20
El valle
Teníamos poco tiempo para llorar la muerte de Frampton. Cuando volvimos, Sorthalan ya había enrollado las pieles sobre las que se asentaba el campamento, y estaba a bordo del pequeño barco, haciendo los preparativos para desplegar las velas.
Recogí la mochila y la lanza, y me despedí del barquero, aunque me resultó difícil sonreír.
Pero una mano me empujó desde atrás, hacia el río. Keeton también había sido impulsado hacia el barco, y Sorthalan nos gritó algo, indicándonos que saltásemos a bordo.
A nuestro alrededor, los espíritus elementales eran como una brisa eterna, y el roce de sus dedos en el rostro y en el cuello era tan molesto como reconfortante. Sorthalan nos tendió una mano para ayudarnos a subir, y nos acomodamos entre los rudos asientos. En toda la parte interior del casco había símbolos y rostros pintados, tallados, o sencillamente arañados. Quizá fueran las marcas de las familias que habían navegado con el primer barquero. Desde la proa, nos contemplaba escudriñadora una cabeza de oso, con expresión sombría, los ojos ligeramente entrecerrados, y dos cuernos que sugerían más una amalgama de deidades que un simple animal.
La vela se hinchó con un brusco sonido, y se desplegó. Sorthalan recorrió el barco para tensar los aparejos. La nave se estremeció una vez, y salió al río para dejarse llevar por la corriente. La vela recogió el viento, los aparejos crujieron, y el barco cobró velocidad. Sorthalan, envuelto en la gran capa, manejaba el timón con la vista fija en el abrupto desfiladero que se abría ante nosotros. El rocío que salpicaba del agua nos enfriaba la piel. El sol estaba bajo en el cielo, y los altos acantilados proyectaban una sombra ominosa sobre las aguas, arrancándoles un brillo escalofriante.
Siguiendo instrucciones de Sorthalan, Keeton y yo nos situamos junto a diferentes aparejos. Pronto aprendimos a tensar y soltar la vela para aprovechar los vientos del amanecer. El río trazaba curvas y meandros por todo el desfiladero. Nos deslizamos sobre las aguas, avanzando mucho más de prisa que si hubiéramos seguido caminando.
Empecé a tener frío, y me alegré de llevar el impermeable. El paisaje que nos rodeaba empezó a mostrar síntomas del cambio de estación. El follaje se hizo más oscuro y empezó a escasear. De repente, estábamos en un bosque sombrío, de finales de otoño, atravesando un desfiladero que parecía interminable. Las cimas del precipicio estaban tan altas sobre nosotros, que apenas podíamos divisar algún que otro detalle, aunque en varias ocasiones detecté un movimiento. De cuando en cuando, grandes rocas caían estruendosamente al río, detrás de nosotros, haciendo que el barco se bamboleara violentamente. Sorthalan se limitaba a sonreír y a encogerse de hombros.
Una corriente cada vez más rápida arrastraba al barco. La nave sorteaba los rápidos, gracias a que Sorthalan manejaba expertamente el timón. Keeton y yo nos agarrábamos a los escálamos como si nos fuera en ello la vida. En cierta ocasión, nos acercamos peligrosamente a las laderas del desfiladero, y sólo un movimiento frenético de la vela evitó el desastre.
Sorthalan no parecía preocupado. Sus espíritus elementales eran ahora una nube oscura, amenazadora, que nos cubría por detrás y por encima, y sólo de vez en cuando nos llegaba un rayo de luz sinuosa, que se filtraba entre el follaje otoñal del desfiladero.
¿Adonde íbamos? Todos los intentos de obtener una respuesta a esa pregunta recibieron como única contestación un dedo que señalaba hacia arriba, hacia la meseta que se alzaba río adelante.
Por fin salimos al sol, y el río se convirtió en una estela dorada, brillante, cegadora. Los elementales se arremolinaron ante nosotros, formando un velo de penumbra a través del cual la luz del sol apenas conseguía filtrarse. Otra vez entre sombras, nos estremecimos al ver una inmensa fortaleza de piedra que se alzaba en la orilla del río, casi cubriendo la parte derecha del acantilado. Era un espectáculo increíble: las torres, torreones y muros almenados parecían escalar por la misma roca. Sorthalan guió el barco hasta llevarlo a la orilla más lejana, y nos hizo gestos para que agacháramos las cabezas. Pronto comprendí por qué: una lluvia de saetas golpearon el barco y el agua que nos rodeaba.
Cuando estuvimos fuera del alcance de las flechas, me indicó que arrancara las afiladas armas del casco exterior, un trabajo más difícil de lo que parece.
También vimos otras cosas en las paredes del acantilado, la más impresionante fue una enorme forma de metal oxidado, que parecía un hombre.
—¡Talos! —se atragantó Keeton cuando pasamos rápidamente junto a ella.
El viento hinchaba ruidosamente la vela. La gigantesca máquina metálica, que tenía más de treinta metros de altura, estaba enclavada entre las rocas, y rodeada en parte por los árboles. Un brazo se extendía sobre el río, y pasamos bajo la sombra de la enorme mano, pensando que de un momento a otro caería sobre nosotros para atraparnos. Pero este Talos estaba muerto, y nos alejamos de su rostro triste y ciego.
Una extraña ansiedad se apoderó de mí.
—¿Adonde demonios vamos, Sorthalan? —pregunté repetidamente en inglés. Para entonces, Christian ya estaría a muchos kilómetros, nos llevaría días de ventaja.
El río trazaba una curva alrededor de la meseta. Nosotros también habíamos recorrido muchos kilómetros, y ya estaba a punto de anochecer. Ciertamente: de pronto, Sorthalan llevó el barco hacia la orilla, lo amarró y preparó la hoguera del campamento. Fue un anochecer frío y ventoso. Nos acurrucamos junto al fuego, y pasamos algunas horas en silencio antes de tumbarnos para dormir.
A aquel día le siguió otro igual, la continuación del aterrador viaje entre las rocas del río, los rápidos y los remolinos, donde peces plateados de un tamaño increíble nadaban a toda velocidad junto a nosotros.
Otro día de navegación, otro día viendo ruinas, formas y señales de actividad primitiva en las paredes del acantilado, cada vez más cercanas entre sí. En determinado momento, pasamos junto a las cavernas donde vivía una tribu. Habían talado los árboles, dejando a la luz la pared del precipicio: había más de veinte cuevas excavadas en la roca. Multitud de rostros observaron nuestro paso, pero no pude captar más detalles.
Al tercer día, Sorthalan dejó escapar un grito de alegría, y señaló hacia adelante. Miré por la borda, escudándome los ojos contra el brillo del sol, y vi que un puente en mal estado cruzaba el río por encima del acantilado.
Sorthalan llevó el barco a la orilla, recogió la vela y dejó que la pequeña nave fuera arrastrada por la corriente hasta llegar bajo la inmensa construcción de piedra. Una gran sombra pasó sobre nosotros. La enormidad de aquel puente cortaba la respiración. Había rostros extraños y formas animales talladas en el tramo. Los pilares partían del mismo precipicio. El puente entero parecía a punto de derrumbarse y, mientras saltábamos a la orilla, una piedra dos veces más grande que yo se desprendió repentinamente del arco y se precipitó, silenciosa y aterradora, hacia el agua, donde la ola que levantó su caída casi nos ahogó a los tres.
En seguida comenzamos el ascenso. Lo que yo pensaba que iba a ser una escalada terriblemente difícil, resultó bastante sencilla, ya que los pilares, groseramente tallados, ofrecían buenos asideros para manos y pies. Las tenues formas de los acompañantes de Sorthalan resultaban claramente visibles a nuestro alrededor, y pronto me di cuenta de que nos estaban ayudando: mi mochila y mi lanza pesaban mucho menos de lo que esperaba.
Bruscamente, mi mochila recuperó su peso normal. Keeton también dejó escapar una exclamación. Estaba en equilibrio precario sobre uno de los pilares, a más de trescientos metros por encima del río, y se encontró sin ayuda por primera vez. Sorthalan nos gritó algo en su antiguo idioma.
Sólo me arriesgué a echar un vistazo hacia abajo. El barco era tan pequeño, el río quedaba tan lejos, que el estómago se me contrajo, y dejé escapar un gemido.
—Aguantame dijo Keeton.
Levanté la vista hacia él, y su sonrisa me dio cierta seguridad.
—Nos estaban ayudando —comenté mientras seguía ascendiendo hacia él.
