21

El corazón del bosque

Todo había terminado. Christian estaba muerto. El Extranjero estaba muerto. Su Sangre había triunfado. La leyenda tenía un final feliz para el reino. La destrucción y la enfermedad habían terminado.

Di la espalda al fuego y me encaminé por el bosque, entre los árboles, hacia la línea de nieve, valle arriba. A mi alrededor, un manto blanco cubría la tierra. La brillante piedra que se alzaba ante mí resultaba casi invisible bajo la capa de nieve. Pasé junto a ella, ya sin miedo de un enfrentamiento con los mercenarios de Christian.

Golpeé la piedra con mi espada. Si había esperado oír un sonido que recorriera el valle, me equivocaba. El ruido del golpe murió casi al instante, aunque no antes que mi grito, el nombre de Guiwenneth. Por tres veces la llamé. Por tres veces no recibí otra respuesta que el susurro de la nieve.

Quizá ya se hubiera marchado, o quizá aún no había llegado. Christian había dado a entender que la piedra era su destino. Pero ¿por qué se rió al decirlo? ¿Qué secreto me ocultó hasta la muerte?

Supongo que ya entonces lo sabía, pero tras el terrible viaje buscándola, era una idea demasiado dolorosa como para contemplarla. No estaba preparado para reconocer lo obvio. De todos modos, esa misma idea me ató a aquel lugar, me impidió alejarme. Pasara lo que pasase, tenía que esperarla.

Era lo más importante del mundo.

Durante una noche y un día, esperé en el refugio del cazador, cerca del monumento de Peredur. Encendí un fuego con madera de olmo para calentarme. Cuando dejó de nevar, caminé por los alrededores de la piedra, llamando a Guiwenneth. No sirvió de nada. Me aventuré valle abajo, tan lejos como me atreví, y contemplé desde los árboles la inmensa muralla de fuego, viendo como su calor fundía la nieve de los alrededores, para dar una sensación casi veraniega a aquel bosque, el más primitivo de los bosques.

Llegó al valle durante la segunda noche. Sus pasos sobre la alfombra de nieve eran tan suaves que casi no la oí. La luna estaba casi llena, la noche era luminosa y clara, y la vi. Era una forma encogida, frágil, que caminaba lentamente entre los árboles, hacia el imponente monolito.

No sé por qué, pero no grité su nombre. Me abrigué con la capa y salí de mi pequeño refugio, en pos de la chica. Parecía encorvarse más a cada paso. Estaba casi doblada sobre sí misma. La luz de la luna iluminó el monolito, convirtiéndolo en una especie de faro que le guiaba.

Llegó junto al lugar donde yacía su padre, y durante un momento se quedó allí de pie, mirando la roca. Luego, le llamó: tenía la voz ronca, rota de frío, de dolor, de puro agotamiento.

—¡Guiwenneth! —grité, saliendo de entre los árboles. Ella se sobresaltó, y se dio la vuelta.

—Soy yo, Steven.

¡Estaba tan pálida…! Tenía los brazos cruzados sobre el cuerpo, y parecía más pequeña que nunca. Su larga cabellera estaba lacia, empapada de nieve.

Me di cuenta de que temblaba. Cuando me acerqué a ella, me miró, aterrada. Entonces recordé cuánto debía de parecerme a Christian en aquel momento, vestido con pieles y luciendo una barba descuidada.

—Christian está muerto —le dije—. Yo le maté. Te he encontrado de nuevo, Guin. Podemos volver al Refugio. Podemos estar juntos, sin temer nada.

Volver al Refugio. La sola idea me llenó de una cálida esperanza. Una vida sin problemas, sin preocupaciones. ¡Oh, Dios, era lo que más deseaba en aquel momento!

—Steve… —dijo.

Su voz no era más que un susurro. Se derrumbó contra la piedra, doblada de dolor. Estaba agotada. El viaje había sido terrible para ella.

Me acerqué rápidamente a Guiwenneth, y la levanté entre mis brazos. Dejó escapar un gemido, como si le hiciera daño.

—No pasa nada, Guin. Hay un pueblo muy cerca de aquí. Podemos descansar todo el tiempo que quieras.

Metí las manos dentro del calor de su capa, y el corazón me dio un salto en el pecho al tocar algo frío, pegajoso, que le manchaba el vientre.

—¡Oh, Guin! Dios, no…

Al final, Christian había dicho la última palabra.

Con las pocas fuerzas que le quedaban, alzó la mano para tocarme el rostro. Tenía los ojos nublados, y su mirada triste se posó sobre mí. Apenas sentía los latidos de su corazón.

Levanté la vista hacia la piedra.

—¡Peredur! —grité, desesperado—. ¡Muéstrate de una vez!

La piedra siguió en silencio. Guiwenneth se acurrucó todavía más en mis brazos, y suspiró, un sonido leve en el frío de la noche. La estreché tan fuerte que creí que se iba a quebrar como una ramita. Tenía que conservar su cuerpo cálido, fuera como fuese.

