. Por eso le persigo. Quiero recuperarla —añadí.

—La chica es feliz con él.

—No es cierto.

—La chica le pertenece.

—No lo acepto. Él me la quitó.

La reacción de Sorthalan fue de sorpresa. Seguí hablando:

—Él me la quitó, y voy a recuperarla.

—Fuera del reino, ella no tiene vida —dijo Sorthalan.

—Yo creo que sí. Tiene una vida conmigo. Ella eligió esa vida, y Christian actuó contra la voluntad de Guiwenneth. No quiero apropiarme de ella, no quiero poseerla. Simplemente, la amo. Y ella me ama, de eso estoy seguro. —Me incliné más hacia el shamán—. ¿Conoces su historia?

Sorthalan se apartó, pensativo. Evidentemente, mis revelaciones le habían sorprendido.

—Fue criada por los amigos de su padre —insistí—. La entrenaron en los bosques, le enseñaron los caminos de la magia y los caminos de las armas. ¿Verdad? Los cazadores nocturnos cuidaron de ella hasta que fue una mujer. Cuando se enamoró por primera vez, los cazadores nocturnos la llevaron a la tierra de su padre, al valle donde está enterrado. Eso es todo lo que sé. El espíritu de su padre la une al dios Astado. Esto también lo sé. Pero ¿qué sucedió después? ¿Qué le pasó al que la amaba?

«Pero sucedió que, en las tierras del este, se enamoró por primera vez del hijo de un jefe que estaba decidido a poseerla». Las palabras del diario resonaron con fuerza en mi mente. Pero quizá aquella versión fuera demasiado reciente como para que Sorthalan reconociera los detalles.

De repente, Sorthalan se volvió hacia mí. Los ojos le brillaban. A través de su barba, me pareció verle sonreír. Estaba emocionado, parecía optimista.

—Nada sucede hasta que sucede —dijo a través de Frampton—. No había comprendido la presencia de la chica. Ahora la comprendo. ¡Tu misión es más sencilla, Sangre!

—¿Por qué?

—Por lo que ella es —respondió Sorthalan—. Ha estado sometida por el Extranjero, pero ahora se encuentra más allá del río. No se quedará con él. Encontrará fuerzas para escapar…

—¡Y volverá a salir del bosque!

—No. —Sorthalan negó con la cabeza mientras Frampton articulaba el sonido—. Irá al valle. Irá a la piedra blanca, al lugar donde yace su padre. Sabrá que es su única esperanza de volver a ser libre.

—¡Pero no conoce el camino hacia allí! El diario de mi padre dice que

Guiwenneth estaba triste porque no podía dar con el valle que respiraba.

—Huirá hacia el fuego —aseguró Sorthalan—. El valle lleva al lugar donde arde el fuego. Confía en mí, Sangre. Una vez pasado el río, la chica estará más cerca que nunca de su padre. Encontrará el camino. Deberás estar allí para reunirte con ella… ¡y para enfrentarte con su perseguidor!

—Pero ¿qué sucedió después de ese enfrentamiento?

—La historia tiene que contarlo.

Sorthalan se echó a reír, me agarró por los hombros y me sacudió.

—En años venideros, la historia lo contará todo. ¡Por ahora, está incompleta!

Me quedé mirándole como un idiota. Harry Keeton sacudía la cabeza en gesto de incredulidad. Entonces, Sorthalan pareció recordar algo. Su mirada vagó hacia algún punto detrás de mí, y me soltó los hombros.

—Los tres que te siguen tendrán que ser abandonados —dijo Frampton.

—¿Los tres que me siguen?

—Mientras devastaba el reino, el Extranjero reunió una banda de hombres. Su Sangre, también. En cambio, si la chica va al valle, hay una manera mejor de encontrarla, pero los tres deben ser abandonados durante un tiempo.

Pasó junto a mí y gritó algo hacia la oscuridad. Keeton se puso en pie, aprensivo y asombrado. Sorthalan dijo algo en su propio idioma, y los espíritus elementales giraron a nuestro alrededor, formando un velo brillante.

Tres figuras surgieron de la oscuridad de la noche, y avanzaron hacia el brillo de los elementales. Caminaban inseguros. Primero vino el soldado del trabuco, luego el Caballero. Tras ellos, con el escudo y la espada colgando descuidadamente a un costado, llegó la forma cadavérica del hombre que encontramos en la tumba de piedra. Se mantuvo algo alejado de los otros dos: era una criatura mítica terrible, surgida más del horror que de la esperanza.