—Están atados al barco —asintió—. Sin duda, sólo pueden alejarse de él una distancia muy limitada. No importa, ya casi hemos llegado. Queda menos de medio kilómetro…
Ascendimos los últimos cuatrocientos metros por la cara vertical del puente. El viento me azotaba y me zarandeaba, como si unas manos me tirasen de la mochila, tratando de apartarme de la gran estructura. Subimos por uno de los sonrientes rostros de gárgolas, agarrándonos a las fosas nasales, a los ojos y a los labios. Por fin, sentí que las fuertes manos de Sorthalan me ponían a salvo. Caminamos a buen paso hacia la meseta, atravesando el maltrecho puente y los árboles que había más allá. El terreno formaba una pendiente empinada hacia arriba, y luego hacia abajo. Llegamos a un otero rocoso, desde donde pudimos divisar el extenso paisaje invernal del reino interior.
Evidentemente, Sorthalan no podía acompañarnos más lejos. Su leyenda y su objetivo le ataban al río. En nuestro momento de necesidad, había acudido a ayudarnos; ahora, acababa de enseñarme el camino más corto hacia Guiwenneth. Encontró una roca plana y, con una piedra afilada, arañó un mapa que debíamos memorizar. A lo lejos, apenas vagos perfiles en el horizonte, alcancé a ver dos picos gemelos, dos cumbres montañosas cubiertas de nieve. Las señaló en el mapa, y dibujó un valle entre ellas. En el valle estaba la gran piedra. Indicó en el mapa que el valle llevaba a un bosque cercano al gran muro de llamas. Desde donde estábamos, no alcancé a ver ni rastro de humo; había demasiada distancia. Luego señaló en el mapa el tramo del camino que habíamos recorrido en barco. Estábamos más cerca del valle que del lugar donde Christian había cruzado el río. Si Guiwenneth escapaba de mi hermano, y conseguía llegar —ya fuera por casualidad o por instinto— al valle de la tumba de su padre, Christian tendría que viajar muchos más días.
Nosotros estábamos más cerca que él de la piedra.
El último gesto de Sorthalan fue muy interesante. Me cogió la lanza que llevaba sujeta a la mochila, y en el asta, a unos sesenta centímetros de la punta de piedra, dibujó un ojo. Sobre el ojo grabó una runa, como una V invertida con uno de los extremos retorcido. Después, se puso de pie entre nosotros, nos colocó una mano en el hombro a cada uno, y nos empujó amablemente hacia la tierra invernal.
La última vez que le vi estaba sentado en una roca, con la vista perdida en la lejanía. Me despedí con un gesto de la mano, que él me devolvió. Se levantó y desapareció entre los árboles, hacia el puente.
He perdido la cuenta del tiempo, así que hoy es el día X. Cada vez hace más frío. Los dos estamos preocupados, no traemos equipo para soportar un medio ambiente tan crudo. En los últimos cuatro días ha nevado dos veces. Eran poco más que ventiscas, la nieve se colaba entre las ramas de los árboles y apenas llegaba a cuajar. Pero es un mal presagio de lo que nos aguarda. Desde las zonas elevadas, cuando los árboles escasean, las montañas que vemos a lo lejos nos parecen siniestras. Nos estamos acercando, desde luego, pero pasan los días y no parece que avancemos.
Steven está casi al límite. A veces guarda un silencio hosco, a veces grita furioso, culpando a Sorthalan de lo que considera un retraso interminable. Se está volviendo muy extraño. Cada vez se parece más a su hermano. Vi un instante a C en el jardín, y aunque S es más joven, ahora lleva el pelo igual de largo, la barba igual de descuidada. Camina con los mismos aires jactanciosos. Cada vez maneja mejor la espada y la lanza, mientras que mi habilidad con esas armas es casi nula. Me quedan siete balas para la pistola.
Por mi parte, no deja de parecerme fascinante que Steven se haya convertido en un personaje mítico. Es el mitago del reino mitago. Cuando mate a C, la enfermedad que destruye esta tierra desaparecerá. Y, como viajo con él, supongo que yo también soy parte del mito. ¿Se contarán historias sobre la Sangre y su compañero, el estigmatizado, Kee o Kitten, o como quieran que cambien los nombres? Kiton, que en el pasado pudo volar sobre la tierra, y que ahora acompaña a la Sangre por lugares extraños: la escalada por el puente gigante, las aventuras entre bestias extrañas… Si los dos nos convertimos en leyendas para los diferentes pueblos históricos dispersos en este reino, ¿qué significará eso? ¿Nos habremos convertido en parte de la historia auténtica?
¿Se narrarán en el mundo real historias sobre Steven y sobre mí, sobre nuestra búsqueda de venganza contra el Extranjero? No recuerdo muy bien nuestro folklore, pero me intriga imaginar que algunas historias. —Arturo y sus Caballeros, por ejempo (¿sir Kay?)— son versiones elaboradas de lo que estamos haciendo ahora mismo.
Los nombres cambian con el tiempo y las culturas. Peregu, Peredur,
¿Percival? Y el Urscumug, también llamado Urshucum. He estado pensando mucho sobre la leyenda fragmentaria asociada con el Urscumug. Exiliado a una tierra muy lejana, pero esa tierra era Inglaterra, la Inglaterra de finales de la glaciación. ¿Quién lo envió? ¿Y de dónde? No dejo de pensar en el Señor del Poder, que podía cambiar el clima, y cuya voz resonaba entre las estrellas. Sion. Señor Sion. Recuerdo palabras y nombres, y empiezo a asociarlas. Ursh. Sion. En inglés, el sonido de Ursh es parecido al de Tierra. En inglés, el sonido de Sion es parecido al de Ciencia. ¿Los guardianes de la tierra exiliados por la ciencia?
Quizá los héroes populares, los personajes legendarios, no vienen del pasado, sino del…
¡Qué locura! Sí, es una locura. Y vuelvo a ser el hombre racional. Estoy a cientos de kilómetros de las leyes espaciotemporales normales, pero he llegado a aceptar lo extraño como normal. Pese a todo, sigo sin poder admitir que yo mismo estoy fuera de la normalidad.
Me pregunto qué habrá sucedido con el amigo de la Sangre. ¿Qué contaron las leyendas sobre el fiel Kitten? ¿Qué me sucederá si no encuentro al Avatar?
Empezamos a pasar hambre. El bosque era un lugar desolado, al parecer deshabitado. Vi aves comestibles, pero no teníamos ningún medio de cazarlas. Cruzamos arroyos y bordeamos pequeños lagos, pero si algún pez habitaba en ellos, supo esconderse bien de nosotros. La única vez que vi un pequeño venado, le pedí la pistola a Keeton, pero se negó a dármela. Con la confusión del momento, el animal escapó, pese a que me lancé contra él por entre los arbustos y le arrojé la lanza con todas mis fuerzas.
Keeton se está volviendo supersticioso. En algún momento de los últimos días, ha conseguido quedarse con tan sólo siete balas, y las cuida como si le fuera la vida en ello. Una vez, le descubrí examinándolas. Ha grabado sus iniciales en una.
—Ésta es para mí —me dijo—. Pero una de las otras.
—Una de las otras, ¿para quién?
Me miró con ojos inexpresivos, inquietos.
—No podemos sacar nada del reino sin sacrificio —dijo. Miró las otras seis balas que tenía en la mano.
—Una de éstas es para el Cazador. Una es suya, y si la uso por error, él destruirá algo irremplazable.
Quizá Keeton pensaba en la leyenda de la Jagad. No lo sé. Pero se negó a utilizar la pistola. Ya habíamos sacado demasiado del reino. Era hora de devolver el favor.
—Así que prefieres que nos muramos de hambre —le grité, furioso—. ¡Por un capricho estúpido!
El aliento se le helaba al salir, humedeciéndole el bigote. La piel quemada de su barbilla y mandíbula se había vuelto casi blanca.
—No nos moriremos de hambre —dijo con serenidad—. Hay pueblos a lo largo del camino. Sorthalan los señaló.
Nos quedamos quietos, tensos y furiosos, en el bosque helado, observando como pequeños copos de nieve caían de un cielo gris.
—Hace unos minutos me pareció que olía a humo —dijo de repente—. No podemos estar lejos.
—De acuerdo, vamos —repliqué.
Y pasé junto a él, avanzando rápidamente por el duro suelo del bosque.
Pese a la barba que me había dejado crecer, el frío afectaba profundamente a la piel de mi rostro. La ropa de Keeton le daba bastante calor, pero mi impermeable, perfecto para la lluvia, no era gran cosa contra la nieve. Necesitaba una piel de animal y un buen gorro.
A los pocos minutos de aquel enfrentamiento breve y hostil, yo también percibí el olor a quemado. Provenía de una hoguera de carbón de leña. Ardía en un claro del bosque, dentro de un hoyo profundo, sin que nadie la vigilara. Seguimos un camino, que parecía muy utilizado, hasta la empalizada de un pueblo, y llamamos a sus habitantes en el tono más amistoso que nos fue posible.