En aquel momento, el suelo tembló ligeramente. El temblor se repitió. La nieve que cubría la piedra y las copas de los árboles cayó al suelo. Luego hubo otra vibración, y otra…

—Ya viene —dije a la joven silenciosa—. Tu padre. Ya viene. Él nos ayudará.

Pero el que apareció tras la piedra, con el cadáver inerte del fenlander en la mano izquierda, no fue el padre de Guiwenneth. No fue el fantasma del valiente Peredur el que se alzó ante nosotros, meciéndose ligeramente, con una respiración que era un siseo rítmico y ominoso en la oscuridad. Levanté la vista hacia los rasgos, iluminados por la luna, del hombre que había dado comienzo a todo aquello, y sólo tuve fuerzas para gritar amargamente mi decepción. Abracé más fuerte a Guiwenneth, inclinando la cabeza sobre ella, tratando de hacerla invisible.

Debió de quedarse allí durante más de un minuto, mientras yo esperaba que, de un momento a otro, me agarrara por los hombros y me matara. Al ver que no sucedía nada, levanté la vista. El Urscumug seguía allí, observándome, parpadeando, abriendo y cerrando la boca para mostrar los dientes brillantes. Todavía sostenía el cadáver del fenlander, pero con un movimiento repentino que me hizo estremecer, lo lanzó a lo lejos y se inclinó hacia mí.

Su roce fue más suave de lo que yo habría creído posible. Me cogió el brazo, obligándome a soltar mi presa protectora sobre Guiwenneth. La cogió y acunó su cuerpo en el brazo derecho, como un chiquillo que sostuviera un juguete.

Me la iba a quitar. La idea era demasiado insoportable, y empecé a gritar, sin dejar de mirar a mi padre entre las lágrimas que me nublaban los ojos.

Entonces, el Urscumug extendió el brazo izquierdo hacia mí. Le miré un momento y, de repente, comprendí lo que quería. Levanté el brazo hacia él, y su mano cubrió por completo la mía.

Así, caminamos alrededor de la piedra, sobre el manto de nieve, dirigiéndonos hacia los árboles… y hacia la muralla de fuego. ¡Cuántas cosas me pasaron por la cabeza mientras caminaba con mi padre! Su rostro no reflejaba odio, sino una tierna expresión de tristeza y compasión. En el jardín de Refugio del Roble, cuando el Urscumug me zarandeó tan fuerte, quizá intentaba devolver la vida a mi cuerpo. En el desfiladero, cuando mi padre titubeó, escuchándonos, quizá supo en todo momento dónde estábamos, y esperaba que nos adelantásemos a él. Siempre me ayudó a perseguir al Extranjero, nunca me atacó directamente. Cuando me necesitó, como me había necesitado todo lo que existía en aquel reino, redescubrió la compasión.

Mi padre puso a Guiwenneth sobre la tierra cálida. El fuego rugía hacia el cielo. Las ramas de los árboles demasiado cercanos a las llamas, caían incendiadas. Era un lugar extraño. Ante el calor de aquel infierno sobrenatural, empecé a sudar. Comprendí que era una lucha eterna: el muro de fuego nunca se movía, y los árboles que crecían demasiado cerca resultaban carbonizados. Los que hablan con las llamas, los primeros héroes reales de la humanidad tal como la entendemos hoy, mantenían aquel fuego imperecedero.

Pensaba que los tres íbamos a atravesar las llamas, pero me equivocaba. Mi padre me apartó a un lado.

—¡No me la quites! —le supliqué.

¡Que hermosa estaba, con el rostro enmarcado en pelo rojizo, la piel brillando a la luz del fuego!

—¡Por favor! ¡Tengo que ir con ella!

El Urscumug me miró. La gran bestia sacudió la cabeza lentamente. No. Yo no podía ir con ella.

Pero, entonces, el Urscumug hizo algo maravilloso, algo que me daría valor y esperanza durante los largos años venideros, un gesto que viviría conmigo como un amigo durante el invierno eterno, mientras aguardaba con el pueblo neolítico de la aldea cercana, vigilando la piedra de Peredur.

Tocó con un dedo el cuerpo de la chica, y señaló la muralla de fuego. Luego, indicó que volvería. A mí. Ella volvería a mí, otra vez viva, mi Guiwenneth.

—¿Cuánto tiempo? —supliqué al Urscumug—. ¿Cuánto tiempo tengo que esperar? ¿Cuánto tardará?

El Urscumug se inclinó hacia ella y la alzó en sus brazos. La acercó a mí, y yo apreté los labios contra los labios fríos de Guiwenneth. Mantuve el beso largo rato, con los ojos cerrados, temblando.

Mi padre la protegió con sus brazos, y se volvió hacia las llamas. Lanzó un gran puñado de tierra contra la muralla y el fuego murió. Por un breve instante, atisbé las montañas a lo lejos. Después, la forma del jabalí cruzó los árboles calcinados hacia el reino sin tiempo. Al pasar, rozó un tronco ennegrecido que se asemejaba increíblemente a una figura humana, con los brazos alzados sobre la cabeza. La forma se desintegró. Un segundo más tarde, las llamas se alzaron de nuevo, y me quedé solo, con el recuerdo de un beso y la alegría de haber visto lágrimas en los ojos de mi padre.