—Volverás a encontrarlos en otros tiempos —me dijo Sorthalan.

¡Yo sólo podía pensar en que ni siquiera les había oído bajar por el barranco! Pero ahora sabía que la sensación de ser seguidos tenía un fundamento, que no era un miedo irracional.

No sé lo que había entre el shamán y los guerreros. Los tres hombres que me habrían acompañado en otra leyenda volvieron sobre sus pasos hacia el bosque estigio, y desaparecieron de mi vista.

* * *

La consciencia de Billy Frampton volvió brevemente a la forma mitago que se sentaba con nosotros. Los ojos del soldado se iluminaron un poco, y sonrió.

—Vamos a echar un sueñecito, compás. Mañana nos aguarda una buena caminata, debemos encontrar a los muchachos. Tenemos que descansar un rato.

—¿Podrás guiarnos hacia el centro del bosque? —preguntó Keeton a su doble—. ¿Sabrás guiarnos hasta el valle de la piedra blanca?

Frampton le miró, sin comprender.

—Que me aspen si te entiendo, compa. ¿De qué me estás hablando? Me daría por satisfecho con volver a una trinchera y tener un buen plato de rancho…

Mientras hablaba, frunció el ceño, se estremeció y miró a su alrededor. La inseguridad nubló de nuevo su rostro, y empezó a temblar violentamente.

—Esto no está bien… —susurró, mirándonos alternativamente a Keeton y a mí.

—¿Qué es lo que no está bien? —le pregunté.

—Todo este lugar. Creo que estoy soñando. No oigo disparos. Algo anda mal.

Se frotó las mejillas y la mandíbula con los dedos, como un hombre helado de frío que intentara recuperar la circulación bajo la piel.

—Algo anda mal, seguro —repitió.

Alzó la vista hacia el cielo nocturno, hacia el follaje agitado por la brisa. Creo que las lágrimas le brillaban en los ojos. Nos sonrió.

—Me pellizcaré. Quizá estoy soñando. Pronto despertaré. Eso es. Me despertaré, y todo volverá a estar bien.

Y, dicho esto, se agarró a la capa de Sorthalan, y se acurrucó junto al shamán como un niño. Pronto estuvo dormido.

Por lo que a mí respecta, también conseguí dormir un poco. Creo que Keeton hizo lo mismo. Poco antes del amanecer, nos despertamos bruscamente. Gracias a la primera luz del día, la orilla del río resultaba visible.

Lo que nos había despertado era un disparo a lo lejos.

Sorthalan, abrigado con su capa, nos miraba a través de unos ojos entrecerrados, húmedos de rocío. Su rostro seguía inexpresivo. No había ni rastro de Billy Frampton.

—Un disparo —dijo Keeton.

—Sí, ya lo he oído.

—Mi pistola…

Volvimos la vista hacia el lugar donde nos habían atacado los halcones, y nos quitamos de encima las sencillas mantas. Helados, doloridos por lo duro del terreno, corrimos juntos por la orilla del río.

Keeton lo vio y me llamó con un grito. Los dos nos quedamos junto al árbol, observando la pistola, que estaba enganchada a una delgada rama. Keeton la tocó con suavidad, olfateó el cañón y confirmó que acababan de dispararla.

—Lo preparó todo para que el arma no cayera al río con él —dijo Keeton.

Nos dimos la vuelta para contemplar la corriente de agua, pero no había rastro de sangre, ni se veía el cadáver del soldado.

—Él lo sabía —dijo Keeton—. Sabía lo que era. Sabía que no tenía una auténtica vida. Y terminó con la farsa de la única manera honorable.

«Quizá estoy soñando. Eso es. Me despertaré, y todo volverá a estar bien». En realidad no sé por qué, pero durante un tiempo, me sentí terriblemente triste, e irracionalmente furioso con Sorthalan. Según pensaba yo, el shamán había creado un ser humano sólo para utilizarlo, y luego prescindir de él. La verdad, por supuesto, era que Billy Frampton no había tenido más existencia real que los fantasmas que poblaban el follaje, alrededor de nuestro campamento.