Era un poblado escandinavo muy antiguo. No me atrevo a llamarlo «vikingo» aunque es más que probable que su leyenda original incluyera elementos de aquellos guerreros. Había tres casas grandes, calentadas por hogueras al descubierto, alrededor de las cuales correteaban animales y niños. Pero vimos rastros obvios de una catástrofe pasada: una cuarta casa quemada, en ruinas, y fuera del pueblo encontramos un montículo de tierra, un túmulo. Luego nos dijeron que allí yacían ocho habitantes del poblado, asesinados años antes por…
Sí, claro.
Por el Extranjero.
Nos dieron de comer bien, aunque usar un cráneo humano como plato no dejaba de provocarnos escalofríos. Los hombres altos, de pelo rubio, envueltos en gruesas pieles, se sentaron a nuestro alrededor. Los niños y las niñas se parecían mucho entre ellos, también altos y con ojos brillantes, y llevaban todo el pelo recogido en trenzas. Nos proporcionaron carne seca y verduras, así como un frasco de cerveza amarga, que tiramos en cuanto estuvimos fuera del poblado. También nos ofrecieron armas, cosa increíble, ya que para cualquier cultura primitiva una espada no sólo representa riqueza, sino también un objeto muy difícil de obtener. Las rechazamos. En cambio, aceptamos otro regalo, consistente en gruesas capas de piel de reno, que me apresuré a sustituir por la mía. Las capas tenían capucha. ¡Por fin, un poco de calor!
* * *
Envueltos en las nuevas indumentarias, partimos un amanecer gélido y neblinoso. Seguimos diversos caminos por el bosque pero, a lo largo del día, la niebla se espesó, dificultándonos el avance. Era una experiencia frustrante, que no contribuyó lo más mínimo a mejorar mi humor. No podía dejar de imaginar a Christian acercandóse al fuego, al reino de Lavondyss, donde los espíritus de los hombres no estaban atados al tiempo. También imaginaba a Guiwenneth, arrastrada tras él contra su voluntad. Hasta la idea de saberla corriendo como el viento hacia el valle de su padre, empezaba a resultarme angustiosa. Nuestro viaje estaba durando demasiado. ¡Seguro que llegarían antes que nosotros!
A última hora del día, la niebla se despejó un poco, aunque la temperatura bajó todavía más. El bosque era un lugar húmedo y gris que se extendía interminable a nuestro alrededor. El cielo estaba encapotado y oscuro. De vez en cuando, me subía a un árbol alto para ver los dos picos gemelos, y recuperar un poco la seguridad.
Y el bosque era cada vez más primitivo: abundaban más los grupos de avellanos y olmos, y empezaban a predominar los abedules, pero el reconfortante roble había desaparecido casi por completo; sólo muy de cuando en cuando encontrábamos uno, junto a algún claro gélido. En vez de temer aquellos claros, Keeton y yo los considerábamos santuarios reconfortantes. Cuando llegaba la noche, el hallazgo de un claro señalaba el momento de acampar.
Viajamos durante una semana entre el hielo. Los lagos estaban helados. Las ramas más exteriores de los árboles, las que se tendían sobre terreno descubierto, estaban llenas de carámbanos. Cuando llovía, nos acurrucábamos, tristes y deprimidos. La lluvia se helaba al momento, y todo el paisaje brillaba.
Pronto estuvimos mucho más cerca de las montañas. El aire olía a nieve. El bosque se hizo menos espeso, y cruzamos riscos en los que en el pasado debió de haber senderos. Desde aquel terreno elevado, divisamos el humo de hogueras en un pueblo lejano. Keeton se quedó en silencio, pero parecía muy nervioso. Cuando le pregunté qué le pasaba, no supo explicármelo: sólo dijo que se sentía muy solo, y que se acercaba el momento de la separación.
La idea de prescindir de la compañía de Keeton no era muy agradable. Pero, durante los últimos días, había cambiado, se había hecho cada vez más supersticioso, cada vez más consciente de su propio papel mitológico. Su diario, esencialmente una descripción vulgar del viaje y de su dolor —el hombro le seguía haciendo daño— repetía constantemente una pregunta. ¿Cuál será mi futuro? ¿Qué cuenta la leyenda sobre el Valiente K?
Por mi parte, ya no me preocupaba el final de la leyenda del Extranjero. Sorthalan había dicho que la historia estaba inacabada. Supuse que eso significaba que los acontecimientos no estaban predestinados, que el tiempo y la situación eran mutables. Mi única preocupación era Guiwenneth, cuyo rostro me inquietaba y me inspiraba a la vez. Siempre parecía estar conmigo. A veces, cuando el viento soplaba, creía oír sus gritos. Incluso llegué a echar de menos la actividad premitago: quizá hubiera avistado una doble suya, y esa proximidad ilusoria me habría reconfortado. Pero, tras pasar la zona de los lugares abandonados, cesó toda actividad…, incluso para Keeton, aunque él agradecía infinitamente la desaparición de las cambiantes formas periféricas.
* * *
Cuando llegamos lo suficientemente cerca del pueblo como para verlo, comprendimos que nos habíamos topado con algo tan primitivo que casi parecía de otro mundo. Había una empalizada de madera, alzada sobre un promontorio del terreno. En la parte exterior encontramos unos metros de tierra llenos de rocas agudas, plantadas en el suelo: una defensa muy simple, fácil de atravesar. Dentro de la empalizada, las chozas eran de piedra, construidas sobre ahondamientos en el terreno. Unas vigas de madera cruzadas formaban el soporte para techos de hierba o paja. Aquel pueblo era más subterráneo que superficial, y cuando cruzamos la entrada, sólo vimos piedra, sólo captamos el olor a hierba fresca o quemada.
Un anciano, ayudado por dos jóvenes, vino hacia nosotros. Todos portaban largos cayados curvos. Su vestimenta se componía de viejas pieles de animales, que formaban unas túnicas bajo las cuales usaban pantalones, atados a las pantorrillas con tiras de cuero. Llevaban brillantes diademas, de las que colgaban plumas y huesos. Los jóvenes tenían el rostro desprovisto de pelo; el anciano lucía una larga barba blanca, sucia, que le llegaba al pecho.
Cuando nos acercamos, vino a nosotros y nos ofreció un recipiente de arcilla. El recipiente estaba lleno de una crema color rojo oscuro. Acepté la ofrenda, pero, evidentemente, se me pedía que hiciera algo más. Detrás de los tres hombres habían aparecido más siluetas encorvadas, hombres y mujeres, bien abrigados contra el frío. Y todos nos miraban. Advertí la existencia de huesos sobre unas plataformas elevadas, más allá de las chozas.
¡Y el aire se llenó con el olor de cebollas asadas!
Entregué el recipiente de arcilla al anciano, y me incliné hacia adelante, suponiendo que se esperaba que me manchara la cara de alguna manera. El hombre pareció complacido, metió un dedo en el ocre y, rápidamente, me dibujó una raya en cada mejilla, para luego repetir la operación con Keeton. Volví a coger el recipiente, y nos adentramos en el pueblo. Keeton seguía muy nervioso.
—Está aquí —dijo.
—¿Quién?
No obtuve respuesta. Keeton estaba completamente absorto en sus propios pensamientos.
Era un pueblo neolítico. Su lenguaje se componía de una colección siniestra de sonidos guturales y diptongos alargados, una comunicación extraña e incomprensible que desafía incluso la reproducción fonética. Examiné aquella comunidad sombría y repelente, buscando cualquier tipo de conexión con algún mito, pero no había nada de interés, a excepción de un túmulo enorme, pintado de blanco, erigido sobre un otero, y las rocas llenas de dibujos intrincados, que rodeaban la casa principal. Todavía estaban tallando aquellas piedras, mientras un niño de no más de doce años supervisaba los trabajos. Nos lo presentaron como Ennik-tigencruik, pero advertí que todos le llamaban «tig». Nos miró atentamente, y nosotros examinamos su manera de tallar la piedra, utilizando cornamentas de animales y piedras.
La obra me recordó a las tumbas megalíticas del oeste, concretamente a las de Irlanda, un país que había visitado con mis padres a los siete años. Aquellas grandes tumbas habían sido las depositarías de los mitos y el folklore durante miles de años. Eran castillos de hadas, y muchas noches se podían ver allí a enanos con armaduras doradas, corriendo entre los montículos.
¿Estaría asociado aquel pueblo con los primeros recuerdos de las tumbas? Jamás sabría la respuesta. Nos habíamos adentrado demasiado. Habíamos retrocedido demasiado en los recuerdos ocultos del hombre. Sólo podíamos relacionar con aquellos tiempos primitivos el mito del Extranjero, y de los primeros Extranjeros: los Urshuca.
Un crepúsculo gris y gélido envolvió la tierra. La niebla helada amortajó las montañas y los valles que las rodeaban. El bosque se convirtió en un lugar de esqueletos negros clavados en el terreno, esqueletos con los brazos alzados en la niebla helada. Dentro de las chozas enterradas, las hogueras dejaban escapar el humo a través de agujeros en los techos de paja, y el aire se impregnó del olor dulce del avellano ardiendo.
De pronto, Keeton se quitó las pieles y la mochila, y lo dejó caer todo al suelo. Pese a mi pregunta, me ignoró, igual que ignoró al viejo. Pasó junto a él, en su camino hacia el otro extremo de la aldea. El anciano de pelo blanco le miró con el ceño fruncido. Llamé a Keeton por su nombre, pero era consciente de la inutilidad del acto. Fuera lo que fuese aquello que obsesionaba al piloto, no quería compartirlo conmigo.
Me llevaron a la choza principal, y me dieron de comer un caldo de verduras, en el que flotaban trozos de ave bastante desagradables. Lo más sabroso que me ofrecieron fue una especie de bizcocho hecho de cereal, con un sabor a nueces y un regusto a paja. Estaba muy bueno.
Al anochecer, ahíto, pero muy solo, salí al terreno que se extendía tras las chozas. Las antorchas que ardían allí dejaban en sombra la empalizada. Soplaba un viento gélido, y las llamas crepitaban. Dos o tres neolíticos me observaban debajo de sus pieles, haciendo comentarios en voz baja entre ellos. Desde el follaje, allí donde brillaba una luz, me llegó el sonido agudo del hueso al golpear contra la piedra: un artista aprovechaba las últimas horas de la jornada para trabajar, impaciente por expresar los símbolos terrestres que le indicara el chico «tig».
Cuando escudriñé la oscuridad de la noche, vi otros fuegos entre las montañas. Evidentemente, aquellos puntos de luz indicaban la presencia de otros pueblos. Pero, a lo lejos, había otro brillo más intenso, al que la niebla prestaba una cualidad difusa, aterradora. Estábamos cerca de la barrera de fuego, la muralla de fuego que los que hablan con las llamas mantenían viva, la frontera entre el bosque y las tierras descubiertas de más allá. Allí, el mundo del Bosque Mitago se convertía en una zona sin tiempo que nadie podría explorar.
Keeton me llamó por mi nombre. Me di la vuelta y le vi, de pie en la oscuridad; una figura delgada sin la capa protectora.
—¿Qué pasa, Harry? —pregunté mientras me dirigía hacia él.
—Es hora de partir, Steve —dijo. Vi que tenía lágrimas en los ojos.
—Ya te lo advertí…
Se volvió y me guió hacia la choza donde había estado refugiado.
—No lo entiendo, Harry, ¿partir adonde?
—Sólo Dios lo sabe —respondió en voz baja mientras se agachaba para cruzar por la puerta baja, hacia el interior cálido—. Pero yo estaba seguro de que llegaría este momento. No vine contigo por diversión.
—No dices más que tonterías —repliqué al tiempo que me erguía.
La choza era pequeña, aunque diez adultos podrían dormir allí. El fuego ardía con viveza en el centro del suelo de tierra. Vasijas de barro se amontonaban en un rincón; en otro, había herramientas de hueso y de madera. Del techo bajo colgaban hebras de hierba y de paja roja.
Sólo había un ocupante más en la choza. Estaba sentado al otro lado de la hoguera, y frunció el ceño al verme entrar. Nos reconocimos al mismo tiempo. Su espada estaba apoyada contra la columna que sostenía el techo. Creo que, por mucho que lo intentara, no habría podido ponerse en pie en aquel diminuto lugar.
—¡Stiv’n! —exclamó, con su acento tan parecido al de Guiwenneth.
Avancé hacia él, y me dejé caer de rodillas. Increíblemente confuso, pero contento de verle, saludé a Magidion, el jefe del Jaguth.
Por extraño que parezca, lo primero que pensé fue que Magidion estaría furioso conmigo, por no haber sabido proteger a Guiwenneth. Aquella repentina ansiedad debió de hacerme parecer un niño a sus pies. La sensación se borró. Eran Magidion y su Jaguth los que habían fallado a la chica. Además, el hombre tenía algo extraño. Para empezar, estaba solo. Además, parecía distraído y triste, y su palmada en mi hombro —un gesto de bienvenida— fue breve e insegura.
—La he perdido —le dije—. A Guiwenneth. Me la arrebataron.
—Guiwenneth —repitió con voz suave.
Extendió el brazo para empujar una rama hacia el fuego, y una lluvia de chispas iluminó el lugar, al tiempo que nos llegaba una oleada de calor procedente de las brasas renovadas. Sólo entonces vi que los ojos del hombretón estaban llenos de lágrimas. Miré a Keeton. Harry Keeton contemplaba a Magidion con una intensidad y una preocupación que yo no conseguía explicarme.
—Ha sido llamado —me dijo Keeton.
—¿Llamado?
—Tú mismo me contaste la historia del Jaguth…
¡Entonces lo entendí! La Jagad había decidido que era el momento de llamar a Magidion. Primero Guillauc, luego Rhydderch, y ahora Magidion. Estaba separado de los demás, una figura solitaria empeñada en una búsqueda, obedeciendo al capricho de una deidad forestal tan extraña como antigua.
—¿Cuándo fue llamado?
—Hace unos días.
—¿Has hablado con él de eso?
Keeton se limitó a encogerse de hombros.
—Todo lo que he podido, como de costumbre. Pero ha bastado…
—¿Qué ha bastado? Sigo sin entender.
Keeton me miró. Parecía un poco angustiado. Luego, sonrió débilmente.
—Ha bastado para darme un poco de esperanza, Steve.
—¿El «avatar»?
En cuanto pronuncié la palabra, me sentí enrojecer de vergüenza, pero Keeton se echó a reír.
—En cierto modo, quería que leyeras lo que escribía.
Se metió la mano en el bolsillo de los pantalones y sacó la pequeña libreta, húmeda, con las puntas dobladas. La apretó un instante y me la entregó. Me pareció ver una cierta esperanza en sus ojos: ya no era el hombre sombrío en que se había convertido durante los últimos días.
—Quédatela, Steve. En realidad, para eso la escribí. Acepté la libreta.
—Mi vida está llena de diarios.
—Éste no es gran cosa. Pero hay una o dos personas en Inglaterra… —Al decirlo, se echó a reír, y sacudió la cabeza—. Hay una o dos personas allí de donde venimos… Bueno, te he escrito sus nombres en la última página. Son gente importante para mí. Por favor, díselo.
—¿Qué quieres que les diga?
—Dónde estoy. Dónde he ido. Que soy feliz. Sobre todo eso, Steve. Que soy feliz. Quizá no quieras divulgar demasiado el secreto del bosque…
Sentí una tristeza terrible. A la luz del fuego, el rostro de Keeton estaba tranquilo, casi radiante. Miró a Magidion, que nos observaba a los dos, creo que bastante asombrado.
—Vas a ir con Magidion… —afirmé más que pregunté.
—No es demasiado partidario de llevarme, pero lo hará. La Jagad le ha llamado, y su búsqueda tiene relación con un lugar que vi en el bosque francés. Sólo fue un vistazo breve, pero me bastó. Ese lugar, Steve…, es un lugar mágico. Sé que puedo librarme de esto…
Se tocó la quemadura del rostro. La mano le temblaba, los labios le temblaban. Me di cuenta de que era la primera vez que me mencionaba su herida.
—Nunca me he sentido completo. ¿Lo comprendes? En la guerra, hay hombres que pierden las piernas o los brazos, y siguen viviendo con normalidad. Pero, con esto, nunca me he sentido completo. Me perdí en aquel bosque fantasma. Estoy seguro de que era un bosque como el Ryhope. Fui atacado por… algo… —Me miró con una expresión de temor en los ojos—. Me alegro de que no nos hayamos encontrado con aquello, Steve. Ahora me alegro. Me quemó con sólo tocarme. Defendía el lugar que vi. ¡Qué lugar tan hermoso! Lo que ardió, puede volver a quedar como estaba. En este reino no sólo hay armas ocultas, y leyendas de guerreros, y defensores de la justicia, y cosas así. También hay belleza, el cumplimiento de los deseos, y mucho más… No sé cómo describirlo. ¿Utopía?
¿Paz? Quizá una visión futura de todos los pueblos. Un lugar como el paraíso. Quizá sea el paraíso.
—Has venido desde tan lejos en busca del paraíso —dije con suavidad.
—En busca de la paz —me respondió—. Creo que ésa es la palabra exacta.
—¿Y Magidion conoce ese… lugar de paz?
—Lo vio una vez. Sabe del dios animal que lo vigila, el «avatar», como yo lo llamo. Vio la ciudad. Vio sus luces, el resplandor de sus calles y ventanas. La recorrió, contemplando sus torres, escuchando la llamada nocturna de sus sacerdotes. Un lugar increíble, Steve. El recuerdo de esa ciudad me ha perseguido siempre. Es cierto, ya lo sabes… —Frunció el ceño, comprendiendo algo a medida que hablaba—. Creo que soñé con ese lugar incluso cuando era niño, mucho antes de que mi avión se estrellara sobre el bosque fantasma. Yo lo soñé. ¿Lo he creado yo? —Se rió, confuso—. Es posible. Mi primer mitago. Es posible.
Yo estaba agotado, pero tenía que averiguar todo lo posible sobre Keeton. Estaba a punto de perderle. Sólo con pensar en su partida, me invadía un miedo terrible. Quedaría solo, completamente solo, en este reino…
Poco más podía decirme. Según su historia, se había estrellado en un bosque fantasma, junto con su copiloto. Los dos vagaron, aterrados y muertos de hambre, por un bosque tan espeso e increíble como el Ryhope. Lucharon por sobrevivir durante dos meses, y dieron con la ciudad por pura casualidad. Les atrajeron lo que pensaban eran luces de una ciudad, en el lindero del bosque. Los edificios brillaban en la noche. Les resultó completamente desconocida, no se parecía a ninguna otra ciudad de la historia: un lugar maravilloso, deslumbrante, que les tentó emocionalmente y les hizo tambalearse a ciegas hacia allí. Pero estaba vigilada por criaturas con poderes terroríficos, y uno de aquellos «avatares» proyectó fuego contra Keeton, causándole una terrible quemadura desde la boca al estómago. Su compañero consiguió esquivar al guardián, y lo último que vio Keeton, cegado por las lágrimas, apenas capaz de contener los gritos de dolor, fue la silueta lejana del copiloto caminando por las luminosas calles.
El mismo avatar le llevó lejos de la ciudad, y le liberó en los límites del bosque. La quemadura sólo había sido un aviso. Keeton fue capturado por una patrulla alemana, y se pasó el resto de la guerra en el hospital de un campo de prisioneros. Y después de la contienda, por mucho que lo intentó, no consiguió dar con el bosque fantasma.
Con respecto a Magidion, había poco más que añadir. La llamada le había llegado unos días antes. Magidion dejó al Jaguth y se adentró hacia el corazón del reino, hacia el mismo valle que era mi destino. Para Magidion y sus compañeros de armas, el valle era un símbolo importantísimo, un lugar de gran poder espiritual. Su jefe, el valiente Peredur, estaba enterrado allí. Al ser llamados, todos y cada uno viajaban hasta la piedra, antes de adentrarse más, a través de las llamas, hacia el notiempo, o de volver atrás, lo que parecía ser el destino de Magidion.
No sabía nada de Guiwenneth. El corazón de la joven había amado, y con eso quedaba roto su lazo con el Jaguth. La angustia de Guiwenneth les había llevado hacia Refugio del Roble, tantas semanas antes, para reconfortarla, para asegurarle que podía tomar con sus bendiciones a aquel extraño joven como amante. Pero la historia de Guiwenneth se había desarrollado al margen de la suya. Ellos la criaron y la entrenaron; ahora, ella tenía que ir al valle que respiraba, para invocar al espíritu de su padre. En la historia que me contara mi propio padre, el Jaguth la acompañaba. Pero el tiempo y las circunstancias cambiaban los detalles de la historia, y en la versión que me había tocado vivir, Guiwenneth estaba destinada a volver a su valle como cautiva de un hermano cruel y despiadado.
Ella triunfaría, por supuesto. ¿Cómo podía ser de otra manera? A menos que triunfara sobre su opresor, a menos que venciera, a menos que se convirtiera en la joven del poder, su leyenda no tendría sentido.
El valle estaba cerca. Magidion ya había pasado por allí, y ahora volvía sobre sus pasos, hacia el reino interior del bosque.
Cuando el fuego terminó de consumirse, dormí como un tronco. Keeton también durmió, aunque durante la noche me despertó el sonido del llanto de un hombre. Nos levantamos juntos antes de que amaneciera. Hacía un frío espantoso y, pese a estar dentro de la choza, el aliento se nos helaba. Magidion y Keeton se refrescaron un poco, rompiendo el hielo que se había formado sobre una gran vasija de piedra llena de agua.
Salimos afuera. No había nadie más por allí, pero de todas las chozas surgían ya las primeras columnas de humo. Temblando violentamente, comprendí que estaba a punto de nevar. El hielo brillaba en todo el asentamiento neolítico. Los árboles que crecían junto a la empalizada parecían de cristal.
Keeton se metió la mano en el bolsillo, sacó la pistola y me la tendió.
—Quizá deberías llevártela —dijo. Negué con la cabeza.
—Gracias, creo que no. No me parecería justo atacar a Christian con «artillería». Me miró durante un segundo, y luego sonrió de una manera extraña, casi fatalista. Volvió a guardarse el arma en el bolsillo del pantalón.
—Quizá sea lo mejor —dijo.
Y así, con una brevísima despedida, Magidion echó a andar hacia la salida. Keeton le siguió, con la enorme mochila a la espalda. La capa de pieles hacía que su cuerpo pareciera enorme… y aun así era pequeño en comparación con el hombre que abría la marcha hacia el amanecer. Keeton titubeó un instante, se dio la vuelta y alzó la mano en gesto de despedida.
—¡Espero que la encuentres! —me gritó.
—La encontraré, Harry. La encontraré, y la recuperaré.
Se quedó junto a la entrada e hizo una pausa larga, insegura.
—Adiós, Steve —dijo al fin—. Has sido el mejor de los amigos. El nudo en la garganta casi me impidió hablar.
—Adiós, Harry. Cuídate.
Oímos la orden de Magidion, casi un ladrido. El piloto se dio la vuelta y caminó rápidamente hacia la penumbra de los árboles. Ojalá encuentres la paz, valiente K. Ojalá tu historia sea feliz.
* * *
Durante horas, me dominó una depresión terrible. Me quedé acurrucado en la pequeña choza, mirando el fuego, leyendo y releyendo de cuando en cuando las anotaciones en la libreta de Harry. El pánico y la soledad se apoderaron de mí y, durante un buen rato, me sentí incapaz de continuar mi viaje.
El anciano de la barba blanca vino a sentarse junto a mí, y su presencia solícita me alegró.
La depresión pasó, por supuesto.
Harry se había ido. Buena suerte a Harry. Me había dicho que me faltaban dos o tres días de viaje hasta llegar al valle. Magidion ya había estado allí, y construyó un refugio de cazador cerca de la piedra. Podría aguardar en él hasta que llegara Guiwenneth.
Y Christian. El momento de la confrontación se acercaba.
Salí de mi encierro durante las primeras horas de la tarde, y partí entre los ligeros torbellinos de nieve que caían del cielo gris. El anciano me había marcado la cara con diferentes tonos de ocre, además de regalarme una figurilla de marfil en forma de oso. No tenía ni idea de para qué servían los dibujos y el icono, pero ambas aportaciones me alegraban, y guardé el talismán de oso en lo más profundo del bolsillo del pantalón.
Aquella noche, casi me congelé, acurrucado en la tienda de lona, que había plantado en un claro. El lugar me había parecido bien resguardado, pero un viento terrible lo azotó sin piedad desde la noche al amanecer. Sobreviví al frío, y al día siguiente salí al claro, en la cima de una pendiente. Desde allí pude divisar el bosque y las montañas lejanas.
Había pensado que el valle con la piedra de Peredur estaba entre aquellas imponentes pendientes cubiertas de nieve. Ahora descubría lo equivocado que estaba, lo incorrecto que era el mapa de Sorthalan.
Desde aquella posición, avisté por primera vez la gran muralla de fuego. El terreno se elevaba y caía en una serie de colinas abruptas, cubiertas de árboles. Entre ellas, en algún punto, estaba el valle, pero la barrera de fuego que se alzaba sobre el bosque oscuro, formando una brillante banda amarilla coronada de humo, estaba evidentemente a este lado de las montañas.
Las montañas se encontraban más allá, en el lugar imposible donde el tiempo dejaba de tener sentido.
Otra noche, esta vez acurrucado en un saliente protegido de la roca, que conseguí calentar con una pequeña hoguera. No me gustó demasiado la idea de encender un fuego, ya que mi refugio estaba en terreno elevado y las llamas atraían la atención. Pero en aquel lugar húmedo y gélido el calor era algo precioso. Me senté en la diminuta cueva, muerto de hambre, pero sin el menor interés en las escasas provisiones que llevaba. Contemplé el paisaje oscuro, y el brillo lejano del fuego de los que hablan con las llamas. En algunos momentos, me parecía captar el sonido de la madera al arder.
Durante la noche, oí el relincho de un caballo. Venía de algún punto entre los árboles iluminados por la luna, bajo el saliente donde yo me acurrucaba. Me situé ante mi pequeña hoguera, tratando de bloquear la luz. El sonido me había llegado amortiguado, distante. ¿Habría voces también? ¿Quién podía viajar en una noche tan oscura y fría?
No capté más ruidos. Temblando de aprensión, volví a arrastrarme hacia mi cueva, y esperé el amanecer.
Por la mañana, todo estaba cubierto de nieve. No era una capa gruesa, pero dificultaba la marcha. Entre los árboles resultaba más difícil ver las raíces retorcidas y los agujeros traicioneros. El bosque se mecía y susurraba en aquel silencio blanco. A veces, oía a algún animal, pero sin llegar a verlo. Unos pájaros negros trazaban círculos y graznaban sobre las ramas desnudas.
La nevada se hizo más intensa. Empecé a sentirme inquieto mientras atravesaba el bosque. Cada vez que una rama se rompía y dejaba caer nieve en el terreno, el corazón me daba un vuelco.
En determinado momento de la mañana, empecé a notar una sensación extraña. Supongo que se debía en buena parte al miedo, y también al caballo cuyo relincho quejumbroso había oído durante la noche gélida. Empecé a tener la seguridad de que alguien me seguía, y eché a correr.
Durante un rato, me resultó muy fácil correr, eligiendo cautelosamente el camino por el bosque cubierto de nieve, esquivando con cuidado las raíces prominentes y los desniveles del terreno.
Cada vez que me detenía y volvía la vista en el bosque silencioso, me parecía oír un movimiento furtivo. Todo el lugar era una mezcla confusa de sombras, de blanco y de gris. Entre esas sombras no había ningún movimiento, excepto el de los copos de nieve al caer por las ramas, acompañando con su suave caída mi huida aterrada.
Pocos minutos más tarde, lo oí; el sonido inconfundible de un caballo, y el de hombres corriendo. Escudriñé a través de la nieve, tratando de atisbar algo en las zonas grises entre los árboles. Una voz gritó algo, y recibió respuesta desde algún punto a mi izquierda. El caballo relinchó de nuevo. Oí el susurro de pies arrastrándose por el terreno blando.
Me volví hacia el valle y eché a correr como si me fuera la vida en ello. Pronto, detrás de mi, mis perseguidores olvidaron toda intención de ocultar su presencia. Los cascos del caballo cada vez sonaban más fuertes, más regulares. Los gritos de los hombres tenían un tono triunfal. Cuando miré hacia atrás, vi sombras que se movían a través del bosque. El jinete y su montura aparecieron sobre el manto blanco.
En mi huida, tropecé y fui a estrellarme contra un árbol. Me giré como un animal acosado, y preparé la lanza con punta de piedra. Lo que vi me dejó atónito: los lobos saltaban sobre la nieve a izquierda y derecha, algunos incluso me miraban con nerviosismo…, pero huían. Vi al gran venado que corría entre los árboles, perseguido por la voraz manada. Durante un segundo, me quedé confuso. Quizá toda la sensación de ser perseguido sólo se debía a aquello…
Pero el jinete estaba allí. El animal sacudió la cabeza cuando el hombre que lo montaba lo espoleó hacia adelante. Cada vez que posaba un casco sobre el suelo, la nieve volaba a su alrededor. El jinete no era otro que el fenlander, embutido en su capa oscura, sosteniendo su jabalina de punta letal con una facilidad arrogante. Me miró con los ojos entrecerrados y, bruscamente, puso el caballo al galope, preparando su jabalina para atacar.
Me lancé hacia un lado, tropezando con las raíces, con la mochila rebotándome en la espalda. Mientras me movía, volví a ciegas la lanza contra mi atacante. Oí un grito animal de dolor, y la lanza recibió un brusco tirón en mis manos. Había herido al caballo en el flanco, desgarrándole la carne. Se sacudió, se encabritó, y arrojó al fenlander de su lomo. El hombre se sentó en la nieve riéndose, sin dejar de mirarme. Comenzó a ponerse de pie y buscó su jabalina.
Reaccioné sin pensar, y le ensarté. La lanza se quebró allí donde Sorthalan había grabado el ojo vigilante. El fenlander miró estúpidamente la vara de madera que le surgía del pecho, antes de alzar la vista hacia mi figura temblorosa. Todavía le amenazaba con el asta rota de la lanza. Se le pusieron los ojos en blanco, y cayó hacia atrás con la boca abierta.
La nieve empezó a cubrirle el rostro.
Le dejé allí tendido. ¿Qué otra cosa podía hacer? Me libré del trozo de lanza, y caminé intranquilo por el bosque, preguntándome dónde estaría el resto de la banda. Y dónde se ocultaría Christian.
Y así, temblando por la conmoción de haber matado, perdido en mis pensamientos nerviosos, salí del bosque para entrar en el valle, donde soplaba un viento terrible.
La roca de Peredur se alzaba en la nieve ante mí: un hito gigantesco, azotado por los vientos, dominando el lugar desde sus casi veinte metros de altura. Caminé hacia el megalito grisáceo, anonadado y conmovido por la majestad del monumento. No ostentaba ningún adorno, la piedra había sido tallada en una sola pieza con las herramientas más primitivas que se puedan imaginar. Se ahusaba ligeramente en la cúspide, y tenía una leve inclinación hacia la muralla de fuego, en el otro extremo del valle. La nieve se había acumulado contra un lado de la piedra, casi cubriendo la silueta de un pájaro, de especie difícilmente distinguible, labrada burdamente en su superficie. Era el símbolo más antiguo para representar a Peredur, la sencilla asociación con el mito del rescate. Así que aquélla era la roca de Peredur, la misma para todas las versiones de la leyenda: una piedra para Peredur, cualquiera que fuese el nombre por el que se le conociera, el lugar que buscaba la chica rescatada en sus alas, cualquiera que fuese la forma en la que se la hubiera conocido a lo largo de los siglos.
Guiwenneth. Su rostro estaba ante mí, más bello que nunca, con los ojos chispeantes de diversión. Mirara hacia donde mirase, allí la veía: en las colinas, en las ramas blancas, en la lejana muralla de humo oscuro… «Inos c’da, Stivv’n», decía. Y se reía, cubriéndose la boca con la mano.
—Te he echado de menos —le dije.
—Mi punta de lanza —murmuraba, tocándome la nariz con un dedo—. Tú tienes la fuerza. Mi preciosa punta de lanza…
El viento era increíblemente frío. Soplaba desde las colinas, azotando la barrera de los que hablan con las llamas, la muralla de fuego que aislaba el reino interior. Su voz se desvaneció, sus pálidos rasgos se perdieron entre la nieve. Caminé en torno a la piedra, temeroso de que me sorprendieran los halcones de Christian, casi gritando el nombre de Guiwenneth, anhelando que estuviera allí acurrucada, esperándome.
Lo primero que vi fue un rastro de huellas, que pasaba entre los árboles hacia las llamas. Estaban casi cubiertas por la nieve, pero resultaba evidente que alguien había estado junto a la piedra, para luego caminar valle abajo.
Empecé a seguir las huellas, casi sin atreverme a considerar la identidad del que las había hecho. Los árboles eran densos en la hondonada del valle. Durante un buen tramo, la nieve era espesa, pero pronto desapareció del suelo cuando el calor de la muralla de fuego se hizo más intenso.
El crepitar y rugir de las llamas fue subiendo en volumen. Pronto llegué a ver el fuego a través del bosque. Y, cuando todo lo que se extendía ante mí era una barrera de llamas, entré en una zona de troncos chamuscados y calcinados, con ramas ennegrecidas como los miembros de las víctimas de un incendio. Restos abrasados de avellanos y robles, así como de toda clase de árboles, se destacaban contra el brillo del muro de llamas; parecían figuras humanas retorcidas.
Una de las figuras se movió, siguiendo la dirección de las llamas, para desaparecer tras la sombra de un árbol alto. Rápidamente, me puse a cubierto y observé los alrededores, antes de correr hacia un punto más ventajoso, aprovechando los espacios resguardados, protegiéndome los ojos para ver contra el brillo del incendio. Otra vez descubrí un movimiento furtivo. Una forma alta —demasiado alta para ser Guiwenneth—, que llevaba algo brillante.
Me dejé caer sobre los talones, y luego corrí hacia una roca pequeña, para ocultarme tras ella. No vi más movimientos, y salí cautelosamente para situarme junto al tronco de un roble carbonizado.
Se levantó del suelo como un espectro, a menos de cinco pasos de mí, una sombra surgiendo de entre las sombras. Le reconocí al momento. Llevaba una espada de hoja larga. Sudaba a mares, y se había quedado sólo con una camisa de lana color gris oscuro, abierta hasta la cintura, y unos pantalones amplios, atados a las pantorrillas para impedir que ondearan. Tenía dos cortes recientes en el rostro, y uno de ellos le cruzaba el ojo izquierdo. La sonrisa que asomaba bajo la barba oscura parecía cruel y violenta. Sostenía la espada con tanta facilidad como si estuviera hecha de madera, y se acercó lentamente a mí, sin dejar de hablar.
—Así que has venido a matarme, hermano. Has venido a ejecutar la hazaña.
—¿Pensabas que no lo haría?
Se detuvo, sonrió y se encogió de hombros. Clavó la espada en el suelo y pareció apoyarse en ella.
—La verdad, me has decepcionado —dijo, burlón—. No traes una lanza de la Edad de Piedra.
—Me dejé la punta en el pecho de tu mano derecha. El fenlander. En el bosque.
Christian pareció sorprendido, y frunció ligeramente el ceño mientras miraba más allá de la roca de Peredur.
—¿El fenlander? Creí que yo mismo lo había enviado al otro barrio.
—Pues parece que no —dije con tranquilidad.
Pero mis pensamientos corrían desbocados. ¿Qué estaba diciendo Christian?
¿Me estaba dando a entender que se había producido una guerra civil en su banda? ¿Estaba solo ahora, solo y abandonado por sus hombres?
Había algo débil en mi hermano, algo casi fatalista. Seguía mirando el fuego, pero cuando me acerqué un paso hacia él, reaccionó bruscamente, y la espada resplandeciente de rojo me apuntó. Caminó a mi alrededor muy despacio, mientras el fuego arrancaba chispas de sus ojos e iluminaba la sangre seca de su rostro.
—La verdad, Steven, confieso que me impresiona tu obstinación. En Refugio del Roble, creí haberte ahorcado. Luego envié a seis hombres para acabar contigo en el río. Me pregunto qué les sucedió…
—Todos están flotando en el agua, aunque supongo que ya se los habrán comido los peces.
—Muertos a tiros, supongo —dijo con amargura.
—Sólo uno —murmuré—. Los demás…, sencillamente, no eran buenos con la espada.
Christian dejó escapar una carcajada de incredulidad, al tiempo que sacudía la cabeza.
—Me gusta tu tono, Steve. Arrogante. Eso es fuerza. Ya veo que estás decidido a ser la Sangre vengadora.
—Quiero a Guiwenneth. Eso es todo. Matarte es menos importante. Si tengo que hacerlo, lo haré. Pero preferiría que no fuera necesario.
Christian se detuvo en su lento caminar. Alcé mi espada celta en gesto amenazador, y él inclinó la cabeza para examinarla.
—Bonito juguete —dijo con cinismo, rascándose el vientre a través del tejido oscuro de la camisa—. Debe ser muy útil con las patatas.
—Y con los halcones —mentí. Christian se sorprendió.
—¿Has matado a uno de mis hombres con eso?
—Dos cabezas, dos corazones…
Mi hermano se quedó en silencio un segundo, y luego rompió a reír otra vez.
—¡Qué mentiroso eres, Steve! ¡Qué noble mentiroso! En tu lugar, yo haría lo mismo.
—¿Dónde está Guiwenneth?
—Vaya, vaya, ésa sí que es una buena pregunta. ¿Dónde está Guiwenneth? Eso, ¿dónde está?
—Entonces, ha escapado de ti.
El alivio aleteó en mi pecho como un pájaro.
Pero la sonrisa de Christian era amarga. Sentí que la sangre me ardía en las mejillas, y que el calor del fuego era casi insoportable. Rugía, siseaba, crepitaba en un torrente de sonido demasiado cercano.
—No exactamente —replicó Christian muy despacio—. No fue exactamente que escapara…, más bien la dejé ir…
—¡Respóndeme, Chris! ¡Respóndeme, o te juro que te mataré! La ira me hacía parecer ridículo.
—He tenido algunos problemas, Steve. La dejé ir. Los dejé ir a todos.
—Tu banda se revolvió contra ti.
—Pues ahora se están revolviendo en sus tumbas. —Dejó escapar una risita gélida—. Fueron muy estúpidos al pensar que podían derrotarme. Por lo visto, no conocían sus tradiciones. El Extranjero sólo puede morir a manos de su Sangre. Me honras, hermano. Me honras al haber recorrido un camino tan largo para acabar conmigo.
Sus palabras me golpearon como martillos. «Dejarlos ir», quería decir que los había matado. Oh, Dios, ¿había matado también a Guiwenneth? La idea dominó cualquier otro pensamiento racional. Por si no hacía bastante calor, ahora me abrasaba la ira, la llama roja del odio. Me precipité hacia Christian, esgrimiendo la espada. Él se echó a un lado, blandiendo su propia espada, riendo a carcajadas cuando el hierro chocó contra el acero. Volví a atacar, esta vez un golpe bajo. El sonido fue como el tañido de una campana. Y otra vez, un golpe hacia su cabeza… y otra vez, contra su vientre… A cada golpe, el brazo me dolía, pero Christian los detenía todos con sus propios golpes feroces. Agotado, me detuve y observé las sombras fluctuantes que el fuego proyectaba sobre su rostro salvaje y sonriente.
—¿Qué le ha pasado, qué le ha pasado a Guiwenneth? —pregunté, jadeante y dolorido.
—Vendrá aquí —replicó—. En su momento. Una chica hábil con el cuchillo… Mientras hablaba, se abrió la camisa oscura y me mostró la mancha de sangre que se extendía sobre su vientre, lo que yo había tomado por sudor y suciedad.
—Buen golpe. No es fatal, pero casi. Por supuesto, me estoy desangrando…, pero no moriré… —Dejó escapar un gruñido—. ¡Porque sólo la Sangre puede matarme!
Al pronunciar aquellas palabras, una rabia animal se reflejó en sus ojos, y se lanzó contra mí con una velocidad prodigiosa, su espada invisible contra el fuego. La sentí cortando el aire a ambos lados de mi cabeza y, un segundo más tarde, mi propia arma me fue arrebatada de la mano. Salió volando hacia el otro lado del claro. Retrocedí tambaleante, y traté de agacharme para esquivar el cuarto golpe de Christian, que cortó el aire horizontalmente hacia mi cuello…, para detenerse en seco sobre mi piel.
Yo temblaba como una hoja, con los labios entreabiertos y la boca seca de miedo.
—¡Así que tú eres la temible Sangre! —rugió, con las palabras llenas de ironía y furia—. Tú eres el guerrero que viene a matar a su hermano. Las rodillas te tiemblan, los dientes te castañetean…, ¡una burla de soldado!
No podía responder nada. La hoja caliente me cortaba la piel del cuello con suavidad, cada vez más profundamente. Los ojos de Christian relampagueaban. Literalmente.
—Me temo que tendrán que rescribir la leyenda —murmuró con una sonrisa—. Has recorrido un largo camino sólo para ser humillado, Steve. Un largo camino para que tu cabeza termine clavada en tu propia espada.
Desesperado, me aparté de su arma y me agaché, rezando para que sucediera un milagro. Cuando volví a enfrentarme a él, me paralizó la máscara de terror que era su rostro, los dientes amarillos que brillaban bajo los labios entreabiertos. Blandió la espada de lado a lado, un borrón de velocidad y viento tan regular como el latido del corazón. Cada vez que pasaba ante mi rostro, la punta me tocaba los párpados, la nariz, los labios. Retrocedí rápidamente. Christian saltó en pos de mí, humillándome con su habilidad.
En menos tiempo del que se tarda en contarlo, me hizo caer de bruces, me lanzó un doloroso golpe a las nalgas, y me obligó a ponerme en pie, colocando el filo de la espada bajo mi barbilla. Como la otra vez, en el jardín, me empujó contra un árbol. Como la otra vez, demostró ser muy superior a mí. Como la otra vez, toda la escena tenía un marco de fuego.
Y Christian era un hombre viejo y cansado.
—No me importan las leyendas —dijo en voz baja.
Miró las rugientes llamas. El fuego arrancaba reflejos de la sangre y el sudor que cubría sus facciones. Se volvió hacia mí, hablando muy despacio, con el rostro muy cerca del mío, el aliento sorprendentemente dulce.
—No te voy a matar…, Sangre. Ya estoy por encima de la muerte. Ya estoy por encima de todo.
—No te entiendo.
Christian titubeó un momento, y luego, ante mi sorpresa, me soltó y se alejó. Caminó unos pasos en dirección al fuego. Yo me quedé donde estaba, agarrado al árbol para sostenerme en pie, pero consciente de que mi espada estaba cerca. Christian no me miraba. Estaba ligeramente inclinado, como si sufriera mucho.
—¿Te acuerdas del barquito, Steven? —dijo—. ¿Del Viajero?
—Claro que sí.
Yo estaba atónito. ¡Vaya momento para ponerse nostálgico! Pero no era un simple recuerdo de tiempos mejores. Christian se volvió hacia mí, y una nueva emoción brilló ahora en sus ojos: la excitación.
—¿Te acuerdas cuando lo encontramos? El día que nos visitaba la tía. Aquel barquito salió del Bosque Ryhope como nuevo. ¿Lo recuerdas, Steve?
—Como nuevo —asentí—. Y seis semanas más tarde.
—Seis semanas —dijo Christian, soñador—. El viejo sabía algo. O creía saberlo.
Me aparté del árbol y me acerqué a mi hermano.
—En su diario, hablaba de la distorsión del tiempo. Fue una de sus primeras apreciaciones importantes.
Christian asintió. Había bajado la espada. El sudor le cubría el cuerpo. Parecía ausente, dolorido, casi tembloroso. Luego, volvió al presente.
—He pensado mucho sobre nuestro pequeño Viajero —dijo. Miró hacia arriba, escudriñó los alrededores.
—En este reino hay algo mucho más importante que Robin Hood y el Brezo. —Clavó la vista en mí—. Hay leyendas más importantes que las de los héroes. ¿Sabes qué hay más allá del fuego? ¿Sabes qué hay al otro lado? No sin cierta dificultad, apuntó hacia detrás con la espada.
—Lo llaman Lavondyss —respondí.
Dio un paso hacia adelante con gran esfuerzo, apretándose el costado con una mano, y agarrando con la otra la espada a modo de bastón.
—Que lo llamen como quieran —dijo—. Es el Período Glaciar. ¡El Período Glaciar que cubrió Gran Bretaña hace más de diez mil años!
—Y más allá del Período Glaciar, el interglaciar, supongo. Y luego el siguiente Período Glaciar, y así consecutivamente, de vuelta a los dinosaurios…
Christian negó con la cabeza, y me miró con una seriedad mortal.
—Sólo el Período Glaciar, Steve. O eso me han dicho. Después de todo —una leve sonrisa—, el Bosque Ryhope es muy pequeño.
—¿Qué pretendes, Chris?
—Más allá del fuego está el hielo. Y dentro del hielo hay un lugar secreto. He oído historias y rumores sobre él. Un lugar para empezar de nuevo, para hacer algo con el Urscumug. Después, más allá del hielo, otra vez el fuego. Más allá del fuego, el bosque. Y después, Inglaterra, el tiempo normal. He estado pensando sobre el Viajero. ¿No recibió ni un arañazo mientras navegaba a través del reino? Seguro que sí. ¡Seguro que estuvo aquí mucho más de seis semanas! Pero ¿qué sucedió con los daños que sufrió? Quizá…, quizá desaparecieron. Quizá, cuando salió del bosque, el reino le quitó el tiempo que le había impuesto. ¿Comprendes lo que digo? ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¿Tres semanas? ¿Cuatro? Pues, seguramente, fuera sólo han transcurrido unos pocos días. El reino te ha impuesto su tiempo. Y, quizá, si sales por el camino correcto, te lo quite de encima.
—Juventud eterna… —murmuré.
—¡En absoluto! —exclamó, frustrado por mi falta de capacidad para comprender—. Regeneración. Compensación. Yo tengo catorce o quince años más de los que tendría si me hubiera quedado en Refugio del Roble. Creo que el reino me librará de esos años, y de las cicatrices, y del dolor, y de la rabia… —De repente, parecía como si estuviera implorándome—. Tengo que intentarlo, Steve. Ya no me queda nada.
—Has destruido el reino —le dije—. He visto la corrupción. Tenemos que luchar, Chris. Tienes que morir.
Durante un momento, no dijo nada. Luego dejó escapar un gruñido mezcla de frustración e inseguridad.
—¿De verdad podrías matarme? —preguntó con un tono tranquilo, amenazador. No respondí. Él tenía razón, por supuesto. Seguramente, no podría. Lo habría hecho en el ardor del momento, pero tras mirar a aquel hombre herido, agotado, supe que sería incapaz de descargar el golpe. Y aun así…
Y aun así, eran demasiadas cosas las que dependían de mí, de mi valor y resolución.
Empecé a sentirme mareado. El calor del fuego era agotador, insoportable.
—En cierto modo, me has matado —señaló mi hermano—. Todo lo que quería era a Guiwenneth, y no he podido tenerla. Ella te amaba demasiado. Me destruyó. La he buscado durante demasiados años. El dolor de encontrarla fue demasiado grande. Quiero salir del reino, Steve. Déjame marchar…
Sus palabras me sorprendieron.
—No puedo impedir que te vayas —dije.
—Puedes perseguirme. Necesito paz. Necesito encontrar mi propia paz. Tengo que saber que no irás detrás de mí.
—Entonces, mátame —repliqué bruscamente.
Se limitó a negar con la cabeza, con una carcajada irónica.
—Te has alzado de entre los muertos dos veces, Steve. Empiezo a tenerte miedo. Creo que no lo intentaré por tercera vez.
—Vaya, muchas gracias. ¿Está viva? —pregunté en voz baja. Christian asintió lentamente.
—Es tuya, Steve. Así se contará la historia. La Sangre tuvo compasión. El Extranjero se reformó y abandonó el reino. La chica del bosque se reunió con su amado. Se besaron junto a la gran piedra blanca…
Le miré. Le creí. Sus palabras eran como una canción que arranca lágrimas de los ojos.
—Entonces, la esperaré. Gracias por perdonarle la vida.
—Es una chica muy hábil —repitió Christian, tocándose la herida del estómago—. No me dejó elección.
Había algo en su tono…
Me dio la espalda y se alejó hacia el fuego. La idea de que por fin iba a despedirme de mi hermano, me impidió pensar en Guiwenneth por el momento.
—¿Cómo cruzarás las llamas?
—Tierra —dijo.
Me mostró su capa. Había llenado la capucha de tierra. Sostuvo la prenda como si fuera una honda y, con la mano libre, tomó un puñado de arena y lo lanzó contra el fuego. Hubo un chisporroteo y, de repente, las llamas se oscurecieron, como si la tierra hubiera ganado en el enfrentamiento.
—Es cuestión de decir las palabras adecuadas y lanzar suficiente arena como para dispersar las llamas —dijo—. Conozco las palabras, pero la cantidad de Madre Tierra sigue siendo un problema. —Echó un vistazo a su alrededor—. Como shamán, no soy gran cosa.
—¿Por qué no vas por el río? —le pregunté cuando empezó a hacer girar la capa—. Debe de ser mucho más sencillo. Es el camino que siguió el Viajero.
—El río está bloqueado para la gente como yo —explicó. La capa giraba ahora en un gran círculo sobre su cabeza.
—Además, querido Steven, lo que hay más allá del fuego es Lavondyss, Tir-na-nOc. Avalon. El Paraíso. Llámalo como quieras. Es la tierra desconocida, el principio del laberinto. El lugar misterioso. El lugar vigilado, no contra el hombre, sino contra la curiosidad del hombre. El sitio inaccesible. El pasado desconocido u olvidado.
Sin dejar de hacer girar la capa, miró a mi alrededor.
—Cuando se ha perdido tanto en la oscuridad del tiempo, tiene que haber un mito que glorifique ese conocimiento perdido. —Avanzó hacia el fuego—. Pero, en Lavondyss, ese conocimiento todavía existe. Y allí es donde voy, hermano. ¡Deséame suerte!
—¡Suerte! —grité cuando lanzó la tierra de la capa.
Las llamas rugieron, se extinguieron y, durante un instante, entre los árboles calcinados, vi el territorio helado que se extendía más allá.
Christian corrió hacia ese camino temporal entre el fuego: un hombre alto, recio, apretándose la dolorosa herida. Estaba a punto de conseguir aquello que yo me había jurado impedirle…, salvo que ahora iba solo, no se llevaba a Guiwenneth. Aun así, la idea de lo que le sucedería en Lavondyss me resultaba intolerable Desde el odio, yo había recorrido un círculo completo, y ahora se apoderaba de mí una tristeza inconmensurable al pensar que no volvería a verle. Quería darle algo. Quería algo suyo, un recuerdo, un trozo de la vida que habíamos perdido. Mientras lo pensaba, me acordé del amuleto en forma de hoja de roble que todavía llevaba al cuello, cálido contra mi pecho. Corrí hacia Christian, al tiempo que me arrancaba el cordón y liberaba la hoja de plata de su atadura de cuero.
—¡Chris! —grité—. ¡Espera! ¡La hoja de roble! ¡Te dará suerte! Y se lo lancé.
Se detuvo y se dio la vuelta. El talismán de plata trazó un arco hacia él y, al momento, comprendí lo que sucedería. Observé, paralizado de espanto, cómo el pesado objeto le golpeaba en el rostro y le derribaba.
—¡¡Chris!!
El fuego se cerró sobre él. Sonó un grito largo, aterrador. Luego sólo se oyó el rugido de las llamas. Alimentadas por la magia de la tierra, me separaron del terrible destino de mi hermano.
Apenas podía creer lo que había sucedido. Me dejé caer de rodillas, mirando el fuego, aterrado, temblando como si tuviera fiebre.
Pero no pude llorar. Por mucho que lo intenté, no pude llorar.